Sentado a solas en aquel banco de Chelsea Terrace, mirando la tienda que llevaba el apellido «Trumper» pintado en el toldo, un millar de preguntas cruzaron su mente. Después, vi a Rebecca Salmon; para ser preciso, pensé que debía ser Becky, por si se había transformado en una hermosa joven. ¿Qué había sido de aquel pecho plano, de aquellas piernas larguiruchas, por no mencionar el rostro martirizado por el acné? Habría dudado, de no ser por aquellos ojos pardos relampagueantes.
Entró sin vacilar en la tienda y habló con el hombre que actuaba como si fuera el director, le vi menear la cabeza; ella se volvió a continuación hacia las dos chicas situadas detrás del mostrador, que reaccionaron de la misma forma. Becky se encogió de hombros, antes de inclinarse sobre la caja, sacar la gaveta y examinar los ingresos del día.
Había observado el comportamiento del director durante una hora, antes de que Becky llegara, y era bastante bueno, para ser justo, aunque ya había echado en falta algunos pequeños detalles que servirían para mejorar las ventas; uno de los más importantes consistía en desplazar el mostrador al otro extremo de la tienda, sacando algunos productos en cajas a la acera, para que los clientes pudieran ver lo que se les ofrecía. «Has de poner a la vista los artículos; no confíes en que la gente se tope con ellos», solía decir mi abuelo. Sin embargo, tuve la paciencia de quedarme en el banco, antes de que los empleados procedieran a vaciar los estantes antes de cerrar la tienda.
Poco después, Becky salió a la calle y miró en ambas direcciones de la calle, como si esperase a alguien. Después, el joven que sostenía un candado y una llave se reunió con ella y movió la cabeza en mi dirección. Becky miró el banco por primera vez.
En cuanto me vio, salté del banco y me dirigí hacia ella. Los dos tardamos un poco en hablar. Yo quería abrazarla, pero terminamos estrechándonos las manos con cierta formalidad.
—¿Qué ha sido de «Posh Porky»? —pregunté después.
—No encontré a nadie que me proveyera de bollos de crema —me dijo, y luego explicó por qué había vendido la panadería y comprado el número 147 de Chelsea Terrace.
Cuando los empleados se marcharon, me enseñó el piso. No podía dar crédito a mis ojos: un cuarto de baño con váter, una cocina con vajilla y cubertería, una sala de estar con sillas y una mesa, y un dormitorio, aparte de una cama que no tenía aspecto de venirse abajo cuando te tendieras en ella.
Quise abrazarla de nuevo, pero me limité a preguntarle si quería quedarse a cenar, pues necesitaba hacerle montones de preguntas.
—Esta noche no puedo —dijo, mientras yo abría mi maleta y empezaba a sacar las cosas—, porque voy a un concierto con un amigo.
Después de hacer algunos comentarios sobre el cuadro de Tommy sonrió y se marchó. Me quedé solo de nuevo.
Me quité la chaqueta, me subí las mangas, volví a la tienda y cambié las cosas de sitio durante una hora, hasta colocar todo donde quería que estuviera. Cuando terminé de apartar la última caja estaba tan agotado que solo me detuve para desplomarme sobre la cama y dormirme, completamente vestido. Descorrí las cortinas para asegurarme de que me despertaría a las cuatro.
Me vestí a toda prisa al despertarme, excitado por la idea de volver al mercado, que no veía desde hacía casi dos años. Llegué al Garden pocos minutos antes que Bob Makins. Pronto descubrí que sabía desenvolverse, pero sin tener idea del negocio. Me resigné a pasar unos días descubriendo qué intermediarios recibían productos de los granjeros más fiables, quién tenía los mejores contactos con muelles y puertos, quién ofrecía el precio más sensato a diario y, sobre todo, quién se preocupaba de ti cuando escaseaba el producto. Ninguno de estos problemas parecía preocupar a Bob, pues describía un círculo ininterrumpido y poco exigente por el mercado para obtener sus artículos.
