—Buenos días, señora. Lamento molestarla.
—No es ninguna molestia —dijo la señora Trentham al oficial de policía que Gibson había anunciado como inspector Richards.
—La verdad es que no es a usted a quien quería ver, sino a su hijo, el capitán Trentham.
—En ese caso, le espera un largo viaje, inspector.
—No estoy seguro de comprenderla, señora.
—Mi hijo se está ocupando de los intereses familiares en Australia, como socio de una importante firma de tratantes de ganado.
Richards fue incapaz de disimular su sorpresa.
—¿Y cuánto tiempo estará ausente, señora?
—Durante mucho tiempo, inspector.
—¿Podría ser más precisa?
—El capitán Trentham dejó Inglaterra con destino a la India en febrero de 1920, a fin de completar su servicio con el regimiento. Ganó una Cruz Militar en la segunda batalla del Marne. —Indicó con la cabeza la repisa de la chimenea. El inspector pareció muy impresionado—. Por supuesto, su intención nunca fue quedarse en el ejército, pero había proyectado pasar una temporada en las colonias antes de volver para ocuparse de nuestras propiedades en Berkshire.
—¿Y volvió a Inglaterra antes de tomar posesión de su cargo en Australia?
—Por desgracia no, inspector. Se desplazó a Australia en cuanto hubo presentado la renuncia. Mi marido, al que estoy segura conocerá como miembro del Parlamento por Berkshire West, le confirmará las fechas exactas.
—No creo que sea necesario molestarle, señora.
—¿Puedo preguntarle por qué deseaba ver a mi hijo?
—Estamos realizando investigaciones relativas al robo de un cuadro en Chelsea. —La señora Trentham no hizo el menor comentario. El inspector continuó—: Alguien cuya descripción coincide con la de su hijo fue visto en las cercanías, vistiendo un viejo sobretodo del ejército. Esperábamos que nos ayudara en nuestras pesquisas…
—¿Cuándo se cometió el delito?
—A principios de septiembre, señora, y como el cuadro aún no ha sido recuperado seguimos en el caso… —La señora Trentham mantenía la cabeza algo inclinada, mientras continuaba escuchando con toda atención—…, pero ahora se nos ha dado a entender que el propietario no desea presentar cargos, por lo que es de esperar que el caso se cierre muy pronto. ¿Es este su hijo? —El inspector señaló una foto de Guy en uniforme, que descansaba sobre una mesita auxiliar.
—En efecto, inspector.
—No se ajusta mucho a la descripción que nos han proporcionado —dijo el policía, visiblemente desconcertado—. De todos modos, como usted ha dicho, estaría en Australia en aquel momento. Una coartada indestructible.
El inspector sonrió, pero la expresión de la señora Trentham no se alteró.
—No estará insinuando que mi hijo tuvo algo que ver con el robo, ¿verdad? —preguntó con frialdad.
—Por supuesto que no, señora, pero hemos encontrado un gabán que Gieves, la sastrería de Saville Row, ha identificado, porque fue confeccionado para el capitán Trentham. La llevaba un antiguo soldado, el cual…
—Entonces, también habrán encontrado al ladrón —dijo la señora Trentham con desdén.
—No, señora. El caballero en cuestión solo tiene una pierna.
La señora Trentham no demostró la menor señal de consternación.
—En tal caso, sugiero que telefoneen a la comisaría de policía de Chelsea —aconsejó—, pues estoy segura de que esclarecerán los hechos.
—Pero es que yo vengo de la comisaría de Chelsea —replicó el inspector, con una sonrisa afectada.
La señora Trentham se levantó del sofá y se encaminó con parsimonia hacia su escritorio; abrió un cajón y sacó una hoja de papel. Se la entregó al inspector. Este se sonrojó al leer su contenido. Al terminar de leer la hoja se la devolvió a la mujer.
—Le ruego que me perdone, señora. Ignoraba que hubiera denunciado el robo el mismo día. Hablaré con el joven agente Wrigley en cuanto vuelva a la comisaría. —La señora Trentham se mostró indiferente ante la turbación del policía—. Bien, no la molestaré más. Conozco la salida.
La señora Trentham esperó a que la puerta se cerrara para descolgar el teléfono y pedir un número de Flaxman.
Dirigió una única petición al detective. Harris hizo crujir sus nudillos, mientras meditaba en la forma de complacer la última solicitud de su cliente.
La señora Trentham supo que Guy había llegado a Australia cuando su cheque fue cobrado por Coutts & Co. en un banco de Sydney. La carta dirigida a su padre llegó, tal como había prometido, seis semanas después. Cuando Gerald le informó del contenido, ella fingió sorpresa, pero su marido no demostró excesivo interés por la extraña decisión de Guy.
