Todos los empleados de «Trumper’s» celebraron las bodas de plata del rey Jorge V y la reina María en 1935. Se colgaron fotos y carteles de la pareja real en todos los escaparates, y Tom Arnold organizó un concurso para premiar al expositor más imaginativo que conmemorara la ocasión.
Charlie se encargó del número 147, al que todavía consideraba su feudo y, ayudado por la hija de Tom Arnold, que cursaba el primer año en la Escuela de Arte de Chelsea, construyeron un modelo del rey y la reina con todas las frutas y verduras procedentes del imperio británico.
Charlie se quedó pálido cuando los jueces, el coronel y los marqueses de Wiltshire, relegaron al segundo puesto al número 147, detrás de la floristería, que hacía un buen negocio vendiendo ramos de crisantemos rojos, blancos y azules. Sin embargo, ganó el primer premio por un enorme mapa del mundo hecho de flores, con el imperio británico compuesto de rosas rojas.
Charlie concedió el día libre a todo el personal. Se marchó al Mall a las cuatro y media de la mañana, acompañado de Becky y Daniel, para presenciar desde un puesto privilegiado el recorrido de los reyes desde el palacio de Buckingham a la catedral de San Pablo, donde se iba a celebrar la ceremonia de acción de gracias.
Llegaron al Mall y descubrieron que miles de personas ocupaban ya cada centímetro cuadrado de la acera con sacos de dormir, mantas e incluso tiendas de campaña. Algunas estaban desayunando o permanecían clavadas en su sitio, sin moverse un milímetro.
Las horas de espera transcurrieron con rapidez, pues Charlie se puso a trabar amistad con visitantes llegados de todas partes del imperio. Cuando el desfile comenzó, Daniel se quedó maravillado al ver los diferentes soldados de la India, África, Australia, Canadá y treinta y seis otras naciones. Cuando el rey y la reina pasaron en la carroza real, Charlie se puso firmes y se quitó el sombrero, repitiendo el gesto cuando desfilaron los Fusileros Reales a los acordes de su himno. Una vez desaparecieron de la vista, pensó con envidia en Daphne y Percy, que habían sido invitados a asistir a la ceremonia en San Pablo.
Cuando el rey y la reina regresaron al palacio de Buckingham —justo a tiempo de comer, como explicó Daniel a todos los que le rodeaban—, los Trumper volvieron a casa. Pasaron de camino por Chelsea Terrace. Daniel reparó en la enorme inscripción «2.° Premio» en el escaparate del 147.
—¿Qué quiere decir eso, papá? —quiso saber al instante.
A su madre le complació en extremo explicar a su hijo el mecanismo del concurso.
—¿Tú cómo quedaste, mamá?
—La decimosexta entre veintiséis —dijo Charlie—, y gracias a que los tres jueces son amigos suyos desde hace mucho tiempo.
El rey murió ocho meses más tarde. Charlie creyó que una nueva era daría comienzo con el ascenso al trono de Eduardo VIII, y decidió que había llegado el momento de peregrinar a Estados Unidos.
Anunció su intención al consejo durante la siguiente asamblea.
—¿Algún problema en perspectiva? —preguntó el presidente a Arnold.
—Sigo buscando un nuevo director para la joyería y un par de dependientas para la tienda de ropa femenina; por lo demás, ningún problema.
Confiando en que Tom Arnold y el consejo se encargarían del trabajo durante el mes de ausencia, Charlie se convenció por fin de que debía marcharse cuando leyó los preparativos para botar el Queen Mary. Reservó un camarote doble para el viaje inaugural.
Becky pasó cinco días gloriosos en el Queen durante la travesía, y observó con satisfacción que su marido empezaba a relajarse, una vez consciente de que no tenía forma de comunicarse con Tom Arnold o con Daniel, que se hallaba por primera vez en un internado. De hecho, en cuanto Charlie comprendió que no podía molestar a nadie pareció aceptar el hecho, y se divirtió al ir descubriendo las diferentes distracciones que el transatlántico ofrecía a un hombre maduro, de salud delicada y cierto exceso de peso.
El gran Queen entró en el puerto de Nueva York el lunes por la mañana; allí fue recibido por miles de personas. Charlie pensó en cuán diferente habría sido para los pioneros, a bordo del Mayflower, sin comité de bienvenida y sin saber qué esperar de los nativos. En el fondo, Charlie tampoco estaba muy seguro de qué le depararían los nativos.
