Capítulo 32

Mi propósito al invitarte este fin de semana a Yorkshire es informarte con todo detalle de la decisión que he tomado respecto a ti en mi testamento.

Mi padre estaba sentado detrás de su escritorio, en tanto yo me había acomodado en una butaca de piel frente a él, la que mi madre siempre había utilizado. Le observé mientras introducía con gran cuidado un poco de tabaco en la cazoleta de su pipa de brezo, y me pregunté qué iba a decir. Tardó bastante en volverme a mirar de nuevo.

—He decidido legar todas mis propiedades a Daniel Trumper —anunció.

Me quedé tan estupefacta ante sus palabras que tardé algunos segundos en poder hablar.

—Pero, padre, ahora que Guy ha muerto, Nigel es el legítimo heredero.

—Daniel habría sido el legítimo heredero si tu hijo se hubiera comportado como un caballero. Guy tenía que haber regresado de la India para contraer matrimonio con la señorita Salmon en cuanto recibió la noticia de que estaba embarazada.

—Pero Trumper es el padre de Daniel —protesté yo—. Siempre lo ha admitido. La partida de nacimiento…

—Nunca lo ha negado, lo admito, pero no me tomes por idiota, Ethel. La partida de nacimiento solo demuestra que, al contrario que mi nieto, Charlie Trumper posee cierto sentido de la responsabilidad. En cualquier caso, aquellos de nosotros que vimos a Guy en sus años de formación y hemos seguido también los progresos de Daniel no podemos albergar dudas sobre la auténtica relación entre los dos hombres.

Yo no estaba segura de haber escuchado bien las palabras de mi padre.

—¿Quieres decir que has visto a Daniel Trumper?

—Oh, sí —replicó, cogiendo una caja de cerillas que había sobre el escritorio—. Procuré visitar San Pablo en dos ocasiones diferentes. Una, cuando el chico tocaba en un concierto. Le estuve observando de cerca durante dos horas… Era bastante bueno, de hecho. Y la segunda vez, un año después, el Día de los Fundadores, en que recibió el galardón de matemáticas Newton. Le observé durante toda la tarde, mientras acompañaba a sus padres en una recepción que tenía lugar en el jardín del rector. Te aseguro que no solo se parece a Guy, sino que ha heredado algunos gestos de su padre.

—Nigel, en cualquier caso, merece ser tratado por igual —insinué, intentando pensar en algo que hiciera cambiar de opinión a mi padre.

—Nigel no es su igual y nunca lo será —replicó mi padre, encendiendo una cerilla antes de proceder a las interminables chupadas con las que atacaba siempre la pipa en los primeros instantes—. No nos engañemos, Ethel. Ambos sabemos desde hace tiempo que el chico no se merece ni un puesto en la junta directiva de «Hardcastle’s» ni, mucho menos, ser considerado mi sucesor natural.

Mientras mi padre lanzaba bocanadas de humo, clavé la vista en el cuadro de Stubbs que colgaba en la pared detrás de él, y traté de ordenar mis ideas.

—Estoy seguro de que no habrás olvidado, querida, que Nigel ni siquiera logró aprobar en Sandhurst, pues, al parecer, exige cierto esfuerzo actualmente. También me han informado hace poco de que conserva su empleo actual en Kitcat & Aitken porque hiciste creer al socio mayoritario que, en su momento, administrarían la cartera de «Hardcastle’s». Te doy mi palabra de que no será así. —Puntuaba cada afirmación con una bocanada de humo.

Me sentía incapaz de mirarle a la cara. En lugar de ello, mis ojos vagaban del cuadro situado detrás de él a las interminables hileras de libros que había ido coleccionando a lo largo de su vida. Todas las primeras ediciones de Dickens, Henry James, un autor moderno al que admiraba, e incontables Blakes de todas clases, desde valiosas cartas escritas de su puño y letra hasta ediciones conmemorativas.

—Como no existe ningún miembro de la familia que pueda reemplazarme al frente de la firma —continuó—, he llegado de mala gana a la conclusión de que, ahora que la guerra es cada día más probable, debo reconsiderar el futuro de «Hardcastle’s».

