El chófer del coronel hizo todo cuanto pudo por llegar a Londres con la mayor rapidez posible. Hundió el pie en el acelerador hasta que la aguja rebasó los ciento veinte kilómetros por hora. No obstante, retenidos continuamente en ruta por convoyes de tropas, camiones de transporte y, en cierto momento, por tanques Warrior, resultó una empresa difícil. Cuando por fin llegaron a Chiswick, en los aledaños de Londres, se produjo un apagón, seguido de un ataque aéreo, seguido del cese de la alarma, seguido por incontables embotellamientos en el trayecto hasta Downing Street.
A pesar de que contó con seis horas para preguntarse por qué deseaba verle el señor Churchill, cuando el coche frenó ante el número 10 Charlie sabía tanto como cuando salió del cuartel de Cardiff, a primera hora de la tarde.
Se identificó ante el policía que montaba guardia en la puerta. Este consultó su agenda, golpeó la aldaba de metal y permitió que Charlie entrara en el vestíbulo. La primera reacción de Charlie al cruzar el umbral del número 10 fue de sorpresa, al descubrir que la casa era muy pequeña, comparada con la residencia de Daphne en Eaton Square.
Una joven oficial se acercó para recibirle y le condujo a una antesala.
—El primer ministro se halla reunido en este momento con el embajador de Estados Unidos —explicó la muchacha—, pero no creo que la entrevista con el señor Kennedy se prolongue demasiado.
—Gracias —contestó Charlie.
—¿Le apetece una taza de té?
—No, gracias.
Charlie estaba demasiado nervioso para pensar en beber té. Cuando la oficial cerró la puerta, cogió un ejemplar de Lilliput de una mesilla auxiliar y hojeó las páginas, sin molestarse en asimilar las palabras.
Tras mirar por encima todas las revistas de la mesa, algunas incluso atrasadas, concentró su interés en los cuadros de la pared. Wellington, Palmerston y Disraeli, cuadros inferiores que Becky no habría vendido en el número 1. Becky. Dios bendito, pensó, ni siquiera sabe que estoy en Londres. Se encaminó al teléfono que descansaba sobre el aparador, pero se arrepintió de la idea al instante. Frustrado, se puso a dar zancadas por la habitación, con la misma sensación de un paciente aguardando a que el médico le confirmara si el diagnóstico era terminal. De pronto, la puerta se abrió y la oficial apareció.
—El primer ministro le recibirá ahora, señor Trumper —dijo.
Después, le precedió por una estrecha escalera, flanqueada por cuadros de anteriores primeros ministros. Cuando llegó a Chamberlain, se encontró en el rellano ante un hombre de un metro setenta y cinco de estatura, los brazos en jarras y las piernas separadas, que le miraba con aire desafiante.
—Trumper —dijo Churchill, extendiendo la mano—. Me alegro de que haya acudido con tanta rapidez. Confío en no haber interrumpido nada importante.
Una clase, pensó Charlie, pero decidió no mencionar el hecho, y siguió al primer ministro al interior de su estudio. Churchill le indicó con un ademán que tomara asiento en una cómoda butaca de orejas, cerca del fuego. Charlie contempló los troncos que se quemaban y recordó las severas instrucciones que el primer ministro había dictado a la nación, recomendando el ahorro de carbón.
—Se estará preguntando qué ocurre —dijo el primer ministro, encendiendo un puro y abriendo una carpeta que descansaba sobre sus rodillas y empezó a leer.
—Sí, señor —contestó Charlie, sin recibir ninguna explicación.
Churchill continuaba leyendo las numerosas notas desplegadas frente a él.
—Veo que tenemos algo en común.
—¿De veras, primer ministro?
—Ambos servimos en la Gran Guerra.
—La guerra que terminaría con todas las guerras.
—Sí, volvió a equivocarse, ¿eh? Pero era un político. —El primer ministro rio por lo bajo antes de seguir leyendo. De pronto, levantó la vista—. Sin embargo, los dos hemos de jugar papeles mucho más importantes en esta guerra, Trumper, y no puedo permitir que pierda su tiempo dando clases a los reclutas en Cardiff.
El maldito lo sabe todo, pensó Charlie.
—Cuando una nación está en guerra, Trumper —dijo el primer ministro, cerrando la carpeta—, la gente imagina que la victoria está garantizada, siempre que tengamos más tropas y mejor equipamiento que el enemigo. No obstante, pueden perderse batallas por culpa de algo que los generales no controlan. Una pieza se estropea y paraliza las ruedas. Caramba, hoy mismo he tenido que disponer un nuevo departamento en el ministerio de la Guerra para descifrar mensajes en clave. He robado a Cambridge sus dos mejores profesores, junto con sus ayudantes, para intentar resolver el problema. Piezas de incalculable valor, Trumper.