A instancias de Daphne, había reservado habitación en el hotel Waldorf Astoria, pero en cuanto deshicieron las maletas decidieron que no había motivos para sentarse y relajarse. Se levantó a las cuatro y media de la mañana siguiente y, mientras leía por encima los periódicos de la mañana, se fijó por primera vez en el nombre de la señora Simpson[18]. Devorados los diarios, salió del hotel y paseó por la Quinta Avenida, examinando los escaparates de las tiendas. La inventiva y originalidad que desplegaban los comerciantes de Manhattan, comparadas con lo que se veía en la calle Oxford, le fascinaron.
Las tiendas abrieron a las nueve y tomó nota de todos los detalles. Paseó por los pasillos de los almacenes de moda, situados sobre todo en las esquinas, examinó las existencias, observó a los dependientes y siguió a algunos clientes por el almacén para saber qué compraban. Las tres primeras noches que pasó en Nueva York llegó a la cama exhausto.
No fue hasta la cuarta mañana, después de terminar con la Quinta Avenida y Madison, cuando Charlie se desplazó a Lexington, donde descubrió «Bloomingdales», y Becky comprendió en aquel momento que había perdido a su marido por el resto de su estancia.
Charlie se concentró las cuatro primeras horas en subir y bajar por las escaleras automáticas, hasta hacerse una idea global de la distribución del edificio. Procedió después a estudiar cada planta, departamento por departamento, tomando copiosas notas. Compraron perfumes, artículos de piel y joyas en la planta baja; bufandas, sombreros, guantes y objetos de escritorio en la primera planta; prendas para caballero en la segunda, y para señora en la tercera. Artículos de hogar en la cuarta, y continuaron subiendo hasta descubrir que las oficinas de la empresa se hallaban en la duodécima planta, ocultas discretamente tras un letrero de «Prohibido entrar». Charlie ardía en deseos de conocer la distribución de aquella planta, pero carecía de medios para averiguarlo.
El cuarto día llevó a cabo un detenido estudio de la ubicación de los mostradores, y empezó a dibujar los planos individuales. Aquella mañana, cuando se encaminó a la escalera automática, que conducía a la tercera planta, dos fornidos jóvenes le cerraron el paso.
—¿Pasa algo?
—No estamos seguros, señor —dijo uno de los gorilas—, pero somos detectives de los almacenes y queremos preguntarle si tiene la bondad de acompañarnos.
—Será un placer —contestó Charlie, incapaz de adivinar cuál era el problema.
Subieron en el ascensor a la planta que nunca había visto y le guiaron por un largo pasillo hasta una habitación desnuda que había al final. No había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo; el único mobiliario consistía en tres sillas de madera y una mesa. Le dejaron solo. Momentos después, entraron dos hombres de mayor edad en la habitación.
—¿Le importaría contestar a unas preguntas, señor? —preguntó el más alto.
—No, en absoluto —contestó Charlie, asombrado por el extraño trato que le estaban dispensando.
—¿De dónde es usted? —preguntó el primero.
—De Inglaterra.
—¿Y cómo llegó aquí? —inquirió el segundo.
—En el viaje inaugural del Queen Mary.
Observó que ambos expresaban perplejidad al escuchar su respuesta.
—En ese caso, señor, ¿por qué lleva dos días recorriendo los almacenes y tomando nota, sin comprar ni un solo artículo?
Charlie estalló en carcajadas.
—Porque soy el dueño de veinticuatro tiendas en Londres. Comparaba, simplemente, sus métodos norteamericanos con los míos.
Los dos hombres cuchichearon nerviosamente entre sí.
—¿Puedo preguntarle su nombre, señor?
—Trumper, Charlie Trumper.
Uno de los hombres se puso en pie y abandonó la habitación. Charlie intuyó que no habían terminado de creerse su historia. Le recordó lo que había ocurrido cuando le habló a Tommy de su primera tienda. El otro hombre permaneció en silencio, de modo que los dos estuvieron sentados frente a frente sin decir nada durante varios minutos, hasta que la puerta se abrió y entró un caballero alto y elegante, que vestía un traje marrón oscuro, zapatos del mismo color y una corbata de tonos dorados. Casi se precipitó con los brazos extendidos para abrazar a Charlie.
