Capítulo 30

—¿Cuándo piensas marcharte?

—En verano.

—¿Tienes dinero suficiente para pagarte el viaje?

—Aún me quedan casi todas las quinientas libras que me regalaste cuando me gradué. En realidad, solo he gastado en el MG; ciento ochenta libras, si no recuerdo mal. En cualquier caso, un soltero que se hospeda en el colegio no necesita muchos ingresos. —Daniel levantó la vista cuando su madre entró en la sala de estar.

—Daniel piensa ir a Estados Unidos este verano —dijo Charlie.

—Qué divertido —comentó Becky, poniendo flores sobre una mesilla auxiliar, al lado del Remington—. Ve a ver a los Fields en Chicago y los Bloomingdale en Nueva York, y si tienes tiempo también podrías…

—Para ser sincero —la interrumpió Daniel, apoyándose contra la repisa de la chimenea—, me parece que iré a ver a Waterston en Princeton y a Stinstead en Berkeley.

—¿Les conozco? —preguntó Becky, frunciendo el ceño.

—No creo, madre. Los dos son profesores universitarios que enseñan matemáticas, o matemática, como ellos dicen.

Charlie rio.

—Bien, escríbenos a menudo —dijo su madre—. Siempre me gusta saber dónde estás y qué haces.

—Claro que lo haré, madre —contestó Daniel, intentando controlar su tono de voz—, si prometes acordarte de que ya tengo veintiséis años.

Becky le dirigió una sonrisa.

—¿De veras, querido?

Daniel volvió aquella noche a Cambridge, tratando de imaginar cómo podría mantenerse en contacto desde Estados Unidos, cuando en realidad su auténtico destino era Australia. No soportaba la idea de engañar a su madre, pero sospechaba que a ella le dolería mucho más contarle la verdad sobre el capitán Trentham.

No contribuyó a mejorar la situación que Charlie le enviara un pasaje en primera clase para Nueva York a bordo del Queen Mary, con la fecha que había citado. Costaba ciento tres libras, incluyendo la vuelta abierta.

Daniel alcanzó un compromiso consigo mismo. Averiguó que si embarcaba en el Queen Mary con destino a Nueva York la semana siguiente al fin de curso, y proseguía el viaje en el 20th Century Limited hasta San Francisco, atravesando todo el país, aún podría subir al SS Aorangi que zarpaba hacia Sydney con un día de antelación. De esta forma aún podría permitirse cuatro semanas en Australia antes de repetir el viaje de sur a norte, y llegaría a Southampton pocos días antes de que diera comienzo el primer trimestre.

Como en todo lo que emprendía, dedicó horas de investigación y preparación. Asignó tres días al departamento de Información del Alto Comisariado Australiano, con sede en el Strand, y procuró en todo momento sentarse cerca del doctor Marcus Winter, un profesor visitante de Adelaida, cuando cenaba en la mesa de autoridades del Trinity. Aunque el primer secretario y el bibliotecario suplente de la Casa de Australia quedaban desconcertados ante algunas preguntas de Daniel, y el doctor Marcus sentía curiosidad por las atenciones del joven matemático, a finales del tercer trimestre Daniel ya había recabado la suficiente información como para estar seguro de que no iba a perder el tiempo en el subcontinente. Sin embargo, aceptaba que toda la empresa era una gigantesca apuesta, en caso de que la primera pregunta recibiera como respuesta «No hay forma de averiguarlo».

Daniel hizo las maletas y lo tuvo todo dispuesto cuatro días después de que los estudiantes se marcharan y completara los informes para su departamento. Su madre llegó la tarde del día siguiente al colegio para acompañarle en coche a Southampton. Durante el trayecto a la costa del sur, le explicó que Charlie había pedido permiso al Consejo Municipal de Londres para transformar Chelsea Terrace en unos grandes almacenes inmensos.

—¿Y aquellos pisos bombardeados?

—El Consejo ha concedido tres meses a los propietarios para reconstruirlos, o los expropiarán para ponerlos a la venta.

—Es una pena que no podamos comprarlos nosotros —dijo Daniel, ensayando una de sus no-preguntas, con la esperanza de obtener alguna respuesta de su madre, pero esta siguió conduciendo por la A30.