—Sí, señor —contestó Charlie, sin saber de qué estaba hablando aquel hombre.
—Tengo un problema con otra de esas piezas, Trumper, y mis consejeros me han dicho que usted es el hombre más indicado para aportar la solución.
—Gracias, señor.
—Comida, Trumper, y lo más importante, su distribución. Según me ha dado a entender el ministro responsable, las provisiones empiezan a escasear con gran rapidez. Ni siquiera nos llegan las suficientes patatas de Irlanda. Uno de los mayores problemas con el que me enfrento en este momento es mantener lleno el estómago de la nación, sufragando una guerra en las costas enemigas y, al mismo tiempo, impidiendo que nuestras rutas de aprovisionamiento queden cerradas. El ministro me ha comentado que, con frecuencia, pasan semanas antes de que se trasladen los alimentos que llegan a los puertos, y a veces terminan donde no es debido.
»Además, nuestros granjeros se quejan de que no pueden realizar su trabajo a plena satisfacción porque reclutamos a sus mejores hombres para las fuerzas armadas, y no reciben ninguna subvención del gobierno como compensación. —Hizo una pausa para volver a encender el puro—. Lo que estoy buscando, pues, es un hombre que se haya pasado la vida comprando, vendiendo y distribuyendo comida, alguien que haya vivido en la plaza del mercado y al que tanto granjeros como proveedores respeten. En suma, señor Trumper, le necesito a usted. Quiero que se convierta en la mano derecha de Woolton, se encargue de que recibamos los suministros y de que sean distribuidos a los lugares adecuados. No se me ocurre un trabajo más importante, y confío en que desee aceptar el reto.
El deseo de comenzar cuanto antes debió reflejarse en los ojos de Charlie, porque el primer ministro no se molestó en esperar su respuesta.
—Bien, veo que ha captado la idea básica. Preséntese en el ministerio de Alimentación a las ocho de la mañana. Un coche le recogerá en su casa a las ocho menos cuarto.
—Gracias, señor —dijo Charlie, sin explicarle al primer ministro que si un coche se hubiera presentado sin avisar a las ocho menos cuarto, habría llegado con un retraso de tres horas.
—Ah, Trumper, voy a nombrarle general de brigada, para darle ánimos.
—Prefiero seguir siendo Charlie Trumper, nada más.
—¿Por qué?
—Es posible que en algún momento deba tratar con dureza a un general.
El primer ministro se quitó el puro de la boca y lanzó una estentórea carcajada. Después, acompañó a su invitado hasta la puerta.
—Trumper —dijo, apoyando la mano en el hombro de Charlie—, si lo considera necesario, no dude en venir a verme, si considera que vale la pena. De día o de noche. Ya sabe que no pierdo el tiempo durmiendo.
—Gracias, señor —contestó Charlie, empezando a bajar la escalera.
—Buena suerte, Trumper, y dele de comer a la gente.
La oficial acompañó a Charlie al coche y le saludó cuando se sentó en el asiento delantero. Charlie se quedó sorprendido, porque aún llevaba el uniforme de sargento.
Pidió al chófer que le condujera a Little Boltons, pasando por Chelsea Terrace. Le entristeció ver las calles del West End devastadas por las bombas, y comprendió que ninguna parte de Londres había escapado a los incesantes bombardeos aéreos alemanes.
Cuando llegó a casa, Becky abrió la puerta y le echó los brazos al cuello.
—¿Qué quería el señor Churchill? —fue su primera pregunta.
—¿Cómo sabes que he ido a ver al primer ministro?
—Llamaron del número 10 para preguntar dónde te podían localizar. Bien, ¿qué quería?
—Alguien que reparta frutas y verduras regularmente.
A Charlie le cayó bien James Woolton desde el primer momento. Aunque lord Woolton había llegado al ministerio de Alimentación con fama de ser un brillante hombre de negocios, admitió que no era un experto en el campo de Charlie, pero su departamento se encargaría de que Charlie recibiera toda la ayuda necesaria.
Destinaron a Charlie una amplia oficina en el mismo pasillo del ministro, así como un equipo de catorce personas, encabezado por un joven ayudante personal llamado Arthur Selwyn, recién salido de Oxford.
Charlie no tardó en descubrir que Selwyn tenía un cerebro agudísimo y, aunque carecía de experiencia en el ramo de Charlie, solo necesitaba escuchar las cosas una vez.
La Marina le proporcionó una secretaria personal llamada Jessica Allen, la cual, al parecer, tenía ganas de trabajar las mismas horas que Charlie. Este se preguntó por qué una chica tan atractiva e inteligente carecía de vida social, hasta que, repasando el expediente de la muchacha, descubrió que su prometido se había ahogado cuando los alemanes hundieron el Hood.