—Le presento mis disculpas, señor Trumper —fueron sus primeras palabras—. Ignorábamos que se encontraba en Nueva York, ni que estuviera visitando los almacenes. Me llamo John Bloomingdale, y soy el dueño de este humilde local que, según mis noticias, se ha dedicado usted a examinar.
—Ya lo creo —empezó Charlie, pero el señor Bloomingdale le interrumpió al instante.
—Estamos a la par, porque yo también eché un vistazo a sus famosas tiendas de Chelsea Terrace, que me dieron una o dos ideas.
—¿Habla en serio? —preguntó Charlie, incrédulo.
—Oh, desde luego. ¿No ha visto la bandera de Estados Unidos en nuestro escaparate principal, con los cuarenta y ocho estados representados con flores de diferentes colores?
—Bueno, sí, pero…
—Se los robamos en el viaje que mi esposa y yo hicimos para asistir a las bodas de plata. Considéreme a su servicio, señor.
Los dos detectives exhibieron amplias sonrisas.
Aquella noche, Becky y Charlie fueron a cenar a la residencia particular de los Bloomingdale, en la encrucijada de la Sesenta y Una y Madison. John Bloomingdale respondió a todas las preguntas de Charlie hasta altas horas de la madrugada.
Al día siguiente, el propietario del «humilde local» ofreció una gira oficial a Charlie por los almacenes, mientras Patty Bloomingdale acompañaba a Becky al museo de Arte Metropolitano y al Frick, bombardeando a Becky con preguntas relativas a la señora Simpson, a las que Becky no sabía contestar, pues jamás había oído hablar de ella hasta que llegaron de Inglaterra.
Después, viajaron a Chicago en tren; allí se alojaron en el Stevens. Al llegar descubrieron que la habitación se había transformado en una suite. El señor Joseph Field, de «Marshall Field’s», había dejado una nota de su puño y letra, invitándoles a cenar la noche siguiente.
Durante la cena, que se celebró en la mansión de Lake Shore Drive, Charlie recordó al señor Field el anuncio en que describía sus grandes almacenes como situados entre los mayores del mundo, y le advirtió que Chelsea Terrace era dos metros más larga.
—Ah, pero ¿le dejarán construir un edificio de veintiuna plantas, señor Trumper?
—Veintidós —rectificó Charlie, ignorando si el ayuntamiento de Londres le iba a conceder el permiso.
Al día siguiente, Charlie aumentó sus conocimientos sobre grandes almacenes visitando «Marshall Field’s» por dentro. Admiró en especial el sentido de equipo que poseían los empleados. Todas las chicas vestían elegantes uniformes verdes, con las letras MF bordadas en oro en las solapas, traje gris los encargados de cada planta, y chaquetas cruzadas de tonos oscuros los directores.
—Eso permite a los clientes localizar a un miembro de mi plantilla cuando necesitan que alguien les ayude, sobre todo cuando se producen aglomeraciones —explicó el señor Field.
Mientras Charlie dedicaba todo su interés a la organización de «Marshall Field’s», Becky pasaba interminables horas en el Instituto de Arte, admirando en especial las obras de Wyeth y Remington que, en su opinión, debían hacer exposiciones en Londres. Volvió a Inglaterra con una muestra de cada artista embalada en maletas recién adquiridas, pero el público de Inglaterra no vio ni el óleo ni la escultura hasta pasados unos años, porque, una vez sacados de las maletas, Charlie no permitió que salieran de la casa.
Al acabar el mes se hallaban agotados, y seguros de una sola cosa: querían volver a Estados Unidos infinidad de veces, aunque temían que jamás podrían ponerse a la altura de la hospitalidad recibida, tanto si los Field como los Bloomingdale decidían presentarse un día en Chelsea Terrace. Con todo, John Field le pidió un pequeño favor a Charlie, y este se comprometió a ocuparse de ello personalmente en cuanto volviera a Londres.
Los rumores de la relación sentimental entre el rey y la señora Simpson, que Charlie había seguido con todo detalle en la prensa norteamericana, comenzaban a llegar a oídos de los ingleses, y Charlie se sintió entristecido cuando el rey consideró necesario anunciar su abdicación. La inesperada e imprevista responsabilidad recayó sobre los hombros del duque de York, que se convirtió en el rey Jorge VI.
