Capítulo 31

Daniel cogió el coche-cama de regreso a Sydney, pero no durmió. Solo deseaba alejarse de Melbourne tanto como le fuera posible. Se fue tranquilizando a medida que pasaban los kilómetros, y al cabo de un tiempo se sintió con fuerzas para comer un bocadillo en el vagón restaurante. Cuando el tren se detuvo en la estación de la mayor ciudad de Australia bajó, cargó el baúl en un taxi y se dirigió al puerto. Compró un pasaje en el primer barco que zarpaba hacia cualquier ciudad de la costa oeste de Estados Unidos.

El pequeño carguero, autorizado a llevar tan solo cuatro pasajeros, zarpó a medianoche con dirección a San Francisco, y Daniel no obtuvo permiso para subir a bordo hasta pagarle en metálico al capitán toda la tarifa. Le quedó lo suficiente para regresar a Inglaterra…, si no sufría ningún accidente en el camino.

Durante aquella movida, oscilante e interminable travesía, Daniel pasó muchas horas estirado en una litera. Tuvo tiempo más que sobrado para pensar en lo que haría con la información obtenida. También trató de comprender las angustias que habrían sufrido sus padres durante todos aquellos años. Si le hubieran otorgado su confianza desde el primer momento, habría dedicado todos sus esfuerzos en ayudar, y no en desperdiciar tantas energías buscando la verdad. Era consciente de que no podía contarles lo que había descubierto, porque, probablemente, sabía más que ellos.

Daniel dudaba que su madre conociera el desdichado final de Guy Trentham, dejando un rosario de deudores en Victoria y Nueva Gales del Sur. La lápida de Ashurst no decía nada de todo esto.

Empezó a forjar un plan cuando el pequeño carguero pasó bajo el Golden Gate y enfiló rumbo a la bahía.

Tras pasar los trámites de inmigración, Daniel fue en autobús al centro de San Francisco y se alojó en el mismo hotel de la ida. El portero le enseñó las dos postales que quedaban por enviar, y Daniel le entregó los diez dólares prometidos. Echó las dos a la vez antes de subir al Transcontinental Express con destino a Nueva York.

Cada hora y día de soledad colaboraban en desarrollar sus ideas, aunque le seguía preocupando la información adicional que poseía su madre, sobre la cual no se atrevía a preguntarle. Al menos, estaba seguro de que su padre era Guy Trentham y de que había abandonado Inglaterra en desgracia. Por lo tanto, la señora Trentham era su abuela, y por alguna razón desconocida culpaba a Charlie de lo sucedido a su hijo.

Al llegar a Nueva York comprobó con desagrado que el Queen Mary había zarpado hacia Inglaterra el día anterior; tuvo que cambiar su billete al Queen Elizabeth, quedándose con unos pocos dólares en el bolsillo. Lo último que hizo en suelo norteamericano fue telegrafiar a su madre, comunicándole la hora aproximada de llegada a Southampton.

Aunque Daniel empezó a recuperar la serenidad en cuanto perdió de vista la estatua de la Libertad, la señora Trentham no se apartó de sus pensamientos durante los cinco días de travesía. No podía pensar en ella como en su abuela, y al desembarcar en Southampton, se hallaba plenamente convencido de que su madre debía contestarle a unas cuantas preguntas antes de llevar a cabo su plan.

Mientras bajaba por la pasarela se dio cuenta de que las hojas de los árboles habían pasado de ser verdes a doradas durante su ausencia. Resolvió solucionar el problema de la señora Trentham antes de que empezaran a caer.

Su madre había venido a recibirle, y Daniel nunca se había sentido más feliz de verla. La abrazó con tanta ternura que ella fue incapaz de disimular su sorpresa. Daniel respondió a todas las preguntas sobre Norteamérica y los norteamericanos durante el trayecto hacia Londres, y descubrió que sus numerosas postales la habían complacido en extremo.

—Sospecho que aún quedan algunas por llegar —dijo Daniel, sintiéndose culpable por primera vez.

—¿Te quedará tiempo para pasar unos días con nosotros antes de regresar a Cambridge?

—Sí. He vuelto un poco antes de lo previsto, o sea que me quedaré un par de semanas.

—Oh, tu padre estará muy contento —le dijo Becky. Daniel se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de poder oír las palabras «tu padre» sin que se formara en su mente una visión de Guy Trentham.

—¿Qué decisión habéis tomado sobre la forma de financiar el nuevo edificio?

—Hemos decidido transformarnos en sociedad anónima. Un simple problema de matemáticas, en último extremo. El arquitecto ha terminado los planos, y como tu padre, naturalmente, quiere lo mejor de lo mejor, temo que la cifra final se acercará al medio millón de libras.

