Capítulo 25

Hacía mi ronda habitual de los lunes por Chelsea Terrace, en compañía de Tom Arnold, cuando me dio su opinión.

—Nunca ocurrirá —afirmé.

—Tal vez tenga razón, señor, pero de momento muchos tenderos se están asustando.

—Una pandilla de cobardes. Con un millón de parados, solo unos cuantos estarían tan locos como para lanzarse a una huelga general.

—Es posible, pero la Asociación de Tiendas continúa aconsejando a sus miembros que protejan con tablas los escaparates.

—Syd Wrexall aconsejaría a sus miembros que protegieran con tablas los escaparates si un pequinés levantara una pata sobre la puerta de «El Mosquetero». Es más, lo haría aunque el animal no fuera a mearse.

Una sonrisa cruzó los labios de Tom.

—¿Así que está dispuesto a luchar, señor Trumper?

—Ya lo creo. Pienso dar mi total apoyo al señor Churchill en este tema. —Me detuve para echar un vistazo al escaparate de «Sombreros y Bufandas»—. ¿Cuántos empleados tenemos?

—Setenta y uno.

—¿Y cuántos piensas que pueden secundar la huelga?

—Media docena, diez a lo sumo… y solo los afiliados al sindicato de dependientes. De todos modos, algunos empleados no podrán venir a trabajar si se paralizaran los transportes públicos.

—Bien. Dame esta misma noche los nombres de los que dudas, y hablaré con todos ellos durante la semana. Al menos, podré convencer a uno o dos de que tienen futuro en la empresa.

—¿Y qué pasará con ese futuro si la huelga sigue adelante?

—¿Cuándo vas a meterte en la cabeza, Tom, que nada de lo que ocurra afectará a «Trumper’s»?

—Syd Wrexall piensa que…

—Te aseguro que eso es lo único que no hace.

—… piensa que tres tiendas, como mínimo, saldrán a la venta el mes que viene, y que si hay una huelga general quedarán disponibles muchas más. Los mineros están persuadiendo…

—No están persuadiendo a Charlie Trumper. Si te enteras de alguien que quiera vender, Tom, dímelo, porque yo todavía quiero comprar.

—¿Aunque todos los demás vendan?

—Ese es el momento exacto en que hay que comprar. El momento ideal de subir a un tranvía es cuando todo el mundo baja. Dame esos nombres, Tom. Ahora, me voy al banco.

Me desvié en dirección a Knightsbridge. Hadlow me informó en su despacho de que el saldo de «Trumper’s» ascendía a doce mil libras; un buen sostén, en el caso de que se produjera una huelga general, añadió.

—¿Tú también? —me exasperé—. No habrá huelga. Y si la hay, te pronostico que solo durará unos días.

—¿Como la última guerra? —dijo Hadlow, mirándome por encima de sus gafas—. Soy precavido por naturaleza, señor Trumper…

—Bien, pues yo no —le interrumpí—. Prepárate para hacer un buen uso de esa cantidad.

—Ya he apartado la mitad, por si la señora Trentham no logra abonar la cantidad que pujó por el número 1 —me recordó—. Todavía le quedan —se volvió para consultar el calendario colgado en la pared— treinta y dos días para hacerlo.

—Pues sugiero que no perdamos la calma en ningún momento del mes.

—Por si el mercado cae en picado, sería mejor no arriesgarlo todo, ¿no cree, señor Trumper?

—No, no lo creo, pero por eso estoy… —empecé callándome para ocultar mis auténticas sentimientos.

—Es cierto —replicó Hadlow, desconcertándome un poco—, pero por ese mismo motivo le he apoyado con tanto entusiasmo hasta el momento —añadió, magnánimamente.

A medida que pasaban los días, fui admitiendo la posibilidad de que se produjera la huelga general. La sensación de incertidumbre y la falta de confianza en el futuro motivaron que algunas tiendas salieran a la venta.

Compré las primeras dos a precio de saldo, con la condición de pagarlas al contado, y gracias a la rapidez con que Sanderson tuvo lista la documentación y Hadlow entregó el dinero, conseguí añadir la zapatería y la farmacia a mi monopolio.

