Capítulo 2

El funeral del abuelo Charlie se celebró una despejada mañana de octubre en la iglesia de Santa María y San Miguel, en la calle Jubilee. Cuando los componentes del coro tomaron asiento, solo quedó sitio para estar de pie, y hasta el señor Salmon, ataviado con un largo abrigo negro y un sombrero negro de ala ancha, se encontraba entre los que se apretujaban en la parte trasera. Fue la segunda lección de Charlie sobre el significado de la palabra reputación.

A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó al puesto de su abuelo con el flamante carretón nuevo, hasta el señor Dunkley salió de la tienda de pescado y patatas fritas para admirar su adquisición.

—Tiene casi el doble de capacidad que el viejo carretón del abuelo —le dijo Charlie—, además, solo debo una libra de su importe.

Sin embargo, al acabar la semana Charlie descubrió que el nuevo carretón seguía medio lleno de fruta pasada que nadie quería. Sal y Kitty también arrugaban la nariz cuando les ofrecía delicadezas tales como plátanos pasados o melocotones aplastados. Le costó varias semanas al nuevo comerciante calcular la cantidad que precisaba cada mañana para satisfacer las demandas de sus clientes, y aún más darse cuenta de que esas demandas variaban de un día a otro.

Un sábado por la mañana, después de recoger los productos en el mercado y de camino a Whitechapel, Charlie oyó un estridente chillido.

—Tropas británicas diezmadas en el Somme —gritaba un vendedor de periódicos en la esquina de Covent Garden.

Se desprendió de medio penique a cambio del Daily Chronicle, se sentó en la acera y empezó a leer, seleccionando las palabras que comprendía. Supo que miles de ingleses habían muerto en una operación combinada con el ejército francés contra las tropas del káiser Guillermo. El desventurado enfrentamiento había terminado en un desastre. El general Haig había previsto un avance de cuatro kilómetros por día, pero todo concluyó en una retirada. La consigna «Volveremos a casa por Navidad» sonaba ahora como una pura insensatez.

Charlie tiró el periódico a la cloaca. Ningún alemán podría matar a su padre, de eso estaba seguro, aunque últimamente empezaba a sentirse culpable acerca de su contribución a la guerra, teniendo en cuenta que Grace había solicitado el traslado a los hospitales de campaña, a solo medio kilómetro del frente.

Aunque Grace escribía a Charlie cada mes, todavía no tenía noticias de su padre. «Tenemos aquí a un millón de soldados, y todos parecen helados, empapados y hambrientos», le explicaba. Sal continuaba trabajando de camarera en Commercial Road y daba la impresión de que ocupaba todo su tiempo libre en buscar un marido; en cambio, Kitty no tenía el menor problema en encontrar infinidad de hombres que se sentían felices complaciendo todos sus deseos. De hecho, Kitty era la única de los tres que podía disponer de tiempo para ayudar en el puesto, pero como nunca se despertaba hasta que el sol brillaba en lo alto, y se escabullía mucho antes de que se hubiera puesto, no era lo que el abuelo hubiera llamado «una buena adquisición».

Pasaron semanas antes de que el joven Charlie dejara de volver la cabeza para preguntar: «¿Cuánto, abuelo? ¿Qué precio, abuelo? ¿Tiene crédito la señora Davies, abuelo?». Y solo después de pagar hasta el último penique de su deuda y quedarse casi sin blanca, empezó a comprender que su abuelo debía de haber sido muy bueno en su oficio.

Al cumplirse el primer aniversario de la muerte del abuelo, Sal estaba convencida de que todos terminarían viviendo de la caridad, y suplicaba sin cesar a Charlie que vendiera el viejo carretón del abuelo para ganar una libra más, pero la respuesta de Charlie era invariable.

—Jamás —añadiendo a continuación que antes dejaría pudrirse la reliquia en el patio trasero que entregarla a otras manos.

Las cosas empezaron a enderezarse durante el otoño de 1917, y el carretón más grande del mundo rindió los beneficios suficientes para comprar un vestido de segunda mano a Sal, un par de zapatos a Kitty y un traje de tercera mano a Charlie.

