Soy bastante bueno para las caras, así que cuando le vi pesando aquellas patatas supe al instante que le había reconocido. Después, recordé el letrero colgado sobre la puerta. Claro, el cabo Trumper. No, terminó de sargento, si no me acuerdo mal. ¿Cómo se llamaba su amigo, el que ganó la MM? Ah, sí, el soldado Prescott. La explicación de su muerte no resultó muy satisfactoria.
Cuando volví a casa para comer le dije a Elizabeth que había vuelto a ver al sargento Trumper, pero la mensahib no demostró demasiado interés hasta que le di las frutas y las verduras. Fue entonces cuando me preguntó dónde las había comprado.
—En la tienda de Trumper —le contesté.
Ella asintió con la cabeza, tomando nota del nombre y la dirección sin más explicaciones.
Al día siguiente ordené al secretario del regimiento que enviara dos invitaciones a Trumper para la cena y el baile anuales; después, me olvidé del tipo hasta que vi a los dos sentados en la mesa de los sargentos la noche del baile. Digo «los dos» porque Trumper iba acompañado de una muchacha muy atractiva. Yo no podía apartar mis ojos de ella. Sin embargo, Trumper pareció no hacer caso de ella en toda la noche, concediendo su atención a una joven cuyo nombre no conseguí recordar, y que había estado sentada en la mesa de autoridades, no muy lejos de mí. Cuando mi ayudante le preguntó a Elizabeth si quería bailar con él, no desaproveché la oportunidad, créanme. Atravesé como una exhalación la pista de baile, consciente de que la mitad del batallón no me quitaba el ojo de encima, me incliné ante la dama en cuestión y solicité que me concediera el honor. Descubrí que era la señorita Salmon, y que bailaba como la mujer de un oficial. Era brillante como un botón, y además alegre. No pude imaginar en qué estaba pensando Trumper, y así se lo habría dicho, pero no era asunto mío.
Cuando terminó la pieza presenté la señorita Salmon a Elizabeth, que pareció igualmente encantada. Más tarde, la mensahib me dijo que, según le habían informado, la chica estaba liada con el capitán Trentham de nuestro regimiento, ahora destinado en la India. Trentham, Trentham… Me acordé de un joven oficial del batallón que respondía a ese apellido (había ganado una MC en el Marne), pero había otra cosa relacionada con él que no logré recordar en aquel momento. Pobre chica, pensé, porque yo había sometido a Elizabeth a la misma prueba cuando me destinaron a Afganistán en 1882. Perdí un ojo por culpa de aquellos malditos afganos y, al tiempo, casi perdí a la única mujer que he amado en mi vida. En cualquier caso, es mal asunto casarse antes de llegar a capitán…, o después de llegar a mayor, para el caso.
No esperaba volver a tener noticias de Trumper ni de su bella invitada, hasta que, de improviso, la señorita Salmon me escribió unas líneas para preguntarme si ambos podían venir a verme por un asunto privado. Accedí a su petición, guiado sobre todo por la curiosidad, pues no se me ocurría qué podían querer de un viejo excéntrico como yo.
Llegaron a mi casita de Tregunter Road antes de que el reloj del abuelo terminara de dar las diez, y les hice pasar a la salita.
—¿Qué desea de mí, sargento? —pregunté a Trumper.
No hizo el menor intento de responder, pues fue la señorita Salmon quien habló por los dos. Se lanzó sin más preámbulos, de la forma más convincente, a pedir que me uniera a su pequeña empresa y, aunque no tomé en consideración su propuesta, me interesó; su confianza en mí me conmovió y prometí que meditaría su ofrecimiento. Dije que les escribiría cuanto antes para comunicarles mi decisión.
Elizabeth se mostró de acuerdo conmigo, pero me aconsejó que inspeccionara un poco el terreno antes de decidirme.
Pasé cada día laborable de la semana siguiente merodeando por las cercanías de Chelsea Terrace, 147. Solía sentarme en el banco que había frente a la tienda, desde el cual, sin que me vieran, podía observar cómo llevaban el negocio. Elegí diferentes momentos del día para llevar a cabo mis observaciones, por motivos obvios. A veces, aparecía a primera hora de la mañana; en otras, a la hora de mayor actividad, e incluso a última hora de la tarde. En una ocasión, les vi cerrar la tienda, y descubrí al instante que el sargento Trumper no era amigo de mirar el reloj: el 147 era la última tienda en cerrar sus puertas al público. No me importa confesarles que tanto Trumper como la señorita Salmon me causaron una impresión muy favorable. Una extraña pareja, comenté a Elizabeth después de mi última visita.