Charlie pronto recobró su vieja costumbre de presentarse en el despacho a las cuatro y media, antes de que llegaran las mujeres de la limpieza. Así podía leer los papeles hasta las ocho sin que nadie le molestara.
Dada la naturaleza especial de su misión, y el obvio apoyo del ministro, todas las puertas se abrían cuando él aparecía. Al cabo de un mes, casi todos los miembros de su equipo llegaban a las cinco, aunque solo Selwyn se quedaba con él por las noches.
Durante aquel primer mes, Charlie se limitó a leer informes y escuchar las detalladas explicaciones de Selwyn sobre los problemas a que se habían enfrentado durante casi todo el año; de vez en cuando, iba a ver al ministro para que le aclarara un punto que no terminaba de comprender.
Al iniciarse el segundo mes, Charlie decidió visitar todos los puertos importantes del reino para averiguar quién retenía la distribución de comida, comida que, en ocasiones, se quedaba pudriéndose durante días en los almacenes de los muelles de toda la nación.
Al llegar a Liverpool descubrió que los alimentos no tenían prioridad sobre tanques u hombres en lo tocante a desplazamientos. Solicitó al ministerio que dispusiera una flota de vehículos propios, con el único propósito de distribuir los alimentos por todo el país.
Woolton logró conseguir setenta camiones, muchos de ellos, admitió, rechazados como excedentes de guerra.
—Nunca se me ocurriría algo semejante —dijo Charlie.
Sin embargo, el ministro aún no podía pedir hombres para que los condujeran.
—Si no hay hombres disponibles, señor ministro, necesito doscientas mujeres —pidió Charlie, y a pesar de las discretas burlas de los caricaturistas respecto al tema, la comida empezó a salir de los muelles a las pocas horas de su llegada.
Los estibadores reaccionaron positivamente ante las conductoras, y los líderes sindicales jamás se enteraron de que Charlie utilizaba un acento para hablar con ellos y otro cuando volvía al ministerio.
Una vez resuelto el problema de la distribución, Charlie tuvo que enfrentarse a dos dilemas más. Por una parte, los granjeros se quejaban de que no podían hacer repartos, porque las fuerzas armadas requisaban sus mejores hombres; por otra, Charlie averiguó que no recibía la suficiente comida del exterior a causa del éxito alcanzado por los submarinos alemanes.
Presentó dos soluciones a la consideración de Woolton.
—Me ha proporcionado chicas para conducir camiones —le dijo—. Esta vez necesito cinco mil para trabajar en las granjas.
Al día siguiente, la BBC entrevistó a Woolton, quien solicitó a la nación muchachas para trabajar la tierra. Se inscribieron quinientas durante las primeras veinticuatro horas, y el ministro consiguió las cinco mil que Charlie había pedido al cabo de diez semanas. Charlie dejó que prosiguieran las solicitudes hasta tener siete mil, y distinguió una amplia sonrisa en el rostro del presidente de los sindicatos agrícolas.
En cuanto a la falta de suministros, Charlie aconsejó a Woolton que comprara arroz, como dieta básica sustitutoria, a causa de la escasez de patatas.
—¿Y de dónde sacamos el producto? —preguntó Woolton—. Los viajes a China y el Extremo Oriente son tan peligrosos que están fuera de toda consideración.
—Lo sé —contestó Charlie—, pero conozco a un proveedor de Egipto que nos proporcionará un millón de toneladas al mes.
—¿Es de confianza?
—Por supuesto que no, pero su hermano aún trabaja en el East End, y si le internáramos durante unos meses, creo que podría llegar a un acuerdo con la familia.
—Si la prensa se entera de lo que vamos a hacer, Charlie, harán ligas con mis intestinos.
—Yo no se lo voy a decir, señor ministro.
Al día siguiente, Eli Calil se encontró internado en la cárcel de Brixton, mientras Charlie volaba a El Cairo para acordar con su hermano la entrega de un millón de toneladas de arroz al mes, arroz que había sido destinado previamente a los italianos.
Charlie accedió a que Nasim Calil recibiera la mitad del pago en libras esterlinas y la otra mitad en piastras, sin necesidad de documentación alguna, siempre que los cargamentos llegaran a tiempo. De lo contrario, el gobierno de Calil recibiría información detallada de la transacción.
—Eres muy justo, Charlie, como siempre. ¿Qué pasará con mi hermano Eli? —preguntó Nasim Calil.
—Le pondremos en libertad al finalizar la guerra, pero solo si los cargamentos llegan a tiempo.
—Casi tan considerado como justo —replicó Nasim—. Un par de años en la cárcel no perjudicarán a Eli. Al fin y al cabo, es uno de los escasos miembros de mi familia que todavía no ha pasado por tal experiencia.
