No creo que nadie pueda tildarme de presuntuosa, pero creo en la máxima «Un lugar para todo, y todo en su lugar», aplicada también a los seres humanos.
Nací en Yorkshire en pleno apogeo del imperio Victoriano, y me considero capacitada para afirmar que, durante aquel período de la historia de nuestra isla, mi familia jugó un papel considerable.
Mi padre, sir Raymond Hardcastle, no era solo un inventor e industrial de gran imaginación y talento, sino que fundó una de las empresas más prósperas de la nación. Al mismo tiempo, siempre trató a sus trabajadores como si formaran parte de la familia, e impuso este ejemplo, siempre que trataba con aquellos menos afortunados que él. He tratado de conducir mi vida por el mismo camino.
No tengo hermanos, pero sí una hermana mayor, Amy. Aunque solo existe una diferencia de dos años entre nosotras, no voy a pretender que estuviéramos muy unidas, quizás porque yo era una niña extravertida, incluso vivaz, y ella era más bien tímida y reservada, y se mostraba retraída, sobre todo cuando entraba en contacto con miembros del sexo opuesto. Padre y yo intentamos buscarle un marido adecuado, pero la empresa se demostró imposible, y hasta padre se rindió cuando Amy cumplió cuarenta años. A cambio, desde la prematura muerte de mi madre, ha dedicado eficazmente su tiempo a cuidar de mi adorado padre en su vejez, un acuerdo, debería añadir, que les cuadra a ambos de una forma admirable.
Yo, por mi parte, no tuve problemas para encontrar marido. Si no recuerdo mal, Gerald fue el cuarto, o quizás quinto, pretendiente que se postró de hinojos para solicitar mi mano en matrimonio. Nos conocimos cuando me hallaba invitada en la casa de campo de lord y lady Fanshaw, en Norfolk. Los Fanshaw eran viejos amigos de mi padre, y yo me veía con su hijo menor Anthony desde hacía mucho tiempo. Al enterarme de que no iba a heredar las tierras o el título de su padre, como yo suponía, decidí frustrar sus expectativas de mantener una relación duradera conmigo. Si no recuerdo mal, a padre no le alegró mi conducta, y hasta es posible que me castigara en aquel momento, pero como intenté explicarle más adelante, Gerald no era el más deslumbrante de mis galanes, pero procedía de una familia que poseía tierras cultivables en tres condados, aparte de una finca en Aberdeen.
Nos casamos en la iglesia de Santa María, Great Ashton, en julio de 1894, y nuestro primer hijo, Guy, fue concebido un año más tarde; es conveniente tardar un período de tiempo pertinente en dar a luz el primer hijo, para no dar lugar a torpes habladurías.
Mi padre siempre nos trató por igual a mí y a mi hermana, aunque a menudo me dio a entender que yo era su favorita. De no ser por su sentido de la justicia me lo habría dejado todo a mí, porque idolatraba a Guy, pero Amy heredará, cuando fallezca mi padre, la mitad de su enorme fortuna. Dios sabe qué uso dará a tanta riqueza; sus únicos intereses en la vida se limitan a la jardinería, el ganchillo y alguna visita ocasional a Scarborough.
Pero, volviendo a Guy, todo el mundo que le conoció durante aquellos años de formación comentó, invariablemente, su hermosura, y, si bien nunca le consentí, consideré pura y simplemente mi deber tomar las medidas oportunas para que se educara en orden a prepararle para el papel que, sin duda, llegaría a jugar en la vida. Impulsada por esta idea, y antes aún de bautizarlo, lo inscribimos en la escuela primaria Asgarth, y después en Harrow, desde donde ingresaría, supuse, en la Real Academia Militar. Su abuelo no escatimó gastos en su educación y, en el caso de su nieto mayor, fue más que generoso.
Seis años después di a luz a un segundo hijo, Nigel, que nació algo prematuramente, lo cual explicaría por qué le costó más progresar que a su hermano mayor. Guy, entretanto, tuvo varios profesores particulares, uno o dos de los cuales le encontraron demasiado travieso. Al fin y al cabo, ¿qué niño no te pone sapos en el baño o te corta los cordones de los zapatos por la mitad?
A la edad de nueve años ingresó en Asgarth, y de allí pasó a Harrow. El reverendo Anthony Wood era el director en aquel tiempo, y yo le recordé que Guy era la séptima generación de Trenthams que asistía a aquel colegio.
