Capítulo 21

Becky no salió de su habitación hasta pasados varios días de la operación.

Charlie averiguó después, por mediación de Grace, que aún tardaría varias semanas en recobrarse por completo, pese a los esfuerzos del doctor Armitage, sobre todo al saber que nunca más podría tener hijos sin poner en peligro su vida.

Iba a verla cada mañana y cada noche, pero pasaron quince días antes de que pudiera contarle a Charlie que Trentham había entrado en su casa por la fuerza y amenazado con matarla si no le decía dónde estaba el cuadro.

—¿Por qué? No lo entiendo —dijo Charlie.

—¿Ha aparecido el cuadro?

—Ni rastro, hasta el momento —contestó Charlie, justo cuando Daphne entraba con una enorme cesta llena de provisiones.

Besó a Becky en la mejilla y confirmó que había comprado la fruta en «Trumper’s» aquella mañana. Becky forzó una sonrisa mientras mordisqueaba un melocotón. Daphne se sentó en el extremo de la cama y les puso al corriente de las últimas noticias.

Les informó de que, a raíz de una visita a los Trentham, había averiguado que Guy se hallaba en Australia, y su madre afirmaba que no había puesto el pie en Inglaterra, sino que había viajado directamente a Sidney desde la India.

—Vía Gilston Road —comentó Charlie.

—La policía no piensa así —dijo Daphne—, están convencidos de que abandonó Inglaterra en 1920 y no hay pruebas de que haya regresado.

—Bien, nosotros no vamos a allanarles el camino —dijo Charlie, cogiendo la mano de Becky.

—¿Por qué no? —preguntó Daphne.

—Porque considero que Australia está lo bastante lejos para dejar en paz a Trentham; no ganaremos nada persiguiéndole. Si los australianos le dan la cuerda suficiente, terminará colgándose él mismo.

—¿Y por qué Australia? —se interesó Becky.

—La señora Trentham va diciendo a todo el mundo que le ofrecieron entrar como socio en una empresa dedicada a la venta de ganado. Una oferta difícil de rechazar, aun a costa de renunciar a su carrera militar. El vicario es la única persona que se ha creído la historia.

Sin embargo, Daphne tampoco tenía respuesta a la pregunta de por qué Trentham había robado el óleo.

El coronel y Elizabeth visitaron a Becky en diversas ocasiones, pero como no mencionó en ningún momento su carta de dimisión, Charlie sacó a colación el tema.

Seis semanas después, Charlie y Becky regresaron a casa, sin abusar de la velocidad, pues el señor Armitage le había recomendado un mes de reposo antes de volver a trabajar. Charlie prometió al médico que su esposa no haría nada hasta que se sintiera plenamente recobrada.

La mañana en que Becky regresó a casa, Charlie la dejó acostada y se dirigió a Chelsea Terrace, directamente a la joyería que había adquirido durante la ausencia de su mujer.

Ya en la tienda, dedicó un tiempo considerable a elegir un collar de perlas cultivadas, un brazalete de oro y un reloj Victoriano de señora. Después, ordenó que fueran enviados a Grace, a la jefa de enfermeras y a la enfermera que había atendido a Becky durante su estancia en el hospital. Se detuvo a continuación en la verdulería, donde pidió a Bob que preparara una cesta con la fruta más selecta. También escogió una botella de vino de calidad en el 101 para acompañarla.

—Envíalos al señor Armitage, plaza Cadogan, 7, SW1 Londres, de mi parte —añadió.

—Ahora mismo —contestó Bob—. ¿Algo más?

—Sí. Quiero que realices esa entrega cada lunes, hasta el fin de sus días.

Durante su encuentro semanal con Tom Arnold, posterior a la vuelta de Becky a Gilston Road aquel noviembre de 1922, Charlie se refirió a los problemas con que Arnold se enfrentaba por el simple hecho de sustituir a un dependiente. De hecho, seleccionar el personal era uno de los mayores dolores de cabeza que afligían a Arnold, pues encontraba de cincuenta a cien personas disponibles por cada puesto vacante. Arnold confeccionó una lista restringida, pues Charlie insistió en entrevistarse con los candidatos definitivos antes de tomar la decisión final.