Me enamoré de la tienda desde el momento en que abrimos aquella primera mañana, mi primera mañana. Tardé un poco en acostumbrarme a que Bob y las chicas me llamaran «señor», pero ellos también tardaron casi tanto tiempo en acostumbrarse al nuevo emplazamiento del mostrador y a colocar las cajas en la acera, antes de que los clientes se despertaran. Sin embargo, hasta Becky aceptó que había sido una idea inspirada poner los productos ante las narices de los compradores en potencia, aunque no estaba muy segura de cuál sería la reacción de las autoridades municipales al descubrirlo.
—¿Es que en Chelsea nunca ha habido venta ambulante? —le pregunté.
Al cabo de un mes, sabía el nombre de todos los clientes habituales que compraban en la tienda, y al cabo de dos conocía sus gustos, aversiones, pasiones y hasta el capricho concreto que consideraban exclusivo de ellos. Cuando los empleados se marchaban, al finalizar la jornada, solía sentarme en el banco situado frente a mi tienda y contemplar las idas y venidas que tenían lugar en Chelsea Terrace SW10. No tardé en comprender que una manzana era una manzana, independientemente de quién deseara comerla, y que Chelsea Terrace no se diferenciaba de Whitechapel en lo concerniente a las necesidades de los clientes. Supongo que en aquel momento empecé a pensar en comprar una segunda tienda. ¿Por qué no? «Trumper’s» era el único establecimiento de Chelsea Terrace ante el que se formaban colas a diario.
Becky, en el ínterin, continuó sus estudios en la universidad e insistió repetidas veces en que yo cenara con su acompañante habitual. Para ser sincero, yo hacía cuanto podía por evitar a Trentham, ya que no deseaba ver de nuevo al hombre que, en mi opinión, había asesinado a Tommy.
Por fin, no me quedaron más excusas y tuve que cenar con ellos.
Cuando Becky entró en el restaurante con su compañera de piso y Trentham, tuve ganas de no haber aceptado jamás la invitación a cenar con ellos. Trentham debía compartir el mismo sentimiento, pues su rostro expresaba el mismo desprecio que yo sentía hacia él, aunque la amiga de Becky, Daphne, intentaba ser cordial. Era una bella muchacha y no me sorprendió descubrir que muchos hombres adoraban aquella risa burbujeante. Sin embargo, las rubias de ojos azules y cabello rizado nunca habían sido mi tipo. Fingí, para guardar las formas, que Trentham y yo no nos conocíamos. Pasé una de las veladas más horribles de mi vida, deseando contarle a Becky todo lo que sabía sobre aquel hijo de puta, pero descubrí, al verles juntos, que nada de lo que yo dijera influiría en ella. No ayudó el hecho de que Becky me regañara sin ningún motivo. Bajé la cabeza y pinché más guisantes con la punta de mi cuchillo.
La compañera de piso de Becky, Daphne no-sé-qué, se esforzó cuanto pudo, pero ni Charlie Chaplin hubiera logrado arrancar una sonrisa al público formado por nosotros tres.
Pedí la cuenta poco después de las once, y algunos minutos después salimos del restaurante. Dejé que Becky y Trentham se adelantaran, con la esperanza de poder escabullirme sin ser visto, pero Daphne, para mi sorpresa, se pegó a mí, afirmando que quería ver los cambios que yo había introducido en la tienda.
La pregunta a bocajarro que me hizo mientras abría la puerta me dio a entender que no iba muy errada.
—Estás enamorado de Becky, ¿verdad? —preguntó sin pestañear.
—Sí —contesté sinceramente, y revelé mis sentimientos hacia ella de una forma que jamás me había permitido con nadie que conociera bien.
Su segunda pregunta me pilló todavía más desprevenido.
—¿Desde cuándo conoces a Guy Trentham?
Mientras subíamos a mi piso le dije que habíamos servido juntos en el frente occidental, pero nuestros caminos se habían cruzado en raras ocasiones, a causa de nuestra diferencia de rango.
—Entonces, ¿por qué le odias tanto? —preguntó, después de sentarse frente a mí.