La otra noticia que Charlie había seguido con gran nerviosismo fue la subida al poder en la Alemania nazi de Adolf Hitler; era incapaz de entender por qué el primer ministro hacía caso omiso de la sabiduría popular y no aceptaba que la única solución era atizarle un buen mamporro en la nariz al tipo.
—No es un pilluelo del East End —explicó Becky a su marido durante el desayuno—, sino el jefe del estado.
—Peor aún —replicó Charlie—, porque eso es exactamente lo que le ocurriría a herr Hitler si se atreviera a asomar la jeta por Whitechapel.
Pocas novedades comunicó el señor Arnold a Charlie después de su vuelta, pero enseguida percibió los efectos que la visita a la costa este de Estados Unidos había causado en su patrón, pues durante los días sucesivos padeció un bombardeo incesante de órdenes e ideas.
—La Asociación de Tiendas —advirtió Arnold al presidente durante la asamblea general del lunes por la mañana, después de que Charlie terminara de elogiar las virtudes de los norteamericanos por enésima vez— ya está hablando muy en serio de los efectos que una guerra con Alemania provocarían en los negocios.
—Bastarían para apaciguar a cualquier hombre —dijo Charlie, sentándose tras su escritorio—. De todos modos, Alemania no nos declarará la guerra… No se atreverán. Al fin y al cabo, no pueden haber olvidado lo que sucedió la última vez. Bien, ¿a qué otros problemas nos enfrentamos?
—Descendiendo a un nivel más terrenal —intervino Tom, desde el otro lado del escritorio—, todavía no he encontrado a la persona idónea para dirigir la joyería, desde que Norman Slade se jubiló.
—Pon anuncios en las revistas del ramo y comunícame tus adelantos. ¿Algo más?
—Sí, un tal Ben Schubert quiere verle.
—¿Qué quiere?
—Es un judío alemán refugiado, pero se ha negado a decir por qué quiere verle.
—Pues cítale cuando vuelva a llamarte.
—En este momento está sentado en la sala de espera del despacho.
—¿En la sala de espera? —preguntó Charlie, sin dar crédito a sus oídos.
—Sí. Viene cada mañana y se sienta sin decir nada.
—¿No le explicaste que estaba en Inglaterra?
—Sí, pero creo que no sirvió de nada.
—«El sufrimiento es el distintivo de nuestra tribu» —murmuró Charlie—. Hazle pasar.
Una figura encorvada, diminuta y con aspecto de cansancio entró en la oficina del presidente y esperó a que le ofrecieran un asiento. Charlie sospechó que el hombre no era mucho mayor que él. Se levantó y rogó al visitante que se acomodara en una butaca. Después, le preguntó qué deseaba.
El señor Schubert dedicó algún tiempo a explicar cómo había escapado de Hamburgo con su mujer y sus dos hijas, después de que muchos amigos fueran enviados a campos de concentración, sin que nunca más se supiera de ellos.
Charlie escuchó las experiencias del señor Schubert en manos de los nazis sin pronunciar palabra. La fuga del hombre y su descripción de lo que estaba sucediendo en Alemania eran dignas de una novela de John Buchan[19], y eran mucho más intensas que cualquier reportaje reciente de los periódicos.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Charlie.
El refugiado sonrió por primera vez, exhibiendo dos dientes de oro. Cogió el portafolios que guardaba a su lado, lo depositó sobre el escritorio de Charlie y lo abrió poco a poco. Charlie contempló la más hermosa colección de piedras preciosas que había visto en su vida, diamantes y amatistas, algunas en magníficos engastes. Su visitante quitó lo que resultó ser, nada más y nada menos, que una delgada bandeja bajo la que aparecieron piedras sueltas, más rubíes, topacios, diamantes, perlas y jades, que llenaban la caja hasta el fondo.
—Esto es un modesto ejemplo de lo que he dejado atrás, los restos de un negocio fundado por mi padre, y por su padre antes que él. Ahora, debo vender lo que ha quedado para asegurar la supervivencia de mi familia.
—¿Se dedicaba al negocio de la joyería?
—Veintiséis años —contestó el judío—. Desde muy joven.
—¿Cuánto confía en obtener por este lote? —Charlie señaló el maletín abierto.