Aquel lunes en particular, Arnold había sopesado ya a varias chicas para el puesto de ayudante en la floristería, tras la jubilación de una empleada que llevaba muchos años en la casa.

—He seleccionado tres para el puesto —dijo—, pero he pensado que una de las candidatas rechazadas le podría interesar. No contaba con las cualificaciones requeridas para este puesto en concreto, pero…

Charlie echó un vistazo a la hoja de papel que Arnold le había entregado.

—Joan Moore. ¿Por qué debería yo…? —empezó Charlie, examinando rápidamente la solicitud—. Ah, ya entiendo. Es usted muy observador, Tom. —Leyó unas cuantas líneas más—. Pero yo no necesito… Bueno, por otra parte, tal vez sí. —Levantó la vista—. Cítela la semana que viene y hablaré con ella.

Charlie entrevistó el martes siguiente a la señorita Moore por espacio de una hora en su casa de Gilston Road, y su primera impresión fue que se trataba de una muchacha alegre, bien educada y algo inmadura. Sin embargo, antes de ofrecerle el puesto de doncella personal de la señora Trumper, le hizo un par más de preguntas.

—¿Solicitó este trabajo porque conocía la relación existente entre mi esposa y su antigua patrona? —preguntó Charlie.

La muchacha le miró sin pestañear.

—Sí, señor.

—¿Su antigua patrona la despidió?

—No exactamente, señor, pero cuando me fui se negó a darme referencias.

—¿Qué razón adujo?

—Yo salía con el segundo criado, sin decírselo al mayordomo, que se halla al frente de la casa.

—¿Sigue saliendo con el segundo criado?

La chica vaciló.

—Sí, señor. Esperamos casarnos en cuanto ahorremos lo suficiente.

—Bien. Preséntese a trabajar el próximo lunes por la mañana. El señor Arnold tomará las medidas oportunas.

Becky lanzó una carcajada cuando Charlie le dijo que había contratado una doncella personal para ella.

—¿Y qué haré yo con una de esas? —preguntó después.

Charlie le explicó exactamente qué haría con «una de esas».

Cuando terminó, Becky se limitó a decir:

—Eres muy malo, Charlie Trumper, te lo aseguro.

Durante la primera asamblea de la junta de 1925, Sanderson advirtió a sus socios de que el número 1 de Chelsea Terrace se pondría a la venta antes de lo que imaginaban.

—¿Por qué? —preguntó Charlie, un poco nervioso.

—Su estimación de que no resistiría más de dos años está empezando a parecer profética —continuó Sanderson.

—¿Cuánto quiere?

—El tema se ha complicado un poco.

—¿Por qué?

—Porque ha decidido subastar la propiedad en persona.

—¿Subastarla? —inquirió Becky.

—Sí —contestó Sanderson—. Así se ahorra pagarle la comisión a un agente.

—Entiendo. ¿A cuánto opina que ascenderá el precio? —preguntó el coronel.

—No es una pregunta fácil de responder —dijo Sanderson—, es cuatro veces más grande que cualquier tienda de la avenida, tiene cinco pisos y es aún mayor que la taberna de Syd Wrexall, en la otra esquina. Posee también la fachada más grande de Chelsea y otra entrada por la esquina que da a Fulham Road. Por todos estos motivos, es difícil estimar su valor.

—Aun así, ¿podría calcular una cifra? —preguntó el presidente.

—Si insiste, yo diría que alrededor de las dos mil, pero podría llegar a las tres, en el caso de que alguien demostrara mucho interés.

—¿Y las existencias? —preguntó Becky—. ¿Sabemos qué va a hacer con ellas?

—Sí, van incluidas en el lote.

—¿Y cuál es su valor, más o menos? —se interesó Charlie.

—Creo que eso es competencia de la señora Trumper —dijo Sanderson.