Vacilé otra vez, pero luego, movido por un súbito arranque de rabia incontrolada, expliqué lo que nos había sucedido a Tommy y a mí cuando intentábamos llegar a la seguridad de nuestras líneas, y mi convicción de que él había asesinado a mi mejor amigo.
Cuando terminé, ambos permanecimos un rato en silencio.
—No le cuentes nunca a Becky lo que te he dicho, porque carezco de pruebas —hablé por fin.
Ella asintió con la cabeza y admitió que era la responsable de la relación entre Becky y Trentham, y que estaba arrepentida de su equivocación.
—Para ser sincera —continuó—, jamás se me ocurrió que una persona tan sensata como Becky se enamorara de un crápula como Guy.
Me habló a continuación del único hombre de su vida, como si intercambiar secretos cimentara nuestra amistad. Su amor por aquel hombre era tan transparente que me sentí conmovido. Cuando Daphne se marchó, alrededor de la medianoche, prometió que haría todo lo que pudiera para acelerar el fallecimiento de Guy Trentham. Recuerdo que empleó la palabra «fallecimiento» porque tuve que preguntarle su significado. Me lo dijo, y así recibí mi primera lección, junto con la advertencia de que Becky me llevaba una cierta ventaja, pues no había desperdiciado los últimos diez años.
Mi segunda lección fue descubrir que Becky me había regañado. Podía haber protestado por su descaro, pero sabía que tenía razón.
Vi con mucha frecuencia a Daphne durante los siguientes meses, sin que Becky se enterase de nuestra verdadera relación. Me enseñó muchísimo sobre el mundo de mis nuevos clientes y terminó llevándome a tiendas de ropa, cines y a un teatro del West-End, para ver obras como El abanico de lady Windermere y Volpone. Ninguna obra sacaba chicas bailando en el escenario, pero me gustaron. Solo le paré los pies cuando intentó que dejara de acudir los sábados por la tarde a ver los partidos del West Ham, en favor de otro equipo llamado los Arlequines. Sin embargo, lo que dio comienzo a una historia de amor que resultó tan cara como cualquier mujer fue su introducción a la Galería Nacional y a sus cinco mil lienzos. Pocos meses después la arrastré yo a las últimas exhibiciones: Renoir, Manet, y un joven español muy de moda llamado Picasso. Estos pintores estaban empezando a atraer la atención de la sociedad elegante de Londres. Tenía la esperanza de que Becky notara el cambio obrado en mí, pero sus ojos nunca se apartaban del capitán Trentham.
A instancias de Daphne empecé a leer dos periódicos al día. Eligió el Daily Express y el News Chronicle, y cuando me invitaba a visitarla en Lowndes Square ojeaba algunas de sus revistas, Punch o Strand. Empecé a descubrir quién era quién, quién hacía qué, y a quién. Fui a Sotheby’s por primera vez y vi cómo se subastaba un Constable de la primera época por el precio récord de novecientas guineas. Más dinero del que representaban «Trumper’s», sus luces y accesorios juntos. Confieso que ni aquella magnífica escena campestre, ni cualquier cuadro de los que vi en galerías y subastas podía compararse con el orgullo que sentía por el retrato de la Virgen María y el Niño que había pertenecido a Tommy, y que seguía colgado sobre mi cama.
Cuando Becky presentó el balance del primer año en enero de 1920, empecé a darme cuenta de que mi ambición de comprar una segunda tienda ya no era un sueño. Sin previa advertencia, dos locales se pusieron a la venta aquel mismo mes. Indiqué a Becky al instante que se las arreglara para conseguir el dinero necesario para comprarlos.
Daphne me advirtió más tarde que Becky encontraba serios problemas para obtener el dinero, y aunque yo no dije nada estaba esperando el comentario de que iba a ser imposible, sobre todo porque su mente parecía totalmente absorta en Trentham y en su inminente partida hacia la India. Cuando anunció el día de su marcha que se habían prometido de forma oficial, le hubiera cortado la cabeza (y también la mía) de buena gana, pero Daphne me aseguró que varias damas de Londres habían padecido la ilusión, en uno u otro momento, de que iban a casarse con el capitán Trentham. No obstante, Becky confiaba tanto en las intenciones de Trentham que yo no sabía a cuál de las dos mujeres creer.
