Capítulo 3

Charlie se sentó en el vagón del tren con destino a Edimburgo y pensó en las decisiones que había tomado durante los últimos siete días. Becky las calificó de temerarias, y Sal de estúpidas, directamente. La señora Smelley opinó que no debía ir hasta que le llamaran, y Grace continuaba atendiendo a los heridos en el frente occidental, de modo que no se enteró de lo que había hecho. En cuanto a Kitty, se enfurruñó y le preguntó cómo iba a sobrevivir sin él.

La carta le había informado de que George Trumper había muerto el dos de noviembre de 1917, valientemente, mientras cargaba contra las líneas enemigas en el bosque de Polygon. Unos mil hombres habían muerto aquel día, al atacar un frente de quince kilómetros de largo que se extendía desde Messines a Passchendaele; no le sorprendió, por tanto, que la carta del teniente fuera breve y concisa.

Después de una noche de insomnio, Charlie fue el primero que apareció a la mañana siguiente en la oficina de reclutamiento de Great Scotland Yard. El cartel de la pared reclamaba voluntarios, de edad comprendida entre dieciocho y cuarenta años, para enrolarse en el ejército del «general Haig».

Aunque aún no tenía dieciocho años, Charlie rezó para que no le rechazaran.

Cuando el sargento de reclutamiento preguntó: «¿Apellido?, Charlie sacó pecho y casi aulló: “Trumper”. Aguardó con ansia. “¿Fecha de nacimiento?”», preguntó el hombre, que llevaba tres galones en el brazo.

—Veinte de enero de 1899 —dijo Charlie, sin vacilar, pero sus mejillas se tiñeron de rubor mientras pronunciaba las palabras. El sargento levantó la vista y le guiñó un ojo.

Transcribió las letras y los números a un formulario amarillento sin un comentario.

—Quítate la gorra, muchacho, y preséntate ante el oficial médico.

Una enfermera condujo a Charlie a un cubículo, donde un hombre mayor, que se cubría con una larga chaquetilla blanca, le hizo desnudarse hasta la cintura, toser, sacar la lengua y respirar con fuerza, antes de aplicarle por todas partes un frío objeto de goma. Luego, examinó las orejas y ojos de Charlie, golpeándole a continuación las rodillas con una barra de goma. Después de quitarse los pantalones y los calzoncillos (por primera vez delante de alguien que no fuera un miembro de su familia), le dijo que no era portador de enfermedades contagiosas… Sean lo que sean, pensó Charlie.

Se miró en el espejo mientras le medían.

—Un metro y setenta y tres centímetros —dijo el ordenanza.

Y aún creceré más, deseó decir Charlie, mientras se apartaba un mechón de pelo de los ojos.

—Dientes sanos, ojos pardos —dijo el médico—. Nada que objetar —añadió.

El viejo hizo unas señales en la parte derecha del formulario antes de decirle que se presentara de nuevo al tipo de los tres galones blancos. Charlie se encontró en otra cola y volvió a encontrase cara a cara con el sargento.

—Bien, muchacho, firma aquí y te enviaremos con un permiso para viajar.

Charlie garabateó su firma en el punto que indicaba el dedo del sargento. No dejó de observar que al hombre le faltaba el pulgar.

—¿La Honorable Compañía de Artillería o los Reales Fusileros? —preguntó el sargento.

—Los Reales Fusileros —dijo Charlie—, es el regimiento de mi viejo.

—Pues los Reales Fusileros —dijo el sargento sin pensarlo dos veces, marcando otra casilla.

—¿Cuándo me darán el uniforme?

—Cuando llegues a Edimburgo, muchacho. Preséntate en King’s Cross a las ocho horas de mañana por la mañana. El siguiente.

Charlie regresó al 112 de Whitechapel Road para pasar otra noche en blanco. Sus pensamientos saltaban de Sal a Grace y de esta a Kitty, y se preguntaba cómo sobrevivirían sus hermanas durante su ausencia. También pensó en Rebecca Salmon y en la sociedad que formaban, pero, en último término, su mente volvía a la muerte de su padre en un campo de batalla extranjero y a la venganza que deseaba infligir a todo alemán que se le pusiera por delante. Estos pensamientos no le abandonaron hasta que la luz de la mañana se coló por las ventanas.

Charlie se puso el traje nuevo, el que la señora Smelley había alabado, su mejor camisa, la corbata de su padre, una gorra y su único par de zapatos de piel. Se supone que voy a combatir contra los alemanes, no a una boda, pensó, mientras se miraba en el espejo rajado que había encima del lavabo. Ya había escrito una nota a Becky (con una pequeña ayuda del padre O’Malley), indicándole que vendiera la tienda y sus carretones si tenía la oportunidad, y que le guardara su parte del dinero hasta que volviera a Whitechapel. Nadie hablaba ya de Navidad.

—¿Y si no vuelves? —había preguntado el padre O’Malley, inclinando un poco la cabeza—, ¿qué ocurrirá con tus propiedades?

—Divida todo lo que quede a partes iguales entre mis tres hermanas —respondió Charlie.

El padre O’Malley escribió las instrucciones de su antiguo pupilo y, por segunda vez en dos días, Charlie firmó con su nombre al pie de un documento oficial.

Cuando Charlie terminó de vestirse, descubrió que Sal y Kitty le esperaban a la puerta, pero no les dio permiso para acompañarle a la estación, a pesar de sus sollozantes protestas. Sus dos hermanas le besaron (otra primera ocasión) y tuvo que desprenderse de la mano de Kitty para recuperar la hoja de papel en que había consignado todos sus bienes terrenales.