—Se ha devaluado bastante —intervino la aludida—. Muchas de las mejores obras de Fothergill han ido a parar a Sotheby’s, y sospecho que Christie’s tampoco se ha quedado atrás. Sin embargo, lo que queda puede cotizarse por el precio total de mil libras.

—Por lo tanto, el valor conjunto del edificio y las existencias asciende a unas tres mil libras —dijo Hadlow.

—Pero el número 1 superará ese precio —dijo Charlie.

—¿Por qué? —preguntó Hadlow.

—Porque la señora Trentham se encontrará entre los pujadores.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó el presidente.

—Porque nuestra doncella todavía sale con su segundo criado.

El resto de la junta estalló en carcajadas, pero el presidente no se unió a sus risas.

—Otra vez no —dijo—. Primero los pisos, y ahora esto. ¿Cuándo acabará?

—Sospecho que cuando esté muerta y enterrada —dijo Charlie, alzando la voz a cada palabra.

—Ni siquiera entonces, quizás —remachó Becky.

—Si te refieres a su hijo —dijo el coronel—, no creo que nos cause muchos problemas desde dieciséis mil kilómetros de distancia. En cuanto a su madre, el infierno no posee la furia…

—La cita es errónea —dijo Charlie.

—¿Cómo es? —preguntó el coronel.

—Es de Congreve, coronel. Los versos dicen: «El cielo no posee la rabia del amor transformado en odio, ni el infierno la furia de una mujer despreciada». —Charlie había dejado en silencio a la junta muchas veces, pero nunca como en aquel momento—. Sin embargo —continuó—, y ciñéndonos al tema, necesito saber qué límite me impondrá la junta para pujar por el número 1.

—Considero que cinco mil será la cifra necesaria, aunque escandalosa —dijo Becky.

—Pero no más —observó Hadlow, estudiando la hoja de balance que tenía frente a él.

—¿Tal vez una puja más? —insinuó Becky.

—Lo siento, pero no comprendo —dijo Hadlow—. ¿Qué quiere decir «una puja más»?

—Las pujas nunca alcanzan la cantidad exacta que uno supone, señor Hadlow. La mayoría de la gente que acude a una subasta lo hace con una cantidad redonda en la cabeza; por lo tanto, si se supera esta cifra es fácil apoderarse del lote.

Hasta Charlie aprobó con la cabeza.

—Entonces, accedo a una puja más —dijo Hadlow admirado.

—Sugiero que la señora Trumper se encargue de la puja —dijo el coronel—, porque con su experiencia…

—Le agradezco su amabilidad, coronel, pero necesitaré la ayuda de mi marido —sonrió Becky—, y de toda la junta, en realidad. Debo decirles que ya he preparado un plan.

Contó a sus colegas lo que había pensado.

—Muy divertido —dijo el coronel cuando ella terminó—. ¿Se me permitirá asistir a la subasta?

—Oh, sí —dijo Becky—. Todos ustedes deben estar presentes, pero, a excepción de Charlie y yo, se quedarán sentados en silencio en la fila situada directamente detrás de la señora Trentham, pocos minutos antes de que la subasta empiece.

—Maldita mujer —exclamó el coronel—. Lo siento.

—Cierto, pero no hemos de olvidar en ningún momento que es una aficionada —añadió Becky.

—¿Qué significa esa afirmación? —preguntó Hadlow.

—A veces, los aficionados se dejan arrastrar por la ocasión, y cuando eso ocurre los profesionales no tienen nada que hacer, porque el aficionado suele terminar pujando más alto. No debemos olvidar que tal vez sea la primera subasta en que participa la señora Trentham, y como desea tanto como nosotros esa propiedad y posee recursos superiores, tendremos que poner en juego toda nuestra astucia para apoderarnos del lote.

Sus colegas asintieron, expresando el acuerdo con su opinión.

Una vez terminada la asamblea, Becky explicó su plan con todo detalle a Charlie, e incluso le hizo acudir a Sotheby’s una mañana con la orden de pujar por tres piezas de plata holandesa. Obedeció las instrucciones de su mujer, pero terminó adquiriendo un bote de mostaza de Georgia por el que no sentía el menor interés.

