Capítulo 18

Al coronel siempre le divertía ver a Charlie pasar tanto tiempo corriendo de tienda en tienda, intentando vigilar a todo su personal mientras trataba de concentrar sus energías en cualquier establecimiento que no rindiera beneficios. Fueran cuales fuesen los variados problemas a los que hacía frente, el coronel sabía muy bien que Charlie no podía resistir la tentación de atender en la verdulería, la niña de sus ojos. Sin chaqueta, las mangas subidas y su peor acento de clase baja, Charlie, con el permiso de Bob Makins, fingía una hora al día que volvía a estar en la esquina de la calle Whitechapel Road, vendiendo en el carretón de su abuelo.

—Un cuarto de tomates, unas cuantas judías y el habitual medio kilo de zanahorias, señora Symonds, si no recuerdo mal.

—Muchas gracias, señor Trumper. ¿Cómo está la señora Trumper?

—Mejor que nunca.

—¿Para cuándo espera el bebé?

—Para dentro de tres meses, según el médico.

—Ya no se le ve mucho por la tienda últimamente.

—Solo cuando acuden las clientas importantes, cielo. Al fin y al cabo, usted fue una de las primeras.

—Ya lo creo. ¿Ya ha cerrado el trato de los inmuebles, señor Trumper?

Charlie se quedó mirando a la señora Symonds mientras le entregaba el cambio, incapaz de disimular su sorpresa.

—¿Los inmuebles?

—Sí, señor Trumper, ya sabe: los números del 25 al 99.

—¿Por qué lo pregunta, señora Symonds?

—Porque no es usted la única persona interesada en ellos.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé porque vi al agente de Savill’s esperando a un cliente delante del edificio el domingo pasado por la mañana.

Charlie recordó entonces que los Symonds vivían en una casa situada al otro lado de la avenida, enfrente de la entrada principal a los pisos.

—¿Y lo reconoció?

—No. Vi que se detenía un coche, pero mi marido consideró que su desayuno era más importante que mi curiosidad, y no vi quién salía.

Charlie continuó mirando a la señora Symonds mientras esta cogía su bolsa, se despedía con un alegre gesto y salía de la tienda.

A pesar de la revelación de la señora Symonds y los esfuerzos de Syd Wrexall por pararle los pies, Charlie siguió planeando su próxima adquisición. Gracias a la diligencia del mayor Arnold, los conocimientos del señor Sanderson y los préstamos del señor Hadlow, Charlie se aseguró la propiedad de otra tienda (número 38, prendas de mujer) a finales de julio. Durante la siguiente asamblea de la junta que se celebró en agosto, Becky recomendó que el mayor Arnold fuera ascendido a director gerente suplente de la empresa, con el encargo de vigilar todo cuanto sucediera en Chelsea Terrace.

Charlie necesitaba con desesperación desde hacía tiempo un par de ojos y oídos suplementarios, y como Becky seguía trabajando todo el día en Sotheby’s, Arnold cumplió su cometido a la perfección. Al coronel le complació solicitar a Becky que constara en el acta el nombramiento del mayor. La asamblea mensual continuó sin problemas hasta que el coronel preguntó:

—¿Algún otro tema?

—Sí —dijo Charlie—. ¿Qué pasa con los pisos?

—Hice una oferta de dos mil libras, tal como se me había indicado —dijo Sanderson—, Savill’s dijo que recomendaría a sus clientes aceptar la oferta, pero hasta el momento no he podido cerrar el trato.

—¿Por qué? —preguntó Charlie.

—Porque Savill’s me ha telefoneado esta mañana para informarme de que han recibido otra oferta mucho más generosa de lo que esperaban por esta propiedad. Me dijeron que llamara la atención de esta asamblea acerca del tema.

—Hicieron bien —dijo Charlie—, ¿a cuánto asciende esta otra oferta? Eso es lo que quiero saber.

—Dos mil quinientas —dijo Sanderson.

Pasaron varios segundos antes de que alguien volviera a hablar.

—¿Cómo demonios esperan obtener beneficios con tal inversión? —preguntó por fin Hadlow.

—Es imposible —señaló Sanderson.

—Ofrézcales tres mil libras.

—¿Qué has dicho? —preguntó el presidente.

Todos se volvieron para mirar a Charlie.

—Ofrézcales tres mil —repitió Charlie.

—Pero Charlie, estuvimos de acuerdo hace unas semanas en que dos mil eran más que suficientes —indicó Becky—. ¿Cómo es posible que los pisos se hayan revalorizado de repente en un treinta y tres por ciento?