Se dirigió solo al mercado de Whitechapel Road y entró en la panadería por última vez. Los dos ayudantes le juraron que no notaría ningún cambio cuando volviera. Salió de la tienda y descubrió que otro muchacho, tal vez un año menor que él, ya había situado su carretón en su puesto. Atravesó el mercado con parsimonia en dirección a King’s Cross, sin mirar ni un instante hacia atrás.

Llegó a la Gran Estación del Norte media hora antes de lo estipulado y divisó de inmediato al sargento que le había alistado el día anterior.

—Bien, Trumper, tómate una taza de té y espera en el andén tres.

Charlie no recordaba la última vez que había recibido u obedecido una orden. Antes de la muerte del abuelo, desde luego.

El andén tres ya estaba abarrotado de hombres, tanto uniformados como en traje de calle. Algunos hablaban a voz en grito, otros se apartaban y guardaban silencio; todos expresaban de alguna manera su inseguridad.

A las once, tres horas después de la hora oficial, les ordenaron que subieran al tren. Charlie se sentó en un rincón de un vagón a oscuras y miró por la mugrienta ventanilla la campiña inglesa que nunca había visto. Alguien interpretaba a la armónica en el pasillo melodías populares de actualidad, desafinando ligeramente. Cuando pasaban por las estaciones de ciudades, de las que jamás había oído hablar (Peterborough, Grantham, Newark, York), la gente saludaba y vitoreaba a sus héroes. La locomotora se detuvo en Durham para repostar carbón y agua. El sargento les dijo que bajaran, estiraran las piernas y tomaran otra taza de té. Añadió que, con un poco de suerte, hasta podrían conseguir algo para comer.

Charlie paseó por el andén mordisqueando un pegajoso bollo, a los acordes de una banda militar que tocaba Land of Hope and Glory. La guerra estaba por todas partes. Al volver al tren, las damas de estrechos sombreros que vestirían santos el resto de sus vidas reprodujeron el agitar de pañuelos.

El tren se arrastró hacia el norte, cada vez más lejos del enemigo, hasta detenerse por fin en la estación de Edimburgo. Un capitán, tres suboficiales y un millar de mujeres les esperaban en el andén para darles la bienvenida.

Charlie oyó las palabras: «Adelante, sargento mayor», y un momento después se adelantó un hombre que debía medir un metro noventa de estatura y cuyo pecho, semejante a un barril de cerveza, estaba cubierto de medallas.

—A formar —dijo el gigante, con un acento ininteligible, que Charlie supuso escocés.

Organizó rápidamente (aunque Charlie averiguaría más tarde que, según su criterio, se realizó con lentitud) a los hombres en filas de tres, antes de presentarse ante alguien que Charlie imaginó un oficial.

—Todos presentes y formados, señor —dijo, saludándole una vez más.

El hombre vestido con elegancia que Charlie nunca había visto dio un paso adelante. Parecía pequeño en comparación con el sargento mayor, aunque debía medir alrededor del metro ochenta. Su uniforme era inmaculado, pero desprovisto de medallas; llevaba tan marcada la raya del pantalón que Charlie se preguntó si lo acababa de estrenar. El capitán sostenía una fusta de cuero en su mano enguantada, y de vez en cuando se golpeaba con ella el costado de la pierna, como si pensara que iba a caballo. Los ojos de Charlie se posaron después en su cinturón Sam Browne y en los zapatos de piel marrón, tan brillantes que le recordaron a Rebecca Salmon.

—Soy el capitán Trentham —informó el hombre al expectante grupo de bisoños, con un acento que, sospechó Charlie, sonaría mucho mejor en Mayfair que en una estación de ferrocarril de Escocia—. Soy el asistente de la compañía —prosiguió, mientras trasladaba el peso de su cuerpo de un pie al otro—, y estaré al mando en tanto se hallen destinados en Edimburgo. En primer lugar, desfilaremos hasta los barracones, donde se les suministrarán las cosas necesarias para que puedan hacerse la cama. La cena se servirá a las diecinueve horas y las luces se apagarán a las veintiuna horas. Mañana por la mañana se tocará diana a las cinco; se levantarán y desayunarán antes de empezar la instrucción básica. Esta rutina se sucederá a lo largo de las doce próximas semanas. Y les prometo que serán doce semanas absolutamente infernales —añadió, y su tono pareció indicar que la idea le resultaba de lo más agradable—. Durante este período, el sargento mayor Philpott será el suboficial al mando del batallón. El sargento mayor luchó en el Somme, donde se le recompensó con la Medalla Militar, así que sabe exactamente qué les espera cuando, en su momento, lleguemos a Francia y nos enfrentemos con el enemigo. Presten atención a todas y cada una de sus palabras, porque es posible que eso les salve la vida. Adelante, sargento mayor.

—Gracias, señor —ladró el sargento mayor Philpott.

La abigarrada banda miró con temor a la figura que estaría al mando de sus vidas durante los siguientes tres meses. Después de todo, era un hombre que había visto al enemigo y había vuelto a casa para contarlo.

—Bien, empecemos —dijo, y procedió a guiar a sus reclutas (cargados con todo tipo de cosas, desde maletas a hojas de papel marrón) en fila de a dos por las calles de Edimburgo, solo para asegurarse de que los ciudadanos no observarían la falta de disciplina de aquella chusma. A pesar de todo, los peatones se paraban, aplaudían y vitoreaban. Charlie vio por el rabillo del ojo que uno de ellos descansaba su única mano sobre su única pierna. Unos veinte minutos más tarde, después de subir la colina más grande que Charlie había visto en su vida, y que le dejó literalmente sin aliento, entraron en los barracones del castillo de Edimburgo.