—Tres mil libras —contestó sin vacilar el señor Schubert—, mucho menos de su valor auténtico, pero ya no tengo tiempo ni voluntad para regatear.
Charlie abrió el cajón de la derecha, sacó un talonario y escribió las palabras «Páguese al señor Schubert la cantidad de tres mil libras». Lo empujó hacia el judío.
—No ha verificado su valor —dijo el señor Schubert.
—No es necesario —replicó Charlie, poniéndose en pie—, porque las venderá como nuevo director de mi joyería. Eso significa también que deberá rendir cuentas ante mí si no alcanzan el valor que usted proclama. Cuando haya pagado el préstamo, hablaremos de su comisión.
Una astuta sonrisa deformó las facciones del señor Schubert.
—Le enseñaron bien en el East End, señor Trumper.
—Ustedes son nuestro ejemplo viviente —sonrió Charlie—, no olvide que mi suegro era de los suyos.
Ben Schubert se levantó y abrazó a su nuevo patrón.
Lo que Charlie no había previsto era que muchos refugiados judíos se precipitarían hacia la joyería «Trumper’s», y cerrarían tal cantidad de tratos con el señor Schubert que Charlie nunca más tendría que preocuparse por el negocio.
Una semana más tarde, aproximadamente, Tom Arnold entró en el despacho del presidente sin llamar a la puerta. Charlie observó que su director gerente se encontraba muy agitado.
—¿Cuál es el problema? —se limitó a preguntar.
—Un robo.
—¿Dónde?
—En el 133, ropa de señora.
—¿Qué han robado?
—Dos pares de zapatos y un vestido.
—En ese caso, sigue los procedimientos habituales especificados en las ordenanzas de la empresa. Empieza por llamar a la policía.
—No es tan sencillo.
—Claro que es sencillo. Un ladrón es un ladrón.
—Pero ella afirma…
—Que su madre tiene noventa años y se está muriendo de cáncer, dejando aparte el hecho de que todos sus hijos son subnormales.
—No, que es su hermana.
Charlie hizo girar la silla, calló un momento y exhaló un largo suspiro.
—¿Qué has hecho?
—Todavía nada. Le dije al director que la retuviera hasta que yo hablara con usted.
—Bien, vamos a ello —dijo Charlie.
Se levantó y avanzó hacia la puerta. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron al 133, donde un nervioso Jim Grey les esperaba en la puerta.
—Lo sentó, señor presidente —fueron sus primeras palabras.
—No has de sentir nada, Jim —contestó Charlie, dirigiéndose a la trastienda.
Encontró a Kitty sentada a una mesa, la polvera en la mano, aplicándose carmín a los labios.
En cuanto vio a Charlie cerró la polvera y la dejó caer en su bolso. Sobre la mesa, frente a ella, había dos pares de zapatos y un vestido. Charlie pensó que a Kitty todavía le gustaba lo mejor, porque había elegido los artículos de precio más elevado. Kitty sonrió a su hermano, pero el lápiz de labios no la favorecía.
—Ahora que ha llegado el gran jefe, te vas a enterar de quién soy yo —dijo Kitty, mirando a Jim Grey.
—Eres una ladrona —dijo Charlie—, eso es lo que eres.
—Vamos, Charlie, ahórratelo. —Su voz no expresó el menor remordimiento.
—Esa no es la cuestión, Kitty. Si yo…
—Si me llevas ante la ley diciendo que soy una choriza, la prensa se lo va a pasar en grande. No te atreverás a permitir que me detengan, Charlie, y tú lo sabes.
—Esta vez no, tal vez, pero es la última, te lo prometo. Si esta dama —continuó, volviéndose hacia el director— intenta otra vez irse sin pagar, llame a la policía y ocúpese de que la acusen sin hablar de mí para nada. ¿Me he expresado con claridad, señor Grey?
—Sí, señor.
—Sí, señor, no, señor, bla bla bla. No te preocupes, Charlie, no volveré a molestarte.
Charlie no pareció muy convencido.
—La semana que viene me voy a Canadá, donde vive un miembro de la familia que todavía se preocupa por mí.
Charlie iba a protestar, pero Kitty cogió los zapatos y el vestido y los guardó en el bolso. Pasó sin pestañear frente a los tres hombres.
—Un momento —dijo Tom Arnold.
—Vete a tomar por el culo —dijo Kitty, saliendo de la tienda.