No dejaba de ser irónico, pensó, que si su madre le hubiera confesado la razón por la cual la señora Trentham se negaba a cooperar con su padre, podrían haber regresado tranquilamente a Cambridge.

Pisó terreno más seguro.

—¿De dónde piensa sacar el dinero papá para un proyecto tan enorme?

—No acababa de decidirse entre pedir un préstamo bancario o convertirse en sociedad anónima.

—¿De qué cantidad estás hablando?

—El señor Merrick calcula alrededor de ciento cincuenta mil libras.

Daniel lanzó un silbido.

—El banco se sentiría encantado de prestarnos esa suma —continuó Becky—, pero piden como garantía todas nuestras posesiones, incluyendo los inmuebles de Chelsea Terrace, la casa, nuestra colección de arte y, para colmo, quieren que firmemos un aval personal, cargando a la empresa el cuatro por ciento del descubierto.

—Entonces, lo mejor será transformarse en sociedad anónima.

—No es tan fácil. Si nos decidimos por esa solución, la familia solo se quedará con el cincuenta y uno por ciento de las acciones.

—El cincuenta y uno por ciento significa tener el control de la compañía.

—De acuerdo, pero si algún día necesitamos reunir más capital, es posible que no logremos controlar la mayoría de las acciones. En cualquier caso, sabes muy bien cuánto le molesta a tu padre dar explicaciones a los extraños. Si Charlie se viera obligado a informar regularmente a más directores no ejecutivos, por no mencionar a los accionistas, nos veríamos abocados a un desastre. Siempre dirige los negocios por instinto, y es posible que el banco de Inglaterra prefiera métodos más ortodoxos.

—¿Cuándo ha de tomar la decisión?

—Se habrá decidido en un sentido u otro cuando vuelvas de Estados Unidos.

—¿Cómo ves el futuro del número 1?

—Se me ha presentado una oportunidad excelente de renovarlo. Tengo el personal idóneo y suficientes contactos, de manera que, si nos conceden el permiso solicitado, creo que, a su debido tiempo, le haremos una seria competencia a Sotheby’s y Christie’s.

—Si papá deja de robar los mejores cuadros…

—Es verdad —sonrió Becky—, pero si persevera, nuestra colección privada valdrá más que el negocio. Pues revender el Van Gogh a la galería Lefévre sería una crueldad excesiva. Para ser un aficionado, posee la mejor intuición que he visto en mi vida…, pero no le comentes nunca que te lo he dicho.

Becky siguió todas las flechas que indicaban la dirección del muelle y frenó junto al transatlántico, pero no tan cerca como Daphne lo había hecho tiempo atrás, si no recordaba mal.

Daniel zarpó de Southampton aquella noche a bordo del Queen Mary. Su madre le despidió desde el muelle.

Ya a bordo del gran transatlántico, Daniel escribió una larga carta a sus padres, que envió desde la Quinta Avenida. Después, compró un billete a la 20th. Century Limited para el coche-cama de Chicago. El tren salió de la estación Penn a las ocho de aquella misma noche. Daniel había pasado tan solo seis horas en Manhattan, y su única compra se limitó a una guía de Estados Unidos.

Al llegar a Chicago, el coche-cama fue agregado al Super Chief, que le condujo a Los Ángeles.

Durante la travesía de cuatro días por tierras norteamericanas, empezó a lamentar tener que irse a Australia. Cada ciudad le parecía más interesante que la anterior. Atravesó Kansas City, Newton City, La Junta, Albuquerque y Barstow. Daniel bajaba siempre que el tren paraba en una estación, compraba una postal en colores que indicaba exactamente dónde estaba, y llenaba el espacio en blanco con más información obtenida de la guía turística, antes de que el tren llegara a la siguiente estación. Luego, echaba la postal escrita en la parada posterior, y volvía a iniciar el proceso. Cuando el expreso llegó a la estación de Oakland, ya había enviado veintisiete postales diferentes a Little Boltons.