Charlie procuraba pasar un par de horas al día, como mínimo, con Tom Arnold, para estar al corriente de lo que ocurría en Chelsea Terrace. Arnold admitió que «Trumper’s» se las iba arreglando para mantenerse a flote, si bien había considerado necesario cerrar cinco comercios y proteger con tablones otros cuatro. La noticia deprimió a Charlie, pues Syd Wrexall le había escrito para ofrecerle su agrupación de tiendas y la bombardeada taberna de la esquina por solo seis mil libras, una suma que, según Wrexall, Charlie le había ofrecido en firme tiempo atrás. Lo único que Charlie debía hacer, aseguraba a Arnold en una carta, era firmar el talón.
Charlie estudió el contrato que Wrexall incluía.
—Le hice esa oferta antes de que la guerra estallara —dijo—. Devuélvale los documentos. Estoy seguro de que el año que viene, para estas fechas, cederá las tiendas por cuatro mil libras. De todos modos, trata de mantenerle animado, Tom.
—No será muy difícil —contestó Tom—. Desde que la bomba cayó sobre «El Mosquetero», Syd vive en Cheshire. Es dueño de una taberna en un pueblecito llamado Hatherton.
—Mejor aún —comentó Charlie—. Nunca le volveremos a ver. Aún estoy más convencido de que dentro de un año accederá a nuestra oferta, así que hagamos como si la carta no hubiera llegado. Al fin y al cabo, el correo no funciona muy bien en estos tiempos.
Charlie tuvo que dejar a Tom y viajar a Southampton, donde había llegado el primer cargamento de Calil. Sus camioneras habían acudido a recoger los sacos, pero el director del puerto se negaba a entregarlos sin una documentación debidamente firmada. Charlie podría haberse ahorrado el viaje, y no tenía la menor intención de repetirlo cada mes.
Cuando llegó al puerto descubrió enseguida que no existían problemas con los sindicatos, que deseaban descargar los sacos, o con sus chicas, que se hallaban sentadas en los guardabarros de sus camiones, a la espera de empezar la distribución.
Mientras tomaban una pinta en la taberna, Alf Redwood, el líder de los estibadores, advirtió a Charlie que el señor Simkins, director general de la Junta Portuaria, era muy meticuloso en lo concerniente al papeleo, y quería que todo se hiciera según las reglas.
—¿De veras? —dijo Charlie—. En ese caso, tendré que proceder de acuerdo con las reglas, ¿verdad?
Pagó su ronda y se dirigió al edificio de la administración, donde solicitó ver al señor Simkins.
—Está bastante ocupado en este momento —contestó la recepcionista, absorta en pintarse las uñas.
Charlie pasó de largo y entró en el despacho de Simkins. Descubrió a un hombre calvo y delgado sentado detrás de un enorme escritorio, mojando un biscote en una taza de té.
—¿Quién es usted? —preguntó el director del puerto, tan sorprendido que dejó caer el biscote dentro del té.
—Charlie Trumper. He venido a averiguar por qué no me entrega el arroz.
—Carezco de la autoridad pertinente —respondió Simkins, intentando rescatar el biscote que flotaba en la bebida—. Falta la documentación oficial procedente de El Cairo, y sus formularios de Londres son muy inadecuados, muy inadecuados.
Dedicó a Charlie una sonrisa de satisfacción.
—Tardaría días en conseguir la documentación necesaria.
—Ese no es mi problema.
—Pero estamos en guerra, señor.
—Por eso es fundamental respetar las ordenanzas. Estoy seguro de que los alemanes lo hacen.
—Me importa una mierda lo que hagan los alemanes. Tengo un millón de toneladas de arroz que entran por este puerto cada mes, y quiero distribuir hasta el último grano lo antes posible. ¿Me he expresado con claridad?
—En efecto, señor Trumper, pero yo necesito la documentación oficial, debidamente cumplimentada, antes de entregarle su arroz.
—Le ordeno que me entregue ese arroz de inmediato —gritó Charlie.
—No hace falta que eleve la voz, señor Trumper porque, como ya le he explicado, carece de autoridad para darme órdenes. Esto es la Junta Portuaria y no se halla, como usted sin duda sabrá, bajo la autoridad del ministerio de Alimentación. Vuelva a Londres y procure que la próxima vez nos entreguen los formularios debidamente cumplimentados.
Charlie pensó que era demasiado viejo para golpear al hombre, de modo que descolgó el teléfono del escritorio y pidió un número.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Simkins—. Ese es mi teléfono… Carece de autoridad para utilizar mi teléfono.
Charlie aferró el teléfono con determinación y dio la espalda a Simkins.
—Soy Charlie Trumper —dijo, cuando oyó la voz al otro lado de la línea—. ¿Puede ponerme con el primer ministro?
Las mejillas de Simkins se tiñeron de rojo y después de blanco, cuando la sangre abandonó su rostro a gran velocidad.