Aunque Charlie seguía siendo delgado (ahora un peso mosca) y no muy alto, después de cumplir diecisiete años observó que las damas agazapadas en la esquina de Whitechapel Road, aún empeñadas en plantificar plumas blancas a todos los civiles que aparentaban entre dieciocho y cuarenta años, empezaron a mirarle como buitres impacientes.

Si bien a Charlie no le asustaban los alemanes, confiaba en que la guerra terminaría pronto y su padre regresaría a su rutina de trabajar en los muelles durante el día y beber en el Black Bull por las noches; pero, como no llegaban cartas y las noticias aparecían censuradas en los periódicos, ni siquiera el señor Salmon adivinaba lo que en realidad estaba pasando.

A medida que los meses pasaban, Charlie iba comprendiendo más y más las necesidades de sus clientes, y estos, a cambio, descubrían que su carretón les ofrecía una mejor relación calidad-precio que muchos de sus competidores. Hasta Charlie presintió que las cosas mejoraban cuando, una mañana, apareció el rostro sonriente de la señora Smelley y le pidió más patatas para la pensión de las que solía vender a un cliente habitual en un mes.

—Podría enviarle sus pedidos directamente a la pensión, todos los lunes por la mañana, señora Smelley —dijo Charlie.

—No, gracias, Charlie. Me gusta ver lo que compro.

—Concédame una oportunidad de demostrarle mi honradez, señora Smelley, y nunca más tendrá que salir a la calle, haga el tiempo que haga, si ha aceptado más huéspedes de los que contaba.

Ella le miró a la cara.

—Bien, lo probaremos un par de semanas, pero si alguna vez me engañas, Charlie Trumper…

—Acaba de hacer un trato —sonrió Charlie, y desde aquel día nadie volvió a ver a la señora Smelley comprando frutas o verduras en el mercado.

Charlie decidió que, tras este éxito inicial, extendería su servicio de reparto a los otros clientes del East End. Tal vez de esta forma, pensó, lograría doblar sus ingresos. A la mañana siguiente sacó el viejo carretón del patio trasero y encargó a Kitty que se responsabilizara de tomar los pedidos, mientras él se quedaba en el puesto de Whitechapel.

Charlie perdió al cabo de pocos días todo el dinero en metálico que había ahorrado durante los seis meses anteriores y se quedó sin blanca. Por lo visto, las cuentas no eran el punto fuerte de Kitty y, además, sucumbía ante todas las historias lacrimógenas que le contaban, y solía terminar regalando la comida. Al final de aquel mes, Charlie se encontró casi arruinado y no le llegó para pagar el alquiler.

—¿Qué te ha enseñado esta arriesgada decisión? —preguntó Dan Salmon, de pie en la puerta de su tienda, la gorra encasquetada en la cabeza y los pulgares hundidos en los bolsillos del chaleco, que exhibía con orgullo su reloj de cadena.

—Pensarlo con mucho cuidado antes de emplear a un miembro de la familia y no dar por sentado que todo el mundo pagará sus deudas.

—Bien —aprobó el señor Salmon—. Aprendes rápido. ¿Cuánto necesitas para aguantar hasta el mes que viene?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Charlie.

—¿Cuánto? —repitió Salmon.

—Cinco libras —confesó Charlie, bajando la cabeza.

El viernes por la noche, Dan Salmon le entregó a Charlie cinco soberanos de oro, así como varios panes ázimos.

—Devuélvemelo cuando puedas, muchacho, y no se lo digas a mi mujer, o los dos las vamos a pasar moradas.

Charlie pagó la deuda a razón de cinco chelines por semana, y la saldó veinte semanas después. Siempre recordó la fecha de ese pago final, porque aquel mismo día el primer zepelín atacó Londres; se pasó casi toda la noche escondido bajo la cama de su padre, con Sal y Kitty agarradas a él como un náufrago a una tabla.

A la mañana siguiente, Charlie leyó un reportaje sobre el bombardeo en el Daily Chronicle y se enteró de que más de cien londinenses habían muerto y unos cuatrocientos habían resultado heridos durante el ataque.