Tom se volvió hacia el presidente, que contemplaba a su hermana. Esta se alejó sin mirar atrás ni una vez.
—Tranquilo, Tom. Aún nos ha salido barato.
El 30 de septiembre de 1938, Chamberlain regresó de Múnich, donde había sostenido conversaciones con el canciller alemán. A Charlie no le convenció el documento «Paz en nuestros días, paz con honor» que agitaba ante las cámaras, porque después de escuchar las descripciones de primera mano que Ben Schubert le había proporcionado sobre los acontecimientos en el Tercer Reich, estaba seguro de que la guerra con Alemania era inevitable. El reclutamiento forzoso para los mayores de veinte años ya se había debatido en el Parlamento. Daniel cursaba el último año en San Pablo, a la espera de solicitar el ingreso en la universidad, y Charlie no podía soportar la idea de perder a un hijo en otra guerra con los alemanes. La beca en Cambridge conseguida por Daniel solo hacía que aumentar sus temores.
Cuando Hitler invadió Polonia, el uno de septiembre de 1939, Charlie comprendió que Ben Schubert no había exagerado. Dos días después, Inglaterra declaró la guerra.
Durante las primeras semanas posteriores a la declaración de hostilidades se produjo una calma pasajera, casi un anticlímax, y de no haber sido por el creciente número de hombres uniformados que desfilaban en ambas direcciones de Chelsea Terrace, Charlie casi habría olvidado que Gran Bretaña se hallaba comprometida en una guerra.
Durante este período solo se puso a la venta el restaurante, y Charlie ofreció al señor Scallini un precio justo, que el hombre aceptó sin dudarlo, antes de regresar a su Florencia natal. Tuvo más suerte que otros, internados por el simple motivo de poseer un apellido alemán o italiano. Charlie cerró de inmediato el local (pues no estaba seguro de lo que iba a hacer con el edificio). Comer fuera ya no era una prioridad para los londinenses. Una vez transferida la propiedad de Scallini, solo la librería de viejo y la agrupación presidida por el señor Wrexall seguían en manos de otros comerciantes, pero el significado del bloque de pisos vacíos propiedad de la señora Trentham se hacía más evidente a cada día que pasaba.
El 6 de septiembre de 1940 finalizó la falsa tregua, cuando las primeras bombas cayeron sobre la capital. Después de aquello, los londinenses emigraron en oleadas al campo. Charlie se negó a trasladarse, y llegó a ordenar que se colocaran letreros de «El negocio continúa» en todos los escaparates de sus tiendas. De hecho, las únicas concesiones que hizo a herr Hitler fue cambiar su dormitorio al sótano y encontrar alojamiento en Cambridge para Daniel, con el fin de que no necesitara regresar a Londres para pasar las largas vacaciones.
Dos meses después, en plena noche, un agente de policía despertó a Charlie para comunicarle que la primera bomba había caído en Chelsea Terrace. Corrió en bata y zapatillas a Gilston Road para inspeccionar los daños.
—¿Han matado a alguien? —preguntó, sin dejar de correr.
—Creemos que no —respondió el agente, intentando no quedarse atrás.
—¿Sobre qué tienda ha caído la bomba?
—No sabría decírselo, señor Trumper. Solo sé que todo Chelsea Terrace parece estar ardiendo.
Charlie dobló la esquina de Fulham Road y vio espesas llamaradas rojas y humo negro que se elevaban hacia el cielo. La bomba había caído sobre los pisos de la señora Trentham, destruyéndolos por completo, destrozando al mismo tiempo los escaparates de tres tiendas pertenecientes a Charlie y derrumbando el tejado de «Sombreros y Bufandas».
Cuando los bomberos abandonaron la avenida, solo quedaba de los pisos un esqueleto humeante y gris, justo en mitad del bloque. A medida que transcurrían los días, Charlie comprendió lo que era obvio: la señora Trentham no tenía la menor intención de hacer nada hasta que la guerra terminara.
En mayo de 1940, el señor Churchill sustituyó a Chamberlain como primer ministro. Charlie cobró más confianza sobre el futuro. Incluso comentó con Becky la posibilidad de alistarse otra vez.
—¿Hace mucho tiempo que no te miras en el espejo? —preguntó su mujer, lanzando una carcajada.