—¿Vas a permitir que el negocio caiga en manos extrañas? —pregunté, incrédula—. Tu padre se…

—Mi padre habría hecho lo más pertinente para todos los interesados, y no cabe duda de que los parientes expectantes ocuparían los últimos lugares en su lista de prioridades. —Su pipa se negó a continuar encendida, de modo que una segunda cerilla entró en acción. Dio algunas chupadas más y una expresión satisfecha inundó su rostro. Prosiguió hablando—. Me siento en el consejo de administración de Harrogate Haulage y el banco de Yorkshire desde hace varios años, y también en la de John Brown Engineering, donde me parece que he encontrado por fin a mi sucesor. El hijo de sir John tal vez no sea un presidente de la empresa muy inspirado, pero es competente y, sobre todo, es de Yorkshire. De cualquier forma, he llegado a la conclusión de que una fusión con esa empresa será lo mejor para todos.

Intentaba asimilar todo cuanto decía, pero todavía no era capaz de mirarle a la cara.

—Me han hecho una generosa oferta por mis acciones —añadió—, que con el tiempo os proporcionarán a ti y a Amy unos ingresos más que suficientes para cubrir todas vuestras necesidades cuando yo ya no esté.

—Pero, padre, las dos confiamos en que vivirás muchos años más.

—Es inútil que pierdas el tiempo, Ethel, en tratar de camelar a un viejo que presiente su cercana muerte. Es posible que sea anciano, pero senil todavía no.

—Padre —volví a protestar pero él se limitó a chupar su pipa, demostrando un total desinterés hacia mis opiniones, así que jugué otra baza.

—¿Significa eso que Nigel no recibirá nada?

—Nigel recibirá lo que yo considere justo y adecuado, dadas las circunstancias.

—Creo que no te entiendo bien, padre.

—En ese caso, te lo explicaré. Le he dejado cinco mil libras, con las cuales podrá hacer lo que le dé la gana cuando yo me muera. —Hizo una pausa, como si dudara en añadir algo más—. Te he ahorrado, al menos, una vergüenza. Aunque Daniel Trumper herede todos mis bienes después de tu fallecimiento, no tendrá noticia de su buena suerte hasta el día en que cumpla treinta años, cuando tú tengas bastantes más de setenta y, tal vez, te hayas acostumbrado a vivir con mi decisión.

Doce años más, pensé, mientras una lágrima caía de mi ojo y resbalaba sobre mi mejilla.

—No te molestes en llorar, Ethel, o en ponerte histérica, o en discutirme. —Lanzó una larga bocanada de humo—. He tomado mi decisión, y nada de lo que hagas o digas logrará cambiarla.

Su pipa echaba humo como un tren expreso cuando sale de la estación. Saqué un pañuelo de mi bolso, con la esperanza de que me diera tiempo para pensar.

—Y si se te pasa por la cabeza intentar revocar el testamento más adelante, sobre la base de que estoy loco —le miré horrorizada—, de lo cual eres muy capaz, debo decirte que mi testamento definitivo ha sido redactado por el señor Harrison, y actuaron como testigos un juez retirado, un ministro del gabinete y, lo más importante, un especialista en enfermedades mentales de Sheffield.

Iba a protestar cuando sonó un golpe suave en la puerta y Amy entró en la habitación.

—Lamento interrumpirte, papá, pero ¿quieres que sirva el té en la sala de estar o prefieres tomarlo aquí?

Mi padre sonrió a su hija mayor.

—La sala de estar me parece muy bien, querida —dijo, en un tono mucho más cariñoso que el que solía adoptar conmigo. Se levantó con movimientos inseguros, vació la pipa en el cenicero más cercano y, sin más palabras, siguió a mi hermana hasta salir de la habitación.

Apenas dije nada durante el té, intentando pensar en las implicaciones de lo que mi padre me había revelado. Amy, por su parte, parloteaba alegremente sobre el efecto de la reciente falta de lluvia sobre las petunias del macizo de flores situado bajo la habitación de mi padre.

—No les llega el sol a todas horas del día —nos confió en tono preocupado, mientras su gato saltaba sobre el sofá y se acomodaba en su regazo. El maldito animal, cuyo nombre nunca era capaz de recordar, siempre me había crispado los nervios, pero nunca lo admití abiertamente porque sabía que, después de Amy, la persona que quería más al bicho era mi padre. Amy se puso a acariciarlo, ignorante de la tensión causada por la conversación que acababa de tener lugar en el estudio.