—No creo que sea necesario… —empezó.
—Buenos días, señor —dijo Charlie—. Estoy en Southampton. Es por el problema del arroz que le comenté anoche. Parece que existen ciertos impedimentos. Tengo problemas…
Simkins agitó las manos frenéticamente para llamar la atención de Charlie, mientras cabeceaba con insólita energía.
—Tengo un millón de toneladas de arroz que llegan cada mes, primer ministro, y las chicas están sentadas en sus…
—Todo irá bien —susurró Simkins—, todo irá bien, le doy mi palabra.
—¿Quiere hablar con el responsable, señor?
—No, no —farfulló Simkins—, no será necesario. Tengo todos los formularios, todos los formularios que usted necesita, todos los formularios.
—Se lo comunicaré, señor —dijo Charlie, haciendo una pausa—, volveré a Londres esta noche. Sí, señor, sí, le informaré en cuanto llegue. Adiós, primer ministro.
—Adiós —contestó Becky, colgando el teléfono—. Ya me dirás de qué va esto cuando vuelvas a casa esta noche.
El ministro estalló en carcajadas cuando Charlie le contó lo sucedido aquella noche. Jessica Allen le imitó.
—¿Sabe una cosa? Al primer ministro le habría encantado hablar con ese hombre si usted se lo hubiera pedido —dijo Woolton.
—En ese caso, Simkins habría sufrido un infarto —contestó Charlie—. Y entonces, mi arroz y mis conductoras se habrían quedado atascados en ese puerto para siempre. En cualquier caso, dada la escasez de comida, no me habría gustado que el pobre hombre echara a perder otro de sus biscotes.
Charlie se hallaba en Carlisle, asistiendo a una conferencia de granjeros, cuando le llamaron urgentemente desde Londres.
—¿Quién es? —preguntó, mientras intentaba concentrarse en las explicaciones que daba un delegado sobre los problemas de aumentar la plantación de nabos.
—La marquesa de Wiltshire —dijo Arthur Selwyn.
—Voy —dijo Charlie.
Abandonó la sala de conferencias y volvió a la habitación del hotel, mientras la operadora le pasaba la llamada.
—Daphne, ¿qué puedo hacer por ti, mi amor?
—No, querido, soy yo la que va a hacer algo por ti, como de costumbre. ¿Has leído el Times esta mañana?
—Eché un vistazo a los titulares. ¿Por qué?
—Será mejor que leas con detenimiento la página de las necrológicas. En particular, la última línea de una. No te haré perder más tiempo, querido, pues el primer ministro no deja de recordarme el papel vital que estás jugando en la victoria.
Charlie rio cuando se cortó la comunicación.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Arthur Selwyn.
—Sí, Arthur, tráeme un ejemplar del Times.
Arthur volvió con el periódico y Charlie pasó las páginas hasta llegar a las necrológicas: almirante sir Alexander Dexter, comandante de sobresaliente habilidad táctica durante la Primera Guerra Mundial; J. T. Macpherson, el aeronauta y autor teatral, y sir Raymond Hardcastle, el industrial…
Charlie repasó los escuetos detalles de la carrera de sir Raymond: nacido y educado en Yorkshire. Fortaleció la empresa de ingeniería fundada por su padre, que, de una empresa incipiente, se transformó durante los años veinte, en una de las mayores fuerzas industriales del norte de Inglaterra. En 1937 vendió su parte de las acciones a John Brown y Cía. por setecientas ochenta mil libras. Pero Daphne tenía razón: la última línea era la única que le interesaba.
«A sir Raymond, cuya esposa murió en 1934, le sobreviven dos hijas, la señorita Amy Hardcastle y la señora Gerald Trentham».
Charlie descolgó el teléfono del escritorio y pidió que le pusieran con un número de Chelsea. Pocos momentos después, habló con Tom Arnold.
—¿Dónde coño dijiste que podía encontrar a Wrexal? —fue la única pregunta que formuló.
—Ya le he dicho, presidente, que es el propietario de una taberna. «El Cazador Alegre», en un pueblo de Cheshire llamado Hatherton.
Charlie dio las gracias a su director gerente y colgó el auricular sin decir nada más.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Selwyn con sequedad.
—¿Qué programa me espera hasta terminar el día, Arthur?
—Bien, todavía no han acabado con el tema de los nabos; eso quiere decir que deberá asistir a diferentes sesiones a lo largo de la tarde. Esta noche hablará sobre la fortaleza económica del gobierno en la cena que clausurará la conferencia, y mañana por la mañana presentará los premios anuales que conceden los granjeros.
—Pues empieza a rezar para que llegue a tiempo a la cena —dijo Charlie.
Se levantó y se puso el abrigo.
—¿Quiere que le acompañe? —preguntó Selwyn, intentando seguir a su patrón.