—Sé que podría ponerme en forma de nuevo —dijo Charlie, metiendo el estómago—. En cualquier caso, no solo necesitan tropas para la primera línea.
—Serás mucho más útil manteniendo abiertas al público las tiendas.
—Arnold lo haría tan bien como yo. Además, es quince años mayor que yo.
Sin embargo, Charlie llegó de mala gana a la conclusión de que Becky estaba en lo cierto cuando Daphne se presentó para comunicarles que Percy se había alistado en su antiguo regimiento.
—Le han dicho que, esta vez, es demasiado viejo para servir en el extranjero, gracias a Dios —les confió—. Le han destinado a un puesto burocrático en el ministerio de la Guerra.
La tarde siguiente, mientras Charlie inspeccionaba las reparaciones, tras otro bombardeo nocturno, Tom Arnold le avisó de que el comité de Syd Wrexall empezaba a comentar la posibilidad de vender las once tiendas restantes, así como el propio «El Mosquetero».
—No hay prisa —contestó Charlie—. Se las quitarán de encima antes de un año.
—Para entonces, cabe la posibilidad de que la señora Trentham las haya comprado por un precio ridículo.
—No lo hará mientras siga la guerra. De todos modos, esa maldita mujer sabe muy bien que estaré atado de pies y manos mientras ese maldito cráter continúe en mitad de Chelsea Terrace.
—Oh, mierda —exclamó Tom, cuando las sirenas de alarma volvieron a sonar—. Ya vuelven a la carga.
—No lo dudes —dijo Charlie, escudriñando el cielo—. Será mejor que hagas bajar al sótano a los empleados… y rápido.
Charlie salió corriendo a la calle. Un hombre de la ARP[20] pasaba en bicicleta por la calle, gritando que todo el mundo se dirigiera lo antes posible al metro más próximo. Tom Arnold había instruido a sus directores para que cerraran las tiendas y pusieran a salvo a los trabajadores en el sótano en menos de cinco minutos, lo cual trajo reminiscencias a Charlie de la huelga general. Sentados en el almacén del número 1, esperando la señal de que había pasado el peligro, Charlie observó a los conciudadanos londinenses que le rodeaban y se dio cuenta de que sus mejores hombres jóvenes ya se habían ido de «Trumper’s» para alistarse, y que le quedaban menos de las dos terceras partes de su plantilla fija, la mayoría mujeres.
Algunas mecían a niños pequeños en sus brazos, otras trataban de dormir. En una esquina, dos empleados proseguían una partida de ajedrez, como si la guerra no fuera más que un inconveniente. En el centro del sótano, un par de muchachas practicaban el último paso de baile, en el estrecho espacio que aún no había sido ocupado.
Todos oyeron las bombas cuando cayeron sobre ellos. Becky aseguró a Charlie que una había caído en las cercanías.
—¿Sobre la taberna de Syd Wrexall, tal vez? —preguntó Charlie, intentando disimular una sonrisa—. Eso le enseñará a no servir más licor de la cuenta.
La sirena que indicaba la desaparición del peligro sonó por fin. Cuando salieron, cenizas y polvo llenaban el aire nocturno.
—Acertaste respecto a la taberna de Syd Wrexall —dijo Becky, mirando a la esquina más alejada de la manzana, pero los ojos de Charlie no se hallaban fijos en «El Mosquetero».
Becky siguió la mirada de Charlie. Una bomba había caído de lleno sobre su verdulería.
—Los muy cabrones —masculló él—. Esta vez se han pasado. Voy a alistarme.
—¿Y de qué servirá?
—No lo sé, pero al menos me sentiré más involucrado en esta guerra, en lugar de seguir sentado como un idiota.
—¿Y las tiendas? ¿Quién se hará cargo de ellas?
—Arnold me sustituirá en mi ausencia.
—Pero ¿y Daniel y yo? ¿Se cuidará de nosotros mientras tú estés fuera? —preguntó Becky, alzando la voz.
Charlie guardó silencio unos instantes, meditando sobre los razonamientos de Becky.
—Daniel es lo bastante mayor para cuidarse de sí mismo, y tú procurarás que «Trumper’s» siga a flote. Ni una palabra más, Becky, porque ya he tomado mi decisión.
