Capítulo 17

La primera asamblea general anual de «Trumper’s»» se celebró sobre la verdulería, en la sala de estar de Chelsea Terrace, 147. El coronel, Charlie y Becky tomaron asiento alrededor de una pequeña mesa de caballete, sin saber muy bien cómo empezar, hasta que el coronel abrió la sesión.

—Sé que solo estamos los tres, pero aún así considero que esta asamblea debería conducirse de una manera profesional. —Charlie enarcó las cejas, pero no quiso interrumpir el discurso del coronel—. Me he tomado, pues, la libertad de confeccionar un orden del día, para no pasar por alto ningún tema importante. —El coronel pasó a sus socios una hoja de papel con cinco puntos escritos de su puño y letra—. A este fin, el primer punto del orden del día se titula «informe financiero», y empezaré pidiéndole a Becky que nos dé su punto de vista sobre nuestro actual estado de cuentas.

Becky había escrito su informe palabra por palabra, tras comprar el mes anterior dos gruesos libros encuadernados en piel, uno rojo y otro azul, en la papelería del 137. Se había levantado solo unos minutos después de que Charlie se marchara a Covent Garden, para estar segura de que podría contestar a todas las preguntas que surgieran durante su primera asamblea. Abrió el libro rojo y empezó a leer poco a poco, refiriéndose en alguna ocasión al libro azul, igual de grande e impresionante. Llevaba la palabra «Cuentas» estampada en oro en la cubierta.

—A finales de 1921 contabilizamos un volumen de ventas entre las siete tiendas de mil trescientas once libras y cuatro chelines, con un beneficio de doscientas diecinueve libras y once chelines, el diecisiete por ciento de las ventas totales. Nuestra deuda actual con el banco se eleva a doscientas setenta y una libras, incluyendo la carga fiscal del año, pero el valor de las siete tiendas sigue reflejado en los libros como de mil doscientas noventa libras, el precio exacto que pagamos por ellas. Por lo tanto, no se refleja su valor actual en el mercado.

»He separado las cifras correspondientes a cada tienda para que las podáis examinar —dijo Becky, entregando las copias a Charlie y al coronel.

Ambos las examinaron con atención durante varios minutos antes de hablar.

—El colmado continúa siendo el número uno en ventas, según veo —dijo el coronel, recorriendo con su monóculo la columna de beneficios y pérdidas—. La ferretería se mantiene nivelada, y la sastrería se está comiendo nuestros beneficios.

—Sí —dijo Charlie—. Me metí en un buen vendaval cuando compré esa.

—¿Vendaval? —preguntó el coronel, perplejo.

—Berenjenal —dijo Becky, sin levantar la vista del libro.

—Me temo que sí —siguió Charlie—, pagué un ojo de la cara por la propiedad, una barbaridad por las existencias y, para colmo, descubrí que el personal no servía de mucho. Sin embargo, las cosas han cambiado desde que su mayor Arnold llegó.

El coronel sonrió al saber que el fichaje de uno de sus antiguos oficiales se había saldado con éxito inmediato. Tom Arnold había vuelto a Savile Row nada más terminada la guerra, para descubrir que su antiguo puesto como subdirector de «Gieves y Hawkes» había sido ocupado por alguien desmovilizado unos meses antes que él. Se le intentó contentar con la categoría de empleado superior. No fue así. Cuando el coronel le ofreció la oportunidad de dirigir una tienda en Chelsea, Arnold no la desaprovechó.

—Debo decir —continuó Becky, examinando las cifras—, que la gente parece adoptar una actitud moral muy diferente en lo referente a pagar al sastre de la que aplica en otros ámbitos. Basta echar un vistazo a la columna de morosos.

—Estoy de acuerdo —dijo Charlie—, pero creo que la mejora no se hará notar hasta que el mayor Arnold logre sustituir a tres miembros, como mínimo, de la actual plantilla. No abrigo la esperanza de que alcance beneficios durante los próximos doce meses, aunque confío en que ganancias y pérdidas queden equilibradas hacia finales de 1923.

—Bien —dijo el coronel—. ¿Qué pasa con la ferretería? Veo que el 129 alcanzó unos beneficios decentes el año pasado. ¿Por qué han bajado tan en picado las cifras? Existe un descenso de sesenta libras sobre 1920, y se declaran pérdidas por primera vez.