—¿Y aún podréis aseguraros el cincuenta y uno por ciento de la nueva empresa?

—Por los pelos, si hemos de fiarnos de esas cifras. Quizá terminemos empeñando el carretón de tu bisabuelo.

—¿Alguna noticia acerca de… los pisos? —Daniel miraba por la ventanilla del coche, pero vigiló su reacción en el reflejo del cristal. Ella pareció vacilar un momento.

—Los propietarios han seguido las instrucciones del consejo municipal y ya han empezado a derruir lo que queda de ellos.

—¿Quiere decir eso que papá también obtendrá el permiso que solicitó?

—Espero que sí, pero sospecho que tardará un poco más de lo que creíamos, porque un vecino, un tal señor Crowe, en nombre de la Sociedad de Pequeños Comerciantes, ha presentado una objeción al consejo. Por lo tanto, no menciones el problema delante de tu padre. Solo oír hablar de los pisos le pone al borde de la apoplejía.

«Supongo que la señora Trentham está detrás del tal señor Crowe», quiso decir Daniel, pero se limitó a preguntar:

—¿Y nuestra perversa Daphne?

—Empeñada en casar a Clarissa con el hombre adecuado y en alistar a Clarence en el regimiento adecuado.

—Nada menos que un duque de sangre real para ella y un puesto en la Guardia Escocesa para él, diría yo.

—Lo has adivinado. También confía en que Clarissa dé a luz una niña cuanto antes para que se case con el futuro príncipe de Gales.

—Pero la princesa Isabel acaba de anunciar su compromiso.

—Lo sé, pero todos sabemos lo mucho que le gusta a Daphne hacer planes por anticipado.

Daniel respetó los deseos de su madre y no habló de los pisos cuando, durante la cena, comentó con sus padres el lanzamiento de la nueva empresa. También observó que un cuadro titulado Manzanas y guisantes, de un artista llamado Courbet, había sustituido al Van Gogh que colgaba en el vestíbulo. No hizo el menor comentario.

Daniel pasó el día siguiente en el departamento de planificación del Consejo Municipal de Londres (Consultas). Si bien le facilitaron toda la documentación pertinente, subrayaron, para su frustración, que no podía sacar los originales del edificio.

En consecuencia, ocupó la mañana en examinar los papeles una y otra vez, tomando copiosas notas de las cláusulas fundamentales y aprendiéndolas de memoria, para evitar trasladarlas al papel. No deseaba en modo alguno que sus padres las descubrieran por accidente. A las cinco de la tarde, cuando cerraron la puerta, Daniel estaba seguro de que podría recordar todos los detalles importantes.

Salió del edificio, se sentó en un parapeto cerca del río y repitió para sí los detalles sobresalientes varias veces.

Descubrió que «Trumper’s» había solicitado construir unos grandes almacenes que abarcarían toda la manzana conocida como Chelsea Terrace. Habría dos torres de doce plantas de altura. Cada torre poseería 24 000 metros cuadrados de espacio utilizable. Sobre ellas se alzarían cinco plantas más de oficinas y pasos elevados que conectarían los dos edificios y las estructuras gemelas. El Consejo Municipal había dado luz verde a las obras, pero un tal Martin Crowe, de la «Sociedad por la Salvaguardia de las Tiendas» había presentado una apelación contra las cinco plantas que enlazarían las dos estructuras principales sobre un espacio vacío, en el centro de Chelsea Terrace. No hacía falta mucha imaginación para conjeturar quién aportaba todo el apoyo financiero que el señor Crowe necesitaba.

Al mismo tiempo, la señora Trentham había recibido autorización para construir un bloque de pisos que se destinarían exclusivamente a familias de bajo poder adquisitivo. Recreó en su mente la detallada solicitud de permiso, explicando que los pisos serían construidos en hormigón desbastado, con las mínimas comodidades internas o externas. La expresión «chapuza» acudió de inmediato a su mente. A Daniel no le costó nada imaginar que la señora Trentham se proponía construir el edificio más feo que el consejo le permitiera, justo en medio del palacio propuesto por Charlie.

Consultó sus notas. No había olvidado nada, así que rompió la hoja en pedacitos y los echó a una papelera situada en la esquina del puente de Westminster. Después, volvió a Little Boltons.

La siguiente iniciativa de Daniel fue telefonear a David Oldcrest, el profesor de Derecho del Trinity especializado en urbanismo. Su colega dedicó una hora a explicarle que, teniendo en cuenta las apelaciones y contra apelaciones que se presentarían a la Cámara de los Lores, el permiso para construir un edificio como las Torres Trumper podría tardar varios años en concederse. El doctor Oldcrest concluyó que, cuando se tomara la decisión, los únicos que saldrían ganando algún dinero serían los abogados.