Aquella noche, Charlie apenas abrió la boca, para escuchar los diferentes acentos de los hombres que parloteaban a su alrededor. Tras una cena compuesta de sopa de guisantes («un guisante por cabeza», se mofó el cabo de guardia) y carne de vaca en conserva, quedó acuartelado —mientras aprendía nuevas palabras a cada minuto— en un amplio gimnasio que albergaba temporalmente cuatrocientas camas, de unos setenta centímetros de ancho y separadas entre sí por treinta centímetros. Sobre un colchón del grosor de una crin de caballo descansaban una sábana, una almohada y una manta. Ordenanzas reales.

Por primera vez en su vida, se le ocurrió a Charlie que el 112 de Whitechapel Road podía considerarse lujoso. Se derrumbó sobre la cama sin hacer, exhausto, y se quedó dormido, pero logró despertarse a las cuatro y media de la mañana. Esta vez, sin embargo, no era para acudir al mercado, y no podría elegir la mejor manzana para desayunar.

A las cinco, una corneta lejana sacó a los demás de su profundo amodorramiento. Charlie ya se había levantado, lavado y vestido, cuando un hombre con dos galones en la manga entró. Cerró la puerta con estruendo y gritó: «Arriba, arriba, arriba», mientras lanzaba puntapiés al extremo de toda cama en la que un hombre siguiera dormido. Los reclutas hicieron cola para lavarse en palanganas medio llenas de agua helada, que servían para tres hombres y luego se cambiaban. Algunos se encaminaron a las letrinas situadas en la parte posterior del recinto. En opinión de Charlie, olían peor que Whitechapel Road en un día caluroso de verano.

El desayuno consistió en un cazo de gachas, media taza de leche y un biscote reseco, pero nadie protestó. La jovial algarabía que surgía de aquella sala habría convencido a cualquier alemán que todos los reclutas se habían unido contra un enemigo común.

A las seis, una vez hechas e inspeccionadas las camas, todos salieron arrastrando los pies a la fría oscuridad reinante en la explanada de revista de tropas. Una fina película de nieve cubría el asfalto negro.

—Si esto es la plácida Escocia, yo soy alemán —Charlie oyó proclamar a un acento cockney[3]

Rio por primera vez desde que había partido de Whitechapel. Se abrió paso hasta un joven mucho más bajo que él. Se frotaba las manos entre las piernas para intentar calentarse.

—¿De dónde eres? —preguntó Charlie.

—De Poplar, amigo. ¿Y tú?

—De Whitechapel.

—Extranjero de mierda.

Charlie miró a su nuevo compañero. El hombre no mediría ni un centímetro más de metro y medio. Era flaco, de cabello oscuro rizado y ojos centelleantes que nunca estaban quietos, como si buscara siempre problemas. Su reluciente traje con coderas le colgaba como un saco, proporcionándole a sus hombros el aspecto de un perchero.

—Me llamo Charlie Trumper.

—Tommy Prescott —fue la respuesta.

Interrumpió sus ejercicios de calentamiento y extendió una mano. Charlie la estrechó vigorosamente.

—Silencio en las filas —rugió el sargento mayor—. Formen en columna de a tres. Los más altos a la derecha, los más bajos a la izquierda. Muévanse.

Los hombres se separaron.

Durante las siguientes dos horas llevaron a cabo lo que el sargento mayor describió como «instrucción». La nieve manaba incesantemente del cielo, pero el sargento mayor no permitió que cuajara ni un copo sobre sus dominios. Desfilaban en tres filas de diez (Charlie aprendió más tarde que se llamaban secciones), balanceando los brazos hasta la altura del hombro, las cabezas bien erguidas, a ciento veinte pasos por minuto. «Con brío, muchachos», y «No pierdan el paso», eran las frases que le gritaban a Charlie una y otra vez.

—Los alemanes también andan desfilando por ahí, y se mueren de ganas por zurraros de lo lindo —les aseguró el sargento mayor mientras la nieve continuaba cayendo.

De haber estado en Whitechapel, Charlie se habría sentido feliz de correr arriba y abajo del mercado de cinco de la mañana a siete de la noche, boxear un poco en el club, tomar un par de pintas de cerveza y repetir idéntica rutina al día siguiente sin pensarlo dos veces, pero cuando el sargento mayor les dio un descanso de diez minutos a las nueve para tomar una bebida de cacao caliente, se desplomó sobre la hierba del borde, exhausto. Levantó la vista y descubrió que Tommy Prescott le estaba mirando.

—¿Un cigarrillo?

—No, gracias.

—¿En qué trabajas? —preguntó Tommy, encendiendo el cigarrillo.

—Tengo una panadería en la esquina de Whitechapel Road, y una…

—Ahórrate lo demás, ya tengo bastante —dijo Tommy—. Ahora me dirás que tu papá es el alcalde de Londres.

—No exactamente —rio Charlie—. Y tú ¿qué haces?

—Trabajo en una fábrica de cerveza. Whitbread y Cía., calle Chiswell, EC1. Soy el que pone los barriles en los carros, y luego los jamelgos me llevan por el East End para hacer las entregas. La paga no es buena, pero puedo emborracharme cada noche antes de volver.

—¿Por qué te has enrolado?

