Charlie se quedó solo en el vestíbulo y decidió no mencionar la carta del coronel a Becky hasta volver de cenar con Daphne. Becky llevaba tanto tiempo aguardando el acontecimiento que temió amargarle el resto de la velada si se negaba a ir.
—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó Becky al llegar al pie de la escalera—. Estás un poco pálido.
—Estoy bien —contestó Charlie, ocultando nerviosamente la carta en el bolsillo interior—. Vamos o llegaremos tarde, y eso no puede ser. —Miró a su esposa y reparó por primera vez en que llevaba el vestido de baile rosa, curvado por delante—. Estás arrebatadora. Ese vestido hará que Daphne palidezca de envidia.
—Tú tampoco tienes mal aspecto.
—Siempre que me pongo este traje de pingüino, me siento como el jefe de camareros del Ritz —admitió, mientras Becky le enderezaba la corbata blanca.
—¿Cómo lo sabes, si nunca has ido al Ritz?
—Al menos, el traje ha salido de mi propia tienda esta vez —dijo Charlie, abriendo la puerta para que su esposa pasara.
—Ah, pero ¿ya has pagado la factura?
Mientras conducía hacia Eaton Square, a Charlie le costaba concentrarse en la animada conversación de su mujer, y trataba de adivinar por qué el coronel quería dimitir cuando todo marchaba tan bien.
—Bien, ¿qué crees que debo hacer? —preguntó Becky.
—Lo que consideres mejor.
—No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho desde que salimos de casa, Charlie Trumper. Pensar que solo llevamos casados dos años.
—Lo siento —dijo Charlie, aparcando su pequeño Austin Siete junto al Silver Ghost que apuntaba a la fachada de Eaton Square, 17—. No me importaría vivir aquí —comentó, mientras abría la puerta del coche para que su mujer bajara.
—Todavía no —insinuó Becky.
—¿Por qué no?
—Porque tengo el presentimiento de que el señor Hadlow no podría autorizar el préstamo necesario.
Un mayordomo les abrió la puerta antes de que pisaran el último peldaño.
—Tampoco me importaría tener uno de estos —susurró Charlie.
—Compórtate.
—Desde luego. He de procurar mantenerme en mi lugar.
El mayordomo les condujo a la sala de estar. Allí encontraron a Daphne, bebiendo un martini seco.
—Queridos —exclamó.
Becky corrió hacia ella, le lanzó los brazos al cuello y ambas se fundieron en un abrazo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Becky.
—Mi pequeño secreto. —Daphne se dio unas palmaditas sobre el estómago—. Bien, veo que me llevas la delantera, para variar.
—No tanto. ¿Para cuándo está previsto?
—El doctor Gould ha pronosticado que será para enero. Clarence si es un chico, Clarissa si es una niña. —Sus dos invitados estallaron en carcajadas—. Ni se os ocurra burlaros. Son los nombres de los más distinguidos antepasados de Percy —les dijo, justo cuando su marido entraba en la sala.
—Muy cierto —dijo Percy—, pero que me zurzan si recuerdo lo que hicieron.
—Bienvenido a casa. —Charlie le estrechó la mano.
—Gracias, Charlie —contestó Percy. Besó a Becky en las dos mejillas—. No me importa deciros que estoy muy contento de volver a veros. —Un criado le tendió un whisky con soda—. Bien, Becky, cuéntame todo lo que habéis hecho, y no ahorres detalles.
Ambos se sentaron en el sofá. Daphne se reunió con Charlie que paseaba lentamente por la sala, examinando los cuadros que colgaban de todas las paredes.
—Los antepasados de Percy —explicó Daphne—. Todos pintados por artistas de segunda fila. Los cambiaría todos por esa reproducción de la Virgen María que tienes en tu salón.
—Este no —dijo Charlie, parándose frente al segundo marqués de Wiltshire.
—Ah, sí, el Holbein. Tienes razón. Pero me temo que se ha desvalorizado mucho desde entonces.
—No sabría decirle, señora —sonrió Charlie—, sepa usted que mis antepasados no entendían ni jota de cuadros. Pensándolo bien, no creo que el Holbein fuera encargado por los vendedores ambulantes del East End.
Daphne lanzó una carcajada.
—Por cierto, Charlie, ¿dónde has dejado tu acento de los barrios bajos?