—No, gracias, Arthur, es un asunto personal. Sustitúyeme si no vuelvo a tiempo.
Charlie bajó corriendo la escalera y salió al patio. Su chófer dormitaba beatíficamente tras el volante.
Charlie saltó al interior del coche y le despertó.
—Lléveme a Hatherton.
—¿Hatherton, señor?
—Sí, Hatherton. Salga de Carlisle por el sur y yo le guiaré después.
Charlie desplegó el plano, echó un vistazo a la parte de atrás y recorrió con el dedo las haches. Había cinco Hathertons en la lista, pero solo uno en Cheshire, por suerte. La única otra palabra que pronunció durante el viaje fue «Deprisa», y la repitió varias veces. Atravesaron Lancaster, Preston y Warrington, antes de detenerse frente al «Cazador Alegre» media hora antes de que la taberna cerrara.
Los ojos de Syd Wrexall casi se salieron de sus órbitas cuando Charlie entró como una exhalación.
—Un huevo escocés[21] y una pinta de su mejor amarga, tabernero, y no escatime nada —sonrió Charlie, dejando el maletín a su lado.
—Me alegro de verle por estos andurriales, señor Trumper —dijo Syd—. ¡Hilda, un huevo escocés, y ven a ver quién está aquí!
—Me dirigía a una conferencia de granjeros en Carlisle —explicó Charlie—, cuando se me ocurrió pasar y tomar un refrigerio con un viejo amigo.
—Muy gentil de su parte —dijo Syd, colocando una pinta de cerveza amarga frente a él—. Hemos leído muchas cosas sobre usted en los periódicos últimamente, acerca del trabajo que está realizando con lord Woolton. Se está convirtiendo en una celebridad.
—Es un trabajo fascinante que el primer ministro me ha concedido. Solo rezo para hacerlo bien.
Intentó darle un tono presuntuoso a sus palabras.
—¿Y sus tiendas, Charlie? ¿Quién se ocupa de ellas en su ausencia?
—Arnold ha vuelto a la base y hace lo que puede, dadas las circunstancias, pero me temo que hay cuatro o cinco cerradas, para no mencionar las que están protegidas con tablones. Se lo digo en confianza, Syd —Charlie bajó la voz—, si las cosas no mejoran pronto yo también buscaré un comprador.
La mujer de Wrexall apareció con una bandeja llena de comida.
—Hola, señora Wrexall —saludó Charlie. La mujer colocó ante él un huevo escocés y un plato de ensalada—. Me alegro de volver a verla. ¿Por qué no beben una copa a mi salud?
—Es muy amable por su parte, Charlie. ¿Te encargas tú, Hilda? —añadió, inclinándose sobre el mostrador con aire de conspirador—, ¿conoce a alguien interesado en comprar las tiendas de la asociación y la taberna?
—No se me ocurre. Si la memoria no me falla, Syd, usted pedía una cantidad escandalosa por «El Mosquetero», que ahora es un simple cráter producido por las bombas. No quiero ni mencionar el estado de las pocas tiendas que la cooperativa mantiene todavía protegidas con tablones.
—Accedí a su propuesta de seis mil libras. Creía que ya solo bastaba estrecharnos las manos, pero Arnold me dijo que usted había perdido el interés.
Hilda Wrexall dejó dos pintas sobre el mostrador y se alejó para servir a otro cliente.
—¿Eso le dijo? —preguntó Charlie, fingiendo sorpresa.
—Oh, sí. Yo acepté su oferta de seis mil, incluso envié el contrato firmado para que usted diera su aprobación, pero Arnold me devolvió los documentos sin más, coincidiendo con su partida.
—No lo creo. Yo le había dado mi palabra, Syd. ¿Por qué no habló directamente conmigo?
—No es tan fácil hoy en día. Ocupa una privilegiada posición y no creía que estuviera accesible para la gente como yo.
—Arnold no tenía derecho a hacer eso. No tuvo en cuenta que la relación entre usted y yo se remonta a muchos años atrás. Le pido disculpas, Syd, y recuerde que para usted siempre estoy accesible. ¿Guardó el contrato, por casualidad?
—Desde luego, y demostrará que le he dicho la verdad.
Wrexall desapareció, mientras Charlie comía el huevo y probaba el estofado de la casa.
El tabernero regresó al cabo de unos minutos y dejó un fajo de documentos sobre el mostrador.
—Aquí lo tiene, Charlie, tan cierto como que estoy vivo.
Charlie estudió el contrato que Arnold le había enseñado nueve meses antes. Todavía llevaba la firma de Sydney Wrexall, con la cifra «seis mil» escrita a continuación de las palabras «como pago por…».
—Lo único que faltaba era la fecha y su firma —explicó Syd—, nunca pensé que me haría eso, Charlie, después de tantos años.