—Esa es una larga historia —replicó Tommy—. Mira, para empezar…

—Bien. A formar, inútiles —gritó el sargento mayor Philpott, y ningún hombre retuvo el aliento necesario para pronunciar una palabra durante las dos horas siguientes, en que desfilaron arriba y abajo una y otra vez. Charlie tuvo la impresión de que, cuando parase, los pies le fallarían.

La comida consistió en pan y queso. Charlie no se habría atrevido a vendérselos a la señora Smelley. Mientras devoraban ávidamente, Tommy le contó que, a la edad de dieciocho años, le habían ofrecido la alternativa de pasar dos años en los calabozos de Su Majestad o presentarse como voluntario para combatir por la patria y el rey. Tiró una moneda al aire y la cabeza del rey quedó cara arriba.

—¿Dos años? —preguntó Charlie—. ¿Por qué?

—Por sisar un poco de aquí y allí y hacer un trato adicional con uno de los hosteleros más astutos. Llevaba haciéndolo un montón de tiempo. Hace cien años me habrían colgado en el acto o enviado a Australia, así que no puedo quejarme. Al fin y al cabo, me entrenaron para eso, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie.

—Bueno, mi padre era un ratero profesional. Y su padre antes que él. Tendrías que haber visto la cara del capitán Trentham cuando supo que había elegido destino en los Fusileros antes que volver a la cárcel.

El tiempo que se les concedió para comer fueron veinte minutos. Después, dedicaron la tarde a encontrar el uniforme adecuado. Charlie, que descubrió tener una talla normal, se las arregló con bastante rapidez, pero tardaron casi una hora en localizar algo más o menos ajustado a las medidas de Tommy, sin que pareciera a punto de concursar en una carrera de sacos.

Charlie tiró su viejo traje bajo la cama, contigua a la que había elegido Tommy, y se contoneó por el alojamiento con su nuevo uniforme.

—Ropas de un muerto —le advirtió Tommy, cuando levantó la vista y examinó la chaqueta caqui de Charlie.

—¿Qué quieres decir?

—La han enviado desde el frente, ¿verdad? La han limpiado y cosido —dijo Tommy, señalando un remendón de cinco centímetros, justo sobre el corazón de Charlie—. Lo bastante ancho para meter por él una bayoneta, diría yo.

Les dejaron ir a cenar tras otra sesión de dos horas en el ahora helado terreno.

—Más pan y queso rancios —dijo Tommy de mal humor, pero Charlie estaba demasiado hambriento para quejarse, y devoró hasta la última miga. Por segunda noche consecutiva, cayó en la cama como una piedra.

—¿A que hemos disfrutado nuestro primer día al servicio de la patria y el rey? —preguntó el cabo de guardia, cuando apagó las luces de gas del barracón a las veintiuna horas.

—Sí, gracias, cabo —fue el sarcástico grito de respuesta.

—Bien —dijo el cabo—, porque siempre somos buenos con vosotros el primer día.

Se elevó un rugido que, en opinión de Charlie, debió oírse en pleno corazón de Edimburgo. Oyó por encima del nervioso parloteo el toque de retreta, ejecutado a corneta desde la torre del castillo.

Cuando despertó a la mañana siguiente saltó de la cama al instante, y estuvo lavado y vestido antes de que nadie se moviera. Hizo la cama y estaba sacando brillo a las botas cuando sonó la diana.

—¿A que somos madrugadores? —dijo Tommy, dándose la vuelta—. Pero para qué molestarse, me pregunto yo, cuando lo único que os van a dar para desayunar es un gusano.

—Si eres el primero de la cola, al menos el gusano está caliente —respondió Charlie—, y, en cualquier caso…

—Los pies en el suelo. ¡En-el-suelo! —rugió el cabo, entrando en el alojamiento y golpeando al pasar el borde de cada cama con su porra.

—Claro que —sugirió Tommy, mientras intentaba reprimir un bostezo— un propietario como tú ha de levantarse pronto para vigilar que sus empleados trabajen y no se estén rascando la tripa.

—Vosotros dos dejad de hablar y moveos —dijo el cabo—. Y vestíos, o las pasaréis canutas.

—Ya estoy vestido —indicó Charlie.

—No me repliques, muchacho, y llámame «cabo», si no quieres pasarte el día limpiando letrinas.

La amenaza bastó para que Tommy pusiera los pies en el suelo.

La segunda mañana consistió en más instrucción, amenizada por la sempiterna nieve, que ya tenía un espesor de cinco centímetros, seguida de otra comida a base de pan y queso. La tarde, sin embargo, fue destinada a lo que, en los reglamentos de la compañía se definía como «Juegos y pasatiempos». Se cambiaron de equipo antes de trotar hacia el gimnasio para realizar ejercicios físicos, seguidos de instrucción de boxeo.

Charlie, que ahora era un peso medio ligero, no veía el momento de subir al ring, en tanto Tommy se las arregló para mantenerse alejado de la línea de fuego toda la tarde, aunque ambos eran conscientes de la presencia amenazadora del capitán Trentham. Daba la impresión de estar siempre al acecho, sin quitarles el ojo de encima. La única sonrisa que cruzó sus labios en toda la tarde se produjo cuando vio a alguien caer inconsciente de un golpe. Y cada vez que pasaba frente a Tommy se limitaba a fruncir el ceño.

—Soy escurridizo como una anguila —explicó Tommy a Charlie aquella noche—. Sin duda habrás oído la expresión «segundos fuera». Bien, ese soy yo.

Yacía en la cama, mirando al techo.