Daniel dio las gracias a su amigo. Tras meditar sobre el problema al que se enfrentaba, llegó a la inevitable conclusión de que el éxito o fracaso de las ambiciones de Charlie dependían por completo de la señora Trentham. A menos que él pudiera…

Durante toda la semana siguiente pasó una gran cantidad de tiempo en la cabina telefónica situada en la esquina de Chester Square, pero sin hacer ni una sola llamada. El resto del día lo empleó en seguir por la capital a una dama impecablemente vestida, de obvia autoconfianza y presencia, intentando no ser visto pero tratando a menudo de echar un vistazo a su aspecto, a sus maneras y al mundo en que vivía.

Pronto descubrió que solo tres cosas parecían ser sagradas para la ocupante de Chester Square, 14. Primero, las entrevistas con sus abogados de Lincoln’s Inn Fields, que solían tener lugar cada dos o tres días, pero nunca de forma regular. Segundo, sus partidas de bridge, celebradas siempre a la misma hora, tres días a la semana: los lunes en Cadogan Place, 9; los miércoles en la avenida Sloane, 117, y los viernes en su casa de Chester Square. El mismo grupo de mujeres maduras parecía acudir a los tres domicilios. Tercero, las ocasionales visitas a un mugriento hotel de South Kensington, donde se sentaba en el rincón más oscuro del salón de té y sostenía conversaciones con un hombre que, en opinión de Daniel, era el acompañante menos adecuado para la hija de sir Raymond Hardcastle. No le trataba como a un amigo, desde luego, ni siquiera como a un socio, y jamás averiguó de qué hablaban.

Al cabo de dos semanas decidió que el mejor momento para llevar a cabo su plan sería el viernes anterior a su regreso a Cambridge. Con este fin, pasó una mañana en una sastrería especializada en uniformes militares; por la tarde redactó un guión, y por la noche ensayó lo que había escrito. A continuación, hizo varias llamadas telefónicas, incluyendo una a Spinks, el especialista en medallas, quien le garantizó que cumpliría a tiempo su encargo. Las dos últimas mañanas, una vez seguro de que sus padres se hallaban ausentes, efectuó un completo ensayo, con atavío incluido, en la intimidad de su dormitorio.

Daniel necesitaba estar seguro de que no solo pillaría por sorpresa a la señora Trentham, sino de que seguiría confusa durante los veinte minutos que, según sus cálculos, necesitaría para rematar su plan.

Durante el desayuno del viernes, Daniel confirmó que sus padres no volverían a casa hasta pasadas las seis de la tarde. Accedió a cenar los tres juntos por la noche, antes de volver a Cambridge. Esperó pacientemente a que su padre se marchara hacia Chelsea Terrace, pero aún tuvo que aguardar media hora más a irse porque una llamada telefónica retuvo a su madre, cuando ya iba a salir.

La conversación terminó y se fue a trabajar. Daniel salió de la casa veinte minutos más tarde, con un maletín en el que guardaba el uniforme comprado el día anterior en Johns & Pegg. Recorrió tres manzanas en dirección contraria, y paró un taxi.

Entró en el museo de los Fusileros Reales y examinó la foto de su padre durante unos minutos. Tenía el cabello más ondulado que el suyo, y parecía algo más rubio. Daniel esperó a que el director del museo le diera la espalda y después, con cierta sensación de culpa, cogió la foto y la guardó en el maletín.

Cogió un taxi y acudió a un peluquero de Kensington, el cual aclaró con mucho gusto el pelo del caballero, creando un duplicado lo más fiel posible de la fotografía sepia que utilizaba como modelo. Daniel comprobaba cada pocos minutos en el espejo los cambios introducidos, y en cuanto creyó que se había logrado el efecto pagó la cuenta y se fue. El siguiente taxi le dejó en Spinks, los especialistas en medallas de la calle King, St. James. Nada más llegar compró las cuatro bandas que había encargado por teléfono. El joven empleado no le preguntó si tenía autorización para llevarlas. Otro taxi le condujo de St. James al hotel Dorchester. Pidió una habitación individual e informó a la recepcionista que marcharía del hotel a las seis de la tarde. Ella le tendió la llave 309. Daniel se negó con educación a que el portero le subiera el maletín a la habitación y se limitó a preguntar dónde estaba el ascensor.