El jueves 4 de mayo de 1926, día en que se declaró la huelga general, el coronel y yo salimos a la calle con las primeras luces del alba. Echamos un vistazo a nuestras propiedades, de norte a sur. Todos los miembros del comité de Syd Wrexall habían protegido con tablones sus tiendas; yo consideré que su iniciativa significaba rendirse a los huelguistas. Accedí, no obstante, al plan de «cierre» del coronel, que permitió a Tom Arnold, mediante una señal previamente acordada conmigo, cerrar bajo llave las trece tiendas en tres minutos. Tom había realizado el sábado anterior varios «ensayos», ante el asombro de los transeúntes.

Aunque la primera mañana de la huelga hizo buen tiempo y las calles estaban llenas de gente, la única concesión que hice a las masas fue quitar de la acera todos los productos de la 147 y la 131.

A las ocho, Tom Arnold me comunicó que tan solo cinco empleados habían faltado al trabajo, a pesar de los espectaculares embotellamientos de tráfico que paralizaban los transportes públicos, y uno de ellos se encontraba realmente enfermo.

Mientras el coronel y yo paseábamos arriba y abajo de Chelsea Terrace nos dedicaron algunos insultos, pero no percibí que la multitud perdiera el control y, dentro de todo, la mayor parte de la gente demostraba un buen humor sorprendente. Algunos se pusieron a jugar al fútbol en plena calle.

La primera señal de auténticos desórdenes apareció el segundo día por la mañana, cuando fue lanzado un ladrillo contra el escaparate del número 5, «Joyería y Relojería». Vi a dos o tres jovencitos coger todo lo que podían del expositor y huir avenida abajo. La muchedumbre dio muestras de inquietud y empezó a gritar consignas; entonces, hice la señal a Tom Arnold, que se hallaba a unos cincuenta metros de distancia, y tocó seis veces su silbato. El coronel comprobó, al cabo de tres minutos, que todas las tiendas estaban cerradas a cal y canto. No me moví de mi sitio mientras la policía hacía acto de presencia y detenía a varios individuos. Aunque el ambiente estaba muy caldeado, ordené a Tom Arnold, pasada una hora, que procediera a abrir las tiendas y que se atendiera a los clientes como si no hubiera pasado nada. El cristal de la quincallería fue repuesto antes de tres horas…, si bien no era la mañana más adecuada para comprar joyas.

El martes solo faltaron tres trabajadores a su puesto, pero conté hasta cuatro tiendas más de la avenida que habían sido protegidas con tablones. Las calles tenían un aspecto mucho más tranquilo. Becky me dijo mientras desayunábamos que el Times no había salido porque los impresores se hallaban en huelga, pero, en respuesta, el gobierno había sacado su propio periódico, la British Gazette, una idea de Churchill, informando a sus lectores que los empleados del ferrocarril y los transportes habían vuelto en masa a trabajar. A pesar de esto, el pescatero del número 11, Norman Cosgrave, me dijo que estaba harto, y me preguntó cuánto había pensado ofrecerle por su establecimiento. Acordamos el precio por la mañana y nos dirigimos al banco por la tarde para cerrar el trato. Una llamada telefónica bastó para confirmar que Sanderson ya tenía los documentos mecanografiados, y Hadlow había preparado el cheque; lo único que faltaba era mi firma. Lo primero que hice al volver a Chelsea Terrace fue poner a Tom Arnold al frente de la pescadería, hasta encontrar al director adecuado para el local de Cosgrave. De momento no dijo nada, pero no se quitó el olor hasta varias semanas después de contratar a un muchacho de Billingsgate.

La huelga general concluyó de forma oficial la novena mañana, y yo ya había adquirido siete tiendas más el último día del mes. Parecía ir y venir como un loco del banco, pero las adquirí todas, excepto una, por un precio que satisfizo incluso a Hadlow.

En la siguiente asamblea general informé al consejo que «Trumper’s» poseía ya veinte tiendas en Chelsea Terrace, una menos de las que agrupaba la Asociación de Tiendas. Sin embargo, Hadlow expresó la opinión de que ahora debíamos concentrarnos en un largo período de consolidación, si queríamos que todas y cada una de nuestras propiedades recién adquiridas estuvieran a la misma altura que las trece primeras. Hice una sola propuesta interesante más, recibida con unánime aprobación por mis colegas: que Tom Arnold fuera invitado a formar parte del consejo.

Nunca resistía la tentación de pasar una hora sentado en el banco situado frente al número 147, observando las transformaciones que Chelsea Terrace experimentaba ante mis ojos. Por primera vez, era capaz de diferenciar mis tiendas de las que aún necesitaba adquirir, que incluían las catorce del comité de Wrexall, sin olvidar el prestigioso número 1 o «El Mosquetero».