—¿Qué desea la señora marquesa, medio kilo de tomates y un cuarto de pomelos, o una noche de cachondeo?
—Eso está mejor. No dejes que unas cuantas clases nocturnas se te suban a la cabeza.
—Shhh —dijo Charlie, mirando a su mujer, que seguía sentada en el sofá—. Becky aún no sabe nada de las clases nocturnas, y no diré nada hasta que…
—Entiendo. Te prometo que yo no le diré nada. Ni siquiera se lo he contado a Percy. —Desvió la mirada hacia Becky, enfrascada en una animada conversación con Percy—, a propósito, ¿cuánto falta para que…?
—Yo diría que unos diez años —dijo Charlie, preparando su respuesta ensayada.
—Ah, pues yo pensaba que estas cosas suelen durar unos nueve meses.
Charlie sonrió, comprendiendo que había entendido mal la pregunta, pero continuó sin cambiar de tema.
—No se agobie, señora, todavía tenemos a punto el carretón más grande del mundo para que Clarence o Clarissa compren todo lo que se les antoje.
—Tal como va el mundo últimamente, no me sorprendería que terminaran trabajando como empleados a tus órdenes.
Charlie prosiguió la conversación, pero no podía apartar los ojos del Holbein. Por fin, Daphne rompió el hechizo.
—Ven, Charlie, vamos a comer algo. Siempre estoy hambrienta de un tiempo a esta parte.
Percy y Becky se levantaron, y siguieron a Daphne y Charlie hacia el comedor.
Daphne guio a sus invitados por un largo pasillo. Después, atravesaron otra sala, del mismo tamaño y proporción que la anterior. Los seis lienzos que colgaban de las paredes eran de Reynolds.
—En este caso, el único pariente es la fea —les aseguró Percy, sentándose en un extremo de la mesa y señalando la larga figura gris de una dama, que colgaba en la pared situada detrás de él—. Y le habría costado lo suyo establecerse en Wiltshire, de no ir acompañada de una hermosísima dote.
Charlie parecía más interesado en el cuadro que en la historia de la familia de Percy.
Se sentaron a la mesa. Estaba dispuesta para cuatro, pero albergaría con toda comodidad a ocho. La cena de cuatro platos habría alimentado hasta la saciedad a dieciséis. Criados con libreas se situaron detrás de cada silla, a fin de complacer el menor deseo de los comensales.
—Cada casa debería tener uno —susurró Charlie a su esposa, que se hallaba sentada frente a él.
La conversación que ocupó la cena les dio ocasión a los cuatro de averiguar todo lo ocurrido durante los pasados dos años. Al terminar el banquete, cuando Daphne y Becky se marcharon para dejar a los hombres disfrutar de un puro, Charlie pensó que era como si los Wiltshire no se hubieran ausentado ni un día.
—Me alegro de que las chicas nos hayan dejado solos —empezó Percy—, pues me temo que deberíamos tocar un tema mucho menos agradable.
Charlie lanzó una bocanada de humo de su primer puro, preguntándose cómo sería padecer cada día el mismo suplicio.
—Cuando Daphne y yo estuvimos en la India, nos topamos con ese crápula de Trentham —Charlie tosió cuando el humo se le atragantó, y prestó toda su atención a las explicaciones que su invitado le daba sobre la conversación sostenida entre él y Trentham—. Su amenaza de que te iba a «destruir», fuera como fuese, puede ser una simple fanfarronada, por supuesto —continuó Percy—, pero Daphne creyó conveniente que te pusiéramos al corriente.
—¿Y qué puedo hacer yo? —Charlie dejó caer en el cenicero de plata que habían colocado frente a él justo a tiempo un largo trozo de ceniza.
—Sospecho que no mucho, excepto recordar que quien avisa no es traidor. Llegará a Inglaterra en cualquier momento, y su madre va contando a todo el mundo que le han hecho una oferta tan irresistible en la City que ha decidido sacrificar su carrera. Me parece imposible que nadie la crea y, de cualquier modo, la gente honrada piensa que la City es el lugar adecuado para la gentuza como Trentham.
—¿Crees que debería decírselo a Becky?
—No. De hecho, no le he hablado a Daphne de mi segundo encuentro con Trentham en el club Overseas. No hace falta que tortures a Becky con los detalles. Por lo que he oído esta noche, está más feliz que unas pascuas.