Cerró la puerta de la habitación con llave, abrió el maletín, sacó su contenido y lo extendió sobre la cama. Después de cambiarse, fijó la fila de condecoraciones sobre el bolsillo izquierdo, exactamente igual que en la foto, y comprobó el efecto en el espejo de cuerpo entero asegurado a la puerta del cuarto de baño. Era el vivo retrato de un capitán de los Fusileros Reales de la Primera Guerra Mundial; la cinta púrpura y plateada de la MC y las tres medallas constituían el toque final.

Tras contrastar hasta el último detalle con la fotografía robada, Daniel empezó a sentirse inseguro por primera vez, y hasta temió por el éxito de su proyecto. Pero si no lo hacía… Respiró hondo antes de ponerse la larga trinchera, casi la única prenda que tenía derecho a llevar, cerró la puerta con llave y bajó al vestíbulo. Atravesó las puertas batientes y detuvo a un taxi, que le condujo a Chester Square. Pagó al chófer y consultó su reloj. Las tres y cuarenta y siete minutos. Estimó que le quedaban unos veinte minutos hasta que la partida de bridge terminara.

Desde la cabina telefónica que se alzaba en la esquina de la plaza vio a las damas que empezaban a marcharse del 14. Después de contar hasta once tuvo la seguridad de que la señora Trentham se había quedado sola, criados aparte. Sabía ya, tras consultar el horario de las sesiones parlamentarias aparecido en el Telegraph, que el marido de la señora Trentham no volvería a Chester Square hasta pasadas las diez de la noche. Esperó otros cinco minutos, salió de la cabina y cruzó la calle a toda prisa. Sabía que si vacilaba un solo momento su decisión flaquearía. Golpeó la puerta con la aldaba y esperó, durante lo que le parecieron horas, a que el mayordomo apareciera.

—¿Qué se le ofrece, señor?

—Buenas tardes, Gibson. Tengo una cita con la señora Trentham a las cuatro y cuarto.

—Sí, señor, por supuesto —dijo Gibson. Como Daniel había pensado, nadie que no tuviera una cita podía saber el nombre del mayordomo—. Por aquí, señor —añadió, antes de coger su trinchera—. ¿Es tan amable de decirme su nombre? —preguntó Gibson, cuando llegaron a la puerta de la sala de estar.

—Capitán Daniel Trentham.

El mayordomo aparentó perplejidad unos momentos, pero abrió la puerta de la sala de estar y anunció:

—El capitán Daniel Trentham, señora.

La señora Trentham se hallaba de pie junto a la ventana cuando Daniel entró en la sala. Se giró en redondo, miró al joven, avanzó un par de pasos, titubeó y se desplomó sobre el sofá.

«No te desmayes, por el amor de Dios», fue lo primero que pensó Daniel, inmóvil en el centro de la sala.

—¿Quién es usted? —musitó ella por fin.

—Dejémonos de tonterías, abuela. Sabes muy bien quién soy —dijo Daniel, confiando en que su voz trasluciera seguridad.

—Ella te ha enviado, ¿verdad?

—Si te refieres a mi madre, no. De hecho, ignora por completo que estoy aquí.

La señora Trentham abrió la boca para protestar, pero no habló. Daniel se balanceó sobre sus pies durante un período de silencio que juzgó insoportable. Ensayó la siguiente línea de su guión.

—¿Qué quieres? —preguntó la mujer.

—He venido a hacer un trato contigo, abuela.

—¿Qué clase de trato? —La mujer se había recobrado un poco—. No estás en condiciones de hacer ningún trato.

—Yo creo que sí, abuela. Acabo de regresar de Australia. —Hizo una pausa—. Un viaje muy fructífero y revelador.

La señora Trentham retrocedió, sin apartar los ojos de él.

—No vale la pena repetir lo que averigüé sobre mi padre allí. No entraré en detalles, pues sospecho que sabes tanto como yo.

La señora Trentham no le quitaba los ojos de encima, a medida que se iba recuperando.

—A menos, por supuesto, que quieras saber dónde habían pensado enterrar su cuerpo en un principio, porque desde luego no era en el panteón familiar de Ashurst.

—¿Qué quieres? —repitió ella.

—Como ya te he dicho, abuela, he venido a hacer un trato.

—Te escucho.

—Quiero que abandones tus planes de construir esos espantosos edificios de Chelsea Terrace, y que al mismo tiempo renuncies a tus objeciones hacia el detallado permiso de construcción solicitado por «Trumper’s».

—Jamás.

—En ese caso, me temo que ha llegado el momento de informar al mundo sobre los auténticos motivos de tu venganza contra mi padre.