—Es la mejor manera de aprender —le aseguró a Becky—. Agradece que no pujaras por un Rembrandt.

Aquella noche, durante la cena, continuó explicando a Charlie las sutilezas de las subastas, con mayor detalle que durante la asamblea. Aprendió que se hacían diferentes señas al subastador, para seguir pujando sin que los demás lo supieran, pero también formas de descubrir quién pujaba contra ti.

—Pero ¿no va la señora Trentham para competir contigo? —preguntó Charlie—. Al fin y al cabo, seréis las únicas dos que aguantéis hasta el final —dijo, pasándole a su mujer una rebanada de pan.

—No, si habéis conseguido sacarla de sus casillas antes de que yo entre en liza.

—Pero la junta accedió a que tú…

—Entonces, se me permitirá que puje por encima de las cinco mil libras.

—Pero…

—Nada de peros, Charlie —sirviendo a su marido otra ración de estofado irlandés—. La mañana de la subasta te quiero listo, vestido con tu mejor traje y sentado en la séptima fila, junto al pasillo, con aspecto de extrema complacencia. Después, procederás a pujar de forma ostentosa por encima de las tres mil libras. Cuando la señora Trentham supere tu oferta, cosa que hará sin duda alguna, te pondrás de pie y saldrás de la sala, con cara de decepción, mientras yo sigo pujando en tu ausencia.

—No está mal —dijo Charlie, cortando una patata por la mitad—, pero la señora Trentham adivinará tus intenciones.

—Ni hablar, porque estableceré un código de señales con el subastador que será incapaz de descifrar.

—Pero ¿entenderé yo lo que hagas? —Charlie se levantó y empezó a quitar los platos de la mesa.

—Oh, sí, porque sabrás exactamente lo que hago cuando utilice el truco de las gafas.

—¿El truco de las gafas? Pero si ni siquiera llevas gafas.

—Las llevaré el día de la subasta, y mientras las lleve sabrás que continúo pujando. Si me las quito, es que he terminado de pujar. Así, cuando salgas de la sala, el subastador solo se fijará en que yo sigo llevando las gafas puestas. La señora Trentham pensará que has abandonado, y permitirá alegremente que otra persona siga pujando, siempre que crea que no te representa.

—Eres fantástica, señora Trumper —dijo Charlie, sirviéndole café—, pero ¿qué pasará si te ve charlando con el subastador, o peor aún, descubre tu código antes de que el señor Fothergill empiece la subasta?

—No podrá. Acordaré el código con Fothergill pocos minutos antes de que empiece la subasta. En cualquier caso, será en este momento cuando hagas tu gran entrada, momentos después de que los demás miembros de la junta tomen /asiento detrás de la señora Trentham. Con un poco de suerte, estará tan distraída por todo lo que ocurre a su alrededor que ni siquiera reparará en mí.

—Me he casado con una chica muy inteligente.

—No decías lo mismo cuando íbamos a la escuela elemental de la calle Jubilee.

La mañana de la subasta, Charlie admitió durante el desayuno que estaba muy nervioso, a pesar de la calma aparente de Becky, sobre todo después de que Joan informó a su señora que el segundo criado había oído de labios de la cocinera que la señora Trentham se había puesto un límite de cuatro mil libras para pujar.

—Me pregunto… —empezó Charlie.

—¿Si lo dijo a propósito? Es posible. Al fin y al cabo, es tan astuta como tú. Mientras nos ciñamos al plan acordado… Y recuerda que todo el mundo, incluida la señora Trentham, tiene un límite… Todavía podemos derrotarla.

