Capítulo 29

«Bastardo, bastardo, bastardo» sigue siendo todavía mi primer recuerdo. Faltaban tres meses para que cumpliera los seis años, y lo gritó una niña desde el otro extremo del patio de recreo, señalándome mientras bailaba de un lado a otro. El resto de la clase se quedó quieta y observó, hasta que corrí hacia ella y la empujé contra la pared.

—¿Qué significa eso? —pregunté, estrujándole los brazos.

—No lo sé —contestó, estallando en lágrimas—. Oí a mi mamá decirle a mi papá que eras un pequeño bastardo.

—Yo sé lo que significa esa palabra —dijo una voz detrás de mí. Me volví y descubrí que los demás alumnos de la clase me rodeaban, pero no sabía quién había hablado.

—¿Qué significa? —pregunté de nuevo, en voz más alta.

—Dame seis peniques y te lo diré. —Miré a Neil Watson, el chulo de la clase, que siempre se sentaba detrás de mí.

—Solo tengo tres peniques.

—Muy bien, te lo diré por tres peniques —dijo, después de reflexionar unos momentos.

Se acercó a mí, extendió la palma de la mano y esperó hasta que yo desdoblé mi pañuelo y le entregué toda mi semanada. Ahuecó las manos y susurró en mi oído:

—No tienes padre.

—¡Eso no es verdad! —grité, y empecé a golpearle en el pecho, pero era mucho más grande que yo y se rio de mis débiles esfuerzos. Sonó el timbre que indicaba el fin del recreo y todos corrimos a la clase. Varios niños rieron y chillaron al unísono «Bastardo, bastardo, bastardo».

La niñera vino a buscarme al colegio aquella tarde, y en cuanto nos distanciamos de mis compañeros le pregunté qué quería decir la palabra.

—Es una pregunta muy desagradable, Daniel —se limitó a responder—, y solo espero que no te enseñen ese tipo de cosas en el Oratorio. Nunca más vuelvas a mencionarme esa palabra, por favor.

Después de tomar el té en la cocina, y cuando la niñera salió para prepararme el baño, le pregunté a la cocinera qué quería decir bastardo.

—Le aseguro que no lo sé, amo Daniel, y le aconsejo que no se lo pregunte a nadie —me contestó.

No me atreví a preguntárselo a mis padres por temor a que Neil Watson hubiera dicho la verdad, y pasé toda la noche despierto, pensando en cómo podría averiguarlo.

Al día siguiente, mi madre ingresó en el hospital, y no volvió a casa en mucho tiempo. Menciono esto porque papá estaba tan preocupado que no me dio dinero durante las tres semanas siguientes, y para entonces debí perder todo el interés en averiguar qué significaba la palabra. Sin embargo, me preocupó la posibilidad de que llamarme bastardo y el ingreso de mi madre en el hospital, sin volver con el bebé prometido, todo en el mismo día, pudieran ser hechos relacionados entre sí.

Una semana después, la niñera me llevó a visitar a mamá al hospital de San Guido, pero no recuerdo casi nada, excepto que estaba muy blanca. Le prometí que trabajaría aún más cuando volviera al colegio. Recuerdo la alegría que sentí cuando por fin regresó a casa.

El siguiente episodio de mi vida con recuerdo con toda claridad fue ir al colegio de San Pablo a la edad de once años. Allí me hicieron trabajar de verdad por primera vez en mi vida. En la escuela preparatoria había destacado en casi todas las asignaturas sin necesidad de esforzarme más que cualquier otro niño, y no me preocupaba que me llamaran «empollón». En San Pablo había montones de chicos inteligentes, pero ninguno me llegaba a la suela del zapato en mates. No solo me gustaba la asignatura tanto como parecía aterrorizar a mis compañeros, sino que las notas de los exámenes finales siempre ponían muy contentos a mamá y papá. Apenas podía esperar a la siguiente ecuación de álgebra, un rompecabezas geométrico o el desafío de resolver una prueba aritmética en mi cabeza, en tanto los demás necesitaban llenar una página con cifras.