—Como bien sabe, Syd, soy un hombre de palabra. Lamento mucho que mi director gerente no conociera a fondo nuestro acuerdo personal.
Charlie sacó una cartera del bolsillo, sacó el talonario y escribió las palabras Syd Wrexall en la línea superior y seis mil libras en la de abajo, firmando al pie.
—Es usted un caballero, Charlie, siempre lo he dicho. ¿No es verdad, Hilda?
La señora Wrexall asintió con entusiasmo. Charlie sonrió, cogió el contrato, guardó todos los papeles en su maletín y estrechó las manos del tabernero y su mujer.
—¿Cuánto le debo? —preguntó, tras vaciar hasta la última gota del vaso.
—Va por cuenta de la casa —contestó Wrexall.
—Pero, Syd…
—No, insisto, no se me ocurriría tratar a un viejo amigo como a un cliente, Charlie. Paga la casa —repitió.
El teléfono sonó y Hilda fue a contestar.
—Bien, debo irme —dijo Charlie—. De lo contrario, llegaré tarde a la conferencia, y se supone que he de pronunciar otro discurso esta noche. Me encanta hacer negocios con usted, Syd.
Había llegado a la puerta de la taberna, cuando la señora Wrexall volvió precipitadamente al mostrador.
—Una dama pregunta por ti, Syd. Es una llamada de larga distancia. Dice que es la señora Trentham.
A medida que transcurrían los meses, se convirtió en un maestro de su oficio. Ningún director de puerto estaba seguro de cuándo entraría como una tromba en su despacho, ningún proveedor se sorprendía cuando deseaba examinar las facturas en persona, y el presidente del Sindicato de Granjeros ronroneaba cuando el nombre de Charlie surgía en alguna conversación.
Charlie nunca consideró necesario telefonear al primer ministro, aunque el señor Churchill lo hizo en una ocasión. Eran las cuatro y media de la mañana. Charlie descolgó el teléfono de su escritorio.
—Buenos días —dijo.
—¿Trumper?
—Sí, ¿quién es?
—Churchill.
—Buenos días, primer ministro. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?
—Nada. Solo estaba comprobando que lo que dicen de usted es cierto. A propósito, gracias.
La comunicación se cortó.
Charlie se las arreglaba para comer de vez en cuando con Daniel. El chico trabajaba ahora para el ministerio de la Guerra, pero nunca hablaba de lo que llevaba entre manos. Cuando le ascendieron a capitán, Charlie solo se preocupó por la reacción de Becky, si alguna vez le veía de uniforme.
Cuando Charlie visitó a Tom Arnold a final de mes, se enteró de que el señor Hadlow se había jubilado como director del banco y su sustituto, un tal Paul Merrick no se estaba mostrando muy cordial.
—Dice que su descubierto está alcanzando niveles inaceptables y que ya es hora de hacer algo al respecto —explicó Tom.
—¿De veras? —dijo Charlie—. Entonces tendré que ir a ver a ese señor Merrick y decirle unas cuantas verdades.
Aunque Trumper ya abarcaba todas las tiendas de Chelsea Terrace, a excepción de la librería, Charlie seguía enfrentándose con el problema de la señora Trentham y sus pisos bombardeados, por no mencionar la preocupación adicional de herr Hitler y su guerra inacabable: solía situar estos problemas en una misma categoría y casi siempre en el mismo orden. La guerra con herr empezó a enderezarse hacia finales de 1942, con la victoria del 8.° Ejército en El Alamein. Charlie creyó que Churchill tenía razón al afirmar que la marea se había invertido, cuando primero África, seguida de Italia, Francia y por fin Alemania fueron invadidas.
Pero, para entonces, era el señor Merrick el que insistía en ver a Charlie.
Cuando Charlie entró en el despacho del señor Merrick por primera vez, le sorprendió ver lo joven que era el sustituto del señor Hadlow; también tardó unos momentos en acostumbrarse a un director de banco que no llevaba chaleco ni corbata negra. Paul Merrick era un poco más alto que Charlie, e igual de ancho, excepto en la sonrisa. Charlie descubrió enseguida que el señor Merrick no se paraba en barras.
—¿Se da usted cuenta, señor Trumper, de que el descubierto de su empresa asciende a unas cuarenta y siete mil libras y de que sus ingresos actuales ni siquiera cubren…?
—Pero la propiedad debe equivaler a cuatro o cinco veces esa cantidad.
—Si encontramos a alguien que desee comprarla.
—Pero yo no quiero vender.
—Tal vez no le quede otra alternativa si el banco decide ejecutar la hipoteca.
—Entonces, tendré que cambiar de banco.