—¿Nos escaparemos alguna vez de este lugar, cabo? —preguntó Tommy cuando el cabo de guardia entró en el barracón unos minutos después—. Por buen comportamiento, ya sabe.

—Se os permitirá salir el sábado por la noche —dijo el cabo—. Tres horas libres, de seis a nueve, para hacer lo que os dé la gana. Sin embargo, no os alejaréis más de tres kilómetros de los barracones, vuestro comportamiento será el propio de un Fusilero Real y os presentaréis en el cuartel de la guardia, sobrios como un juez un minuto antes de las nueve. Dormid bien, queridísimos.

Estas fueron las últimas palabras del cabo antes de iniciar la ronda de los barracones y apagar todas las luces de gas.

Cuando por fin llegó el sábado por la noche, dos soldados destrozados, con los pies magullados y los miembros doloridos, exploraron todo cuanto les fue posible la ciudad en tres horas, con solo cinco chelines para gastar entre los dos, un problema que limitó sus interminables discusiones sobre qué taberna elegir.

A pesar de esto, Tommy parecía saber cómo sacar más cerveza por penique a cualquier patrón de lo que Charlie había soñado jamás, aunque no entendiera lo que decían o, para el caso, no lograra hacerse comprender. En el último puerto de escala, «El Voluntario», Tommy consiguió desaparecer detrás de la taberna con la camarera durante veinte minutos.

—¿Qué estabas haciendo ahí afuera? —preguntó Charlie.

—¿Tú qué te piensas, idiota?

—Pero solo te has ausentado diez minutos.

—Lo suficiente. Solo los oficiales necesitan más de diez minutos para lo que yo estaba haciendo.

A lo largo de la semana siguiente tuvieron su primera lección de conocimiento del fusil, prácticas de bayoneta y hasta una sesión de lectura de mapas.

Mientras Charlie no tardó en dominar el arte de leer un mapa, a Tommy solo le costó un día comprender el manejo de un fusil. A la tercera lección ya sabía desmontarlo y montarlo más rápido que el instructor.

El miércoles por la mañana, el capitán Trentham les dio su primera conferencia sobre la historia de los Fusileros Reales. Charlie la hubiera disfrutado, de no ser porque Trentham dejó la impresión de que ninguno de ellos merecía estar en el mismo regimiento que él.

—Aquellos de nosotros que elegimos los Fusileros Reales antes que ningún otro, por razones de vínculos familiares, tenemos el derecho a pensar que permitir a criminales unirse a nuestras filas solo porque estamos en guerra no redundará en beneficio de la reputación del regimiento —dijo, mirando directamente a Tommy.

—Presumido de mierda —masculló Tommy, en voz lo bastante alta para que lo captaran todos los oídos presentes en la sala de conferencias, excepto los del capitán.

El capitán Trentham volvió al gimnasio el jueves por la tarde, pero esta vez no se golpeaba el costado de la pierna con una fusta.

Iba pertrechado con una camiseta blanca de gimnasta, pantalones cortos azul oscuro y un grueso jersey blanco. El nuevo atavío estaba tan limpio e inmaculado como su uniforme. Paseó por la sala, observando cómo los instructores ponían a prueba a los hombres, y al igual que en la anterior ocasión, pareció mostrar un interés especial por lo que ocurría en el cuadrilátero de boxeo. Durante una hora, los hombres fueron pasando de dos en dos para recibir instrucciones básicas, primero de defensa y después de ataque.

—No bajes la guardia, muchacho —eran las palabras que se ladraban una y otra vez cuando los puños alcanzaban los mentones.

Cuando Charlie y Tommy subieron al cuadrilátero, Tommy había dejado claro a su amigo que confiaba en largarse a los tres minutos de boxear con la propia sombra.

—Manteneos pegados —gritó Trentham, pero aunque Charlie empezó a golpear el pecho de Tommy, no hizo nada para causarle auténtico daño.

—Si no os lo tomáis en serio, me encargaré de los dos, uno tras otro —aulló Trentham.

—Apuesto a que es incapaz de quitarle la nata a un flan de un manotazo —dijo Tommy, pero esta vez alzó demasiado la voz.

Trentham, ante la sorpresa del instructor, saltó de inmediato al cuadrilátero.

—Ahora lo veremos —dijo. Le pidió al entrenador un par de guantes—. Mantendré tres asaltos con cada uno de estos dos hombres —dijo Trentham, mientras un vacilante instructor le ataba los guantes.

Todo el mundo en el gimnasio interrumpió su actividad para contemplar lo que se avecinaba.

—Tú primero. ¿Cómo te llamas? —preguntó el capitán, señalando a Tommy.

—Prescott, señor —respondió Tommy, con una sonrisa.

—Ah, sí, el presidiario —dijo Trentham, y le borró la sonrisa en el primer minuto, porque Tommy, a pesar de que se esforzó con desesperación en alcanzar el mentón del capitán, no lo consiguió ni una vez.

En el segundo asalto, Trentham empezó a asestarle algunos golpes, pero sin la fuerza suficiente para derribar a Tommy. Se reservó tal humillación para el tercer asalto, cuando le propinó un gancho que el chico de Poplar no llegó a ver. Bajaron a Tommy del cuadrilátero, mientras le ataban a Charlie sus guantes.

—Tu turno, soldado —dijo Trentham—. ¿Cómo te llamas?

—Trumper, señor.

—Vamos a ello, Trumper —fue todo lo que dijo el capitán antes de avanzar hacia él.