—Sin contar que está a punto de dar a luz.
—Exacto. El tiempo dirá la última palabra. Bien, ¿vamos a reunimos con las damas?
Mientras tomaba un generoso coñac en otra sala llena de antepasados, que incluía un pequeño óleo del príncipe Charlie, Becky escuchó a Daphne describir a los norteamericanos, a los que adoraba, si bien consideraba que nunca debimos menospreciarlos; a los africanos, que le parecían muy agradables, aunque se les debería devolver su tierra lo más pronto posible; y a los indios, que ya no podían esperar a recuperar su independencia, según el hombrecillo que continuaba llegando a la residencia oficial del gobernador en andrajos.
—¿Te refieres, por casualidad, a Gandhi? —preguntó Charlie, lanzando bocanadas de humo con mayor confianza—. Me parece un hombre impresionante.
De regreso a Gilston Road, Becky le contó a Charlie todas las habladurías que Daphne le había revelado. Sin embargo, resultó obvio para Charlie que las dos mujeres no habían tocado el tema de Trentham, o la amenaza que había formulado.
Charlie pasó la noche sin dormir, en parte por haber abusado de la comida y el alcohol, pero sobre todo porque su mente saltaba de la dimisión del coronel al problema del inminente regreso de Trentham a Inglaterra.
A las cuatro de la mañana se levantó, se puso su ropa vieja y se fue al mercado, algo que procuraba hacer al menos una vez a la semana, convencido de que ningún empleado de «Trumper’s» podía manejárselas en el Garden mejor que él. En fecha reciente, un comerciante del mercado llamado Ned Denning había logrado colarle un par de aguacates excesivamente maduros, y al día siguiente le animó a comprar una caja de naranjas que Charlie no quería para nada. Este decidió levantarse muy temprano al tercer día para intentar que despidieran al tipo de su trabajo.
El lunes siguiente, Ned Denning fue nombrado primer director general del colmado «Trumper’s».
Charlie aprovechó bien la mañana, comprando provisiones para los números 131 y 147, y Bob Makins llegó una hora más tarde para conducirle a él y a Ned de regreso a Chelsea Terrace, en la furgoneta adquirida unos días antes.
En cuanto se detuvieron frente a la verdulería, Charlie ayudó a descargar y guardar los artículos, para después ir a desayunar a casa unos minutos antes de las siete. Consideró que todavía era demasiado temprano para llamar por teléfono al coronel.
La cocinera le sirvió huevos con bacon, que compartió con Daniel y la niñera. Becky no bajó, pues aún no se había recuperado de la cena.
En cuanto la niñera salió de la cocina para llevar al niño al cuarto de jugar, Charlie consultó la hora en su reloj de cadena. Aunque faltaban solo unos minutos para las ocho, no pudo esperar más, se dirigió al vestíbulo, descolgó el teléfono y pidió a la operadora que le pusiera con Flaxman, 172. La comunicación se realizó al cabo de pocos segundos.
—¿Puedo hablar con el coronel?
—Le diré que ha llamado, señor Trumper —fue la respuesta.
El pensamiento de que nunca sería capaz de disimular su acento por teléfono divirtió a Charlie.
—Buenos días, Charlie —dijo otro acento que reconoció de inmediato.
—¿Puedo ir a verle, señor?
—Por supuesto, pero espera hasta las diez, camarada. Elizabeth ya se habrá marchado a visitar a su hermana en Camden Hill.
—Estaré ahí a las diez en punto —prometió Charlie.
Después de colgar, decidió emplear las dos horas que le restaban en hacer una gira por las tiendas. Por segunda vez en aquella mañana, y sin que Becky se hubiera despertado, se marchó a Chelsea Terrace.
Charlie sacó al señor Arnold de la ferretería y comenzó la inspección de las once tiendas. Explicó con todo lujo de detalles a su subdirector los planes que tenía para instalar en el edificio seis nuevas tiendas.
Después de dejar el 129, Charlie confesó a Arnold su preocupación por la licorería, que aún no daba la talla, a pesar del nuevo servicio de reparto, que se utilizaba solo para la verdulería. Charlie se sentía orgulloso de que su tienda fuera una de las primeras de Londres en tomar pedidos por teléfono y entregarlos el mismo día a los clientes que habían abierto una cuenta. Otra idea que les había robado a los norteamericanos, y cuanto más leía sobre sus competidores de Estados Unidos, más deseaba visitar el país y estudiar sus innovaciones sobre el terreno.