En cuanto el autobús le depositó en San Francisco, Daniel se instaló en un pequeño hotel cerca del puerto, tras comprobar que los precios estaban al alcance de su bolsillo. Como aún faltaban treinta y seis horas para que el SS Aorangi zarpara, se desplazó a Berkeley y pasó todo el segundo día con el profesor Stinstead. Le fascinaron hasta tal punto sus investigaciones sobre los cálculos terciarios que empezó a arrepentirse todavía más de no poder alargar su estancia; sospechaba que saldría ganando quedándose en Berkeley.

La noche antes de zarpar, Daniel compró veinte postales más y estuvo escribiéndolas hasta la una de la madrugada. Al llegar a la vigésima, su cerebro ya había dado todo de sí. Por la mañana pagó la cuenta y pidió al conserje mayor que enviara una cada tres días hasta que regresara. Le dio diez dólares, prometiéndole que habría otros diez a su vuelta, siempre que quedara por enviar el número de postales correcto, pues no sabía con precisión la fecha de su retorno.

El portero expresó cierta confusión, pero se guardó en el bolsillo los diez dólares. En un aparte, comentó con su joven colega del escritorio que, en el pasado, le habían pedido cosas más extrañas por menos dinero.

La barba de Daniel había crecido bastante cuando abordó el SS Aorangi. Tenía un plan preparado gracias a toda la información recogida al otro lado del globo. Durante el viaje, Daniel se sentó a una gran mesa circular que compartía con una familia australiana. Regresaba a su casa después de pasar las vacaciones en Estados Unidos. Contribuyeron con generosidad a ampliar el bagaje de conocimientos de Daniel a lo largo de las tres semanas siguientes, sin darse cuenta de que el joven escuchaba con inusual interés hasta la última palabra que pronunciaban.

Daniel entró en Sydney el primer lunes de agosto en 1947. Subió a la cubierta y vio el sol ponerse tras el Sydney Harbour Bridge, mientras el práctico guiaba lentamente el transatlántico al interior del puerto. Se sintió de repente muy mareado. Deseó con todas sus fuerzas no haberse embarcado en el viaje (no era la primera vez). Bajó del barco una hora más tarde y se alojó en una casa de huéspedes que le había recomendado el cabeza de la familia con la que había compartido la mesa durante la travesía.

La propietaria de la casa de huéspedes, que se presentó como señora Snell, era una mujer enorme, de enorme sonrisa y enormes carcajadas, que le alojó en lo que ella llamaba su mejor habitación. Daniel se tranquilizó al saber que no había caído en una habitación normal, porque cuando se estiró sobre el colchón la cama doble se hundió en el centro, y cuando se dio la vuelta los muelles le siguieron e insistieron en lacerar sus riñones. Los dos grifos del lavabo producían agua fría en diferentes tonos de color pardo, y era imposible leer a la luz de la única bombilla que colgaba en el centro de la habitación, a menos que se pusiera de pie sobre una silla bajo ella. La señora Snell no le había proporcionado ninguna silla.

Cuando, a la mañana siguiente, tras un desayuno compuesto de huevos, bacon, patatas y pan tostado, le preguntó a Daniel si comería allí o fuera, él respondió con firmeza «fuera», ante el evidente desagrado de la patrona.

Hizo la primera —y crítica— llamada a la Oficina de Inmigración. Si no obtenía ninguna información, ya podía volver al SS Aorangi aquella misma noche. Daniel presintió que no sufriría una cruel decepción si esto ocurría.

El enorme edificio de la calle Market, construido con piedra parda, que albergaba el expediente de todas las personas llegadas a la colonia desde 1823, abría a las diez de la mañana. Aunque llegó media hora antes, Daniel tuvo que engrosar una de las ocho colas de gente que intentaba averiguar algún dato sobre los inmigrantes registrados, lo cual le aseguró otro retraso de cuarenta minutos hasta llegar al mostrador.

Cuando lo consiguió se encontró frente a un hombre de cara rubicunda, vestido con una camisa azul de cuello abierto, derrumbado detrás del mostrador.

—Busco a un inglés que llegó a Australia entre 1923 y 1925.

—¿Tienes algún dato más, amigo?

—Me temo que no.

—Teme que no, ¿eh? —dijo el empleado, pero Daniel no perdió la calma—. ¿Sabe el nombre?