Me iba bastante bien en las demás materias y, aunque no descollaba en los juegos, me aficioné al violoncelo y me invitaron a tocar más adelante en la orquesta del colegio; sin embargo, mi maestro decía que todo esto carecía de importancia, pues estaba claro que iba a ser matemático durante toda la vida. No supe lo que quería decir en aquel momento, pues sabía que papá había dejado el colegio a los catorce años para encargarse del puesto de frutas y verduras de mi bisabuelo en Whitechapel, y aunque mamá había ido a la universidad de Londres todavía tenía que trabajar en Chelsea Terrace, 1, para que papá no perdiera «el estilo al que se había acostumbrado». Al menos, eso le decía mamá durante el desayuno de vez en cuando.

Fue por aquel entonces cuando descubrí lo que realmente significaba la palabra «bastardo». Estábamos en clase, leyendo en voz alta King John, y se lo pregunté al señor Quilter, mi profesor de inglés, sin llamar demasiado la atención sobre la pregunta. Uno o dos chicos volvieron la cabeza y rieron con disimulo, pero esta vez no me señalaron con el dedo ni susurraron y, cuando me revelaron el significado, pensé que Neil Watson no había errado tanto. Al menos, comprendí que la acusación no me concernía, pues papá y mamá siempre habían estado juntos, por lo que yo recordaba. Siempre habían sido el señor y la señora Trumper.

Supongo que habría olvidado aquel temprano incidente, de no haber bajado una noche a la cocina para beber un vaso de leche. Escuché una conversación entre Joan Moore y Harold, el mayordomo.

—El pequeño Daniel va muy bien en el colegio —dijo Harold—. Habrá heredado el cerebro de su madre.

—Es verdad, pero recemos para que nunca averigüe la verdad sobre su padre. —Estas palabras me dejaron petrificado en la escalera. Seguí escuchando con suma atención.

—Bien, una cosa es segura —dijo Harold—. La señora Trentham nunca admitirá que el chico es su nieto. Dios sabe a quién irá a parar todo ese dinero.

—Al capitán Guy ya no, seguro —dijo Joan—, es posible que ese inútil de Nigel se haga con todo el lote.

Después, la conversación se centró en quién prepararía el desayuno, así que volví con sigilo a mi habitación, pero no logré dormir.

Aunque me senté en aquellos peldaños durante muchos meses, esperando obtener una información vital de sus labios, nunca volvieron a tocar el tema.

La siguiente vez que oí el apellido «Trentham» fue años después, cuando la marquesa de Wiltshire, una amiga íntima de mi madre, vino a tomar el té. Aunque ya tenía doce años, me enviaron a jugar, pero me quedé en el vestíbulo cuando escuché una pregunta de mi madre.

—¿Asististe al funeral de Guy?

—Sí, pero no fue bien recibido por los bondadosos feligreses de Ashurst —le aseguré a la marquesa—. Los que se acordaban bien de él se comportaron como si les hubieran quitado un peso de encima.

—¿Estaba presente sir Raymond?

—No, brilló por su ausencia —fue la respuesta—. La señora Trentham proclamó que estaba demasiado viejo para viajar, un triste recordatorio para todos de que todavía aspira a heredar una considerable fortuna en un futuro no muy lejano.

Estos nuevos datos carecieron de sentido para mí.

La única ocasión posterior en que el apellido Trentham se mentó en mi presencia fue durante una conversación entre mi padre y el coronel Hamilton. Este se iba de casa después de una entrevista privada celebrada en el estudio.

—Por más que le ofrezcamos a la señora Trentham —se limitó a decir mi padre—, nunca nos venderá esos pisos.

El coronel cabeceó furiosamente, pero solo farfulló:

—Maldita mujer.

Cuando mis padres se fueron de casa, busqué en el listín el apellido Trentham. Solo localicé uno: el mayor G. H. Trentham, MP, Chester Square, 14. No supe más que antes.

Cuando el colegio Trinity me ofreció en 1938 la beca Newton de matemáticas, pensé que papá iba a estallar de orgullo. Fuimos a pasar el fin de semana a la ciudad universitaria para examinar mi futura residencia. Después, paseamos por los claustros del colegio y el Gran Patio.

La única nube que ensombreció este despejado horizonte fue la Alemania nazi. Se discutía en el parlamento el reclutamiento obligatorio de los jóvenes mayores de veinte años, y yo ardía en deseos de alistarme, si Hitler osaba poner el pie en suelo polaco.