Mi antiguo comandante en jefe apareció en la tienda la semana siguiente para completar la lista de compras de su mujer. Nunca olvidaré el momento en que sacó un monedero del bolsillo de la chaqueta y buscó sueltos. Hasta entonces, no se me había ocurrido que un coronel viviera en el mundo real. Sin embargo, se marchó con la promesa de enviarme dos entradas de diez chelines para el baile del regimiento; se mostró a la altura de su palabra.
Mi euforia (otra palabra Harcourt-Browne) por la decisión del coronel duró unas veinticuatro horas. Entonces, Daphne me dijo que Becky estaba embarazada. Mi primera reacción fue desear haber matado a Trentham en el frente occidental, en lugar de contribuir a salvar la vida de aquel hijo de puta. Sin embargo, supuse que volvería cuanto antes de la India para casarse con Becky antes de que el crío naciera. Detestaba la idea de que volviera a entremeterse en nuestras vidas, pero era la única medida que un caballero podía tomar. Pocos días después, Becky admitió que iba a tener un hijo.
Fue por esta época cuando Daphne explicó que si esperábamos sacar dinero a los bancos necesitábamos definitivamente un testaferro. El sexo de Becky militaba (otra palabreja de Daphne) contra ella, si bien fue lo bastante cortés para no mencionar que mi acento «militaba» contra mí.
Becky informó a Daphne, al volver a casa del baile, que había elegido al coronel como hombre idóneo para representarnos cuando fuera a solicitar, con la gorra en la mano, préstamos a uno de los bancos. Yo no era optimista, pero Becky insistió, después de conversar con la esposa del coronel, que deberíamos ir a verle y exponerle nuestro caso, como mínimo.
Obedecí y, para mi sorpresa, recibimos una carta diez días después, comunicándonos que era nuestro hombre.
Desde aquel momento, mi interés se centró en averiguar cuanto antes las intenciones de Trentham. Me quedé horrorizado al descubrir que Becky no había escrito al tipo para darle la noticia, aunque estaba embarazada de casi cuatro meses. La obligué a jurar que enviaría una carta aquella misma noche, pero se negó a amenazarle con arruinar su carrera. Daphne me aseguró al día siguiente que había visto, desde la ventana de la cocina, cómo Becky echaba la carta al correo. Quedé con el coronel, y le informé sobre el estado de Becky antes de que todo el mundo se enterara.
—Déjame a mí a Trentham —dijo en tono misterioso.
Seis semanas después, Becky me dijo que continuaba sin tener noticias de Trentham, y presentí por primera vez que sus sentimientos hacia el sujeto empezaban a desfallecer.
—Bien —le dije—. Es posible que nunca volvamos a oír hablar de Guy Trentham.
Llegué a pedirle que se casara conmigo, pero no se tomó mi propuesta muy en serio, aunque nunca había sido más sincero en toda mi vida. Me pasé la noche en vela, preguntándome cómo iba a hacerla comprender que yo era digno de ella.
A medida que pasaban las semanas, Daphne y yo la cuidábamos cada vez más, pues empezaba a parecerse a una ballena varada. Continuaba sin recibir noticias de la India, pero Becky dejó de mencionar el nombre de Trentham mucho antes de que el niño naciera.
La primera vez que vi a Becky sosteniendo a Daniel en sus brazos, quise ser su padre, y me sentí lleno de dicha cuando ella me preguntó si todavía la amaba.
Si todavía la amaba.
Nos casamos una semana después. El coronel, Bob Makins y Daphne accedieron a ser los padrinos. Percy y Daphne se casaron el verano siguiente, pero no en la oficina del registro de Chelsea, sino en la iglesia de Santa Margarita, en Westminster. Aceché la presencia de la señora Trentham para ver cuál era su aspecto, pero luego recordé que no la habían invitado.