—Me temo que la explicación es muy sencilla —indicó Becky—. Robaban el dinero.

—¿Robaban?

—Temo que sí —contestó Charlie—. Becky empezó a darse cuenta en octubre del año pasado que la facturación semanal menguaba, un poco al principio y después en mayores cantidades.

—¿Hemos descubierto quién es el culpable?

—Sí, resultó muy sencillo. Enviamos a Bob Makins cuando un empleado de la ferretería se hallaba de vacaciones, y enseguida descubrió al chorizo.

—Basta, Charlie —dijo Becky—. Lo siento, coronel, el ladrón.

—Resultó que el director, Reg Larkins, es adicto al juego —continuó Charlie—, y utilizaba nuestro dinero para cubrir sus deudas. Cuanto mayores eran, más necesitaba robar.

—Despediste a Larkins, por supuesto —dijo el coronel.

—El mismo día. Se puso un poco desagradable y trató de negar que hubiera robado ni un penique, pero no hemos vuelto a saber de él desde entonces, y en las últimas semanas hemos obtenido de nuevo pequeños beneficios. Sin embargo, continúo buscando un nuevo gerente, para que empiece lo antes posible. Le he echado el ojo a un joven que trabaja en «Cudsons», muy cerca de Charington Cross Road.

—Bien —aprobó el coronel—. Hasta ahí los problemas del último año, Charlie. Ahora, ya puedes asustarnos con tus planes para el futuro.

Charlie abrió el elegante maletín de piel que Becky le había regalado el 20 de enero y sacó el último informe de John D. Wood. Carraspeó teatralmente y Becky se llevó la mano a la boca para contener su risa.

—El señor Sanderson ha redactado un conciso informe sobre todas las propiedades de Chelsea Terrace.

—Por el cual nos ha cobrado veinte guineas, por cierto —dijo Becky, consultando el libro de cuentas.

—No me molesta, siempre que sea una buena inversión —terció el coronel.

—Ya lo ha sido —indicó Charlie. Les entregó copias del informe de Sanderson—. Como todos sabemos, hay treinta y seis tiendas en Chelsea Terrace, de las que ya poseemos siete. En opinión de Sanderson, otras cinco estarán disponibles a lo largo de los próximos doce meses. Sin embargo, como se encarga de subrayar, todos los tenderos de Chelsea Terrace conocen bien mis intenciones, y eso no contribuye precisamente a que los precios bajen.

—Imagino que debía suceder tarde o temprano.

—Estoy de acuerdo —dijo Charlie—, pero ha sucedido más pronto de lo que esperábamos. De hecho, Syd Wrexall, el presidente de la Asociación de Tiendas, está muy preocupado por nuestra causa.

—¿Por qué el señor Wrexall en particular?

—Es el dueño de la taberna «El Mosquetero», en la otra esquina de Chelsea Terrace, y ha empezado a decir a sus clientes que mi objetivo a largo plazo es comprar todas las propiedades de la manzana y expulsar a los pequeños tenderos.

—Tiene razón —dijo Becky.

—Tal vez, pero no me esperaba que fundara una cooperativa con el único propósito de vigilarnos. Confiaba en que «El Mosquetero» pasara a mis manos a su debido tiempo, pero cuando se suscita el tema se limita a decir: «Tendrá que pasar sobre mi cadáver».

—Eso es un golpe para tus proyectos —dijo el coronel.

—De ningún modo —contestó Charlie—, siempre hay un momento de crisis en la vida. El secreto consistirá en verlo venir y actuar con rapidez. En todo caso, significa que, a partir de ahora, tendré que pagar más de la cuenta cuando un tendero decida que ha llegado el momento de vender.

—Sospecho que no podemos hacer mucho al respecto —dijo el coronel.

—Excepto desenmascarar a los farsantes de vez en cuando.

—¿Desenmascarar a los farsantes? No estoy seguro de haberte entendido.

—Bien, hace poco hemos recibido ofertas de dos tiendas interesadas en vender, pero las rechacé.

—¿Por qué?

—Pues porque pedían precios ofensivos.

—¿Han reconsiderado su oferta?