Mi primer año en Cambridge fue bien, sobre todo porque Horace Bradford me dio clases. Su esposa Victoria y él eran considerados la flor y nata del grupo de capacitados profesores que enseñaban matemáticas en la universidad. Aunque se rumoreaba que la señora Bradford había ganado el premio Wrangler por ser la primera de su curso, nos explicó que no le habían concedido el prestigioso galardón por el hecho de ser mujer. Se concedió el premio al hombre que había quedado en segundo lugar. Esta información motivó que mi madre se estremeciera de rabia.

La señora Bradford celebraba que a mi madre le hubieran concedido el título de la universidad de Londres en 1921, mientras Cambridge todavía se negaba a reconocer el suyo en 1939.

Cuando terminé mi primer curso, yo, como muchos jóvenes estudiantes de Cambridge, solicité alistarme en el ejército, pero mi profesor me pidió que trabajara con él y su mujer en el ministerio de la Guerra, encuadrado en un nuevo departamento que se iba a especializar en descifrar mensajes en código.

Acepté la oferta sin pensarlo dos veces, y saboreé la perspectiva de pasar el tiempo sentado en una cochambrosa habitación de Bletchley Park, intentando descifrar códigos. Llegué a sentirme culpable por ser una de las pocas personas uniformadas que extraían cierto placer de la guerra. Papá me dio dinero para comprar un MG de segunda mano; así podría desplazarme a Londres de vez en cuando para verles.

Logré en ocasiones arrancarle una hora de sus ocupaciones en el ministerio de la Guerra, pero él solo comía pan y queso, regados con un vaso de leche, para dar ejemplo al resto del equipo. Podría considerarse el dato edificante, pero muy poco nutritivo, como me advirtió el señor Selwyn, añadiendo que hasta el ministro estaba en contra.

—¿Y el señor Churchill? —pregunté.

—Me han dicho que es el siguiente de la lista.

Me nombraron capitán en 1943, un simple reconocimiento por parte del ministerio de la Guerra del trabajo que estábamos llevando a cabo. A mi padre le encantó, por supuesto, pero yo lamenté no poder contar a mis padres la alegría experimentada cuando desciframos el código empleado por los submarinos alemanes. Todavía me asombra que siguieran utilizándolo hasta mucho tiempo después de nuestro descubrimiento. El código era como el sueño de un matemático, que desciframos por fin en el reverso de un menú que tomamos en Lyon’s Comer House, muy cerca de Piccadilly. La camarera que nos servía me describió como un vándalo. Yo reí y pensé que me iba a tomar el resto del día libre para sorprender a mi madre, presentándome en uniforme de capitán. Consideraba mi aspecto elegante, pero su reacción al abrir la puerta me sobrecogió. Me miró como si viera un fantasma. Se recobró al instante, pero esa reacción al verme de uniforme se convirtió en una pieza más del rompecabezas, un rompecabezas que nunca se alejaba de mis pensamientos.

La siguiente pista apareció en la última línea de una necrológica, a la que no presté excesiva atención hasta descubrir que una tal señora Trentham heredaría una fortuna. En sí, no era una pista importante, pero al fin comprendí que era la hija de alguien llamado sir Raymond Hardcastle. Un nombre que me permitió llenar varias casillas que encajaban en ambas direcciones. Lo que más me sorprendió fue la falta de mención a Guy Trentham entre los parientes supervivientes.

En ocasiones, deseaba no haber nacido con la clase de mente que disfruta descifrando códigos y fórmulas matemáticas, pero, de todos modos, «bastardo», «Trentham», «hospital», «capitán Guy», «pisos», «sir Raymond», «ese inútil de Nigel», «funeral» y la palidez de mi madre al verme vestido de capitán parecían poseer una estrecha relación. Presentí también que necesitaba resolver otras incógnitas, antes de que la lógica me condujera a la solución correcta.

Entonces, comprendí a quién se había referido la marquesa años antes, cuando le dijo a mi madre que había asistido al funeral de Guy. Fue al capitán Guy a quien enterraron. Aun así, ¿por qué era ese dato tan significativo?