Charlie se defendió bien durante los primeros dos minutos, ayudándose de las cuerdas y la esquina mientras esquivaba y atacaba, recordando todos los trucos que había aprendido en el Club Juvenil Masculino de Whitechapel Road. Incluso intuyó que habría podido darle una buena lección al capitán, de no ser por su obvia ventaja de peso y estatura.

Al tercer minuto empezó a cobrar confianza, y hasta le propinó uno o dos golpes, para satisfacción de los espectadores. Cuando finalizó el asalto, Charlie consideró que se había desenvuelto bastante bien. Cuando sonó la campana dejó caer los guantes y se volvió para regresar a su esquina. Un segundo después, el puño del capitán se estrelló contra el costado de su nariz. Todo el mundo en el gimnasio oyó el crujido. Charlie se desplomó contra las cuerdas. Nadie aplaudió cuando el capitán se desató los guantes y bajó del cuadrilátero.

Aquella noche, cuando Tommy vio el estado en que había quedado el rostro de su amigo, tendido en la cama, solo pudo decir:

—Lo siento, amigo, fue culpa mía. Ese hijo de puta es un sádico, pero no te preocupes; si los alemanes no acaban con ese bastardo, yo lo haré.

Charlie solo pudo sonreír; cuando intentaba reír sufría fuertes dolores.

El sábado se habían recuperado lo suficiente para formar con el resto de la compañía y esperar en una larga cola el momento de recibir los cinco chelines de paga. El dinero se esfumó con más rapidez que la cola durante las tres horas de permiso de aquella noche, pero Tommy siguió sacando más rendimiento a su dinero que cualquier otro recluta.

A principios de la tercera semana, Charlie apenas podía introducir sus pies hinchados en las pesadas botas de piel que el ejército le había suministrado, pero al contemplar las hileras de pies que adornaban el suelo del barracón cada mañana, comprendió que ninguno de sus camaradas se hallaba en mejores condiciones.

—Servicio de fajina para ti, muchacho, como hay Dios —gritó el cabo.

Charlie le lanzó una mirada, pero las palabras iban dirigidas al ocupante de la cama contigua.

—¿Por qué, cabo?

—Por el estado de tus sábanas. Échales un vistazo. Habrás pasado la noche con tres mujeres, como mínimo.

—Solo dos, si quiere que le diga la verdad, cabo.

—Cómete la lengua, Prescott, y preséntate en las letrinas nada más terminado el desayuno.

—Ya he ido esta mañana, cabo, muchas gracias.

—Cierra el pico, Tommy —dijo Charlie—. No haces más que empeorar las cosas.

—Veo que empiezas a comprender mi problema —susurró Tommy—. Lo que sucede es que el cabo es peor que los jodidos alemanes.

—En eso confío, muchacho, por tu bien —fue la respuesta del cabo—. Porque es tu única oportunidad de salir con vida de esto. Ahora, andando hacia las letrinas…, a paso ligero.

Tommy desapareció y volvió al cabo de una hora, oliendo como un montón de estiércol.

—Podrías acabar con todo el ejército alemán sin que ninguno de nosotros necesitara disparar ni un tiro —dijo Charlie—, solo tienes que quedarte de pie delante de ellos y esperar a que el viento sople en la dirección adecuada.

Cuando llegó la quinta semana (Navidad y Año Nuevo habían pasado sin ningún tipo de celebración), Charlie fue nombrado responsable de la lista de facción de su sección.

—Te harán coronel antes de que termines —dijo Tommy.

—No seas estúpido —replicó Charlie—. Todo el mundo tiene la oportunidad de dirigir la sección en algún momento de las doce semanas.

—No me los imagino corriendo ese riesgo conmigo —dijo Tommy—. Volvería los rifles contra los oficiales y el primer disparo iría dirigido contra ese bastardo de Trentham.

Charlie descubrió que la responsabilidad de organizar la sección durante los siete días siguientes le gustaba. Lamentó que la semana terminara y la tarea fuera encomendada a otro.

A la sexta semana, sabía desmontar y limpiar un rifle casi tan rápido como Tommy, pero fue este quien se reveló como un tirador de primera, capaz de acertar a cualquier cosa que se moviera a doscientos metros de distancia. Hasta el sargento mayor estaba impresionado.

—Todas las horas pasadas tirando al blanco en las ferias han servido de algo —comentó Tommy—. Lo que quiero saber es cuándo probaré con los alemanes.

—Antes de lo que piensas, muchacho —prometió el cabo.

—Hay que completar las doce semanas de instrucción —dijo Charlie—. Son las ordenanzas reales. O sea, todavía nos queda un mes, como mínimo.

—Que les den por el culo a las ordenanzas reales —contestó Tommy—. Me han dicho que la guerra podría terminar antes de que logre dispararles un tiro.

—No confíes mucho en eso —dijo el cabo, mientras Charlie recargaba y apuntaba.

—Trumper —ladró una voz.

—Sí, señor —dijo Charlie, sorprendiéndose cuando vio al sargento de guardia a su lado.

—El asistente quiere verte. Sígueme.

—Pero, señor, yo no he hecho nada…

—No discutas, muchacho, solo sígueme.

—Seguro que es el pelotón de fusilamiento —dijo Tommy—, y todo porque has mojado tu cama. Diles que me presento voluntario para apretar el gatillo. Es tu única esperanza de que todo termine lo antes posible.

Charlie vació el cargador, dejó el rifle en el suelo y siguió al sargento.

—No te olvides de insistir en que te venden los ojos. Es una pena que no fumes —fueron las últimas palabras que Charlie le oyó decir a Tommy antes de desaparecer por el terreno de instrucción a paso ligero.