Nada de lo que dijo o hizo Becky a continuación evitó que Charlie se alistara. Ante su sorpresa, los Fusileros se sintieron encantados por el regreso a sus filas de su antiguo sargento, y le enviaron de inmediato a un campamento de reclutas, cerca de Cardiff.
Charlie, ante la mirada ansiosa de Tom Arnold, besó a su esposa, abrazó a su hijo y estrechó la mano de su director gerente. Después, se despidió de los tres agitando la mano.
Mientras viajaba hacia Cardiff en un tren abarrotado de juveniles reclutas, no mucho mayores que Daniel (la mayoría de los cuales insistían en llamarle «señor»), Charlie se sintió viejo. Un destartalado camión les recogió en la estación, conduciéndoles después a los barracones.
—Me alegro de que haya vuelto, Trumper —dijo una voz cuando se detuvo en el terreno de instrucción por primera vez en veinte años.
—Stan Russell. Santo Dios, ¿ahora es usted el sargento de la compañía? Solo era cabo interino cuando…
—Lo soy, señor. —La voz de Russell se convirtió en un susurro—. Me ocuparé de que no reciba el mismo trato que los demás, camarada.
—No, no lo hagas, Stan. Necesito un trato todavía peor —dijo Charlie, colocando las manos sobre su estómago.
Aunque los suboficiales trataron a Charlie con mayor gentileza que a los reclutas, la primera semana de entrenamiento básico le recordó el escaso ejercicio que había hecho durante los últimos veinte años, y cuando se sintió hambriento descubrió enseguida que lo ofrecido por el NAAFI no podía considerarse de ningún modo apetitoso. Intentar dormir cada noche en una cama de muelles, sobre un colchón de cinco centímetros de espesor, aumentó su desagrado hacia herr Hitler.
Al finalizar la segunda semana, Charlie ya había ascendido a cabo, y le dijeron que si deseaba quedarse en Cardiff como instructor, le nombrarían oficial de instrucción, con el grado de capitán.
—¿Es que esperamos la visita de los alemanes en Cardiff, chaval? —preguntó Charlie—, no tenía ni idea de que jugaran al rugby.
Transmitieron a sus superiores estas palabras, de modo que Charlie continuó de cabo, hasta completar el entrenamiento básico. A las ocho semanas ya era sargento, al mando de un pelotón que se encargó de adiestrar y preparar para su siguiente destino. A partir de aquel momento, prohibió a sus hombres que perdieran cualquier tipo de concurso, desde tiro con rifle a boxeo, y los «Terriers de Trumper» se convirtieron en el ejemplo a seguir por el resto del batallón durante las cuatro semanas restantes.
Diez días antes de completar su entrenamiento, Stan Russell comunicó a Charlie que el batallón marcharía con destino a África, donde se uniría a Wavell en el desierto. A Charlie le encantó la noticia, pues admiraba desde hacía mucho tiempo la reputación del coronel poeta.
El sargento Trumper empleó los últimos días de la semana en ayudar a sus chicos a escribir cartas a la familia y a las novias. No les imitó hasta el último momento. Confesó a Stan que solo se sentía preparado para librar una batalla verbal con los alemanes.
Se hallaba con su pelotón, en plena demostración de cómo funcionaba un Bren, cuando un sofocado teniente se acercó a él.
—Trumper.
—Señor. —Charlie se cuadró.
—El jefe del batallón quiere verle inmediatamente.
—Sí, señor —dijo Charlie.
Encargó al cabo que continuara la clase y corrió detrás del teniente.
—¿Por qué vamos tan aprisa? —preguntó Charlie.
—Porque el jefe del batallón vino corriendo a buscarme.
—Entonces, se tratará de alta traición, como mínimo.
—Dios sabe de qué se trata, sargento, pero no tardará en averiguarlo —dijo el teniente, deteniéndose ante la puerta del jefe del batallón.
El teniente, con Charlie pisándole los talones, entró en la oficina del coronel sin llamar.
—Se presenta el sargento Trumper, 7312087…
—Ahórrese toda esa mierda, Trumper —dijo el coronel, mientras Charlie le veía pasear de un lado a otro, y palmearse la pierna con una fusta—. Mi coche le espera en la puerta. Se marcha ahora mismo a Londres.
—¿A Londres, señor?
—Sí, a Londres, Trumper. El señor Churchill acaba de telefonear. Desea verle lo antes posible.