—Eso perjudicaría a tu madre tanto como a mí —insistió la señora Trentham, acomodándose sobre los almohadones del sofá.

—Oh, yo no pienso lo mismo, abuela, en especial cuando la prensa se entere de que mi padre abandonó el ejército sin una honrosa despedida, y que murió en Melbourne más tarde en circunstancias aún menos afortunadas…, a pesar de que se le permitió descansar en un tranquilo pueblecito del Berkshire, después de que transportaras su cadáver en barco a Inglaterra, diciendo a tus amigos que se dedicaba con éxito al comercio de ganado y que murió trágicamente de tuberculosis.

—Pero eso es un chantaje.

—Oh, no, abuela, tan solo un preocupado y desconcertado hijo, desesperado al descubrir lo que le sucedió realmente a su añorado padre, y conmocionado al descubrir la verdad oculta tras el secreto de los Trentham. Sospecho que la prensa describiría el incidente como una «sucia rivalidad familiar». Lo único seguro es que mi madre saldría oliendo a rosas, aunque no estoy seguro de cuánta gente querría seguir jugando al bridge contigo después de conocer los detalles más relevantes.

La señora Trentham se levantó al instante, apretó los puños y avanzó hacia él con aire amenazador. Daniel no retrocedió ni un paso.

—Ahórrate la histeria, abuela. No olvides que lo sé todo sobre ti.

Era muy consciente de que no sabía casi nada.

La señora Trentham se detuvo, retrocedió un poco y se hundió de nuevo en el sofá.

—¿Y si accedo a tus demandas?

—Saldré de esta sala y nunca más volverás a saber de mí. Te doy mi palabra.

La mujer exhaló un largo suspiro y permaneció un rato en silencio.

—Tú ganas —dijo por fin, con voz notablemente serena—, pero exijo una condición a cambio de mi aceptación.

Sus palabras cogieron a Daniel por sorpresa. No había pensado que exigiría condiciones.

—¿Cuál es? —preguntó, con aire suspicaz.

Escuchó con suma atención su petición y, aunque desconcertado, no la consideró alarmante.

—Acepto tus condiciones —dijo por fin.

—Por escrito —puntualizó ella en voz baja—. Y ahora.

—En tal caso, también exijo que nuestro acuerdo conste por escrito —replicó Daniel, intentando no perder terreno.

—De acuerdo —se limitó a decir ella.

La señora Trentham se levantó del sofá y caminó con paso inseguro hacia su escritorio. Se sentó y sacó dos hojas de papel del cajón central. Escribió los diferentes acuerdos en tinta púrpura y se los entregó a Daniel para que los examinara. Este leyó las hojas lentamente. La mujer había reflejado todos los puntos que él le había exigido, sin dejarse nada, incluyendo la prolija cláusula sobre la que había insistido. Daniel asintió con la cabeza y le devolvió las hojas.

Ella firmó las dos copias y le pasó a Daniel su pluma. Él, a su vez, estampó su firma bajo la de ella en las dos hojas. La señora Trentham entregó uno de los acuerdos a Daniel y agitó la campanilla que colgaba junto a la repisa de la chimenea. El mayordomo reapareció un momento después.

—Gibson, necesitamos que firme como testigo en dos documentos. En cuanto lo haya hecho, el caballero se marchará —anunció.

El mayordomo firmó en ambas hojas sin hacer comentarios ni cambiar la expresión de su cara.

Daniel se encontró en la calle momentos más tarde; tenía la inquietante sensación de que las cosas no habían ido exactamente de la forma que esperaba. Una vez en el taxi que le conducía de vuelta al hotel Dorchester, releyó la hoja que ambos habían firmado. No podía pedir más, pero la cláusula que la señora Trentham había insistido en añadir le desconcertaba, porque carecía de sentido para él. Desechó la sensación de inquietud y pensó en otras cosas.

Llegó al hotel Dorchester, subió a la habitación 309, cerró con llave la puerta, se quitó el uniforme y adoptó de nuevo sus ropas normales. Se sintió limpio por primera vez aquel día. Guardó el uniforme y la gorra en el maletín, bajó a recepción, entregó la llave, pagó la factura y se marchó.

Otro taxi le devolvió a Kesington, donde el peluquero se sintió decepcionado cuando su nuevo cliente le dijo que hiciera desaparecer toda señal de aclarado, le enderezara las ondulaciones y volviera a cambiar la raya de lado.

Daniel se detuvo en un edificio abandonado de Pimlico antes de regresar a casa. Allí se desembarazó del uniforme y la gorra y prendió fuego a la fotografía.

Se estremeció mientras veía desaparecer a su padre en una llamarada púrpura.