Aquella noche me retiré pronto a la cama, pero no pude dormir, pensando en lo que iba a hacer. Confieso que no había esperado nada sustancial del testamento para Amy o para mí, ya que ambas teníamos más de sesenta años y no precisábamos grandes ingresos suplementarios. Sin embargo, siempre había dado por sentado que heredaríamos la casa y las propiedades, mientras que la empresa quedaría en manos de Guy y, tras su muerte, en las de Nigel.

Por la mañana había llegado a la reacia conclusión de que poco podía hacer contra la decisión de mi padre. Si el testamento había sido redactado por el señor Harrison, su abogado y amigo desde hacía mucho tiempo, ni siquiera F. E. Smith sería capaz de descubrir un fallo. Empecé a comprender que mi única esperanza de que Nigel recibiera la herencia que le correspondía por derecho consistía en involucrar al mismísimo Daniel Trumper.

Al fin y al cabo, mi padre no viviría eternamente.

Se puso a chasquear los nudillos de la mano derecha uno a uno.

—¿Dónde se encuentra en este momento? —pregunté, mirando al hombre a quien había pagado miles de libras desde nuestro primer encuentro, veintipico años antes. Aún seguía acudiendo a nuestra entrevista semanal en el St. Agnes con la misma chaqueta de tweed marrón y la chillona corbata amarilla, aunque, por lo visto, había adquirido recientemente una o dos camisas nuevas. Nos sentábamos en el rincón más oscuro de la sala. Dejó sobre la mesa su whisky, sacó un paquete envuelto en papel marrón de debajo de su silla y me lo tendió.

—¿Cuánto tuvo que pagar para recuperarlo?

—Cincuenta libras.

—Le dije que no le ofreciera más de veinte libras sin consultarme.

—Lo sé, pero en aquel momento había un comerciante del West End metiendo las narices en la tienda. No podía correr el riesgo, ¿verdad?

No creí ni por un momento que le hubiera costado cincuenta libras. Sin embargo, acepté que él intuía la importancia del cuadro para mis futuros planes.

—¿Quiere que le entregue a la policía el cuadro desaparecido? —me preguntó—. Podría insinuar algo que tal vez…

—Por supuesto que no —contesté sin vacilar—. La policía es demasiado discreta en estos asuntos. Además, lo que tengo en mente para el señor Trumper será mucho más humillante que una entrevista privada en la intimidad de Scotland Yard.

El señor Harris se reclinó en la vieja butaca de cuero y empezó a chasquear los nudillos de su mano izquierda.

—¿Alguna información más?

—Daniel Trumper ha tomado posesión de su plaza de profesor en el colegio Trinity. Se le puede encontrar en la escalera B, aula siete.

—Eso ya constaba en su último informe.

Ambos dejamos de hablar cuando un huésped de avanzada edad cogió una revista de una mesa próxima.

—También sale mucho con una chica llamada Marjorie Carpenter. Estudia tercer año de matemáticas en el colegio Girton.

—¿Eso es cierto? Bien, si continúa en serio comuníquemelo al instante y abra un expediente sobre la chica. —Paseé la mirada por la sala para asegurarme de que nadie escuchaba nuestra conversación. Aparté la vista y descubrí que Harris me miraba con cierta intensidad.

—¿Le preocupa algo? —pregunté, sirviéndome otra taza de té.

—Bien, para ser sincero con usted, señora Trentham, sí. Creo que ha llegado el momento de solicitarle un pequeño aumento en mi tarifa por horas. Después de todo, se espera de mí que guarde muchos secretos… —vaciló un momento—… secretos que podrían…

—¿Podrían qué?

—Ser de incalculable valor para otras partes igualmente interesadas.

—¿Me está amenazando, señor Harris?

—Desde luego que no, señora Trentham, solo que…

—Se lo diré una vez y no volveré a repetirlo, señor Harris, Si alguna vez le cuenta a alguien lo que nos llevamos entre manos, no va a preocuparse por la tarifa, sino por la cantidad de tiempo que pasará en la cárcel. Porque yo también guardo un expediente sobre usted, y sospecho que alguno de sus antiguos colegas podrían estar interesados en leerlo; en especial, lo de haber empeñado un cuadro robado y de disponer de un chaquetón del Ejército. ¿Me he expresado con claridad?

Harris no replicó; se limitó a chasquear de nuevo los dedos uno por uno.