Daniel creció como la maleza. Una de las primeras palabras que repetía sin cesar fue «papá», lo cual me emocionó sobremanera. A pesar de ello, me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que tuviéramos que sentarnos y contar al niño la verdad. «Bastardo» es una mancha demasiado fuerte para que un niño inocente deba soportarla hasta el fin de sus días.
—De momento, no tenemos por qué preocuparnos —insistía Becky, pero no por ello dejaba yo de temer el resultado final, si guardábamos silencio sobre el tema demasiado tiempo. Al fin y al cabo, casi toda la gente de Chelsea Terrace sabía la verdad.
Sal escribió para felicitarme, informándome de paso de que había dejado de tener niños. Dos chicas (Maureen y Babs) y dos chicos (David y Rex) le parecían suficientes, hasta para una buena católica. Su marido había sido ascendido de representante de la sección de ventas de E. P. Taylor, así que todo les iba bastante bien. Jamás mencionaba Inglaterra en sus cartas, o algún deseo de volver al país que la vio nacer. Como sus únicos recuerdos auténticos del hogar debían limitarse a dormir tres en una cama, un padre borracho y una constante escasez de comida, no la culpaba.
Proseguía riñéndome por permitir que Grace escribiera más cartas que yo. No podía aducir la excusa del trabajo, añadía, porque ser enfermera de pabellón en un hospital clínico de Londres robaba a Grace casi todo su tiempo. Becky también me amonestó, así que durante los siguientes meses me esforcé un poco más.
Kitty visitaba periódicamente Chelsea Terrace, pero solo con el propósito de sacarme más dinero; sus exigencias aumentaban a cada ocasión. Siempre se las componía para no encontrarse con Becky. Las cantidades que obtenía, aunque exorbitantes, siempre eran razonables.
Le supliqué que buscara trabajo, hasta le ofrecí uno, pero se limitó a explicarme que ella y el trabajo estaban reñidos. Nuestras conversaciones no solían exceder de unos contados minutos, pues en cuanto le daba el dinero salía pitando. Comprendí que, a cada tienda que abriera, me resultaría más difícil convencer a Kitty de que sentara la cabeza. Después de mudarnos a nuestra nueva residencia de Gilston Road, la frecuencia de sus visitas aumentó.
A pesar de los esfuerzos de Syd Wrexall por frustrar mi ambición de comprar todas las tiendas disponibles de la avenida (conseguí apoderarme de siete antes de toparme con una oposición real), le había echado el ojo encima a los números 25-99, una manzana de pisos que procuré adquirir sin que Wrexall se enterase. No hace falta mencionar mi deseo de echarle el guante a Chelsea Terrace, 1, pues dada su ubicación en la calle era crucial para mi proyecto a largo plazo de poseer toda la manzana.
Todas las piezas fueron encajando en su sitio a lo largo de 1922, y empecé a tener ganas de que Daphne volviera, para contarle con todo detalle lo que había hecho durante su ausencia.
La semana después de que Daphne regresara a Inglaterra de su prolongada luna de miel, nos invitó a cenar a su nueva casa de Eaton Square. Estaba ansioso por escuchar sus noticias, y también confiaba en que se quedara impresionada al averiguar que ahora poseíamos nueve tiendas, una casa nueva en Gilston Road y que, de un momento a otro, un bloque de pisos engrosaría la cartera Trumper. No obstante, sabía qué pregunta me haría en cuanto pusiera el pie en su casa, así que ya había preparado la respuesta: «Tardaré otros diez años en poseer toda la manzana…, siempre que me puedas inmunizar contra inundaciones, peste o el estallido de una guerra».
Una carta fue introducida en el buzón de Gilston Road, 11, justo antes de que Becky y yo nos dirigiéramos a la cena.
Reconocí al instante la firme letra. La abrí y empecé a leer las palabras del coronel. Cuando terminé la carta no comprendí por qué querría él…