Estaba previsto que la subasta diera comienzo a las diez en punto. La señora Trentham entró en la sala veinte minutos antes y se contoneó pasillo adelante. Se sentó en el centro de la tercera fila. Colocó su bolso en una silla y sus papeles en la otra para asegurarse de que nadie se sentaría a su lado. El coronel y sus dos socios entraron en la sala semillena a las 9.50 y, siguiendo las instrucciones, ocuparon los asientos situados detrás de su adversario. La señora Trentham no aparentó el menor interés por su presencia. Charlie hizo aparición cinco minutos después. Avanzó por el pasillo central, saludó con el sombrero a una dama que reconoció, estrechó la mano de una clienta habitual y se sentó en el extremo de la séptima fila. Habló en voz alta con su vecino sobre la gira del equipo inglés de cricket por Australia, mientras el minutero del reloj de péndulo se acercaba lentamente a la hora señalada.

Aunque la sala no era mucho más grande que la sala de estar de Daphne, habían conseguido apretujar cien sillas de diferentes formas y tamaños. Las paredes estaban cubiertas de un tapete verde descolorido que exhibía marcas de ganchos, en los puntos donde habían colgado cuadros en el pasado. La alfombra estaba tan raída que Charlie distinguió por los huecos las tablas del suelo. Presintió que dotar al número 1 de la pulcritud que distinguía a las tiendas Trumper le iba a costar mucho más de lo que imaginaba.

Paseó la vista a su alrededor y calculó que habría unas setenta personas en la sala; se preguntó cuántas habían venido sin intención de pujar, solo por el placer de presenciar el enfrentamiento entre los Trumper y la señora Trentham.

Syd Wrexall, como representante de la Asociación de Tiendas, se hallaba ya en la primera fila, los brazos cruzados y una expresión de serenidad forzada en el rostro. Su amplio volumen ocupaba casi dos sillas. Charlie sospechó que no aguantaría más allá de la segunda o tercera puja. No tardó en localizar a la señora Trentham, sentada en la tercera fila, y con la vista clavada en el reloj de péndulo.

A falta de dos minutos para el comienzo, Becky entró en el número 1. Charlie estaba ansioso por seguir sus instrucciones al pie de la letra. Se levantó de su silla y avanzó con determinación hacia la salida. Esta vez, la señora Trentham se volvió para observar los movimientos de Charlie. Este, con semblante inocente, recogió otro contrato de compra y venta en la parte posterior de la sala, volvió a su asiento con parsimonia y se detuvo para charlar con otro tendero que, evidentemente, se había tomado una hora libre para presenciar la subasta.

Cuando Charlie volvió a su sitio no miró a su mujer, que estaba sentada algo más atrás. Tampoco miró a la señora Trentham, aunque su instinto le advirtió de que tenía los ojos clavados en él.

El reloj dio las diez. El señor Fothergill, un hombre alto y delgado que llevaba impecablemente peinadas sus guedejas plateadas, subió los cuatro peldaños que conducían a su palco circular de madera. Charlie pensó que tenía un aspecto impresionante. Se acomodó, apoyó una mano en el borde del palco y sonrió al público apiñado.

—Buenos días, damas y caballeros —saludó, cogiendo su mazo.

El silencio descendió sobre la sala. El señor Fothergill se acarició la corbata de lazo antes de proseguir.

—Vamos a proceder a la venta de la propiedad conocida como Chelsea Terrace, número 1, sus instalaciones, accesorios y contenido, que han estado abiertos al público en general durante las dos últimas semanas. A quien puje más alto se le exigirá un depósito del diez por ciento, apenas concluida la subasta, para completar la transacción en un plazo máximo de noventa días. Así rezan los términos de sus contratos de compra y venta, y lo repito únicamente para que no surjan malos entendidos a posteriori.

Carraspeó. El corazón de Charlie se aceleró. Vio que el coronel cerraba los puños. Becky sacó unas gafas del bolso y las dejó sobre su regazo.

—La subasta se abre con una postura de mil libras —dijo Fothergill al silencioso público. Muchos espectadores se congregaban en un lado de la sala o se recostaban contra la pared, pues ya no quedaban sillas libres. Charlie clavó la mirada en el subastador. El señor Fothergill sonrió al señor Wrexall, que seguía con los brazos cruzados, en una actitud de decidida resolución—, ¿alguien ofrece más de mil?