El siguiente sábado por la mañana me levanté a una hora intempestiva y viajé a Ashurst, el pueblo en donde había residido antes la marquesa de Wiltshire. Había llegado a la conclusión de que no era una coincidencia. Llegué a la iglesia parroquial poco después de las seis y, como había imaginado, a esa hora no había nadie en el cementerio. Paseé entre las lápidas, mirando los nombres: Yardley, Baxter, Flood, Harcourt-Browne. Malas hierbas cubrían algunas tumbas, otras estaban engalanadas con flores frescas. Me detuve para contemplar la tumba del abuelo de mi madrina. Me alejé. Debía haber un centenar de feligreses enterrados alrededor de la torre del reloj, pero aun así no tardé mucho en localizar el bien cuidado panteón familiar de los Trentham, a pocos metros de la sacristía de la iglesia.

Cuando localicé la lápida más reciente de la familia, un sudor frío cubrió mi cuerpo.

GUY TRENTHAM, MC

1896-1927

TRAS UNA LARGA ENFERMEDAD

TODA SU FAMILIA LE ECHA EN FALTA

De esta forma, el misterio llegaba, literalmente, a un punto muerto, en la tumba de un hombre que, sin lugar a dudas, habría podido responder a todas las preguntas de seguir con vida.

Cuando la guerra terminó volví al Trinity y me concedieron un año suplementario para obtener el título. Aunque mis padres consideraban como hecho más sobresaliente del año el que hubiera logrado el máximo galardón de mi promoción en matemáticas, junto con una beca para realizar investigaciones, yo pensaba que la investidura de papá en el palacio de Buckingham no era moco de pavo.

La ceremonia constituyó un doble placer, pues tuve la oportunidad de ver a mi antiguo profesor, el señor Bradford, ser nombrado caballero por el papel desempeñado en el campo del descifrado de mensajes en clave (si bien, como mi madre señaló, no hubo nada para su mujer). Recuerdo que también me sentí ofendido, en nombre del doctor Bradford. Papá había hecho su parte, llenando los estómagos de los británicos, pero, como Churchill había afirmado en la Cámara de los Comunes, nuestro pequeño equipo había acortado en un año, probablemente, la duración de la guerra.

Todos nos encontramos después para tomar el té en el Ritz y, por supuesto, en algún momento de la tarde la conversación derivó hacia la carrera que yo me proponía seguir, ahora que la guerra había terminado. Para hacer justicia a mi padre, en ningún momento insinuó que me integrara en «Trumper’s», y yo sabía muy bien cuánto había anhelado tener otro hijo para que, algún día, le sustituyera. De hecho, durante las vacaciones de verano, fui cada vez más consciente de mi buena suerte, pues mi padre parecía exclusivamente interesado por los negocios y mi madre era incapaz de ocultar su angustia sobre el futuro de «Trumper’s», y siempre que le preguntaba en qué podía ayudarles, se limitaba a contestar: «No te preocupes. Al final todo saldrá bien».

Una vez de vuelta a Cambridge, me convencí de que jamás volvería a preocuparme por el apellido Trentham, si alguna vez me topaba con él. De todas maneras, sospecho que no llegué a olvidarlo del todo porque nunca se pronunciaba con espontaneidad en mi presencia. Mi padre era tan extravertido que carecía de explicación su discreción sobre este tema en particular…, hasta tal punto que me resultaba imposible comentarlo con él.

Habría podido pasarme años sin hacer nada por resolver el enigma, si una mañana no hubiera descolgado un teléfono supletorio de Little Boltons y escuchado a Tom Arnold, la mano derecha de mi padre, decir:

—Bien, al menos podemos felicitarnos de que haya localizado a Syd Wrexall antes que la señora Trentham.

Colgué de inmediato el auricular, con la sensación de que debía llegar al fondo del misterio de una vez por todas… y sin que mis padres lo averiguaran. ¿Porqué se piensa siempre lo peor en estas situaciones? Sin duda, la solución final sería de lo más inocente y sencilla.

Si bien no conocía en persona a Syd Wrexall, le recordaba como patrón del «Mosquetero», una taberna que se alzó orgullosamente en el otro extremo de Chelsea Terrace hasta ser bombardeada. Mi padre adquirió la propiedad durante la guerra, y convirtió más tarde el edificio en departamento de muebles de un supermercado.