Habían pasado setenta y dos días desde la subasta, y aunque el señor Fothergill continuaba comprando las frutas y verduras en el 147, nunca me confirmaba si la señora Trentham había liquidado o no su deuda. Joan Moore informó a mi mujer que su antigua patrona había recibido en fecha reciente la visita del señor Fothergill, y aunque la cocinera no había podido escuchar toda la conversación captó voces airadas.

Daphne acudió a la tienda la semana siguiente. Le pregunté si sabía algo sobre las actividades de la señora Trentham.

—Deja de preocuparte por esa maldita mujer —fue todo cuanto Daphne dijo sobre el tema—. En cualquier caso, los noventa días pronto terminarán y, francamente, creo que deberías preocuparte más por tu Segunda Parte que por los problemas económicos de la señora Trentham.

—Tienes toda la razón. Si sigo a este paso, no habré completado el trabajo necesario antes del año próximo —dije, tras elegir una docena de ciruelas impecables y pesarlas.

—Siempre vas con prisas, Charlie. ¿Por qué es preciso terminarlo todo en una fecha concreta?

—Porque eso me mantiene en movimiento.

—Pero Becky se quedará igualmente impresionada por tu éxito si logras tu propósito un año más tarde.

—No sería lo mismo. Tendré que trabajar con más ahínco.

—El día tiene un número limitado de horas —me recordó Daphne—, incluso para ti.

—Bien, no es culpa mía.

Daphne lanzó una carcajada.

—¿Cómo va la tesis sobre Luini que prepara Becky?

—Ya ha terminado ese rollo. Está a punto de corregir el borrador final de treinta mil palabras, así que me lleva una buena delantera. De todas formas, con la huelga general y la adquisición de las nuevas propiedades, dejando aparte a la señora Trentham, tengo la impresión de haber estado ocupado todos los minutos de los últimos tiempos.

—¿Becky aún no ha adivinado tus propósitos?

—No, y procuro estar ausente cuando se queda a trabajar hasta tarde en Sotheby’s o se va a catalogar alguna colección importante. Aún no se ha dado cuenta de que me levanto cada mañana a las cuatro y media, cuando me dedico al verdadero trabajo.

Le pasé la bolsa de ciruelas y siete chelines con diez peniques de cambio.

—Igual que un pequeño Trollop, ¿eh? A propósito, aún no le he contado a Percy nuestro secreto, pero ardo en deseos de ver la expresión de su rostro cuando…

—Shhh, ni una palabra…

Como tantas cosas que había perseguido durante mucho tiempo, descubrí que el premio final te cae del cielo cuando menos lo esperas.

Aquella mañana estaba atendiendo en el 147. A Bob Makins siempre le molestaba que me arremangara, pero me gusta charlar con mis clientes de toda la vida, y era la única oportunidad que tenía de hacerlo, así como de descubrir qué opinaban de mis demás tiendas. Sin embargo, confieso que cuando le llegó el turno al señor Fothergill, la cola se alargaba casi hasta el colmado, al que Bob Makins consideraba como un rival.

—Buenos días —saludé, cuando el señor Fothergill se paró frente al mostrador—. ¿Qué le apetece hoy, señor? Tengo unos magníficos…

—¿Podríamos hablar un momento en privado, señor Trumper?

Mi sorpresa fue tanta que no le contesté al instante. Sabía que a la señora Trentham todavía le quedaban nueve días para cumplir el contrato, y yo había dado por sentado que no sabría nada hasta aquel momento. Al fin y al cabo, sus propios Hadlows y Sandersons se encargarían de la documentación.

—Me temo que el almacén es el único sitio libre —le advertí. Me quité la bata verde, me bajé las mangas y cogí la chaqueta—. Mi director ocupa ahora el piso de arriba —expliqué, mientras guiaba al subastador a la parte posterior de la tienda.

Le invité a sentarse en una caja de naranjas vuelta del revés, y yo me acomodé en otra caja frente a él. Nos miramos, a solo unos pasos de distancia, como dos jugadores de ajedrez. Un lugar extraño para discutir el negocio más importante de mi vida, pensé. Intenté mantener la calma.

—No iré con rodeos —empezó Fothergill—. Hace varias semanas que no veo a la señora Trentham, y últimamente se niega a contestar a mis llamadas telefónicas. Además, Savill’s me ha dejado bastante claro que no han recibido instrucciones de completar la transacción en representación suya. Han llegado a decirme que, en su opinión, a esa mujer ya no le interesa la propiedad.