—Sí y no. Uno ya ha vuelto con una oferta mucho más realista, pero el otro sigue aferrándose al precio que pidió.

—¿Quién sigue aferrándose?

—La licorería del número 101. De momento no hace falta precipitarse, pues Sanderson dice que el propietario ha estado mirando varias propiedades en Pimlico, y nos tendrá informados de cualquier progreso que se produzca en ese sentido. Entonces, cuando se haya comprometido, le haremos una oferta sensata.

—Bien por Sanderson. Por cierto, ¿de dónde sacas toda tu información? —preguntó el coronel.

—Del señor Bales, que trabaja en la agencia de noticias, y del propio Syd Wrexall.

—Si no recuerdo mal, dijiste que el señor Wrexall estaba en nuestra contra.

—Y lo está, pero sigue dando su opinión sobre cualquier cosa por el precio de una pinta, así que Bob Makins se ha convertido en uno de sus clientes habituales. Tengo una copia de lo que se dice en la Asociación de Tiendas antes que los mismos socios.

El coronel lanzó una carcajada.

—¿Y los subastadores del número 1? ¿Aún los tenemos bajo vigilancia?

—Desde luego, coronel. El señor Fothergill, el propietario, sigue hundiéndose en deudas, un año malo tras otro. Se las arregla para mantener la cabeza fuera del agua, por los pelos, pero le vaticino que el año que viene, a más tardar el otro, se hundirá por completo. Nosotros estaremos esperando en el muelle, dispuestos a lanzarle un salvavidas. Sobre todo si, para entonces, Becky ya se siente preparada para marcharse de Sotheby’s.

—Estoy aprendiendo mucho —confesó Becky—, me gustaría continuar hasta que sea posible. He pasado un año en Maestros Clásicos, y ahora intento trasladarme al departamento que ahora llaman Moderno o Impresionista. Como ve, creo que necesito acumular la mayor experiencia posible antes de que descubran mis intenciones. Asisto a todas las subastas que puedo, desde vajillas de plata a libros antiguos, pero preferiría que me concedierais más tiempo.

—Pero si Fothergill se hunde por tercera vez, tú eres nuestro bote salvavidas, Becky. ¿Y si la tienda se pone en venta?

—Supongo que podría encargarme de ella. Ya le he echado el ojo al hombre que podría ser nuestro director general, Simón Matthews. Lleva en Sotheby’s doce años, y está harto de que le dejen de lado en los ascensos. También hay un aprendiz joven muy brillante, empleado desde hace tres años, que será el as de la próxima generación de subastadores, en mi opinión. Solo es dos años más joven que el hijo del presidente, así que se sentiría muy feliz de trabajar para nosotros si le hiciéramos una oferta atractiva.

—Por otra parte, nos va muy bien que Becky se quede al menos un año más en Sotheby’s —indicó Charlie—, porque el señor Sanderson ha puesto de relieve un problema con el que deberemos enfrentarnos en un futuro no muy lejano.

—¿O sea? —dijo el coronel.

—Sanderson señala en la página nueve de su informe que los números del veinticinco al noventa y nueve, un bloque de treinta y siete pisos en plena Chelsea Terrace, uno de los cuales compartieron Daphne y Becky hasta hace un par de años, se pondrán a la venta dentro de algún tiempo. Los administra una institución de caridad que no está satisfecha con lo que reciben a cambio de su inversión, y Sanderson opina que se van a desembarazar de ellos. Si recordamos nuestro plan a largo plazo, sería prudente comprar el bloque lo antes posible, en lugar de esperar más años, porque deberíamos pagar un precio más alto o, en el peor de los casos, quedarnos sin nada.

—Treinta y siete pisos —dijo el coronel—, ¿qué precio global calcula Sanderson?

—Cree que rondaría las dos mil libras. Solo rinden un beneficio de doscientas diez libras al año, y si tenemos en cuenta las reparaciones y el mantenimiento, es posible que ese beneficio se desvanezca. Si la propiedad sale a la venta, y podemos adquirirla, Sanderson también recomienda que fijemos alquileres por un máximo de diez años, y tratemos de llenar las casas vacías con personal de embajadas o visitantes extranjeros, que nunca protestan por tener que marcharse inopinadamente.