El sargento se detuvo ante la barraca del asistente, y un Charlie sin aliento le alcanzó justo cuando un sargento chusquero abría la puerta y saludaba al oficial de guardia, antes de volverse hacia Charlie y decir:

—Ponte firmes, muchacho, y mantente a un paso detrás de mí y no hables hasta que te hablen. ¿Entendido?

—Sí, sarg… ento.

Los dos hombres siguieron al sargento a través de la oficina exterior hasta llegar ante otra puerta, en la que se leía: «AS. CAPITÁN TRENTHAM». El corazón de Charlie se aceleró cuando el sargento chusquero llamó suavemente a la puerta.

—Adelante —dijo una voz aburrida, y los dos hombres entraron, dieron cuatro pasos adelante y se detuvieron frente al capitán Trentham. El sargento chusquero saludó.

—7312087, soldado raso Trumper, presentándose a sus órdenes, señor —aulló el hombre, a pesar de que no les separaba ni un metro.

El capitán Trentham levantó la vista de su escritorio.

—Ah, sí, Trumper. Ya me acuerdo, el panadero del East End de Londres. —Charlie estuvo a punto de corregirle, pero Trentham volvió la cabeza para mirar por la ventana, dando a entender que no esperaba una réplica—. El sargento mayor no te ha quitado el ojo de encima desde hace varias semanas —continuó Trentham—, y cree que serías un buen candidato para ser ascendido a cabo interino. Debo decirte que abrigo mis dudas. Sin embargo, acepto que, de vez en cuando, es necesario ascender a un voluntario para mantener la moral alta entre las filas. Supongo que aceptarás esta responsabilidad, ¿verdad, Trumper? —añadió, sin dignarse mirar a Charlie.

Charlie no sabía qué decir.

—Sí, señor, gracias, señor —dijo el sargento chusquero antes de bramar—: Media vuelta, paso ordinario, un-dos, un-dos.

Diez segundos después, el cabo interino de los Fusileros Reales Charlie Trumper se encontró de nuevo en el terreno de instrucción.

—Cabo interino Trumper —dijo Tommy, incrédulo, después de escuchar la noticia—. ¿Significa eso que debo llamarte «señor»?

—No seas idiota, Tommy. «Cabo» será suficiente —sonrió Charlie, sentándose en el extremo de la cama para coser un galón en su uniforme.

A partir del día siguiente, los diez hombres que componían la sección de Charlie empezaron a desear con todas sus fuerzas que no hubiera pasado los últimos catorce años de su vida acudiendo al mercado a primera hora de la mañana. Su instrucción, sus botas, su rendimiento y su adiestramiento con las armas se convirtieron en una leyenda para el resto de la compañía, a medida que Charlie les obligaba a esforzarse cada vez más. El momento supremo de Charlie llegó la undécima semana, cuando abandonaron los barracones para viajar a Glasgow, donde Tommy ganó el Trofeo del Rey para tiradores de rifle, derrotando a oficiales y hombres de otros siete regimientos.

—Eres un genio —dijo Charlie, en cuanto el coronel entregó a su amigo la copa de plata.

—Me pregunto si encontraremos un perista medianamente bueno en Glasgow —fue el único comentario de Tommy sobre el tema.

El desfile que marcó el fin de su adiestramiento se celebró el sábado 23 de febrero de 1918. Concluyó con el desfile de la sección de Charlie, al compás de la banda del regimiento. Por primera vez, se sintió como un soldado…, a pesar de que Tommy seguía pareciendo un saco de patatas.

Cuando el desfile tocó a su fin, el sargento mayor Philpott felicitó a todos por primera vez en tres meses, y antes del rompan filas anunció a las tropas que podían tomarse libre el resto del día, pero que debían regresar a los barracones y meterse en la cama antes de las doce.

La compañía asoló Edimburgo por última vez. Tommy volvió a tomar el mando, mientras los chicos del pelotón número 11 se tambaleaban de taberna en taberna, cada vez más borrachos, hasta terminar en su local provisional, «El Voluntario» de Leith Walk.

Los chicos se quedaron alrededor del piano, engullendo todavía más pintas, y cantaron Pack up your troubles in your oíd kit bag, antes de repetir el resto de su limitado repertorio una y otra vez. Tommy, que les acompañaba a la armónica, reparó en que Charlie no apartaba sus ojos de la camarera Rosie, quien, a pesar de que rebasaba los treinta años, no dejaba de coquetear con los jóvenes reclutas. Se separó del grupo para reunirse con su amigo en la barra.

—Te gusta, ¿eh?

—Sí, pero es tu chica —respondió Charlie, y siguió mirando a la rubia de cabello largo que fingía ignorar sus intenciones.

Se dio cuenta de que llevaba desabrochado un botón más de los que solía.

—Yo no diría eso —contestó Tommy—. En cualquier caso, te debo una por esa nariz rota. Tendré que hacer algo por remediarlo.

Charlie rio al escuchar eso. Tommy le guiñó un ojo a Rosie y dejó a Charlie para reunirse con ella en el extremo de la barra.

Charlie fue incapaz de mirarles, pero veía en el espejo colocado detrás de la barra que estaban enfrascados en una animada conversación, y que Rosie se volvía de vez en cuando a mirarle. Tommy regresó un momento después a su lado.

—Todo está arreglado, Charlie —dijo.

—¿Qué significa «arreglado»?

—Exactamente lo que he dicho. Solo tienes que salir al cobertizo situado detrás de la taberna, donde guardan las cajas vacías, y Rosie se reunirá contigo en un periquete.