Comió su manzana matutina y entregó el pedido semanal de la señora Smelley antes de volver a su puesto de Whitechapel Road. Los lunes siempre eran muy ajetreados; todo el mundo renovaba su despensa después del fin de semana. Llegó al número 112 para tomar su merienda, agotado. En tanto devoraba con buen apetito su parte de pastel de cerdo, alguien llamó a la puerta.

—¿Quién puede ser? —preguntó Kitty, mientras Sal servía a Charlie su segunda patata.

—Solo hay una forma de averiguarlo, querida —dijo Charlie, sin moverse de su sitio.

Kitty se levantó de la mesa a regañadientes y volvió al cabo de un momento, arrugando la nariz.

—Es Becky Salmon. Dice que quiere hablar contigo.

—Pues haz pasar a la señorita Salmon al recibidor —contestó Charlie, sonriente.

Kitty volvió a salir, mientras Charlie abandonaba la cocina para entrar en la única habitación que no era dormitorio. Se sentó en una vieja butaca de cuero y esperó. Un momento después, «Posh Porky» avanzó hacia el centro de la estancia y se detuvo frente a Charlie, en silencio. Le sorprendió un poco la corpulencia de la muchacha. Aunque era cinco o seis centímetros más baja que él, debía pesar al menos seis kilos más. Un auténtico peso pesado, reflexionó. Estaba claro que los bollos de crema de su padre seguían siendo su debilidad. Charlie contempló su brillante blusa blanca y la falda plisada azul oscuro. Llevaba un águila dorada, rodeada de palabras pertenecientes a un idioma que nunca había visto, en su elegante chaqueta de lana azul. Una cinta roja descansaba precariamente sobre su corto cabello oscuro. Charlie reparó en que sus zapatos y calcetines blancos estaban tan inmaculados como siempre. La hubiera invitado a sentarse, pero él ocupaba la única silla de la habitación. Ordenó a Kitty que les dejara a solas.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Charlie, en cuanto oyó que la puerta se cerraba.

Rebecca Salmon se puso a temblar cuando intentó articular las palabras.

—He venido a verte por lo que les ha pasado a mis padres. —Pronunció cada palabra con mucha lentitud, y Charlie descubrió con disgusto que había perdido por completo el acento del East End.

—¿Y qué les ha pasado a tus padres? —preguntó Charlie con rudeza, confiando en que ella no hubiera advertido los cambios que su voz había experimentado en los últimos tiempos. Becky estalló en lágrimas. Charlie miró por la ventana, porque no sabía muy bien qué hacer.

Becky continuó temblando, mientras intentaba volver a hablar.

—Papá murió anoche, durante el bombardeo del zepelín, y mamá está en el hospital de Londres. —No añadió ninguna otra explicación.

—No me lo ha dicho nadie —exclamó Charlie, saltando de la silla.

—No podías haberte enterado —dijo Becky—. Ni siquiera lo he dicho en la tienda. La gente cree que se ha puesto enfermo.

—¿Quieres que yo se lo diga? ¿Has venido a verme para eso?

—No —contestó ella. Alzó la cabeza poco a poco y estuvo callada unos momentos—. Quiero que te hagas cargo de la tienda.

La oferta dejó tan asombrado a Charlie que se quedó sin habla.

—Mi padre solía decirme que no pasaría mucho tiempo antes de que tuvieras tu propia tienda, así que he pensado…

—Pero no tengo ni idea de panaderías —tartamudeó Charlie, saltando de la silla.

—Los dos ayudantes de papá saben todo lo que hay que saber sobre el negocio, y sospecho que tú sabrás más que ellos dentro de seis meses. Lo que la tienda necesita en este preciso momento es un vendedor. Mi padre siempre me decía que tú eras tan bueno como el abuelo Charlie, y todo el mundo sabe que él era el mejor.

—¿Y mi puesto?

—Solo está a unos metros de la tienda, así que no te costaría nada vigilar ambos sitios. —Vaciló antes de añadir—: Al contrario que tu servicio de reparto.

—¿También sabes eso? —preguntó Charlie, algo sorprendido.