—Aún recordaba su primer servicio de reparto, cuando utilizaba el carretón del abuelo para el transporte y a Kitty para efectuar las entregas. Ahora, conducía una elegante furgoneta azul de tres caballos, con la inscripción «Trumper, el comerciante honrado. Fundado en 1823», escrita con letras azules en ambos lados.
Se detuvo en la esquina de Chelsea Terrace y contempló la tienda que siempre dominaría Chelsea, con su enorme ventana salediza y la gran puerta doble. Sabía que casi había llegado el momento oportuno de entrar y ofrecer al señor Fothergill un generoso talón que cubriera las deudas del subastador; un antiguo empleado del número 1 le había asegurado recientemente que la cantidad ascendía ya a unas dos mil libras.
Charlie entró en el número 1 para pagar una factura mucho menor y preguntó a la chica que atendía detrás del mostrador si ya habían terminado de poner el marco nuevo a la Virgen María y el Niño. Llevaba un retraso de tres semanas.
No lamentaba el retraso, pues así tenía otra excusa para chafardear. Se fijó en que el papel de la pared situada tras la zona de recepción seguía desprendiéndose, y en la única empleada sentada ante el escritorio. Su aspecto le convenció de que no siempre recibía la paga semanal.
El señor Fothergill apareció con el cuadro recién enmarcado y entregó el pequeño óleo a Charlie.
—Gracias —dijo Charlie, examinando una vez más las enérgicas pinceladas rojas y azules que daban forma al retrato.
Se dio cuenta de cuánto lo había echado de menos.
—¿Sabe cuánto vale? —preguntó a Fothergill, tendiéndole un billete de diez chelines.
—Unas libras, a lo sumo —contestó el experto, tocándose la corbata de lazo—. Al fin y al cabo, se pueden encontrar a lo largo y ancho de Europa multitud de versiones del tema, ejecutado por artistas desconocidos.
—Me sorprende —dijo Charlie, mientras consultaba su reloj y guardaba la factura en el bolsillo. Le quedaba tiempo de sobra para pasear sin prisa por los jardines de la Princesa y llegar a la residencia del coronel un par de minutos antes de las diez—. Buenos días —se despidió del señor Fothergill.
Aunque aún era muy temprano, las aceras de Chelsea bullían de gente, y Charlie levantó su sombrero en varias ocasiones para saludar a los clientes que reconocía.
—Buenos días, señor Trumper.
—Buenos días, señora Symonds —contestó Charlie.
Cruzó la calle para atajar por el parque.
Empezó a ensayar mentalmente lo que diría al coronel una vez descubierta la razón por la que consideraba necesario presentar la dimisión. Fuera cual fuese esa razón, Charlie estaba decidido a no perder a su presidente. Dejó atrás la puerta del parque y caminó por el sendero artificial.
Se apartó a un lado para dejar pasar a una dama que empujaba un carrito de niño y saludó burlonamente a un viejo soldado. Se hallaba sentado en el banco del parque y hacía rodar una Woodbine. Después de atravesar el pequeño parque salió a Gilston Road, y cerró la puerta a su espalda.
Charlie se encaminó hacia Tregunter Road y aceleró el paso. Sonrió al pasar frente a su pequeña casa, olvidando que llevaba el cuadro bajo el brazo. Su mente continuaba preocupada por la dimisión del coronel.
Giró sobre sus talones al oír un grito y una puerta que se cerraba detrás de él. Fue más un reflejo que el deseo de averiguar qué ocurría. Se quedó paralizado al observar que una figura desaliñada bajaba corriendo los escalones de su casa y se precipitaba hacia él.
Petrificado, vio acercarse al supuesto vagabundo, hasta que el hombre se detuvo de repente a unos pasos de distancia. Los dos hombres se miraron fijamente durante unos segundos. Tanto caballero como vagabundo exhibían un afeitado impecable. El reconocimiento dio paso a la incredulidad.
Charlie se negó a creer que aquella figura desaliñada y de cabello alborotado, ataviada con un gabán viejo y un sombrero raído, fuera el mismo hombre que había visto por primera vez en la estación de Edimburgo seis años antes.