—Oh, sí. Guy Trentham.

—Trentham. ¿Cómo se deletrea?

Daniel deletreó el nombre poco a poco.

—Bien, amigo, serán dos libras. —Daniel sacó la cartera de su chaqueta deportiva y le tendió el billete—. Firme aquí —dijo el empleado, dándole la vuelta a un impreso y posando el índice sobre la línea final—. Vuelva el jueves.

—¿El jueves? Pero si aún faltan tres días.

—Me alegro de que todavía les enseñen a contar en Inglaterra —replicó el funcionario—. El siguiente.

Daniel se marchó del edificio sin información, pero con un recibo por sus dos libras. Compró un ejemplar del Morning Herald de Sydney y buscó un restaurante cerca del puerto para comer. Eligió un pequeño restaurante abarrotado de gente joven. Un camarero le condujo a una ruidosa y atestada sala, acomodándole en una mesa pequeña del rincón. Casi había terminado de leer el periódico cuando el camarero volvió con la ensalada que había pedido.

Mientras masticaba una hoja de lechuga meditaba en la forma más constructiva de emplear la inesperada demora. Entonces, una joven de la mesa vecina se inclinó hacia él y le preguntó si podía pasarle el azúcar.

—Por supuesto, permítame —dijo Daniel, dándole el azucarero. No se habría fijado más en la chica, pero reparó en que estaba leyendo Principia Mathematica, de A. N. Whitehead y Bertrand Russell.

—¿Estudia matemáticas, por casualidad? —preguntó, después de pasarle el azúcar.

—Sí —dijo ella sin mirarle.

—Se lo pregunto —insistió Daniel, pensando que tal vez podía tacharse a su pregunta poco educada—, porque doy clases de esa asignatura.

—Claro —dijo ella, sin darse la vuelta—. Oxford, seguro.

—Cambridge, en realidad.

La noticia logró que la chica se volviera y mirara a Daniel con más atención.

—¿Puede explicarme los detalles de la regla de Simpson? —preguntó ella.

Daniel desdobló la servilleta de papel, sacó una pluma y dibujó una gráfica que explicaba la regla, paso a paso, algo que no había hecho desde dejar San Pablo.

La joven comparó su obra con el diagrama del libro y sonrió.

—Bingo, es verdad que enseña matemáticas.

Esto cogió a Daniel por sorpresa, pero aún se quedó más sorprendido cuando la chica levantó su plato de ensalada y se sentó a su lado.

—Me llamo Jackie —dijo—. Soy una leñadora de Perth.

—Yo soy Daniel, y vengo de…

—Cambridge. Ya me lo has dicho, ¿recuerdas?

Ahora fue Daniel quien tuvo ocasión de mirar con más detenimiento a la joven, sentada frente a él. Jackie aparentaba unos veinte años. Tenía cabello rubio corto y nariz respingona. Su ropa consistía en unos ceñidos vaqueros cortados a la altura del muslo y una camiseta amarilla con la leyenda «¡PERTH! Detente aquí y nunca volverás a dormir». No se parecía a ninguna estudiante que hubiera pasado por el Trinity.

—¿Vas a la universidad? —preguntó Daniel.

—Sí. Perth, segundo año. ¿Qué te ha traído a Sydney, Dan?

A Daniel no se le ocurrió ninguna respuesta, pero tampoco tuvo mucha importancia, porque Jackie ya le estaba explicando por qué se hallaba ella en la capital de Nueva Gales del Sur, sin darle tiempo a contestar. De hecho, Jackie llevó casi todo el peso de la conversación, hasta que les trajeron la cuenta. Daniel insistió en pagar.

—Estupendo —dijo Jackie—. Bien, ¿qué haces esta noche?

—No he pensado en nada concreto.

—Fantástico, porque pensaba ir al Teatro Real. ¿Quieres venir conmigo?

—Oh, ¿qué obra representan? —preguntó Daniel, incapaz de ocultar su sorpresa al haber sido escogido por primera vez en su vida.

Esta noche a las ocho y media, de Noel Coward, con Richard y Madge Elliott.

