Capítulo 23

Guy Trentham llegó a la puerta de Chester Square, 19, una fría tarde de 1922, a finales de septiembre, justo después de que Gibson retirase el servicio de té. Su madre nunca olvidaría aquel momento, porque cuando Guy entró en la sala de estar casi no le reconoció. La señora Trentham estaba redactando una carta en su escritorio, cuando Gibson anunció:

—El capitán Guy.

Se volvió y vio a su hijo entrar en la sala, encaminarse directamente a la chimenea y quedarse de pie, las piernas separadas, de espaldas al fuego. Tenía los ojos vidriosos fijos en algún punto situado frente a él, pero no dijo nada.

La señora Trentham agradeció interiormente que Gerald se encontrara tomando parte en un debate que se celebraba en los Comunes aquella tarde; su vuelta no estaba prevista hasta que terminara la votación, a las diez de la noche.

Era obvio que Guy llevaba varios días sin afeitarse. Tampoco le hubiera ido mal un cepillo, y nadie reconocería el traje que vestía como aquel confeccionado por Gieves tres años antes. La desaliñada figura se erguía dando la espalda al fuego. Su cuerpo temblaba. Llevaba un paquete envuelto en papel marrón bajo el brazo.

—¿Qué te han dicho, madre? —preguntó por fin Guy, con voz temblorosa y vacilante.

—Nada importante. —Ella le miró con aire interrogativo—. Dejando aparte que has renunciado, y que de no haberlo hecho te habrían expulsado del ejército.

—Sí, todo eso es verdad —dijo, colocando el paquete sobre la mesa que había a su lado—. Y todo porque conspiraron contra mí.

—¿Quiénes?

—El coronel Hamilton, Trumper y la chica.

—¿El coronel Forbes se decantó por la palabra de la señorita Salmon, a pesar de la carta que le escribí?

—Sí… Sí, así es. Después de todo, el coronel Hamilton todavía tiene muchos amigos en el regimiento, y algunos se alegraron mucho de apoyarle, sobre todo si eso suponía la eliminación de un rival.

Ella le contempló durante un largo momento, mientras Guy desplazaba el peso de su cuerpo de un pie al otro.

—Yo creía que el tema se había aclarado. Al fin y al cabo, la partida de nacimiento…

—Y así habría sido de estar firmada también por Charlie Trumper, pero la partida solo llevaba una firma: la de ella. Para empeorar las cosas, el coronel Hamilton aconsejó a la señorita Salmon que amenazara con denunciarme por incumplimiento de palabra. Si lo hubiera hecho, a pesar de mi inocencia, el buen nombre del regimiento se habría visto perjudicado irremediablemente. Por lo tanto, creí que mi única elección era apelar a mi honor y dimitir al instante. —Su voz adquirió un tono más amargo—. Y todo porque Trumper tuvo miedo de que la verdad saliera a la luz.

—¿A qué te refieres, Guy?

Evitó la mirada de su madre y se dirigió hacia el bar, donde se sirvió un generoso whisky, sin soda. Tomó un largo sorbo. Su madre aguardó en silencio a que continuara.

—Después de la segunda batalla del Mame, el coronel Hamilton me ordenó que abriera una investigación sobre la cobardía de Trumper en el campo de batalla —dijo Guy, volviendo junto a la chimenea—. Muchos opinaron que debía ser llevado ante un consejo de guerra, pero el único otro testigo, el soldado Prescott, resultó muerto por una bala perdida a pocos metros de nuestras trincheras. Yo había guiado estúpidamente a Prescott y Trumper hasta nuestras líneas, y cuando Prescott cayó me volví y distinguí una sonrisa en el rostro de Trumper. Se limitó a decir: «Mala suerte, capitán, ahora se ha quedado sin testigo, ¿eh?».

—¿Se lo contaste a alguien?

Guy volvió al bar para llenarse el vaso.

—¿A quién se lo podía decir, después de perder a mi único testigo? Con Prescott muerto, hice cuanto pude para que le concedieran la Medalla Militar, aunque eso supusiera sacar a Trumper del apuro. Después, descubrí que ni siquiera había confirmado mi versión de los hechos. Casi me impidieron recibir la Cruz Militar.

—Y ahora que ha logrado obligarte a abandonar tu carrera, solo es tu palabra contra la de él.

—Ese sería el caso, si Trumper no hubiera cometido un estúpido error en el campo de batalla que todavía puede causar su ruina…

—¿De qué estás hablando?

—Bien —continuó Guy, con voz algo más serena—, fui al rescate de esos dos hombres en plena batalla. Les encontré escondidos en una iglesia bombardeada. Tomé la decisión de quedarnos allí hasta que anocheciera, con la intención de conducirles de vuelta a nuestras trincheras. Mientras esperábamos en el tejado a que anocheciera, Trumper creyó que me había dormido. Le vi bajar a la sacristía y coger un magnífico cuadro de la Virgen María de detrás del altar. Continué observándole y vi que ocultaba el pequeño óleo en su mochila. No dije nada en aquel momento, porque comprendí que esa era la prueba que necesitaba para demostrar su doblez; al fin y al cabo, el cuadro bien podía ser devuelto posteriormente. Una vez en nuestras líneas registré de inmediato el equipo de Trumper, para poder arrestarle por robo, pero no encontré nada.

—¿Y de qué te puede servir ahora?

—La pintura ha reaparecido.

—¿Reaparecido?

—Sí —dijo Guy, alzando la voz—. Daphne Harcourt-Browne me dijo que había visto la pintura en la sala de estar de Trumper, e incluso me la describió en detalle. No tuve la menor duda de que era el mismo cuadro de la Virgen María y el Niño que él había robado de la iglesia.