Guy destacó en la fuerza combinada de cadetes, llegando a sargento mayor de la compañía el último año, y en el cuadrilátero de boxeo, donde derrotó a todos sus oponentes, con la notable excepción del combate contra Radley, en que se enfrentó con un nigeriano. Después me enteré de que tenía más de veinte años.
Me entristeció que no le nombraran prefecto durante su último curso. Comprendí que, inmerso en tantas otras actividades, no consideraba aquello excesivamente interesante. Aunque yo habría deseado que las notas de los exámenes fueran un poco más satisfactorias, siempre he pensado que era uno de esos niños que poseen inteligencia innata, más que aptitud para los estudios. A pesar de un informe poco parcial del director, insinuando que algunas notas de los exámenes finales habían sorprendido en primer lugar al propio Guy, este logró asegurarse una plaza en Sandhurst.
Guy demostró ser un cadete de primera clase; en la academia encontró tiempo para seguir boxeando y llegó a ser el campeón de peso medio de los cadetes. Dos años después, en julio de 1916, pasó en la mitad superior del Cuadro de Honor, antes de integrarse en el antiguo regimiento de su padre.
Debería señalar que Gerald abandonó los Fusileros al morir su padre, para volver a Berkshire y tomar las riendas de las propiedades familiares. Era coronel honorario en la época de su retiro forzoso, y muchos le consideraban el sucesor natural del coronel del regimiento. Le pasó por delante un hombre que ni siquiera estaba en el primer batallón, un tal Danvers Hamilton. Aunque yo no conocía en persona a ese caballero, varios oficiales expresaron la opinión de que su nombramiento había sido una burla de la justicia. Sin embargo, confiaba plenamente en que Guy redimiría el honor de la familia y, con el tiempo, llegaría a mandar el regimiento.
Si bien Gerald no se vio implicado directamente en la Gran Guerra, sirvió a su país durante aquellos duros años permitiendo que su nombre se presentara como candidato al parlamento por Berkshire West, un distrito electoral al que su abuelo, a mediados del siglo pasado, había representado por el partido Liberal, bajo el mandato de Palmerston. Fue reelegido en tres ocasiones sin encontrar oposición y trabajó denodadamente por su partido desde su escaño, dejando claro a todo el mundo que no deseaba perpetuarse en el poder.
Después de ser nombrado oficial, Guy fue destinado a Aldershot como segundo teniente, y continuó su instrucción para unirse al regimiento en el frente occidental. Al serle concedida su segunda estrella en menos de un año, fue trasladado a Edimburgo, para trabajar con el quinto batallón pocas semanas antes de partir hacia Francia.
Nigel, en el ínterin, había ingresado en Harrow y trataba de seguir los pasos de su hermano, con desigual fortuna, me temo. De hecho, durante una de esas interminables vacaciones que conceden ahora a los niños, me confesó que sus compañeros le atormentaban. Le dije al muchacho que se aplicara al trabajo, recordándole que estábamos en guerra. También subrayé que Guy nunca me había venido con tales quejas.
Observé con gran atención a mis dos hijos aquel largo verano de 1917, y no puedo pretender que Guy considerase a Nigel un compañero agradable mientras se hallaba de permiso. De hecho, apenas toleraba su compañía. Yo no cesaba de decirle a Nigel que debía luchar por ganarse el respeto de su hermano mayor, pero solo conseguí que Nigel corriera a esconderse en el jardín durante horas seguidas.
Durante aquel permiso le recomendé a Guy que visitara a su abuelo en Yorkshire, y hasta encontré una primera edición de Canciones de inocencia, un libro que mi padre deseaba añadir a su colección desde hacía muchos años. Guy volvió una semana después y me confirmó que, al entregarle el volumen de William Blake, el anciano «se había puesto más contento que unas pascuas».
Como cualquier madre en aquel fortificante período de nuestra historia, sentí la ansiedad de que Guy se condujera con valor frente al enemigo y, Dios mediante, volviera a casa de una pieza. Creo poder afirmar que ninguna madre, por más orgullo que posea, podría pedir más de un hijo.
Guy fue ascendido al empleo de capitán a una edad muy temprana, y le fue concedida la Cruz Militar después de la segunda batalla del Marne. Algunas personas que leyeron la citación alegaron cierta mala suerte al no haber sido propuesto para la Cruz Victoria. Tuve que abstenerme de subrayar que tal recomendación tendría que haber sido rubricada por su oficial en jefe, y como este era un tal Danvers Hamilton, la injusticia ya estaba explicada.
Al poco de firmarse el armisticio, Guy volvió a casa para servir una temporada en el cuartel del regimiento sito en Hounslow. Mientras se hallaba de permiso hice que Spinks grabara sus iniciales en ambas cruces militares. Su hermano Nigel, gracias a la influencia de Gerald, fue aceptado por fin como cadete en la Real Academia Militar.