—Es obvio que no ha tenido tiempo de leer las últimas actas de las reuniones de la junta, porque, en la más reciente, el señor Arnold, su director gerente, informó que había visitado seis bancos el pasado mes y ninguno había demostrado el menor interés en hacerse cargo de la cuenta de «Trumper’s». —Merrick esperó la respuesta de su cliente, pero como Charlie guardaba silencio, continuó—: El señor Sanderson también explicó a la junta en dicha ocasión que la causa del problema al que usted se enfrenta ahora reside en que los precios de las propiedades son los más bajos desde 1930.
—Pero eso cambiará de la noche a la mañana en cuanto la guerra termine.
—Es posible, pero pueden pasar varios años y usted será insolvente mucho antes…
—Yo diría que unos doce meses.
—… En especial si usted continúa firmando cheques por valor de seis mil libras a cambio de propiedades que valen la mitad.
—Pero si no lo hiciera…
—No se hallaría en una situación tan precaria.
Charlie permaneció un rato en silencio.
—¿Qué espera entonces de mí? —preguntó por fin.
—Le ruego que me garantice el descubierto con todas sus propiedades, incluidas las existencias. Ya he redactado los documentos necesarios.
Merrick le volvió un documento que descansaba en el centro del escritorio.
—Si es tan amable de firmar —añadió, señalando una línea de puntos en la parte inferior de la hora—, prorrogaré su crédito por doce meses más.
—¿Y si me niego?
—No me quedará otra alternativa que declararle insolvente dentro de veintiocho días.
Charlie miró el documento y vio que Becky ya había firmado. Ambos hombres permanecieron en silencio un rato, mientras Charlie sopesaba su decisión. Después, sin pronunciar palabra, sacó su pluma, garabateó su firma, dio vuelta al documento y salió del despacho sin una palabra.
La rendición de Alemania fue firmada por el general Jodl y aceptada en nombre de los aliados por el general sir Bernard Montgomery el 7 de mayo de 1945.
Charlie habría participado en las celebraciones el día de la Victoria, que tenían lugar en Trafalgar Square, si Becky no le hubiera recordado que su descubierto se elevaba casi a sesenta mil libras y que Merrick les amenazaba de nuevo con la bancarrota.
—Se ha apoderado de todas nuestras propiedades y existencias. ¿Qué más quiere que haga?
—Sugiere que vendas lo único que puede saldar la deuda, y que incluso nos dejaría un remanente para ir tirando durante dos años.
—¿Qué es?
—Los comedores de patatas de Van Gogh.
—¡Jamás!
Charlie fue a ver a lord Woolton a la mañana siguiente. Le explicó que estaba acuciado por graves problemas. Le preguntó si, ahora que la guerra en Europa había terminado, podía liberarle de sus responsabilidades.
Lord Woolton entendió a la perfección su dilema y expresó la tristeza, suya y de todo el departamento por su partida. Cuando Charlie dejó su despacho al mes siguiente, se llevó consigo a Jessica Allen.
Los problemas de Charlie no se solucionaron durante 1945, pues los precios de las propiedades siguieron cayendo y la inflación continuó aumentando. De todos modos, sintió una gran emoción cuando, tras declararse la paz con Japón, el primer ministro celebró una fiesta en su honor en el número 10 de Downing Street.
Daphne admitió que nunca había entrado en el edificio y confesó a Becky que no estaba segura de desear hacerlo. Percy dijo que le gustaría ir y que la envidia le corroía.
Estuvieron presentes varios ministros importantes del gabinete. Becky se sentó entre Churchill y la prometedora estrella Rap Butler, mientras Charlie tomaba asiento entre la señora Churchil y lady Woolton. Becky observó a su marido charlar de manera relajada con el primer ministro y lord Woolton, y sonrió cuando Charlie tuvo la sangre fría de ofrecer al anciano un puro que había elegido especialmente aquella tarde en el 139; nadie en aquella sala habría adivinado que se hallaban al borde de la bancarrota.
Al finalizar la velada, Becky dio las gracias al primer ministro, que le respondió de forma idéntica.
—¿Por qué? —le preguntó Becky.
—Por recibir llamadas telefónicas en mi nombre y tomar excelentes decisiones por mí —dijo Churchill, acompañándoles por el largo pasillo hasta el vestíbulo.
—No tenía ni idea de que usted lo supiera —dijo Charlie enrojeciendo.
—¿Saberlo? Woolton se lo contó a todo el gabinete al día siguiente. Nunca les había visto reír de tan buena gana.
Ya en la puerta del número 10, el primer ministro se inclinó ante Becky.
—Buenas noches… lady Trumper —dijo.
—¿Sabes lo que eso significa, verdad? —dijo Charlie, mientras salía de Downing Street y doblaba por Whitehall.
—Que vas a ser nombrado caballero.
Sí. Pero lo más importante es que tendremos que vender el Van Gogh.