—Parece prometedor —dijo Daniel, sin comprometerse.

—Fantástico. Nos encontraremos en el vestíbulo a las ocho menos diez, Dan. No te retrases.

La joven cogió su mochila, se la tiró a la espalda, sujetó la hebilla y se marchó.

Daniel la vio salir del restaurante antes de poder pensar en una excusa para evadir la invitación. Decidió que sería grosero no presentarse en el teatro y, además, tenía que admitir que le gustaba la compañía de Jackie. Consultó su reloj y tomó la decisión de pasar el resto de la tarde paseando por la ciudad.

Cuando Daniel llegó al Teatro Real aquella noche, antes de las ocho menos veinte, compró dos butacas de primera fila a seis chelines cada una; después, deambuló por el vestíbulo, esperando a su acompañante… ¿o era él quien la acompañaba? Al sonar el timbre, indicando que faltaban cinco minutos para empezar, la joven aún no había llegado y Daniel se dio cuenta de que tenía muchas más ganas de verla de lo que se permitía admitir. No se veía ni rastro de su compañera de comida cuando sonó de nuevo el timbre: faltaban dos minutos. Daniel asumió que iba a ver la obra solo. Un minuto antes de que se levantara el telón sintió que una mano le apretaba el brazo y oyó una voz decir:

—Hola, Dan. Pensaba que no vendrías.

Daniel sonrió. Aunque disfrutó la obra, descubrió que disfrutaba todavía más de su compañía durante el descanso, después del espectáculo y a lo largo de la cena en «Romano’s», un pequeño restaurante italiano que ella parecía conocer bien. Nunca había conocido a nadie que, sin apenas conocerle, se mostrara tan abierto y cordial. Hablaron de todo, desde matemáticas a Clark Gable, y Jackie siempre tenía una opinión contundente, fuera cual fuese el tema.

—¿Puedo acompañarte a tu hotel? —preguntó Daniel cuando salieron del restaurante.

—No tengo —replicó Jackie con una sonrisa, y se echó la mochila al hombro—, pero puedo acompañarte al tuyo.

—¿Por qué no? Espero que la señora Snell tenga otra habitación libre para esta noche.

—Esperemos que no.

Jackie apretó el timbre nocturno y la señora Snell abrió la puerta.

—No me había fijado en que eran dos —dijo la mujer—. Esto significará un suplemento, por supuesto.

—Pero nosotros no… —empezó Daniel.

—Gracias —dijo Jackie, cogiendo la llave mientras la patrona guiñaba el ojo a Daniel.

Al llegar a la pequeña habitación de Daniel, Jackie se quitó la mochila.

—No te preocupes por mí, Dan, dormiré en el suelo.

Incapaz de contestar, y sin pronunciar una palabra, Daniel entró en el cuarto de baño, se puso el pijama y se lavó los dientes. Salió del baño y corrió hacia la cama, sin mirar en dirección a Jackie. Oyó que la puerta del cuarto de baño se cerraba unos momentos después. Salió de la cama, se acercó de puntillas a la puerta, cerró la luz y se deslizó de nuevo bajo las sábanas. Unos minutos después oyó que la puerta del cuarto de baño se abría otra vez. Cerró los ojos y fingió que dormía. Nada más pasado un momento sintió que un cuerpo se acomodaba junto al suyo y unos brazos le rodeaban.

—Oh, Daniel. —La voz de Jackie, en la oscuridad, adoptó un exagerado acento inglés—. Quitémonos estos horribles pijamas.

Daniel se volvió para protestar cuando ella tiró del cordón de lana, pero en lugar de ello se apretó contra el cuerpo desnudo de la chica. Daniel ya no volvió a hablar y se quedó tendido, los ojos cerrados, si hacer casi nada cuando Jackie empezó a mover lentamente las manos por todo su cuerpo. Experimentó un enorme júbilo y, enseguida, un gran agotamiento, sin saber muy bien qué había ocurrido. Sin embargo, había disfrutado de cada momento.

—¿Sabes una cosa? Creo que eres virgen —dijo Jackie, cuando volvió a abrir los ojos.

—No —la corrigió él—. Era virgen.