Algunas semanas más tarde estalló la guerra, y me enteré de que Daniel Trumper había eludido ser llamado a filas. Por lo visto, servía tras un escritorio de Brechtley Park y no era probable que experimentara la ira del enemigo, a menos que una bomba le cayera en la cabeza.

Los alemanes consiguieron dejar caer una bomba, justo en medio de mis pisos, destruyéndolos por completo. Mi cólera inicial ante este desastre en cuanto vi el caos que había provocado en Chelsea Terrace se desvaneció al ver, durante varios días, la obra de los alemanes desde el otro lado de la calle.

A las pocas semanas le tocó al «Mosquetero» y a la verdulería de Trumper experimentar la fuerza de la Luftwaffe. El único resultado de este segundo bombardeo fue que Trumper se alistara en los Fusileros a la semana siguiente. Por más deseos que albergara de ver a Daniel derribado por una bala perdida, necesitaba que Charlie Trumper continuara con vida; yo había planeado para él una ejecución pública.

No fue preciso que Harris me informara sobre el nuevo cargo de Trumper en el ministerio de Alimentación, porque todos los periódicos nacionales lo airearon. Sin embargo, no intenté aprovecharme de su prolongada ausencia, pues razoné que carecía de sentido adquirir más propiedades en Chelsea Terrace mientras la guerra continuara y Trumper siguiera perdiendo dinero.

Entonces, cuando estaba menos preparada, mi padre murió de un ataque al corazón. Lo dejé todo enseguida y me dirigí a Yorkshire para supervisar los preparativos del entierro.

Dos días después conduje a los miembros de la comitiva fúnebre al funeral, que se celebró en la iglesia parroquial de Watherby. Como cabeza de familia oficial ocupé el extremo izquierdo del banco delantero, con Gerald y Nigel a mi derecha. A la ceremonia asistieron la familia, los amigos y los socios del negocio, incluyendo al solemne señor Harrison, con el cual logré evitar toda conversación. Amy, sentada en la fila anterior a la mía, se mostró tan afligida durante el sermón del archidiácono que no habría logrado reponerse en todo el día si yo no hubiera estado a su lado para consolarla.

Acabada la ceremonia, decidí quedarme unos días en Yorkshire, mientras Gerald y Nigel volvían a Londres. Amy se pasó casi todo el tiempo en su habitación, y eso me permitió examinar la casa de arriba abajo y comprobar si podía rescatar algo de valor antes de regresar a Ashurst. Al fin y al cabo, ambas íbamos a compartir la propiedad.

Encontré las joyas de mi madre, que nadie había tocado desde su muerte, y el Stubbs que aún colgaba en el estudio de mi padre. Me llevé las joyas del dormitorio de mi padre y Amy accedió, mientras tomábamos una cena ligera en su cuarto, a que el cuadro colgara en Ashurst en lo sucesivo. El único objeto de valor que quedaba era la magnífica biblioteca de mi padre. Sin embargo, ya había forjado planes para la colección, que no comportaba la venta de un solo libro.

A primeros de mes se desplazó a Londres para visitar las oficinas de Harrison, Dickens & Cobb, a fin de que la informaran oficialmente sobre el contenido del testamento.

El señor Harrison pareció lamentar que Amy se hubiera sentido incapaz de hacer el viaje, pero aceptó el hecho de que mi hermana aún no se hubiera recuperado lo suficiente de la conmoción sufrida por la muerte de mi padre. Varios parientes, la mayoría de los cuales solo veía en bautizos, bodas y funerales, se hallaban sentados con aire esperanzado. Yo sabía exactamente lo que les aguardaba.

El señor Harrison ejecutó durante una hora lo que me pareció una ceremonia bastante sencilla, aunque, para ser justa, consiguió con notable destreza no revelar el nombre de Daniel Trumper cuando explicó lo que iba a ocurrir con las propiedades. Mi mente se distrajo mientras informaba a los parientes lejanos de las inesperadas mil libras que les habían tocado en suerte, y solo volvió al presente cuando la voz monótona del señor Harrison pronunció mi nombre.

—Tanto la señora de Gerald Trentham como la señorita Amy Hardcastle recibirán durante el resto de su vida una parte igual de los ingresos derivados del consorcio. —El abogado hizo una pausa para volver una página y posó las palmas de las manos sobre el escritorio—, lego la casa, la finca de Yorkshire con todo lo que contiene y veinte mil libras —continuó— a mi hija mayor, la señorita Amy Hardcastle.