A Dick Barton no le costó descubrir que el señor Wrexall había abandonado Londres durante la guerra y se había convertido en el dueño de una taberna, situada en un soñoliento pueblo llamado Hatherton, oculto en el Cheshire.

Dediqué tres días a trazar la estrategia a seguir con el señor Wrexall, y solo cuando estuve convencido de saber todas las preguntas que necesitaban ser contestadas reuní las fuerzas necesarias para viajar a Hatherton. Era preciso formular todos los interrogantes de manera que no parecieran preguntas. Esperé otro mes para desplazarme a Hatherton, y me dejé crecer una barba lo bastante larga para asegurarme de que Wrexall no me reconocería. Aunque yo no recordaba haberle visto en el pasado, cabía la posibilidad de que Wrexall se hubiera cruzado conmigo tres o cuatro años antes, reconociéndome en cuanto entrara en la taberna. Incluso me compré un par de gafas modernas, en lugar de las proporcionadas por la Seguridad Social.

Elegí un lunes para efectuar el viaje, pues sospechaba que sería el día más tranquilo de la semana para comer en una taberna. Antes de salir llamé al «Cazador Alegre», para estar seguro de que el señor Wrexall trabajaba ese día. Su esposa me confirmó este extremo, y colgué antes de que inquiriera por el motivo de mi curiosidad.

Ensayé una y otra vez la serie de no-preguntas durante el trayecto al Cheshire. Llegué a Hatherton, aparqué mi coche en una calle lateral, algo lejos de la taberna, y me dirigí al «Cazador Alegre». Vi a tres o cuatro personas charlando en la barra, y a otra media docena tomando una copa alrededor del insignificante fuego. Me senté en el extremo de la barra y pedí una ración de pastel de pastor[22], y media pinta de la mejor amarga a una dama rolliza y entrada en años que, como descubrí más tarde, era la esposa del patrón. Solo tardé unos segundos en averiguar quién era el dueño, porque los demás parroquianos le llamaban Syd. De todas maneras, sabía que debía contener mi impaciencia, mientras le escuchaba hablar de todo y de todos, desde lady Docker hasta Richard Murdoch, como si fueran íntimos amigos suyos.

—¿Otro de lo mismo? —preguntó, acercándose a mí y cogiendo mi vaso.

—Sí, por favor —contesté, tranquilizado al ver que no me había reconocido.

Cuando me trajo la cerveza, solo quedaban dos o tres clientes en la barra.

—Es usted de por aquí, ¿verdad? —preguntó, apoyándose en el mostrador.

—No. He venido un par de días para realizar una inspección. Trabajo en el ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

—¿Y qué le trae por Hatherton?

—Comprobar el número de dolencias de pies y boca que aquejan a las granjas.

—Ah, sí. Lo he leído en los periódicos —dijo, jugueteando con el vaso vacío.

—Tome un trago a mi salud —le invité.

—Oh, gracias, señor. Tomaré un whisky, con su permiso.

Introdujo el vaso de cerveza vacío en el agua de la pila y se sirvió un doble. Me cobró media corona y me preguntó cómo iban mis pesquisas.

—Hasta el momento, todo bien —contesté—, pero debo inspeccionar unas granjas más en el norte del condado.

—Yo conocía a alguien de su departamento —dijo.

—Ah, ¿sí?

Sir Charles Trumper.

—Es anterior a mi época, pero todavía se habla de él en el ministerio. Si la mitad de las historias que cuentan sobre él son ciertas, habrá sido un tipo duro.

—Ya lo creo. Y de no ser por él, ahora yo sería rico.

—Vaya.

—Sí. Yo poseía una pequeña propiedad en Londres antes de venir aquí. Una taberna, además de cierta participación en varias tiendas de Chelsea Terrace, para ser exactos. Me lo compró durante la guerra por solo seis mil libras. Si hubiera esperado veinticuatro horas más, lo habría vendido todo por veinte mil, quizás incluso treinta mil.

—Pero la guerra no terminó en veinticuatro horas.

—Oh, no, no estoy insinuando ni por un momento que hiciera algo deshonesto, pero siempre me pareció algo más que una coincidencia su aparición en esta taberna aquella precisa mañana.