—Me temo que lo sigues siendo —contestó Jackie—, estrictamente hablando. Pero no te preocupes por eso; te prometo que lo habremos solucionado antes de que amanezca. Por cierto, Dan, la próxima vez estás invitado a participar.

Daniel se pasó la mayor parte de los tres días siguientes en la cama, recibiendo las clases impartidas por una estudiante de segundo año de la universidad de Perth. La segunda mañana descubrió la incomparable belleza del cuerpo de una mujer. La tercera noche ella exhaló un gemido, lo cual le llevó a creer que, pese a no haberse graduado, había merecido, al menos, un aprobado.

Se sintió triste cuando Jackie le anunció su regreso a Perth. La joven se echó la mochila al hombro por última vez. La acompañó a la estación y contempló la partida del tren que la conduciría al oeste de Australia.

—Si alguna vez voy a Cambridge, Dan, te buscaré —fueron las últimas palabras de Jackie.

—Eso espero —contestó Daniel, pensando que varios miembros de la mesa que compartía en el Trinity saldrían beneficiados tras unos días como alumnos de Jackie.

Daniel volvió el jueves por la mañana a la Oficina de Inmigración y, tras una hora de espera en la inevitable cola, entregó su recibo al funcionario, que seguía derrumbado sobre el mostrador.

—Ah, sí, Guy Trentham, ya me acuerdo. Descubrí sus datos poco después de que usted se marchara. Es una pena que no volviera aquella misma tarde.

—Le estoy muy agradecido.

—¿Por qué? —preguntó el funcionario con suspicacia.

Daniel cogió la tarjetita verde que el funcionario le tendió.

—Por los tres días más felices de mi vida.

—¿Qué quiere decir, amigo? —preguntó el funcionario, pero Daniel ya se había marchado.

Se sentó en la escalinata exterior del alto edificio colonial y examinó la tarjeta oficial. Como temía, no revelaba gran cosa:

Nombre: Guy Trentham (registrado como inmigrante)

18 de noviembre de 1922

Ocupación: administrador de finca agrícola

Dirección: Manley Drive, 117

Sydney

Daniel localizó enseguida Manley Drive en el plano de la ciudad que Jackie le había dado. Cogió el autobús que llevaba a la parte norte de Sydney y bajó en un poblado suburbano que dominaba el puerto. Las casas, aunque bastante grandes, parecían en mal estado. Daniel tuvo la impresión de que el suburbio, en otros tiempos, había sido una zona residencial.

Cuando tocó el timbre de lo que tal vez habría sido una antigua casa de huéspedes de tipo colonial, un joven vestido con téjanos y camiseta abrió la puerta. Daniel comenzó a pensar que se trataba del atavío nacional.

—Sé que es algo aventurado —empezó Daniel—, pero estoy tratando de localizar a un hombre que tal vez viviera aquí en 1923.

—Un poco antes de mi época —sonrió el joven—. Lo mejor será que entre y hable con mi tía Sylvia… Puede que haya suerte.

Daniel siguió al joven hasta una sala de estar bastante sucia; luego, salieron al porche posterior, que todavía conservaba huellas de haber estado pintado de blanco en tiempos remotos. Vio sentada frente a él en una mecedora a una mujer que aparentaba menos de cincuenta años, pero el cabello teñido y el excesivo maquillaje imposibilitaron a Daniel calcular su auténtica edad. Estaba sentada en una silla de mimbre, gozando del sol matutino con los ojos cerrados.

—Lamento molestarla…

—No estaba dormida —dijo la mujer, abriendo los ojos para examinar al intruso. Le miró con suspicacia—, ¿quién es usted? Me resulta familiar.

—Me llamo Daniel Trumper. Estoy intentando localizar a alguien que pudo vivir aquí en 1923.

—Hace más de veinte años —rio la mujer—. Debo decirle que es un poco optimista.

—Su nombre era Guy Trentham.

Ella se incorporó de pronto y le miró con fijeza.

—Es usted su hijo, ¿verdad? —Daniel se quedó helado—. No olvidaría las facciones de aquel farsante adulador ni que viviera cien años.

Ni siquiera él podía negar ya la verdad.