—Valen lo que alguien quiera pagar por ellos —replicó Charlie—. De modo que no nos queda elección.

—Pero señor Trumper… —empezó Hadlow.

—Si llegamos a ser dueños de toda la manzana, pero se nos escapan esos pisos, todos mis esfuerzos se irán al carajo. No quiero correr ese riesgo por tres mil libras o, tal como lo veo yo, quinientas.

—Sí, pero ¿podemos permitirnos ese desembolso en este preciso momento? —preguntó el coronel.

—Siete tiendas rinden beneficios ya —dijo Becky, examinando su inventario—. Dos se mantienen igualadas y solo una sufre pérdidas importantes.

—Entonces, hemos de tener la valentía de seguir adelante —dijo Charlie—. Compremos los pisos, derrumbémoslos y construyamos inedia docena de tiendas en su lugar. Obtendremos beneficios antes de que alguien pueda decir «Bob es tu tío».

Sanderson les concedió unos momentos para asimilar la estrategia de Charlie.

—Bien, ¿cuáles son las instrucciones de la junta? —preguntó.

—Propongo que ofrezcamos tres mil libras —dijo el coronel—, como ha señalado el director gerente, hemos de planear a largo plazo, siempre que el banco se sienta dispuesto a respaldarnos. ¿Señor Hadlow?

—A duras penas pueden permitirse ese desembolso en el momento actual —dijo el director del banco, examinando las cifras—. Estiraría su crédito hasta el límite máximo, lo cual significa que no podrán comprar más tiendas en el futuro.

—No nos queda otra elección —dijo Charlie, mirando a Sanderson—. Hay alguien que va detrás de esos pisos, y no podemos permitir que ningún rival nos los arrebate.

—Bien, si esas son las instrucciones de la junta, intentaré cerrar el trato hoy por tres mil libras.

—Creo que eso es, precisamente, lo que la junta desea que haga —confirmó el presidente, paseando la mirada alrededor de la mesa—. Bien, si no hay más temas, declaro concluida la asamblea.

Una vez terminado el encuentro, el coronel se llevó a Sanderson y Hadlow a un lado.

—No me gusta ni un pelo este asunto de los pisos. Una oferta salida de la nada exige una explicación más detallada.

—Estoy de acuerdo —dijo Sanderson—, mi instinto me dice que Syd Wrexall y su asociación de tiendas tratan de impedir que Charlie se apodere de toda la manzana antes de que sea demasiado tarde.

—No —dijo Charlie, que se había acercado a ellos—. No puede ser Syd, porque no tiene coche —añadió, en tono misterioso—. En cualquier caso, el límite de Wrexall y su pandilla no llega a las dos mil quinientas libras.

—Por lo tanto, usted cree que se trata de un comprador de fuera —dijo Hadlow—, que cuenta con planes propios para explotar Chelsea Terrace.

—Lo más probable es que se trate de un inversor con ganas de aguantar hasta que le paguemos un dineral por ello —argumentó Sanderson.

—No sé quién o qué se esconde detrás de todo ello —dijo Charlie—. Lo único que sé es que debemos pujar más alto.

—Estoy de acuerdo —dijo el coronel—. Sanderson, en cuanto cierre el trato hágamelo saber. He de irme. Voy a comer en el club con una dama muy especial.

—¿La conocemos? —inquirió Charlie.

—Daphne Wiltshire.

—Dele un abrazo de mi parte —dijo Becky—, dígale que los dos la esperamos a cenar el próximo miércoles.

El coronel saludó con el sombrero a Becky y se marchó. Dejó a sus cuatro colegas enfrascados en la discusión de sus diferentes teorías sobre quién podía estar interesado en los pisos.

El coronel solo pudo tomar un whisky antes de encontrarse con Daphne en el reservado para señoras, pues la asamblea de la junta había terminado más tarde de lo que sospechaba. Había engordado un poco, pero estaba tan hermosa como siempre.

El coronel pidió un gin tonic para su invitada. Después, charlaron sobre la alegría de Estados Unidos y el calor de África, aunque él estaba seguro de que Daphne deseaba hablar sobre un continente muy distinto.

—¿Cómo va la India? —preguntó el coronel.

—Bastante mal, me temo —dijo Daphne, haciendo una pausa para beber su gin tonic—. Fatal, para ser exacta.

—Qué curioso, los nativos siempre me parecieron muy cordiales —comentó el coronel.

—El problema no reside en los nativos —replicó Daphne.

—¿Trentham?

—Eso me temo.

—¿No recibió tu carta?