Estaba segura de que Guy se corría juergas mientras se encontraba en Londres (¿qué joven de su edad no lo hace?), pero sabía muy bien que casarse antes de los treinta solo serviría para perjudicar sus posibilidades de ascender.
Aunque traía algunas muchachas a Ashurst los fines de semana, sabía que ningún asunto era serio, y además yo ya me había fijado en una chica del pueblo vecino, conocida de la familia desde hacía mucho tiempo. Pese a carecer de título, su familia se remontaba a los tiempos de la conquista normanda. Lo más importante es que podían ir de Ashurst a Hastings caminando sobre terreno propio.
Por ello, me resultó particularmente desagradable que Guy se presentara un fin de semana acompañado de una muchacha llamada señorita Salmon, quien, para mi incredulidad, compartía un piso en aquel tiempo con la hija de Harcourt-Browne.
Como ya he dejado bastante claro, no soy presuntuosa, pero la señorita Salmon es, me temo, el tipo de chica que siempre consigue despertar lo peor que hay en mí. No me malinterpreten. No tengo nada contra nadie por el simple hecho de que desee aumentar su cultura. De hecho, me siento a favor de tales iniciativas, hasta cierto punto, pero de forma que el implicado no se crea con derecho automáticamente a un lugar en la sociedad. Como verán, no soporto que alguien aparente lo que no es, y presentí, incluso antes de conocer a la señorita Salmon, que veía a Ashurst con un único propósito en su mente.
Todos nos dimos cuenta de que Guy había hecho una de las suyas mientras se encontraba en Londres. Al fin y al cabo, la señorita Salmon era ese tipo de chica. La verdad es que, cuando estuve un rato a solas con Guy el siguiente fin de semana, le aconsejé que jamás permitiera a mujeres como la señorita Salmon echarle el lazo; debía comprender que él iba a ser una magnífica pesca para cualquiera de la condición de ella.
Guy rio al oír el comentario y me aseguró que no tenía planes a largo plazo para la hija del panadero. En cualquier caso, me recordó, pronto partiría con los «Colores» hacia Poona, así que el matrimonio estaba descartado. Debió darse cuenta, sin embargo, de que no había mitigado del todo mis temores, porque al cabo de un momento añadió:
—Tal vez te interese saber, madre, que la señorita Salmon está saliendo con un sargento del regimiento, con el que sostiene relaciones.
De hecho, Guy apareció en Ashurst dos semanas después con una tal señorita Victoria Berkeley, a cuya madre conocía yo desde hacía años, y que me pareció una elección mucho más conveniente; si la chica no hubiera tenido cuatro hermanas y por padre un archidiácono arruinado, con el tiempo le habría convenido admirablemente.
Para ser justa, Guy no volvió a mencionar el nombre de Rebecca Salmon en mi presencia desde aquella desafortunada ocasión, y cuando zarpó para la India unas semanas más tarde, di por sentado que nunca más volvería a oír hablar del asunto.
Cuando Nigel abandonó Sandhurst no se integró en el regimiento de Guy, pues había quedado muy claro durante su período de dos años en la Academia que no tenía madera de soldado. No obstante, Gerald le consiguió un puesto en una firma de agentes de bolsa de la City, donde uno de sus primos era socio mayoritario. Los informes que llegaban a mis oídos de vez en cuando no eran muy alentadores, pero en cuanto mencioné al primo de Gerald que pronto necesitaría a alguien para encargarse de la cartera de acciones de su abuelo, Nigel empezó a escalar puestos poco a poco.
Unos seis meses después, el coronel sir Danvers Hamilton dejó aquella nota a Gerald en el buzón de Chester Square, 19. Cuando Gerald me dijo que Hamilton deseaba entrevistarse con él en privado, intuí problemas. Con los años había conocido a muchos oficiales compañeros de Gerald, de modo que sabía muy bien cómo manejarlos. Gerald, por otra parte, es muy ingenuo en lo concerniente a la naturaleza humana, y siempre concede al otro el beneficio de la duda. Repasé de inmediato los compromisos que tenía mi marido en la Cámara de los Comunes la semana siguiente y cité a sir Danvers el lunes a las seis de la tarde, sabiendo perfectamente que Gerald, a causa de sus compromisos, se vería obligado a cancelar la cita en el último momento.