—¿Ha vuelto después de tanto tiempo para pagar sus deudas?

—No comprendo…

—Se largó dejando por pagar casi un año de alquiler. Siempre escribía a su madre para que le mandara más dinero, pero yo nunca vi ni un céntimo. Supongo que consideraba suficiente pago acostarse conmigo, por eso es probable que me olvide de ese bastardo, ¿verdad? Sobre todo, después de lo que le pasó.

—¿Significa eso que sabe adónde fue cuando se marchó de esta casa?

La mujer vaciló unos instantes, como si tratara de tomar una decisión. Miró por la ventana, mientras Daniel aguardaba.

—Lo último que supe —dijo, después de una larga pausa— fue que trabajaba como corredor de apuestas de caballos en Melbourne, pero eso fue antes…

—¿Antes…?

La mujer le contempló con curiosidad.

—No, es mejor que lo averigüe por sus propios medios. No quiero cargar con la responsabilidad de decírselo. Si quiere un consejo, tome el primer barco para Inglaterra y olvídese de Melbourne.

—Tal vez sea usted la única persona que pueda ayudarme.

—Su padre me estafó una vez, y no permitiré que su hijo también me tome el pelo, se lo aseguro. Kevin, acompáñale a la puerta.

A Daniel le dio el corazón un vuelco. Dio las gracias a la mujer por recibirle y se marchó sin decir nada más. Cogió el autobús de vuelta a Sydney y recorrió a pie la distancia que le separaba de la casa de huéspedes. Aquella noche echó en falta a Jackie, mientras se estrujaba el cerebro para imaginar las tropelías cometidas por su padre en Sydney, y se preguntaba si debía seguir el consejo de la mujer.

A la mañana siguiente, Daniel abandonó a la señora Snell y a su enorme sonrisa, pero no antes de que le presentara una enorme factura. La pagó sin rechistar y se dirigió a la estación de tren.

Cuando el tren de Sydney se detuvo en la estación de la calle Spencer, en Melbourne, la primera decisión de Daniel fue consultar la guía telefónica y buscar el apellido Trentham, pero no había ninguno. Telefoneó después a todos los corredores de apuestas registrados en la ciudad, pero solo al noveno le sonó el apellido.

—Me dice algo —explicó una voz al otro extremo de la línea—, pero no recuerdo por qué. Llame a Brad Morris. Dirigía esta oficina en aquel tiempo, y es posible que pueda ayudarle. Encontrará su número en la guía.

Daniel encontró el número, pero su conversación con el señor Morris fue tan breve que ni siquiera necesitó una segunda moneda.

—¿Significa algo para usted el nombre de Guy Trentham? —preguntó una vez más.

—¿El inglés?

—Sí —contestó Daniel, notando que su pulso se aceleraba.

—¿El que hablaba con acento elegante y decía a todo el mundo que era mayor del ejército?

—Es muy posible.

—Pues pruebe en la cárcel, porque allí es donde terminó. —Daniel iba a preguntar el motivo, pero la comunicación ya se había cortado.

Aún temblaba de pies a cabeza cuando sacó su baúl de la estación y se inscribió en el hotel Railway, al otro lado de la calle. Le dieron una habitación pequeña y oscura. Se tendió en la cama individual y trató de decidir si iba a continuar sus pesquisas, o pasaría de la verdad y regresaría a Inglaterra, siguiendo el consejo de Sylvia.

Se durmió pronto, pero despertó en plena noche, descubriendo que estaba vestido por completo. Había tomado la decisión cuando las primeras luces del amanecer se colaron por la ventana. No quería saber, no necesitaba saber, volvería a Inglaterra de inmediato.

Decidió tomar primero un baño y después cambiarse de ropa. Al terminar, había cambiado de idea.

Daniel bajó al vestíbulo media hora más tarde y preguntó al recepcionista dónde estaba la comisaría de policía principal. El hombre sentado detrás del mostrador le dirigió hacia la calle Bourke.

—¿Tan mala era la habitación? —preguntó.

Daniel lanzó una falsa carcajada. Luego, tomó la dirección que le habían indicado, lleno de aprensiones. Solo tardó unos minutos en llegar a la calle Bourke, pero dio varias vueltas a la manzana antes de subir los escalones de piedra y entrar en la comisaría de policía.