Los informes que Harris le entregó durante los sucesivos meses dieron a entender que la nueva empresa de los Trumper se robustecía día a día, pero una sonrisa se formaba en los labios de la señora Trentham cuando pensaba que le había parado los pies a Charlie por la módica cantidad de cuatro mil libras.
La misma sonrisa iluminó su rostro cuando, algunas semanas después, recibió una carta de Savill’s, ofreciéndole la oportunidad de infligir una frustración similar a la señora Trumper, aunque el costo, en esta ocasión, sería un poco más elevado. La señora Trentham verificó el saldo de su cuenta bancaria, y se sintió satisfecha al ver que era suficiente para sus propósitos.
Savill’s había informado regularmente a la señora Trentham sobre las tiendas que salían a la venta en Chelsea Terrace, pero jamás trató de impedir a Trumper que las comprara, razonando que la posesión de los pisos bastaría para arruinar los proyectos a largo plazo de Charlie. Sin embargo, al examinar los detalles concernientes a Chelsea Terrace número 1, comprendió que las circunstancias eran muy diferentes. No solo era la tienda de la esquina, encarada hacia Fulham Road, y la mayor propiedad de la manzana, sino que pertenecía a un excelente, aunque algo en decadencia, marchante de arte y tasador. Era el premio obvio a los años de preparación en el colegio Bedford y, más recientemente, en Sotheby’s que la señora Trumper había dedicado.
Una carta que acompañaba a la factura de venta preguntaba si la señora Trentham deseaba ser representada en la subasta que el señor Fothergill, el actual propietario, pensaba conducir en persona.
Respondió a la carta el mismo día, dando las gracias a Savill’s pero explicando que prefería pujar sin intermediarios; solicitaba, asimismo, su opinión sobre la cantidad máxima que podía alcanzar la propiedad.
La respuesta de Savill’s incluía varios «aunques» y «peros», ya que, en su opinión, la propiedad era única. También indicaban que no se hallaban en condiciones de tasar el valor de las existencias. Sin embargo, calculaban que el coste total se elevaría a unas cuatro mil libras.
La señora Trentham acudió de forma regular a las subastas de Christie’s que se realizaron durante las siguientes semanas; tomaba asiento en la última fila y observaba el procedimiento. Nunca movió la cabeza o levantó la mano. Quería estar segura de que, cuando llegara el momento de pujar, estaría familiarizada con el mecanismo habitual.
La mañana en que se puso a la venta el número 1 de Chelsea Terrace, la señora Trentham entró en el local ataviada con un vestido rojo oscuro largo que arrastraba por el suelo. Eligió un asiento en la tercera fila y estuvo sentada veinte minutos, antes de que la subasta comenzara. Sus ojos escrutaban a los diferentes participantes que entraban en la sala y se sentaban. El señor Wrexall llegó unos minutos después que ella, y se sentó en la mitad de la primera fila. Su aspecto era sombrío, aunque decidido. Se ajustaba perfectamente a la descripción del señor Harris: unos cuarenta y cinco años, calvo y grueso. Pensó que el exceso de peso le hacía parecer mucho mayor. Su piel era de un tono aceitunado, y cada vez que bajaba la cabeza aparecían varias papadas nuevas. La señora Trentham decidió en aquel instante que, si fracasaba su empeño en apoderarse de Chelsea Terrace, 1, tendría que entrevistarse con el señor Wrexall.
El coronel avanzó por el pasillo, seguido de sus dos otros directores, a las nueve y cincuenta, ocupando los asientos libres situados detrás de la señora Trentham. Aunque miró al coronel este no hizo el menor esfuerzo por reparar en su presencia.
Las nueve y cincuenta y cinco y no se veía aún ni rastro de los Trumper.
Savill’s había advertido a la señora Trentham que, tal vez, un agente representara a Trumper, pero a tenor de las informaciones que había recogido a lo largo de los años sobre el hombre, este no permitiría que nadie pujara por él. No la decepcionó, porque entró en la sala cuando faltaban cuatro minutos en el reloj situado detrás del estrado. Aunque unos años más viejo que en la fotografía que sostenía en la mano, no cabía duda de que era Charlie Trumper. Llevaba un traje elegante y bien cortado, que disimulaba su incipiente gordura. La sonrisa casi nunca abandonaba sus labios, pero ella tenía planes para borrársela. Daba la impresión de querer alertar a todo el mundo sobre su llegada, pues estrechó las manos y charló con varias personas, antes de ocupar un asiento reservado junto al pasillo, unas cuatro filas detrás de ella. La señora Trentham movió un poco su silla para poder observar a Trumper y al subastador sin necesidad de volverse constantemente.