—De modo que los beneficios de las tiendas servirían para pagar las casas —dijo Becky.

—Me temo que sí —contestó Charlie—, pero con un poco de suerte solo ocurriría durante dos años. En cualquier caso, el trato tardará en cerrarse, si los miembros de la junta de caridad se meten por medio.

—De todos modos, una exigencia a nuestros recursos como esta puede requerir otro almuerzo con Hadlow —dijo el coronel—. En fin, ya veo que, si necesitamos apoderarnos de esas casas, me quedan pocas alternativas. —El coronel hizo una pausa—. Para ser justo con Hadlow, también ha aportado un par de ideas interesantes, merecedoras de nuestra consideración. Por tanto, constituyen el punto siguiente de mi orden del día.

Becky dejó de escribir y levantó la vista.

—Empezaré diciendo que Hadlow está muy satisfecho con las cifras de nuestros dos primeros años, pero abriga la fuerte convicción de que, por razones fiscales, deberíamos dejar de ser una sociedad y fundar una empresa.

—¿Por qué? —preguntó Charlie—, ¿qué ventajas nos reportaría?

—Es por la nueva ley de presupuestos que se acaba de presentar en la Cámara de los Comunes —explicó Becky—, el cambio en las leyes fiscales podría redundar en nuestro beneficio, porque en este momento funcionamos como siete negocios diferentes, gravados con los impuestos correspondientes, mientras que si fundiésemos nuestras tiendas en una sola empresa podríamos enfrentar las pérdidas de, digamos, la sastrería y la ferretería a las ganancias del colmado y la carnicería, reduciendo así la carga fiscal. Sería especialmente beneficioso en un mal año.

—Me parece sensato —admitió Charlie—. ¿Por qué no lo hacemos?

—Bueno, no es tan sencillo —dijo el coronel, aplicándose el monóculo al ojo bueno—. Para empezar, si nos convertimos en una empresa, el señor Hadlow aconseja que contratemos directores nuevos para cubrir aquellas áreas en las que tenemos poca o ninguna experiencia profesional.

—¿Por qué quiere Hadlow que hagamos eso? —preguntó Charlie con aspereza—. Nunca hemos necesitado intrusos en nuestro negocio.

—Porque estamos creciendo con mucha rapidez, Charlie. En el futuro, es posible que necesitemos a gente con la experiencia de la que nosotros carecemos para que nos aconseje. La compra de los inmuebles es un buen ejemplo.

—Para eso tenemos al señor Sanderson.

—Y tal vez sentiría una mayor responsabilidad hacia nuestra causa si estuviera a bordo. —Charlie frunció el ceño—. Entiendo tu postura —continuó el coronel—. Es tu empresa, y crees que no necesitas a extraños que te digan cómo administrar «Trumper’s». Bien, aunque fundemos una empresa seguirá siendo tuya, porque todas las acciones irían a tu nombre y al de Becky, y todas las propiedades continuarían bajo vuestro control. Sin embargo, contarías con la ventaja de pedir consejo a directores no ejecutivos.

—Que gastarían nuestro dinero y anularían nuestras decisiones —gruñó Charlie—. No me gusta que ningún extraño me diga lo que he de hacer.

—No tiene por qué ser así —dijo Becky.

—Estoy convencido de que saldrá mal.

—Charlie, tendrías que escucharte a veces. Hablas como un reaccionario.

—Tal vez deberíamos votar —sugirió el coronel, intentando apaciguar los ánimos—, para definirnos todos.

—¿Votar? ¿Sobre qué? ¿Por qué? La tienda me pertenece a mí.

—A los dos, Charlie —saltó Becky—, y el coronel se ha ganado de sobra el derecho a dar su opinión.

—Lo siento, coronel. No quería decir…

—Lo sé, Charlie, pero Becky tiene razón. Si quieres realizar tus proyectos a largo plazo, necesitarás alguna ayuda exterior. Tú solo no puedes materializar ese sueño.

—Pero sí con intrusos.

—Piensa en ellos como asesores internos —dijo el coronel.

—Bien, ¿qué vamos a votar? —preguntó Charlie, irritado.