El vaso de Wrexall volvía a estar vacío.

—¿Repetimos? —le pregunté, con la esperanza de que invertir media corona más continuaría soltándole la lengua.

—Es usted muy generoso, señor —contestó. Regresó al cabo de un momento—, ¿por dónde iba?

—Por aquella precisa mañana —le recordé.

—Oh, sí, sir Charles… Charlie, como siempre le llamaba yo. Bien, cerró el trato en esta misma barra, en menos de diez minutos, y justo después llamó otra persona, preguntando si las propiedades seguían a la venta. Tuve que decirle a la dama en cuestión que ya había firmado el contrato.

Me ahorré preguntarle quién era «la dama», porque ya lo sospechaba.

—Eso no demuestra que ella le hubiera pagado veinte mil libras por el lote.

—Oh, sí, ya lo creo. La señora Trentham me habría ofrecido cualquier cosa con tal de evitar que sir Charles se apoderase de esas tiendas.

—Santo Dios —exclamé, reprimiendo la pregunta «¿por qué?».

—Oh, sí, hace años que los Trumper y los Trentham no se pueden ni ver. Ella aún es la propietaria de un bloque de pisos en pleno Chelsea Terrace. Es lo único que le impide a Charlie erigir su gran mausoleo. Además, cuando ella, en un momento dado, intentó comprar el número 1 de Chelsea Terrace, Charlie la dejó en el ridículo más total. Nunca he visto nada igual en mi vida.

—Eso debió suceder hace años. Me asombra que la gente siga en sus trece durante tanto tiempo.

—Tiene razón, porque, por lo que yo sé, esto viene sucediendo desde los años veinte, desde que el petimetre de su hijo fue visto saliendo con la señorita Salmon.

Contuve el aliento.

—La señora Trentham no lo aprobó, ya lo creo que no. Todos los de «El Mosquetero» lo sabíamos, y cuando el hijo se larga a la India, la chica Salmon va y se casa de repente con Charlie.

—Ocurrió hace muchísimo tiempo. Me sorprende que alguien se preocupe todavía —concluí, antes de vaciar mi vaso.

—Muy cierto. Siempre ha sido un misterio para mí también, pero con la gente nunca se sabe. Bien, debo cerrar ya, señor, o la ley caerá sobre mí.

—Por supuesto, y yo debo regresar con esas ovejas antes de que se escapen a las colinas.

Antes de volver a Cambridge me senté en el coche y escribí todo lo que pude recordar de mi conversación con el tabernero. En el trayecto de vuelta intenté unir y ordenar las nuevas pistas. Aunque Wrexall me había proporcionado gran cantidad de información, también me había suministrado varias preguntas sin respuesta. Lo único que sabía con certeza después de abandonar la taberna era que ya no podía detenerme.

A la mañana siguiente decidí volver al ministerio de la Guerra y preguntar a la vieja secretaria de sir Horace si existía alguna manera de averiguar los antecedentes de un antiguo oficial.

—¿Nombre? —preguntó la estirada dama, que llevaba el pelo recogido en un moño, un estilo de antes de la guerra.

—Guy Trentham.

—¿Graduación y regimiento?

—Capitán de los Fusileros Reales, diría yo.

La mujer desapareció tras una puerta cerrada, pero volvió al cabo de diez minutos con una pequeña carpeta marrón. Extrajo una sola hoja de papel y la leyó en voz alta.

—Capitán Guy Trentham, MC. Sirvió en la Primera Guerra Mundial, fue destinado posteriormente a la India y dimitió en 1923. No dio explicaciones. No: consta ninguna dirección.

—Es usted un genio —dije y, ante su consternación, la besé en la frente antes de marcharme.

Cuanto más descubría, más necesitaba saber, aunque durante un tiempo tuve la impresión de encontrarme en otro punto muerto. Dediqué las semanas siguientes a concentrarme en mi trabajo de tutor, hasta que mis pupilos se fueron al empezar las vacaciones de Navidad.

Volví a Londres y pasé unas espléndidas vacaciones con mis padres en Little Boltons. Mi padre parecía mucho más relajado que en verano, y mi madre, aparentemente, había dejado de lado sus inexplicadas angustias. Sin embargo, durante aquellas vacaciones surgió un nuevo misterio y, como yo estaba convencido de que guardaba relación con los Trentham, no dudé en preguntar a mi madre.