Charlie parecía pegado a la barra.

—Bien, adelante —dijo Tommy—, antes de que esa jodida mujer cambie de opinión.

Charlie se deslizó por la puerta lateral sin mirar atrás, rezando para que nadie le viera. Casi corrió por el pasillo hasta salir por la puerta trasera. Se detuvo junto a una esquina del cobertizo, sintiéndose bastante estúpido mientras paseaba arriba y abajo, y cuando un escalofrío le recorrió de pies a cabeza, deseó encontrarse de nuevo al abrigo de la taberna. Volvió a temblar unos momentos después, estornudó y decidió que había llegado el momento de regresar con sus compañeros y olvidarlo. Caminaba hacia la puerta cuando Rose salió por ella como una exhalación.

—Hola. Soy Rose. Lamento haber tardado tanto, pero tenía que atender a un cliente.

Él la miró a la escasa luz que se filtraba por la pequeña ventana situada sobre la puerta. Se había desabrochado otro botón.

—Charlie Trumper —dijo Charlie, extendiendo la mano.

—Lo sé —rio ella—. Tommy me ha contado todo sobre ti. Dice que eres el mejor follador del pelotón.

—Me parece que ha exagerado un poco —respondió Charlie, enrojeciendo, pero Rose le estrechó en sus brazos y empezó a besarle, primero en el cuello, después en la cara y por fin en la boca.

Apartó los labios de Charlie con destreza antes de empezar a juguetear con su lengua.

Para empezar, Charlie no estaba muy seguro de lo que estaba ocurriendo, pero le gustaba tanto la sensación que continuó aferrado a ella, e incluso apretó su lengua contra la de Rosie. Fue ella la primera en apartarse.

—No tan fuerte, Charlie. Relájate. Se conceden premios a la resistencia, no a la velocidad.

Charlie se puso a besarla de nuevo, más suavemente cuando sintió la esquina de una caja de cerveza clavarse en sus nalgas. Después, colocó una mano sobre el pecho izquierdo de Rosie, pero se limitó a dejarla allí, sin saber qué hacer a continuación, mientras trataba de adoptar una posición más cómoda. No pareció un detalle muy importante, pues Rosie sabía exactamente lo que se esperaba de ella. Empezó a desabrocharse los restantes botones de la blusa, descubriendo sus abundantes senos, que hacían honor a su nombre.

Levantó una pierna y la apoyó sobre una pila de viejas cajas de cerveza. Charlie se encontró frente a una generosa extensión de rosado muslo desnudo. Posó su mano libre, vacilante, sobre la suave carne. Charlie deseaba dotar de plena libertad a sus dedos para que siguieran explorando hasta donde les fuera posible, pero se quedó petrificado como un fotograma congelado de una película en blanco y negro.

Rose volvió a tomar la iniciativa, apartó los brazos que rodeaban el cuello de Charlie y empezó a desabrocharle los botones de la bragueta. Un momento después deslizó su mano bajo los calzoncillos. Charlie no podía creer lo que estaba sucediendo, pero ya sentía que aquello bien valía una nariz rota.

Rose se la agitó vigorosamente y se bajó las bragas con la mano libre. Charlie fue perdiendo cada vez más el control, hasta que Rose se detuvo de repente, apartándose, y miró la parte delantera de su vestido.

—Si tú eres el mejor follador del pelotón, mi única esperanza es que los alemanes ganen esta mierda de guerra.

A la mañana siguiente, mientras los oficiales de guardia tomaban el rancho, se clavaron en el tablón de anuncios las órdenes dirigidas a la compañía. El nuevo batallón de Fusileros ya se consideraba listo para entrar en combate, por lo cual era de esperar que se uniera a los aliados en el frente occidental. Charlie se preguntó si la camaradería que había reunido a un grupo de hombres tan diferentes durante los últimos tres meses serviría a la hora de entablar combate con la élite del ejército alemán.

Durante el viaje en tren de regreso al sur, fueron vitoreados de nuevo en cada estación por la que pasaban, y Charlie consideró esta vez que eran algo más merecedores del respeto que manifestaban las damas de sombrero puntiagudo. Descendieron en Maidstone al atardecer, y se alojaron para pernoctar en los barracones de los Royal West Kents.

A las seis en punto de la mañana siguiente, el capitán Trentham les dio instrucciones concretas: serían transportados en barco hasta Boulougne, recibirían un entrenamiento especial de diez días y se dirigirían hacia Amiens, donde se reunirían con su regimiento bajo el mando del coronel sir Danvers Hamilton, DSO[4], quien, según se les aseguró, se hallaba preparando un ataque masivo contra las defensas alemanas. Pasaron el resto de la mañana comprobando su equipo, antes de ser conducidos como un rebaño hacia la pasarela y el puente del barco.

Después de que la sirena de niebla del barco retumbara seis veces, zarparon en dirección a Dover. Mil hombres apretujados en la cubierta del HMS Resolution cantaron It’s a Long Way to Tipperary.

—¿Has ido alguna vez al extranjero, cabo? —preguntó Tommy.

—No, a menos que cuentes Escocia —replicó Charlie.

—Yo tampoco —dijo Tommy, nervioso. Al cabo de unos minutos añadió—: ¿Estás asustado?

—No, claro que no —replicó Charlie—, solo espantosamente aterrorizado.

—Yo también —confesó Tommy.

—Adiós Piccadilly, hasta la vista Leicester Square. It’s a long, long way to…