—Bien —empezó Becky—, alguien debería presentar una resolución para convertirnos en empresa. Si es aprobada, invitaremos al coronel a ser presidente, y él, a su vez, te nombrará director gerente y a mí secretaria. Creo que deberíamos invitar al señor Sanderson a formar parte de la junta, junto con un representante del banco.

—Veo que has pensado mucho en esto —dijo Charlie.

—Esa era mi parte del trato, si te da la gana refrescar la memoria, señor Trumper —replicó Becky.

—No somos Marshall Fields, ¿sabes?

—No —sonrió el coronel—. Recuerda que fuiste tú, Charlie, quien nos enseñó a pensar así.

—Sabía que al final todo sería culpa mía.

—Bien, presento la resolución de que formemos una empresa —dijo Becky—. ¿Quiénes están a favor?

Becky y el coronel levantaron la mano. Charlie les secundó de mala gana unos segundos después.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó.

—Mi segunda propuesta —continuó Becky— es que el coronel sir Danvers Hamilton sea nuestro primer presidente.

Esta vez, la mano de Charlie se alzó con firmeza.

—Gracias —dijo el coronel—. Y mi primera decisión como presidente es nombrar al señor Trumper director gerente, y a la señora Trumper secretaria de la empresa. Y, con vuestro permiso, tantearé al señor Sanderson, y creo que también al señor Hadlow, para pedirles que se unan a nosotros.

—De acuerdo —aprobó Becky, que escribía furiosamente para no dejarse ni una palabra.

—¿Algún otro tema? —preguntó el coronel.

—Me atrevería a sugerir, señor presidente —dijo Becky, y el coronel no pudo contener una sonrisa—, que fijemos una fecha para nuestra primera asamblea mensual de toda la junta.

—Cualquier día me va bien —indicó Charlie—, pero es seguro que no conseguiremos reunirlos a todos alrededor de esta mesa al mismo tiempo, a menos que proponga celebrar las asambleas a las cuatro y media de la mañana. Al menos, de esta manera averiguaremos si son trabajadores de verdad.

—Bien —rio el coronel—, es un buen método de garantizar que todas tus resoluciones serán aprobadas sin tener que consultarnos, Charlie. Debo advertirte, sin embargo, que con una sola persona no hay quorum.

—¿Quorum? —preguntó Charlie.

—El número mínimo de personas necesarias para aprobar una resolución —explicó Becky.

—Conmigo bastaba hasta hoy —dijo Charlie, en tono añorante.

—También le pasaba eso al señor Marshall antes de encontrarse con el señor Field —señaló el coronel—, así que fijemos nuestra próxima asamblea para el mes que viene, en tal día como hoy.

Becky y Charlie asintieron con la cabeza.

—Bien, si no hay más temas, declaro concluida la asamblea.

—Hay otro —dijo Becky—, pero no creo que esta información deba constar en el acta.

—Tienes la palabra —contestó el presidente, desconcertado.

Becky estrechó la mano de Charlie.

—El epígrafe reza «gastos fortuitos». Sepan que voy a tener otro niño.

Charlie, por una vez, se quedó sin habla, hasta que el coronel preguntó si había alguna botella de champagne a mano.

—Temo que no —dijo Becky—. Charlie no me deja comprar nada en la licorería hasta que seamos dueños de la tienda.

—Muy comprensible —aprobó el coronel—. Bien, en ese caso tendremos que acercarnos a mi casa —añadió, levantándose y cogiendo su paraguas—. Así, Elizabeth podrá celebrarlo con nosotros. Declaro concluida la asamblea.

Salieron a la calle justo cuando el cartero entraba en la tienda. Al ver a Becky le entregó una carta.

—Con tantos sellos solo puede ser de Daphne —les dijo, mientras abría el sobre y empezaba a leer su contenido.

—Vamos, ¿qué dice? —preguntó Charlie, en el camino hacia Tregunter Road.

—Ha recorrido América y China, y su próximo objetivo es la India —anunció Becky—, también ha engordado tres kilos y ha conocido al señor Calvin Coolidge, sea quien sea.

—El vicepresidente de los Estados Unidos —dijo Charlie.

—¿De veras? ¡Y todavía confían en volver para agosto! ¿Qué te parece? —Becky levantó la vista y descubrió que solo el coronel seguía a su lado—, ¿dónde está Charlie?