—No hay nada que hacer, mientras el cuadro siga en su casa.

—Ya no está allí. Por eso voy disfrazado de esta forma.

—Deja de hablar en clave. Sé más explícito, Guy.

—Esta mañana visité la casa de los Trumper y le dije al ama de llaves que había servido en el frente occidental con su amo.

—¿Crees que fue una decisión inteligente, Guy?

—Le dije que mi nombre era Fowler, cabo Denis Fowler, y que deseaba ver a Charlie. Sabía que no estaba, porque le había visto entrar en una de sus tiendas de Chelsea Terrace unos minutos antes. La criada, que me miró con suspicacia, me pidió que esperase en el vestíbulo, mientras subía la escalera para informar a la señora Trumper de mi presencia. Eso me dio tiempo suficiente para deslizarme en la sala de estar y coger el cuadro, siguiendo las indicaciones de Daphne. Salí de la casa antes de que se dieran cuenta.

—Informarán del robo a la policía y te detendrán.

—Ni hablar —dijo Guy. Levantó el paquete de la mesa y empezó a desenvolverlo—, Trumper no querrá que la policía encuentre esto.

Entregó el cuadro a su madre.

La señora Trentham contempló el pequeño óleo.

—A partir de ahora, deja de mi cuenta al señor Trumper —dijo ella, sin más explicaciones. Guy sonrió por primera vez desde que había puesto el pie en su casa—. Sin embargo, debemos concentrarnos en el inmediato problema de tu futuro. Todavía confío en encontrarte un empleo en la City. Ya he hablado con…

—Eso no saldrá bien, madre, y tú ya lo sabes. No hay futuro para mí en Inglaterra. Al menos, hasta que mi nombre quede limpio. En cualquier caso, no quiero instalarme en Londres para explicar a tu círculo de bridge por qué no estoy en la India con mi regimiento. No, me iré al extranjero hasta que la situación se haya calmado un poco.

—En ese caso, necesitaré algo de tiempo para meditar —replicó la madre de Guy—, entretanto, sube a bañarte. Buscaré ropa limpia y pensaré en lo que se debe hacer.

En cuanto Guy salió de la sala, la señora Trentham volvió a su escritorio y guardó bajo llave el cuadro en el cajón inferior del lado izquierdo. Introdujo la llave en su bolso y se concentró en lo que debía hacerse cuanto antes para salvaguardar el buen nombre de los Trentham.

Un plan empezó a forjarse en su mente mientras miraba por la ventana. Si bien le exigiría utilizar sus ya menguados recursos económicos, le concedería el respiro necesario para demostrar que Trumper era un ladrón y un mentiroso, y para humillarle públicamente cuando llegara el momento.

La señora Trentham sabía que solo tenía unas cincuenta libras en la caja fuerte de su dormitorio, pero aún le quedaban seis mil de las veinte mil que su padre le había entregado el día en que se casó.

—Por si se produce una emergencia imprevista —le había profetizado.

La señora Trentham sacó una hora de papel de la gaveta y empezó a tomar notas. Sabía que tardaría mucho en volver a ver a su hijo, una vez se marchara aquella noche de Chester Square. Cuarenta minutos después estudió sus resultados:

50 libras (en metálico)

Sydney

Max Harris

Gabán

5000 libras (cheque)

Bentley’s

Cuadro

Policía (comisaría de la zona)

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso de Guy. Se parecía más al hijo que recordaba. Una chaqueta cruzada y pantalones de franela sustituían al traje arrugado. Dobló la hoja de papel, tras haber decidido exactamente qué iniciativa iba a tomar.

—Siéntate y escucha con atención —dijo la mujer.

Guy Trentham abandonó Chester Square pocos minutos después de las diez, la hora en que su padre debía regresar de los Comunes. Llevaba en el bolsillo cincuenta y tres libras en metálico y un cheque por cinco mil. Había accedido a escribir a su padre, explicándole por qué se había trasladado a Australia, en cuanto desembarcara en Sydney. Su madre también prometió que, durante su ausencia, haría todo lo que pudiera por limpiar su nombre, a fin de que pudiera volver a Inglaterra libre de culpas y ocupara el lugar que le correspondía, como cabeza de familia.

La señora Trentham ordenó a los dos únicos criados que habían visto aquella noche a Guy que no mencionaran su visita a nadie, so pena de perder su empleo.

La última acción de la señora Trentham antes de que su marido regresara fue telefonear a la policía. El agente Wrigley tomó nota del robo denunciado.

La señora Trentham no se mantuvo ociosa durante las semanas que esperó la llegada de la carta que su hijo había prometido escribir. El día posterior a la partida de Guy hacia Australia realizó una de sus visitas periódicas al hotel St. Agnes, con un paquete cuidadosamente envuelto bajo el brazo. Entregó el paquete al señor Harris y procedió a darle una serie de minuciosas instrucciones.

Dos días más tarde, el detective le confirmó que el retrato de la Virgen María y el Niño había sido confiado a Bentley’s, los prestamistas, y no podría ser vendido hasta pasados cinco años, cuando la papeleta de empeño expirase. Le dio una foto del cuadro y el recibo para demostrarlo. La señora Trentham se guardó la foto en el bolso, pero no se molestó en preguntarle a Harris qué había hecho de las cinco libras que le habían pagado por el cuadro.

—Bien —dijo, colocando el bolso junto a la silla—. Muy satisfactorio.

—¿Quiere que encauce al hombre adecuado de Scotland Yard en dirección a Bentley’s? —preguntó Harris.

—Por supuesto que no —replicó la señora Trentham—, la próxima vez que alguien vea ese cuadro lo hará en una subasta de Sotheby’s.