—Oh, sí, pero los acontecimientos la superaron, coronel. Ahora, me arrepiento de no haber seguido su consejo y escrito la carta al pie de la letra, advirtiéndole de que, si me lo preguntaban, diría toda la verdad sobre Daniel.

—¿Por qué? ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

Daphne vació su vaso de un solo trago.

—Perdone, coronel, pero lo necesitaba. Bien, lo primero que nos dijo Ralph Forbes, el coronel del regimiento, cuando llegamos a Poona, fue que Trentham había presentado la dimisión.

—Sí, lo mencionabas en tu carta —exclamó el coronel. Dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor y meditó sobre esta información—, pero lo que quiero saber es por qué.

—Percy descubrió que hubo algún problema con la mujer de su ayudante, pero nadie deseaba entrar en detalles. Es un tema tabú, de esos en los que nadie quiere entremeterse.

—Maldito bastardo. Si pudiera…

—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, coronel, pero le advierto que aún queda lo peor.

El coronel ordenó otro gin tonic para su invitada y un whisky para él, antes de que Daphne continuara.

—Al llegar a Ashurst el pasado fin de semana, el mayor Trentham me enseñó una carta que Guy había enviado a su madre, explicando los motivos por los que se había visto obligado a presentar su dimisión de los Fusileros. Afirmaba que la culpa era de usted, porque había escrito al coronel Forbes informándole de que él era el responsable de haber dejado embarazada a «ese pendón de Whitechapel». Reproduzco la frase exacta de su carta.

La rabia tiñó de púrpura las mejillas del coronel.

—Mientras tanto, el tiempo ha demostrado que Trentham era el padre del niño. En cualquier caso, esa es la historia que Trentham va pregonando por todas partes.

—¿Es que ese hombre carece de moral?

—En efecto, por lo que parece. La carta continuaba insinuando que Charlie Trumper le había comprado a usted para que mantuviera la boca cerrada. «Treinta monedas de plata» era la expresión exacta que utilizaba.

—Merece ser azotado.

—Hasta el mayor Trentham le daría la razón. Sin embargo, la persona que me preocupa más no es usted o Becky, sino Charlie.

—¿Qué quiere decir?

—Antes de que partiéramos de la India, Trentham advirtió a Percy, cuando estaban solos en el club Overseas, que Charlie lo lamentaría durante el resto de su vida.

—¿Y por qué le echa las culpas a Charlie?

—Percy le hizo la misma pregunta. La respuesta fue que Trumper le había informado a usted para saldar una vieja cuenta.

—Pero eso no es cierto.

—Percy también se lo dijo, pero no le escuchó.

—En cualquier caso, ¿qué quería decir con lo de «saldar una vieja cuenta»?

—Ni idea; excepto que aquella noche, Guy no paró de hacerme preguntas sobre un cuadro de la Virgen y el Niño.

—¿No será el que está en la sala de estar de Charlie?

—Sí. Y cuando, por fin, admití que lo había visto, cambió de tema bruscamente.

—Ese hombre se ha vuelto completamente loco.

—Lo mismo me pareció a mí.

—Bien, menos mal que no puede salir de la India; aún tenemos tiempo para pensar en lo que debemos hacer.

—Me temo que no nos queda mucho tiempo —dijo Daphne.

—¿Por qué?

—El mayor Trentham me dijo que Guy volverá el mes que viene.

Después de almorzar con Daphne, el coronel volvió a Tregunter Road. Seguía encolerizado cuando el mayordomo le abrió la puerta, pero aún no sabía qué debía hacer. El mayordomo le comunicó que un tal señor Sanderson le esperaba en el estudio.

—¿Sanderson? ¿Qué querrá ahora? —masculló el coronel, antes de entrar en el estudio.

—Buenas tardes, señor presidente —dijo Sanderson, levantándose de la silla del coronel—. Me dijo que le informara en cuanto tuviera noticias sobre los pisos.

—Ah, sí. ¿Ha cerrado el trato?

—No, señor. Hice una oferta de tres mil libras a Savill’s, tal como me habían indicado, pero me llamaron una hora después para decirme que la otra parte había ofrecido cuatro mil libras.

—Cuatro mil —repitió el coronel, incrédulo—. Pero ¿quién…?

—Dije que no podíamos igualar esa cantidad, y hasta pregunté con toda discreción quién era el cliente. Me informaron que la identidad de su cliente no era ningún secreto. Pensé que debía comunicárselo de inmediato, señor presidente, porque el nombre de Gerald Trentham carece de significado para mí.