De súbito, el señor Trumper se levantó, encaminándose a la parte posterior de la sala para coger otro contrato de compraventa. Después, volvió a su asiento reservado. La señora Trentham tuvo la convicción de que lo había hecho a propósito. Sus ojos escudriñaron todas las filas, y empezó a sentirse inquieta.
Cuando el señor Fothergill entró, la sala estaba llena. A pesar de que casi todos los asientos se hallaban ocupados, la señora Trentham no vio a la señora Trumper.
Desde el momento en que el señor Fothergill anunció la primera puja, la subasta no procedió como la señora Trentham había imaginado, e incluso planeado. Su experiencia del mes anterior en Sotheby’s no la había preparado para el resultado final, el anuncio que el señor Fothergill efectuó apenas seis minutos después.
—Vendido a la señora Trentham por quince mil libras.
Frunció el ceño al pensar en el espectáculo que había dado en público, a pesar de haber adquirido la tienda de objetos de arte y el golpe asestado a Rebecca Trumper. El coste había sido considerable, y ya no estaba segura de contar con el dinero suficiente para cubrir la cantidad que debía pagar.
Después de ocho días de meditación, durante los cuales llegó a pensar en pedir a su marido, e incluso a su padre, que cubrieran el déficit, decidió sacrificar las mil quinientas libras del depósito, replegarse y lamer sus heridas. La alternativa consistía en confesar a su marido lo que había ocurrido aquel día en Chelsea Terrace, I.
Con todo, existía una compensación. Ya no necesitaría acudir a Sotheby’s cuando llegara el momento de vender el cuadro robado.
Con el transcurso de los meses, la señora Trentham recibió cartas periódicas de su hijo, primero desde Sydney y después desde Melbourne, informándola de sus progresos. Solicitaba dinero con frecuencia. Cuanto más se expandía la sociedad, explicaba Guy, más capital suplementario precisaba para proteger su inversión. Unas seis mil libras cruzaron el océano Pacífico, en un lapso de cuatro años, para acabar en un banco de Sydney; ninguna le dolió a la señora Trentham, pues parecía que Guy estaba triunfando en su nueva profesión. También albergaba la seguridad de que, cuanto más pronto descubriera públicamente que Charles Trumper era un ladrón y un mentiroso, antes volvería su hijo a Inglaterra con la reputación intacta, incluso ante los ojos de su padre.
Un día, justo cuando la señora Trentham pensaba que había llegado el momento de poner su plan en acción, recibió un telegrama de Melbourne. La dirección desde la que había sido enviado el telegrama no dejó otra alternativa a la señora Trentham que zarpar de inmediato hacia Melbourne.
Aquella noche, después de cenar, cuando comunicó a Gerald que iba a partir hacia las antípodas lo antes posible, la noticia fue recibida con educado desinterés. No la sorprendió, pues su marido no pronunciaba el nombre de Guy desde el día en que había acudido al ministerio de la Guerra, cuatro años atrás. De hecho, la única huella que daba testimonio de su existencia, tanto en Ashurst Hall como en Chester Square, era la fotografía en uniforme que descansaba sobre la mesa del dormitorio de la señora Trentham, y la Cruz Militar, que continuaba sobre la repisa de la chimenea, con permiso de Gerald.
En lo que a él concernía, Nigel era su único hijo.
Gerald Trentham sabía muy bien que su mujer iba diciendo a todos sus amigos y amigas que Guy era socio de una floreciente empresa de tratantes de ganado, con delegaciones en toda Australia. Sin embargo, no creía en tales patrañas desde hacía mucho tiempo, y ya ni siquiera les prestaba oídos. Cuando encontraba el sobre, escrito con la conocida letra, en el buzón de Chester Square, Gerald Trentham no preguntaba por los progresos de su primogénito.
El próximo barco con destino a Australia era el SS Orontes, que zarparía de Southampton el siguiente lunes. La señora Trentham mandó un telegrama a una dirección de Melbourne, anunciando el día y la hora aproximados de su llegada.
A la señora Trentham se le antojó interminable el viaje de cinco semanas a través de dos océanos, en especial porque pasaba casi todo el tiempo en su camarote, sin ganas de entablar amistades a bordo…, o aún peor, toparse con alguien que la conociera. Declinó varias invitaciones del capitán para cenar con él.
Cuando el barco amarró en Sydney, la señora Trentham solo pasó una noche en la ciudad, y se desplazó a continuación a Melbourne. Al llegar a la estación de la calle Flinders, tomó un taxi y fue directamente al hospital Royal Victoria, donde la enfermera jefe la informó de que a su hijo solo le quedaba una semana de vida.