—De todas maneras, usted todavía conserva el depósito de mil quinientas libras —le recordé, tratando de reprimir una sonrisa.

—Es posible, pero desde entonces he tenido otros compromisos, y con la huelga general…

—Son tiempos duros, estoy de acuerdo.

Las palmas de mis manos empezaron a sudar.

—Pero jamás ha ocultado su deseo de ser el propietario del número 1.

—Es cierto, pero desde la subasta me he dedicado a comprar varias otras propiedades con el dinero que había reservado para su tienda.

—Lo sé, señor Trumper, pero ahora desearía acordar un precio mucho más razonable…

—Y yo deseaba pujar hasta tres mil quinientas libras, si lo recuerda.

—Su última oferta ascendió a doce mil libras, si no recuerdo mal.

—Estrategia, señor Fothergill, pura estrategia. No tenía la intención de pagar doce mil libras, como usted sabrá sin duda.

—Pero la señora Trumper pujó hasta cinco mil quinientas libras, olvidando que su última oferta había sido de catorce mil.

—No puedo contradecirle —le dije, adoptando mi acento barriobajero—, pero si se hubiera casado, señor Fothergill, sabría muy bien por qué en el East End siempre se refieren a ellas como «Problemas y conflictos».

—Cedería la propiedad por siete mil libras, pero solo a usted.

—La cedería por cinco mil a cualquiera que se las pagara.

—Nunca.

—En un plazo de nueve días, diría yo, pero le voy a decir lo que haré —añadí. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de caer—. Me mantendré fiel a la oferta de mi esposa, cifrada en cinco mil quinientas libras, el límite que mi junta nos había autorizado, pero solo si tiene todos los documentos preparados para la firma antes de medianoche. —El señor Fothergill abrió la boca para protestar—. Por supuesto —añadí, antes de que me diera su opinión—, no le costará mucho trabajo. Al fin y al cabo, el contrato está en su escritorio desde hace ochenta y un días. Solo ha de cambiar el nombre. Bien, si me perdona, debo atender a mis clientes.

—Nunca me habían tratado de una forma tan arrogante, señor —declaró el señor Fothergill, poniéndose en pie de un furioso salto.

Se volvió y desapareció, dejándome solo en la trastienda.

—Nunca pensé que yo era arrogante —le dije a la caja de naranjas—. Más bien un puritano, diría yo.

Después de acostar a Daniel le conté a Becky toda la conversación durante la cena.

—Qué pena —fue la inmediata reacción de mi mujer—. Ojalá hubiera hablado antes conmigo. Ahora, es posible que el número 1 nunca sea nuestro.

Repitió esta idea antes de irse a la cama. Cerré la luz de gas, pensando que Becky podía tener razón. Empezaba a adormecerme cuando sonó el timbre de la puerta.

—Son más de las once y media —dijo Becky—. ¿Quién será?

—¿Tal vez un hombre que sabe lo que son los ultimátums? —sugerí, mientras encendía de nuevo la luz.

Salí de la cama, me puse la bata y bajé a abrir.

—Acompáñeme al estudio, Peregrine —dijo, después de dar la bienvenida al señor Fothergill.

—Gracias, Charles —respondió él.

Me detuve un momento para reír y aparté el ejemplar de Matemáticas, Segunda Parte del escritorio, para coger el talonario de la empresa.

—Cinco mil quinientas libras, si no me equivoco —dije, destapando la pluma y mirando el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

A las once y treinta y siete entregué al señor Fothergill la cantidad definitiva, a cambio de la propiedad de Chelsea Terrace, I.

Nos estrechamos la mano para cerrar el trato y me despedí del antiguo subastador. Subí al dormitorio y me quedé sorprendido al ver a Becky sentada ante su escritorio.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Redacto la carta de dimisión para Sotheby’s.

Tom Arnold limpió a fondo el número 1, preparando el momento en que Becky se convertiría, un mes después, en director gerente de «Subastadores y Especialistas en Bellas Artes Trumper». Me di cuenta de que consideraba ya nuestra nueva adquisición como el buque insignia de todo el imperio Trumper…, a pesar de que los gastos empezaban a competir con los de un navío de guerra.

Becky anunció su despedida de Sotheby’s el viernes 16 de julio de 1926. Entró en «Trumper’s», antes «Fothergills’s», a las siete de la mañana del día siguiente para asumir la responsabilidad de restaurar el local, mientras al mismo tiempo liberaba a Tom Arnold para que regresara a sus tareas habituales. Transformó de inmediato el sótano del número 1 en un almacén; la recepción continuó en la planta baja, y la sala de subastas en el primer piso.