—Hasta sé que intentaste devolver los últimos chelines a mi padre pocas horas antes de que fuera a la sinagoga el pasado sábado. No teníamos secretos.

—¿Y cuál es el trato? —preguntó Charlie, sospechando que la muchacha siempre se le adelantaba.

—Tú te encargas del puesto y la tienda y seremos socios al cincuenta por ciento.

—¿Y tú qué harás?

—Verificaré los libros cada mes y me cuidaré de que paguemos los impuestos a tiempo y no quebrantemos las ordenanzas municipales.

—Nunca he pagado impuestos —replicó Charlie—, y a nadie le importa un comino el ayuntamiento y sus estúpidas ordenanzas.

Los ojos oscuros de Becky se clavaron en él por primera vez.

—Le importan a la gente que un día espera emprender un negocio serio, Charlie Trumper.

—El cincuenta por ciento no me parece justo —dijo Charlie, esforzándose todavía por llevar la voz cantante.

—Mi tienda vale mucho más que tu carretón, y también produce mayores ingresos.

—Hasta que tu padre murió —replicó Charlie, arrepintiéndose de sus palabras en el acto.

Becky bajó la cabeza de nuevo.

—¿Vamos a ser socios o no? —preguntó.

—Sesenta por ciento —dijo Charlie.

Ella vaciló durante un largo momento. Después, extendió de repente la mano, y Charlie se la estrechó vigorosamente para confirmar que su primer trato se había cerrado.

Después del funeral de Dan Salmon, Charlie empezó a leer cada mañana el Daily Chronicle, con la esperanza de averiguar cuál era la situación del Segundo Batallón de Fusileros Reales, y quizá de su padre.

Descubrió que el regimiento combatía en algún lugar de Francia, pero el periódico nunca daba detalles de su emplazamiento exacto.

El diario empezó a ejercer una doble fascinación sobre él, por cuanto los anuncios desplegados en casi todas las páginas despertaron su interés. No podía creer que los señorones del West End desearan pagar por cosas que a él le parecían lujos innecesarios. Sin embargo, Charlie aún quería probar la Coca-Cola, el último refresco llegado de Estados Unidos, a penique la botella, y probar la nueva maquinilla de afeitar de Gillette (a pesar de que todavía no se afeitaba), a seis peniques el soporte y dos peniques las seis hojas. Estaba seguro de que su padre, que siempre utilizaba una navaja, consideraría la idea una mariconada. No menos ridículas eran las fajas de señora a dos guineas. Ni Sal ni Kitty necesitarían nunca ninguna, aunque tal vez sí Becky, si seguía igual.

Tan fascinado quedó Charlie por estas oportunidades de adquisición, en apariencia interminables, que empezó a tomar el tranvía los domingos por la mañana en dirección al West End, a fin de averiguar algo más. Se desplazaba en el vehículo tirado por caballos hasta Chelsea, y desde allí pasaba en dirección a Mayfair, estudiando todos los productos exhibidos en los escaparates. También tomaba nota de cómo vestía la gente y admiraba los nuevos autos, que desprendían gases, pero no estiércol, mientras avanzaban por en medio de la calle. Incluso se preguntó cuánto le costaría comprar su nueva tienda en Chelsea.

El primer domingo de octubre de 1917, Charlie se llevó a Sal con él…, para enseñarle los monumentos, explicó.

Charlie se desplazaba con parsimonia de escaparate en escaparate, obviamente excitado por todo lo nuevo que veía. Ropas de hombre, sombreros, zapatos, vestidos de mujer, perfumes, ropa interior, incluso galletas y pasteles retenían su atención durante horas y horas.

—Volvamos a Whitechapel, que es nuestro sitio, por el amor de Dios —dijo Sal—, tengo algo muy claro: aquí nunca me sentiré a gusto.

—Pero ¿es que no entiendes? —dijo Charlie—. Una de estas tiendas me pertenecerá algún día.

—No digas sandeces —replicó Sal—. Ni siquiera Dan Salmon se lo habría podido permitir.

Charlie no se molestó en contestar.