La autorizaron a verle enseguida, y un oficial de policía la escoltó al ala de aislamiento. Permaneció de pie junto a la cama, contemplando incrédula el rostro que apenas reconocía. Al ver el cabello ralo y gris y las profundas arrugas de su cara, la señora Trentham se creyó por un momento junto al lecho de muerte de su esposo.
Un médico le dijo que ese estado solía darse en las personas informadas de que su destino ya estaba decidido. Se quedó junto a la cama casi una hora y se fue sin haber arrancado ni una palabra a su hijo. En ningún momento permitió que nadie del hospital adivinara sus auténticos sentimientos.
Aquella noche, la señora Trentham se alojó en un tranquilo club de campo, situado en los alrededores de Melbourne. Hizo una sola pregunta al joven propietario, un expatriado llamado Sinclair-Smith, antes de retirarse a su habitación.
Al día siguiente se presentó en las oficinas de la firma legal más antigua de Melbourne, Asgarth, Jenkins & Cía. Un joven, cuyos modales le parecieron poco respetuosos, le preguntó qué deseaba.
—Quiero hablar con el socio mayoritario.
—Tome asiento en la sala de espera.
La señora Trentham esperó hasta que el señor Asgarth pudo recibirla.
El socio mayoritario, un hombre de edad avanzada que, a juzgar por su atavío, podría estar ejerciendo en Lincoln’s Inn Fields, y no en la calle Victoria de Melbourne, escuchó en silencio su relato y accedió a solventar todos los problemas que pudieran surgir al hacerse cargo de los bienes de Guy Trentham. A este fin, prometió presentar una solicitud de permiso para que el cuerpo fuera trasladado a Inglaterra cuanto antes.
La señora Trentham visitó a su hijo todos los días de la semana anterior a su muerte. Aunque no hablaron mucho, tuvo conocimiento de un problema que debería solucionar antes de regresar a Inglaterra.
La señora Trentham volvió el miércoles por la mañana a las oficinas de Asgarth, Jenkins & Cía., para que su abogado la aconsejara acerca de su último descubrimiento. El abogado la invitó a sentarse y escuchó con suma atención sus revelaciones. Tomaba notas de vez en cuando en un cuaderno. Cuando la señora Trentham concluyó, el hombre estuvo callado durante bastante rato.
—Habrá que cambiar el apellido —sugirió—, si quiere que nadie se entere de sus planes.
—Hay que asegurarse también de que nadie pueda averiguar quién fue el padre de la niña —dijo la señora Trentham.
El anciano abogado frunció el ceño.
—Eso le exigirá depositar una enorme confianza en… —consultó el nombre escrito frente a él—… la señorita Benson.
—Pague a la señorita Benson lo que pida por su silencio. Coutts, en Londres, se ocupará de todos los detalles financieros.
El abogado asintió con la cabeza. A fuerza de quedarse ante su escritorio hasta medianoche durante los cuatro días siguientes, logró completar toda la documentación necesaria para satisfacer las demandas de su clienta, horas antes de que la señora Trentham regresara a Londres.
El médico de guardia certificó el fallecimiento de Guy Trentham a las seis y tres minutos del día 23 de abril de 1927. A la mañana siguiente, la señora Trentham inició su viaje de regreso a Inglaterra, acompañada del ataúd. Se sintió tranquilizada al pensar que solo dos personas en aquel continente sabían tanto como ella: un anciano caballero que se jubilaría al cabo de escasos meses y una mujer que, a partir de ahora y hasta el fin de sus días, viviría de una forma que nunca habría creído pocos días antes.
La señora Trentham zarpó para Southampton con el mismo sigilo de la ida, y se dirigió directamente a su domicilio de Chester Square en cuanto pisó suelo inglés. Informó a su marido sobre los detalles de la tragedia y aceptó a regañadientes que se publicara un anuncio en el Times del día siguiente. Rezaba así:
«El capitán Guy Trentham, MC, ha fallecido trágicamente de tuberculosis, después de padecer una larga enfermedad. El funeral tendrá lugar en la iglesia de Santa María, Ashurst, Berkshire, el martes 8 de junio de 1927».
El vicario del pueblo celebró la ceremonia por el querido desaparecido. Su muerte, aseguró a los fieles, era una tragedia para todos aquellos que le conocían.
Guy Trentham fue enterrado en el lugar destinado a su padre. Parientes, amigos de la familia, feligreses y criados abandonaron el cementerio con la cabeza gacha.
La señora Trentham recibió, durante los días siguientes, un centenar de cartas de condolencia; una o dos hacían hincapié en que podía consolarse con el pensamiento de que un segundo hijo ocuparía el lugar de Guy.
Al día siguiente, la fotografía de Nigel sustituyó a la de su hermano en la mesilla de noche.