El detalle de aquel momento que Charlie jamás olvidaría serían los tres círculos que se destacaban en las hombreras de Trentham, la señal de los galones de capitán arrancados recientemente.
Trentham bajó la vista hacia el cuadro durante un segundo, y luego, de improviso, se abalanzó sobre Charlie y le arrebató el grabado. Se volvió y empezó a correr en dirección contraria. Charlie se lanzó al instante en su persecución y no tardó en ganar terreno a Trentham, estorbado por su grueso gabán y el peso del cuadro.
Charlie estaba a punto de agarrar a Trentham por la cintura, cuando oyó el grito. Vaciló un momento al pensar que provenía de su casa. Cambió de dirección y corrió hacia los peldaños de su casa, sabiendo que le concedía a Trentham la ocasión de huir. Entró como una exhalación en la sala de estar y encontró a la cocinera y a la niñera inclinadas sobre Becky. Estaba tendida en el sofá y chillaba de dolor.
Los ojos de Becky se iluminaron al ver a Charlie.
—Voy a tener el niño —fue todo cuanto dijo.
—Cójala con suavidad y ayúdeme a transportarla hacia el coche —dijo Charlie a la cocinera.
Sacaron a Becky de la casa, mientras la niñera corría a abrir la puerta del coche para que la acomodaran en el asiento posterior. Charlie miró a su esposa. Estaba pálida y tenía los ojos vidriosos. Pareció perder la conciencia después de cerrar la puerta del coche.
Charlie se sentó al volante y gritó a la cocinera, que estaba girando la manivela para poner el motor en marcha.
—Llame a mi hermana y dígale que vamos para allá. Que esté preparada para cualquier emergencia.
El motor se encendió y la cocinera saltó a un lado para no ser atropellada. Charlie aceleró y trató de evitar a peatones, bicicletas, tranvías, caballos y otros vehículos, camino del hospital.
Se volvía incesantemente para mirar a su esposa, dudando de que siguiera con vida.
—¡Quiero que los dos vivan! —gritó, con toda la fuerza de sus pulmones.
Bajó por el Embankment a toda velocidad, chillando a la gente que cruzaba la calle y que desconocía su apuro. Al atravesar el puente de Southwark oyó gemir a Becky por primera vez.
—Pronto llegaremos, querida —prometió—. Resiste un poco más.
Tras salir del puente se desvió por la primera calle a la izquierda y mantuvo la velocidad hasta divisar las enormes puertas de hierro del hospital. Cuando dio la vuelta al macizo de flores circular vio que Grace y dos hombres vestidos con batas blancas largas esperaban, con una camilla al lado. Charlie frenó el coche a pocos centímetros del grupo.
Los dos hombres alzaron a Becky y la depositaron en la camilla. Después, subieron corriendo los escalones y entraron en el hospital. Charlie les siguió. Grace corría a su lado, explicándole que el señor Armitage, el ginecólogo jefe del hospital, ya había dispuesto un quirófano en la primera planta.
Becky se encontraba en el interior del quirófano cuando Charlie llegó a la puerta. Le dejaron solo en el pasillo. Se puso a pasear arriba y abajo, indiferente a los empleados que se dirigían a su trabajo.
Grace salió pocos minutos después y le aseguró que el señor Armitage lo tenía todo bajo control, y que Becky no podía estar en mejores manos. El bebé nacería de un momento a otro. Apretó la mano de su hermano y volvió al quirófano. Charlie siguió paseando, pensando únicamente en su mujer y en su primer hijo. La visión de Trentham se había hecho borrosa. Rezó para que Daniel tuviera un hermano, que tal vez un día tomaría las riendas de «Trumper’s». Rezó a Dios para que Becky no padeciera mucho durante el parto. Paseó arriba y abajo de aquel largo pasillo de paredes verdes, y hasta pensó en algunos nombres: George, Charlie…, Tommy.
Pasó otra hora antes de que un hombre alto y corpulento saliera del quirófano, seguido de Grace. Charlie se volvió para escrutar su rostro, pero como una bata blanca cubría al médico de pies a cabeza no consiguió adivinar el resultado de la operación. El señor Armitage se quitó la máscara: la expresión de su rostro contestó a la silenciosa plegaria de Charlie.
—Conseguí salvar la vida de su esposa —dijo el médico—, pero no pude hacer nada por el niño, señor Trumper. Lo siento mucho.