El joven sargento de guardia no reconoció el apellido Trentham, y solo preguntó quién se interesaba por él.

—Un familiar suyo de Inglaterra —contestó Daniel.

El sargento le dejó en el mostrador y se encaminó al otro extremo de la sala para cambiar unas palabras con un oficial superior, que se hallaba sentado tras un escritorio, examinando fotografías. El oficial interrumpió su tarea y le escuchó con atención, haciendo alguna pregunta. En respuesta, el sargento señaló a Daniel. Bastardo, pensó Daniel. Bastardo, bastardo, bastardo. El sargento volvió al mostrador un momento después.

—El caso Trentham está cerrado —dijo—. Deberá encaminar sus pesquisas al departamento de prisiones.

—¿Dónde está? —preguntó Daniel, casi sin voz.

—En la séptima planta de este mismo edificio.

Cuando salió del ascensor a la séptima planta, se topó con un cartel de gran tamaño clavado en la pared opuesta, que exhibía el rostro cordial de un hombre llamado Héctor Watts, inspector general de prisiones.

Daniel se acercó al mostrador de información y preguntó si podía ver al señor Watts.

—¿Está citado?

—No.

—En ese caso, dudo…

—¿Sería tan amable de explicar al inspector general que he viajado desde Inglaterra solo para verle?

La espera duró apenas unos segundos. Le indicaron que subiera a la octava planta. La misma sonrisa cordial que aparecía en la foto le sonrió en persona, aunque las arrugas del rostro eran algo más pronunciadas. Daniel juzgó que Héctor Watts tendría unos sesenta años y, aunque algo grueso, aún daba la impresión de que podía cuidarse de sí mismo.

—¿De qué parte de Inglaterra viene usted? —preguntó Watts.

—De Cambridge. Enseño matemáticas en la universidad.

—Yo soy de Glasgow, lo cual no le sorprenderá, por mi apellido y acento. Bien, tome asiento y dígame qué puedo hacer por usted.

—Sigo la pista de un tal Guy Trentham, y el departamento de policía me dirigió a usted.

—Oh, sí, recuerdo ese nombre. Pero ¿por qué? —El escocés se levantó y se acercó a unos ficheros alineados contra la pared del fondo. Abrió el correspondiente a las letras «STV»—. Trentham —repitió, pasando las hojas, antes de sacar dos. Volvió al escritorio, colocó las hojas frente a él y se puso a leer. Tras hacerse una idea de los detalles fundamentales, levantó la vista y estudió a Daniel con curiosidad—, ¿lleva mucho tiempo aquí, muchacho?

—Llegué a Sydney hace menos de una semana —contestó Daniel, desconcertado por la pregunta.

—¿Había visitado antes Melbourne?

—No, nunca.

—¿Cuál es el motivo de su interés?

—Quería averiguar todo lo que pudiera sobre el capitán Guy Trentham.

—¿Por qué? ¿Es usted periodista?

—No, soy profesor, pero…

—Ha debido tener buenos motivos para hacer un viaje tan largo.

—Curiosidad, supongo. Aunque nunca le conocí, Guy Trentham era mi padre.

El responsable del servicio de prisiones miró en la hoja la lista de los parientes próximos: esposa, Anna Helen (fallecida), una hija, Margaret Ethel. Ni la menor mención a su hijo. Miró a Daniel y, tras reflexionar unos momentos, tomó una decisión.

—Lamento decirle, señor Trentham, que su padre murió mientras se hallaba bajo la custodia de la policía.

Daniel se quedó estupefacto, y los temblores se reprodujeron de nuevo. Watts no apartaba la vista de él.

—Lamento darle tan desagradables noticias, teniendo en cuenta que se ha desplazado desde tan lejos.

—¿Cuál fue la causa de su muerte? —susurró Daniel.

El inspector general volvió la página y echó un vistazo a la última línea de la hoja de alegaciones que tenía frente a él. Leyó las palabras: «Colgado por el cuello hasta morir». Miró a Daniel.

—Un ataque al corazón —se limitó a decir.