Gerald telefoneó el día en cuestión algo después de las cinco, diciendo que no podría escaparse y que le representara en su lugar. Una hora después, sir Danvers llegó a Chester Square. Tras disculpar la ausencia de mi marido le convencí de que me comunicara su mensaje. Cuando el coronel me informó de que la señorita Salmon estaba embarazada, yo le pregunté, por supuesto, qué nos importaba eso a Gerald o a mí. Vaciló solo un momento e insinuó que Guy era el padre. Comprendí al instante que, si permitía la propagación de tales rumores, no tardarían en llegar a oídos de sus hermanos de armas en Poona, y que perjudicarían gravemente las posibilidades de ascenso de mi hijo. Deseché tal insinuación como ridícula, y despedí al coronel sin más.
Durante una partida de bridge celebrada la semana siguiente en casa de Celia Littlechild, esta confesó que había contratado a un detective privado llamado Harris para espiar a su primer marido, pues sospechaba que le era infiel. Después de oír esto, no logré concentrarme en el juego, lo que provocó el enfado de mi compañera.
Al volver a casa busqué el nombre en el listín de Londres. Allí estaba: «Max Harris, detective privado. Ex Scotland Yard. Se atiende toda clase de problemas». Me quedé unos minutos mirando el teléfono. Por fin, descolgué y pedí a la operadora que me pusiera con Flaxman 3720. Pasaron unos segundos antes de que respondieran.
—Harris —dijo una voz brusca, sin más explicaciones.
—¿Es la agencia de detectives? —pregunté, casi colgando el teléfono antes de que el hombre pudiera responder.
—Sí, señora, en efecto —dijo la voz, con un poco más de entusiasmo.
—Es posible que necesite su ayuda… para un amigo, por supuesto —dije, sintiéndome bastante estúpida.
—Un amigo. Sí, claro. En ese caso, lo mejor sería concertar una entrevista.
—Pero no en su oficina —insistí.
—Lo entiendo muy bien, señora. ¿Le va bien en el hotel St. Agnes, de la calle Bury, South Kensington, mañana a las cuatro de la tarde?
—Sí —contesté, y colgué el teléfono, dándome cuenta de que él no sabía mi nombre y yo no conocía su aspecto.
Cuando llegué al St. Agnes, un lugar espantoso al lado de Brompton Road, South Kensington, di varias vueltas a la manzana antes de decidirme a entrar en el vestíbulo. Un hombre de unos treinta o treinta y cinco años se hallaba apoyado en el mostrador de recepción. Dio un salto en cuanto me vio.
—¿Busca al señor Harris, por casualidad? —inquirió.
Asintió y, sin perder tiempo, me condujo al salón de té y me ofreció un asiento en el rincón más apartado. Se sentó frente a mí y le examiné con toda atención. Debía medir alrededor de un metro setenta y era corpulento, de cabello castaño oscuro y bigote aún más castaño. Vestía una chaqueta de tweed Harris a cuadros sobre fondo marrón, una camisa crema y una estrecha corbata amarilla. Cuando empecé a explicarle mi propósito, se puso a chasquear los nudillos, uno a uno, primero de la mano izquierda y luego de la derecha, distrayéndome. Tuve ganas de levantarme y marcharme, y lo habría hecho de haber creído por un momento que me resultaría fácil encontrar a alguien menos repugnante para realizar mis deseos.
Tardé bastante en convencer al señor Harris de que no buscaba un divorcio. Le expliqué mi problema con todo lujo de detalles en aquella primera entrevista. Me quedé de piedra cuando solicitó la exorbitante cantidad de cinco chelines a la hora, solo para iniciar las investigaciones. Sin embargo, presentí que no tenía muchas alternativas al alcance de mi mano. Convine con él en que empezara al día siguiente, y que nos volveríamos a encontrar una semana después.
El primer informe del señor Harris corroboró que, según la opinión de los que pasaban la mayor parte de sus horas de trabajo en una taberna de Chelsea llamada «El Mosquetero», Charlie Trumper era el padre del hijo de Rebecca Salmon, y que, cuando se le preguntaba directamente, no lo negaba. Como para demostrar esta aseveración, la señorita Salmon y él se casaron a los pocos días de nacer el niño, en la oficina del registro y a hurtadillas.
El señor Harris no tuvo problemas para conseguir una copia del certificado de nacimiento del niño. Confirmaba que Daniel George Trumper era hijo de Rebecca Salmon y Charlie George Trumper, que residían en Chelsea Terrace, 147. Observé que los nombres del niño correspondían a los de ambos abuelos. En mi siguiente carta a Guy incluí una copia de la partida de nacimiento, junto con un par de detalles que Harris me había proporcionado, relativos a la boda y al nombramiento del coronel Hamilton como presidente del consejo de administración de los Trumper. Supuse que aquello daba carpetazo al tema.