—¿Qué ha pasado con el cuadro favorito de papá?

Su respuesta me entristeció sobremanera. Me suplicó que jamás mencionara Los comedores de patatas delante de él. La semana antes de volver a Cambridge, mientras me dirigía por la calle Beaufort hacia Little Boltons, vi a un inválido de Chelsea, con su uniforme de estameña azul, que intentaba cruzar la calle.

—Permítame que le ayude —dije.

—Gracias, señor —contestó, mirándome con una sonrisa legañosa.

—¿Con quién sirvió usted?

—Con el propio príncipe de Gales —replicó—. ¿Y usted?

—Con los Fusileros Reales —atravesamos la calle juntos—. ¿Conoce a alguno?

—Los Fuzzies. Oh, sí, a Banger Smith, que sirvió durante la Gran Guerra, y a Sammy Tomkins, que ingresó después, en el veintidós o veintitrés, si no recuerdo mal, y quedó inválido después de Tobruk.

—¿Banger Smith?

—Sí —replicó el inválido. Habíamos llegado a la otra acera—. Un gandul de cuidado. —Rio por lo bajo—. Todavía se pasa un día a la semana por el museo del regimiento, si hay que creerle.

Me presenté en el pequeño, museo, del regimiento, sito en la Torre de Londres, al día siguiente. El director me dijo que Banger Smith solo venía los jueves, aunque no todos. Paseé por una sala llena de recuerdos del regimiento, banderas raídas que desplegaban condecoraciones militares, un aparador donde, se exhibían uniformes, anticuados instrumentos bélicos de una era periclitada y grandes mapas cubiertos de alfileres de colores que señalaban cómo, dónde y cuándo se habían ganado aquellas condecoraciones.

Como el director solo era unos años mayor que yo, no le agobié con preguntas sobre la Primera Guerra Mundial, pero regresé el jueves siguiente y encontré a un viejo soldado sentado en un rincón del museo, fingiendo que realizaba su trabajo del día.

—¿Banger Smith?

El vil anciano no debía medir ni un centímetro más de metro y medio, y no hizo el menor intento de levantarse de la silla. Me miró con aire suspicaz.

—¿Y qué?

Saqué del bolsillo interior un billete de diez chelines.

Miró primero el billete, y después a mí, con ojos suspicaces.

—¿Qué quiere?

—¿Se acuerda de un tal capitán Trentham, por casualidad?

—¿Es usted de la policía?

—No, soy abogado y me ocupo de su herencia.

—Apostaría a que ese cabrón no le dejó nada a nadie.

—No estoy autorizado a hablar de eso. Supongo que no sabe qué fue de él después de abandonar los Fusileros. Los datos que constan en los registros del regimiento sobre él acaban en 1923.

—No es extraño. Cuando se fue de los Fusileros, la banda del regimiento no le despidió con canciones en el terreno de instrucción. En mi opinión, tendrían que haber descuartizado entre cuatro caballos a ese cabrón.

—¿Por qué?

—No me sacará ni una palabra. Secreto del regimiento —añadió, tocándose un lado de la nariz.

—¿No sabe qué hizo después de marcharse de la India?

—Eso le costará más de diez chelines —rio el viejo.

—¿Qué quiere decir?

—Se largó a Australia, ¿sabe? Murió allí, y su madre trajo el cadáver en barco. En mala hora, es lo único que puedo decir. Arrancaría su jodida fotografía de la pared, si pudiera.

—¿Su foto?

—Sí, Los MC están al lado de DSO[23], en la esquina superior izquierda —dijo, consiguiendo levantar un brazo para señalar en aquella dirección.

Me acerqué lentamente a la esquina que Banger Smith había indicado. Dejé atrás los VC de los Fusileros, varios DSO y llegué a los MC. Estaban en orden cronológico: 1914, tres; 1915, trece; 1916, diez; 1917, once; 1918, diecisiete. El capitán Guy Trentham había ganado la MC después de la segunda batalla del Marne, el 21 de julio de 1918, según constaba en la inscripción.

Miré la foto del joven oficial uniformado de capitán y supe al instante que debía viajar a Australia.