—Mil quinientas —dijo Charlie, en voz demasiado alta.

Aquellos que ignoraban la intriga se volvieron para ver quién hacía la oferta. Algunos hicieron comentarios con sus vecinos.

—Mil quinientas —dijo el subastador—, ¿alguien ofrece dos mil?

El señor Wrexall descruzó los brazos y levantó una mano, como un niño decidido a demostrar que sabe la respuesta a una pregunta formulada por el profesor.

—Dos mil quinientas en el centro de la sala. ¿Alguien ofrece tres mil?

La mano del señor Wrexall se elevó unos centímetros de su rodilla y volvió a caer. Profundas arrugas se marcaron en su frente.

—¿Alguien ofrece tres mil? —preguntó por segunda vez el señor Fothergill.

Charlie apenas podía dar crédito a su suerte. Iba a conseguir el número 1 por dos mil quinientas libras. Mientras esperaba a que el martillo se abatiera, los segundos parecieron transformarse en minutos.

—¿Alguien en la sala ofrece tres mil? —preguntó el señor Fothergill, algo decepcionado—. En tal caso, ofrezco el número 1 de Chelsea Terrace por dos mil quinientas libras a la una… —Charlie contuvo el aliento—, a las dos. —El subastador levantó su martillo…—. Tres mil libras —anunció el señor Fothergill con un suspiro audible, cuando la mano enguantada de la señora Trentham descansó de nuevo en su regazo.

—Tres mil quinientas —dijo Charlie cuando el señor Fothergill sonrió en su dirección, pero en cuanto volvió la vista hacia la señora Trentham esta cabeceó afirmativamente a la petición de cuatro mil libras elevada por el subastador.

Charlie dejó que pasaran unos segundos antes de levantarse, enderezarse la corbata y caminar con semblante lúgubre por el centro del pasillo hasta salir a la calle. No vio a Becky ponerse las gafas, o la expresión de triunfo que invadió el rostro de la señora Trentham.

—¿Alguien ofrece cuatro mil quinientas libras? —preguntó el subastador. Desvió la vista un breve instante hacia el asiento de Becky y añadió—: Sí. —Se volvió hacia la señora Trentham y preguntó—: ¿Cinco mil libras, señora?

Los ojos de la mujer inspeccionaron a toda prisa la sala, pero todo el mundo comprendió que ignoraba la identidad del último lidiador. Los murmullos aumentaron de volumen, pues todo el público de la subasta empezó a practicar el juego de localizar al lidiador. Solo Becky, a salvo en su asiento de atrás, no movió ni un músculo.

—Silencio, por favor —pidió el subastador—. Hay una oferta de cuatro mil quinientas libras. ¿He oído cinco mil libras? —Su mirada volvió a la señora Trentham. Esta levantó la mano poco a poco, pero mientras lo hacía se giró en redondo para ver quién pujaba contra ella. Nadie se movió cuando el subastador dijo—: Cinco mil quinientas. Tengo una oferta de cinco mil quinientas. —El señor Fothergill paseó la vista por el público—, ¿alguien ofrece más?

Miró a la señora Trentham. La mujer parecía desconcertada, y sus manos descansaban inmóviles sobre su regazo.

—Cinco mil quinientas a la una —dijo el señor Fothergill—. Cinco mil quinientas a las dos. —Becky se humedeció los labios para reprimir una amplia sonrisa—. Y cinco mil quinientas a las tres.

El subastador levantó el martillo.

—Seis mil —dijo la señora Trentham con voz clara, casi agitando la mano.

El público se quedó sin aliento. Becky se quitó las gafas con un suspiro, comprendiendo que su minucioso plan había fracasado, a pesar de que la señora Trentham había pagado hasta el triple de lo que una tienda en Chelsea Terrace había costado hasta el momento.

Los ojos del subastador escrutaron la parte posterior de la sala, pero Becky aferraba con firmeza las gafas, así que desvió la mirada hacia la señora Trentham, que no podía disimular una mirada de triunfo.