Becky y su equipo de especialistas ocuparon la segunda y tercera plantas; el último piso, en el que había vivido antes el señor Fothergill, se convirtió en las oficinas administrativas de la empresa, y aún quedó un despacho libre para las futuras asambleas del consejo.

La asamblea plenaria se celebró por primera vez en Chelsea Terrace, I, el 17 de octubre de 1926.

Al cabo de tres meses de dejar Sotheby’s, Becky había «robado» siete de los empleados que quería, y sacó otros cuatro de Bonham’s y Phillips. En la primera asamblea general nos advirtió que podríamos tardar cuatro años en pagar las deudas producidas por la compra y la remodelación del número 1, y tal vez pasarían otros tres antes de que la nueva adquisición contribuyera de una forma seria a los beneficios del grupo.

—No será como mi primera tienda —informé a la asamblea—. Logró beneficios a las tres semanas, como usted ya sabe, presidente.

—Deja de parecer tan complacido contigo mismo, Charlie Trumper, y trata de recordar que no vendo manzanas y peras —me recordó mi mujer.

—Ah, no lo sé —repliqué, y el 21 de octubre de 1926, para celebrar nuestro sexto aniversario de boda, le regalé a mi mujer un óleo de Van Gogh llamado Los comedores de patatas.

El señor Reed, de la galería Reed-Léfevre, que había sido amigo personal del artista, aseguró que era casi tan bueno como el que colgaba en el Rijksmuseum. Le di la razón, aunque consideré el precio algo excesivo. Pero tras un cierto regateo, fijamos un precio de seiscientas guineas.

Durante mucho tiempo no hubo novedad en el frente Trentham. Esta situación me preocupaba, porque intuía que no significaba nada bueno. Cuando una tienda salía a la venta siempre esperaba que ella me hiciera la competencia, y si surgía algún problema en la avenida me preguntaba quién lo alentaba. Becky le dio la razón a Daphne y afirmó que me estaba volviendo paranoico, hasta que Arnold me dijo que, tomando una copa en la taberna, el señor Wrexall recibió una llamada de la señora Trentham. No pudo contarnos nada significativo, porque el tabernero respondió a la llamada desde el piso de arriba. Después de esto, mi mujer admitió que el paso del tiempo no había mitigado el deseo de venganza de la mujer.

En marzo, Joan nos informó de que su anterior patrona había pasado dos días haciendo las maletas antes de partir hacia Southampton, donde embarcaría con destino a Australia. Daphne lo confirmó, cuando fue a cenar a Gilston Road la semana siguiente.

—Debemos concluir, queridos, que ha ido a visitar a ese espantoso hijo suyo.

—Antes siempre hacía lo posible por informar a diestro y siniestro sobre los progresos de ese maldito. ¿Por qué no ha dicho nada esta vez?

—A mí que me registren —dijo Daphne.

—¿Crees que Guy proyecta volver a Inglaterra, ahora que las cosas se han calmado un poco?

—Lo dudo. —Daphne frunció el ceño—. De lo contrario, el barco navegaría en otra dirección, ¿no? En cualquier caso, si debo fiarme de los sentimientos de su padre, cuando se atreva a presentarse en Ashurst Hall no le tratarán como al hijo pródigo.

—Algo no marcha bien —le dije—. Este secreto que la rodea últimamente me preocupa.

Tres meses después, en junio de 1927, el coronel llamó mi atención sobre el anuncio de la muerte de Guy Trentham, aparecido en el Times.

—Una horrible forma de morir —fue su único comentario.

Daphne asistió al funeral en la iglesia parroquial de Ashurst porque, como explicó después, quería ver cómo sepultaban el ataúd para convencerse de que Guy Trentham ya no estaba en el mundo de los vivos.

Percy me confesó más tarde que apenas había podido reprimir sus ansias de ayudar a los sepultureros a llenar el agujero de buena tierra inglesa. No obstante, Daphne nos dijo que mantenía sus dudas sobre las causas de su muerte, a pesar de la ausencia de pruebas que demostraran lo contrario.

—Al menos, ese sujeto ya no te causará más problemas —fueron las palabras finales de Percy sobre el asunto.

—Tendrán que enterrar a la señora Trentham con él antes de que me lo crea —contesté, frunciendo el ceño.