Charlie dominó en poco tiempo el negocio de la panadería, demostrándose que Becky había estado en lo cierto. Al cabo de un mes sabía tanto sobre temperaturas del horno, controles, expansión de la levadura y mezclas correctas de harina y agua como cualquiera de los dos ayudantes, y como trataban con los mismos clientes mientras Charlie atendía en su puesto, las ventas solo descendieron un poco durante el primer trimestre.

Becky demostró ser tan eficiente como había dicho. Llevaba las cuentas con lo que ella llamaba la «disciplina de un pastel de manzana», y hasta abrió una serie de libros mayores para el carretón de Trumper. Cuando concluyeron sus primeros tres meses como socios, se encontraron con unos beneficios de cuatro libras y once chelines, a pesar de la reparación de un horno de gas perteneciente a la panadería. Charlie pudo comprarse su primer traje de segunda mano.

Sal todavía trabajaba de camarera en un café de Commercial Road, pero Charlie sabía que ya no podía esperar encontrar a alguien que deseara casarse con ella (independientemente de su aspecto físico) para dormir en su propia habitación.

La carta de Grace llegaba puntual a principios de cada mes, y conseguía transmitir alegría, a pesar de que la muerte la rodeaba por todas partes. Es igual que su madre, decía el padre O’Malley a sus feligreses. Kitty continuaba entrando y saliendo como le venía en gana, sableando tanto a sus hermanas como a Charlie, y nunca duraba en un trabajo más de algunos días. Es igual que su padre, murmuraba el párroco a su espalda.

—Me gusta tu traje nuevo —dijo la señora Smelley cuando Charlie le entregó su pedido semanal aquel lunes por la tarde.

Él enrojeció y fingió no oír el cumplido, regresando a la panadería.

El segundo trimestre trajo mayores ganancias a los dos negocios de Charlie, y advirtió a Becky de que le había echado el ojo a la carnicería, ahora que el único dependiente del propietario había perdido la vida en un lugar llamado Passchendaele. Becky le había prevenido contra embarcarse en otra aventura antes de descubrir el volumen de sus ganancias, y después solo si los ya maduros ayudantes averiguaban lo que se traían entre manos.

—Da por sentado, Charlie Trumper —le dijo cuando se sentaron en la minúscula dependencia situada en la parte trasera de la panadería, para verificar las cuentas mensuales—, que no tienes ni la menor idea sobre carnicerías. «Trumper el Comerciante Honrado, fundado en 1823» todavía me gusta —añadió—. «Trumper el Manirroto Idiota, clausurado en 1917», no.

Becky también comentó favorablemente su traje nuevo, pero no hasta haber terminado de repasar las innumerables columnas de cifras. Él iba a devolverle el cumplido, insinuando que la muchacha había perdido algo de peso, cuando ella alargó la mano y se sirvió una porción de tarta de mermelada.

Becky, por fin, recorrió con un pegajoso dedo la hoja de balance mensual y contrastó las cifras con el estado de cuentas bancario escrito a mano. Un beneficio de ocho libras y catorce chelines, escribió con pulcra letra en la parte inferior.

—A este paso, seremos millonarios cuando cumpla cuarenta años —sonrió Charlie.

—¿Cuarenta, Charlie Trumper? —replicó Becky con desdén—. No tienes prisa, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie.

—Solo que confío en lograrlo mucho antes.

Charlie lanzó una carcajada estentórea para ocultar el hecho de que no sabía si ella estaba bromeando. Después de que Becky cerrara los libros y los guardara en su bolso, Charlie se preparó para cerrar la panadería. Dijo buenas noches a su socia antes de que ella volviera a su casa. Tenía ganas de comunicar a sus hermanas la cifra récord obtenida en el trimestre. Silbó desafinando el Lambeth Walk mientras empujaba su carretón hacia el sol poniente. ¿Lograría su primer millón antes de los cuarenta, o había sido una tomadura de pelo de Becky?

Pasó frente a la casa de Bert Shorrocks y se detuvo en seco. Ante la puerta principal del 112, con una biblia negra en la mano, se hallaba el padre O’Malley.