Ambos se volvieron y le vieron mirando una pequeña casa que tenía el letrero «En venta» clavado a la pared. Se reunieron con él.

—¿Qué opinas? —preguntó él, sin apartar los ojos de la casa.

—¿Qué quiere decir «qué opinas»?

—Sospecho, querida, que Charlie está preguntando tu parecer sobre la casa.

Becky contempló la casa. Tenía tres pisos y estaba cubierta de enredaderas.

—Es maravillosa, absolutamente maravillosa.

—Mejor aún —dijo Charlie—. Es nuestra, ideal para alguien que tiene esposa y tres hijos y es director gerente de un floreciente negocio en Chelsea.

—Pero aún no tengo un segundo hijo, ni mucho menos un tercero.

—Planificaba por anticipado. Tú me lo enseñaste.

—¿Nos lo podemos permitir?

—No, claro que no, pero estoy seguro de que el valor de la propiedad subirá pronto en esta zona, cuando la gente pueda ir andando a sus grandes almacenes. En cualquier caso, ahora ya es demasiado tarde, porque esta mañana entregué el depósito.

Sacó una mano del bolsillo y enseñó una llave.

—¿Por qué no me consultaste antes? —preguntó Becky.

—Porque sabía que tu respuesta sería «no nos lo podemos permitir», al igual que hiciste con la segunda, tercera, cuarta, quinta y demás tiendas.

Se dirigió hacia la puerta principal. Becky le seguía a un metro de distancia.

—Pero…

—Me adelantaré para hacer los preparativos —dijo el coronel—. Venid a casa a tomar esa copa de champagne en cuanto hayáis acabado de admirar vuestro nuevo hogar.

El coronel siguió andando por Tregunter Road, haciendo girar el paraguas bajo el sol de la mañana, complacido consigo mismo y con el mundo. Llegó a la hora justa de tomar su primer whisky del día.

Comunicó todas las noticias a Elizabeth, que se mostró mucho más interesada por el bebé y la casa que por el estado actual de las cuentas de la empresa o el nombramiento de presidente recaído en su marido. Tras desempeñar su papel lo mejor posible, el coronel pidió a su criado que pusiera una botella de champagne en un cubo con hielo. Después, fue a su estudio para examinar el correo de la mañana, mientras aguardaba la llegada de los Trumper.

Había tres cartas sin abrir sobre su escritorio: una factura de su sastre (que le recordó las críticas de Becky sobre el tema), una invitación a la carrera de Ashburton, un acontecimiento anual que siempre disfrutaba, a celebrar en Ashburton, y una carta de Daphne. Suponía que se limitaría a repetir las noticias que Becky ya le había comunicado.

El sobre llevaba matasellos de Delhi. Lo abrió, nervioso. Daphne repetía lo mucho que estaba disfrutando su viaje, pero eliminaba cualquier mención a su problema de peso. Seguía diciendo que tenía nuevas e inquietantes noticias sobre Guy Trentham. Por lo visto, mientras se hallaban alojados en Poona, Percy se topó con él una noche en el club de oficiales, vestido de civil. Había adelgazado tanto que casi no le reconoció. Le dijo que se había visto obligado a presentar la renuncia y que solo había un culpable de su ruina. Un cabo que había sembrado mentiras sobre él en el pasado. Un hombre al que complacía asociarse con delincuentes y que había llegado a robarle. En cuanto volviera a Inglaterra, Trentham tenía la intención de…

El timbre de la puerta sonó.

—¿Puedes abrir, Danvers? —dijo Elizabeth, inclinándose sobre la balaustrada—. Estoy arriba arreglando las flores.

El coronel se hallaba todavía presa de rabia cuando abrió la puerta y encontró a Charlie y Becky esperando.

—Champagne, coronel —tuvo que decir Becky, al observar su aspecto sorprendido—, ¿o ya se ha olvidado de mi estado físico?

—Ah, sí, lo siento. Estaba distraído. —El coronel hundió la carta de Daphne en el bolsillo de la chaqueta—. El champagne ya debe estar a la temperatura perfecta —añadió, acompañando a sus invitados a la sala de estar.

—Acaban de llegar dos Trumper y medio —ladró a su esposa.