—Seis mil a la una —dijo el subastador, paseando la vista por la sala—. Seis mil a las dos. Si nadie ofrece más, seis mil a las tres…

Alzó el martillo de nuevo.

—Diez mil libras —dijo una voz desde atrás.

Todo el mundo se volvió. Charlie había regresado y se hallaba de pie en el pasillo, la mano derecha alzada en el aire.

El coronel empezó a sudar, algo que no solía hacer en público, al ver que el licitador era Charlie. Se sacó un pañuelo del bolsillo superior y se secó la frente.

—Hay una oferta de diez mil libras —dijo un sorprendido señor Fothergill.

—Once mil —exclamó la señora Trentham, mirando a Charlie con belicosidad.

—Doce mil —ladró Charlie.

El tono de las conversaciones alcanzó un volumen ensordecedor. Becky tuvo ganas de levantarse y echar a su marido de la sala.

—Silencio, por favor —pidió el señor Fothergill—. ¡Silencio!

El coronel continuaba secándose la frente, el señor Sanderson tenía la boca lo bastante abierta para facilitar el acceso de un enjambre de moscas y la cabeza del señor Hadlow se hallaba firmemente sepultada entre sus manos.

—Trece mil —dijo la señora Trentham.

Becky observó que la mujer, al igual que su marido, había perdido los papeles por completo.

—¿Alguien ofrece catorce mil? —preguntó el subastador.

Charlie, con semblante preocupado, se limitó a arrugar la frente, menear la cabeza y hundir las manos en los bolsillos.

Becky suspiró aliviada, despegó sus manos y volvió a ponerse las gafas, nerviosa.

—Catorce mil —dijo el señor Fothergill, mirando hacia Becky.

Se desató una nueva algarabía cuando ella se quitó rápidamente las gafas y se levantó para protestar. Charlie parecía absorto. Los ojos de la señora Trentham estaban clavados en Becky, a la que había localizado por fin.

—Quince mil libras —anunció, con una sonrisa de triunfo.

El subastador miró a Becky, que había guardado las gafas en el bolso, cerrándolo con un chasquido. También miró a Charlie, que continuaba con las manos hundidas en los bolsillos.

—En la parte delantera de la sala se ofrecen quince mil libras. ¿Alguien da más? —Los ojos del subastador escrutaron sucesivamente a Becky, Charlie y la señora Trentham—, quince mil a la una. —Miró a su alrededor de nuevo—. Quince mil a las dos… Quince mil a las tres. —El martillo se abatió con un golpe sordo—. Declaro vendida la propiedad por quince mil libras a la señora de Gerald Trentham.

Becky corrió hacia la puerta, pero Charlie ya se hallaba en la acera.

—¿A qué estabas jugando, Charlie? —preguntó, aun antes de alcanzarle.

—Sabía que pujaría hasta las trece mil libras, porque esa es la cantidad que todavía tiene en el banco.

—¿Cómo lo sabes?

—El segundo criado de la señora Trentham me pasó la información esta mañana. Por cierto, le he contratado como mayordomo.

El coronel se reunió en aquel momento con ellos.

—Debo reconocer, Rebecca, que tu plan era brillante —dijo—. Me engañó por completo.

—Y a mí también —dijo Charlie.

—Corriste un peligro espantoso, Charlie Trumper —insistió Becky a su marido.

—Tal vez, pero al menos sabía cuál era su límite. No tenía ni idea de cuál era tu juego.

—Cometí un gigantesco error —dijo Becky—. Cuando volví a ponerme las gafas… ¿De qué te ríes, Charlie Trumper?

—Loado sea Dios por los auténticos aficionados.

—¿Qué quieres decir?

—La señora Trentham se creyó de veras que estabas pujando y se pasó de rosca. De hecho, ella no fue la única que se dejó arrastrar por la emoción. Empiezo a sentir pena por…

—¿Por la señora Trentham?

—Desde luego que no —dijo Charlie, con cierta vehemencia—. Por el señor Fothergill. Va a pasar noventa días en el cielo, pero luego caerá a tierra de morros.