No obstante, dos semanas después recibí una carta de Guy; imagino que se cruzó con la mía. Explicaba que sir Danvers se había puesto en contacto con su oficial en jefe, el coronel Forbes. La insistencia de este en que se celebrara una investigación oficial dio lugar a que Guy tuviera que presentarse ante un grupo de oficiales para explicar su relación con la señorita Salmon.
Me senté de inmediato a escribir una larga carta al coronel Forbes. Guy no estaba en condiciones de presentar todas las pruebas que yo había logrado encontrar. Incluí también otra copia de la partida de nacimiento para que no le quedara ninguna duda de que mi hijo no tenía nada que ver con la señorita Salmon. Añadí, sin mala voluntad, que el coronel Hamilton era ahora presidente de la junta de administración de los Trumper, un cargo del que obtenía cierta remuneración. Las largas hojas informativas que Harris me enviaba cada semana me resultaban de considerable utilidad, he de admitirlo.
Durante un corto tiempo las cosas volvieron a la normalidad. Gerald se dedicó a sus tareas parlamentarias, mientras yo me concentraba en ocupaciones poco absorbentes, como el nombramiento del nuevo capillero del vicario y mi círculo de bridge.
El problema, sin embargo, se agudizó más de lo que yo había imaginado, pues por pura casualidad descubrí que ya no estábamos incluidos en la lista de invitados de Daphne Harcourt-Browne, con motivo de su boca con el marqués de Wiltshire. Cabe decir que Percy jamás se habría convertido en el duodécimo marqués de no ser porque su padre y su hermano sacrificaron sus vidas en el frente occidental. Sin embargo, averigüé por otras personas presentes en la ceremonia que tanto el coronel Hamilton como los Trumper fueron vistos en Santa Margarita y en la recepción posterior.
Durante este período, el señor Harris siguió proporcionándome informes sobre las idas y venidas de los Trumper, y sobre su floreciente imperio comercial. Debo confesar que no tenía el menor interés en ninguna de sus transacciones comerciales; era un mundo totalmente ajeno a mí, pero no por ello dejé de informarme, pues así obtenía un perfil útil de los adversarios de Guy.
Pocas semanas después recibí una nota del coronel Forbes, comunicándome que había recibido mi carta, y no volví a escuchar nada más sobre el infortunado equívoco concerniente a Guy. Asumí que las aguas habían vuelto a su cauce y que las patrañas del coronel Hamilton habían recibido el desprecio que merecían. Al año siguiente, una mañana de junio, llamaron a Gerald desde el ministerio de la Guerra, para lo que él imaginó un asunto relacionado con el parlamento.
Cuando mi marido volvió a Chester Square aquella tarde, me hizo sentar y beber un whisky antes de explicarme que traía desagradables noticias. Nunca le había visto tan serio. Guardé silencio, preguntándome qué podía ser tan importante para obligarle a volver a casa por la tarde.
—Guy ha presentado la dimisión —anunció con gravedad—. Volverá a Inglaterra en cuanto se hayan resuelto los trámites burocráticos.
—¿Por qué? —pregunté estupefacta.
—No ha dado ninguna explicación. Me convocaron en el ministerio de la Guerra esta mañana —prosiguió Gerald— y fui recibido por Billy Cuthbert, un camarada de los Fusileros. Me informó en privado de que si Guy no hubiera dimitido, le habrían expulsado.
Durante el tiempo que esperé el regreso de Guy, examinaba todos los informes que el señor Harris me entregaba sobre el creciente imperio de los Trumper, por insignificante que me pareciera. Entre las numerosas páginas que el detective me hizo llegar, sin duda para justificar sus exagerados honorarios, reparé en un tema que debía ser tan importante para los Trumper como la reputación de mi hijo para mí.
Procedí a investigarlo por mi cuenta, y tras examinar la propiedad un domingo por la mañana telefoneé a Savill’s el lunes para ofrecer dos mil quinientas libras por la propiedad en cuestión. Me llamaron a finales de semana para decir que alguien les había ofrecido tres mil.
—Entonces, ofrezca cuatro mil —dije, antes de colgar el teléfono.
Los agentes de bienes inmuebles me confirmaron por teléfono aquella tarde que ya era la propietaria de Chelsea Terrace, 25-99, un bloque de pisos. Les di permiso para comunicar al representante de los Trumper quién iba a ser su nueva vecina.