Semanas atrás, el conservador del Museo Imperial de Guerra me había invitado a ser miembro del consejo, pero, con franqueza, la oferta de Trumper era la única otra que había recibido desde que el año anterior había colgado las espuelas. Como el conservador evitó mencionar la remuneración, colegí que esta no existía y, a juzgar por las actas del último consejo, que me habían enviado para echarles un vistazo, deduje que sus exigencias no me quitarían más de una hora a la semana.
Tras considerables exámenes de conciencia y bufidos alentadores de Elizabeth —a quien no hacía la menor gracia que me pasara todo el día rondando por casa—, envié una nota a la señorita Salmon, informándola de que yo era su hombre.
A la mañana siguiente descubrí con toda exactitud en qué me había dejado involucrar, cuando la dama en cuestión apareció en Tregunter Road para aleccionarme sobre mi primera misión. Era cojonuda, mucho mejor que cualquier oficial bajo mi mando, no les quepa la menor duda.
Becky (me dijo que dejara de llamarla «señorita Salmon», ahora que éramos «socios») me indicó que considerase nuestra primera visita a Child’s de la calle Fleet como un «ensayo», porque el pez que en realidad quería pescar no estaría preparado hasta la semana siguiente. Sería entonces cuando nosotros «entraríamos a matar». Solía utilizar expresiones que para mí no tenían ni pies ni cabeza.
Les aseguro que sudé a mares aquella mañana de nuestra entrevista con el primer banco y que, para ser sincero, estuve a punto de escabullirme de primera línea antes de que dieran la orden de cargar. De no ser por aquellos dos jóvenes rostros expectantes que me esperaban fuera del banco, juro que habría renunciado a toda la campaña.
Bien, a pesar de mis temores, salimos del banco menos de una hora después, habiendo lanzado con gran éxito nuestro primer ataque. Puedo decir, con toda sinceridad, que no bajé la guardia. No es que pensara mucho en Hadlow, que me pareció de lo más extravagante, pero tampoco podría describir a los «Buffs» como una tropa de primera clase. Para más inri, el muy maldito no les había visto ni por el forro, lo cual siempre define a un sujeto, en mi opinión.
Desde aquel momento decidí vigilar de cerca las actividades de Trumper, e insistí en encontrarles semanalmente en el piso para estar al día de lo que ocurría. Hasta me sentí con ánimos para aconsejarles o alentarles de vez en cuando. A nadie le gusta cobrar por no hacer nada.
Ya desde el principio, todo parecía ir como una seda. De hecho, el balance trimestral fue impresionante. A finales de mayo de 1920, Trumper solicitó una entrevista en privado. Sabía que le había echado el ojo a otro establecimiento de Chelsea Terrace, y supuse que quería comentar el asunto conmigo.
Accedí a visitar a Trumper en su piso, pues nunca parecía estar cómodo cuando le invitaba a mi club o a Tregunter Road. Cuando llegué aquella noche le encontré muy alterado, y di por sentado que alguno de nuestros tres establecimientos le causaba preocupaciones, pero él me aseguró que ese no era el caso.
—Bien, adelante con ello, Trumper —dije.
—Para ser sincero, señor, me resulta un poco violento —contestó, de modo que me callé, confiando en que así se tranquilizaría y soltaría lo que llevaba dentro.
—Se trata de Becky, señor —dijo con brusquedad.
—Excelente muchacha.
—Sí, señor, estoy de acuerdo, pero me temo que está embarazada.
Confieso que la propia Becky me había dado la noticia unos días antes, pero yo le prometí no decir nada a nadie, incluyendo a Charlie. Fingí sorprenderme. Aunque soy consciente de que los tiempos han cambiado, sabía que Becky había sido educada con rectitud y que, en cualquier caso, nunca me había parecido esa clase de chica.
—Querrá usted saber quién es el padre, por supuesto —siguió Charlie.
—Había supuesto… —empecé, pero Charlie sacudió la cabeza al instante.
—No soy yo. Ojalá lo fuera. Entonces, podría casarme con ella y me ahorraría molestarle a usted con el problema.
—En tal caso, ¿quién es el culpable? —pregunté, fingiendo aún que no lo sabía.
—Guy Trentham, señor —dijo, tras un momento de vacilación.
—¿El capitán Trentham? Está en la India, si no recuerdo mal.
—Eso es cierto, señor. Para empeorar las cosas, Becky no quiere informarle de lo ocurrido. Dice que arruinaría su carrera.
—Pero si no le dice la verdad, arruinará su vida —dije, irritado—. Al fin y al cabo, él lo averiguará tarde o temprano.
—Pero no por ella, ni por mí.
—¿Está ocultándome algo que yo debiera saber, Trumper?
—No, señor.
Lo dijo con demasiada rapidez para resultar convincente.
—En ese caso, tendré que hacerme cargo yo del problema. Entretanto, siga ocupándose de las tiendas, pero cuando se haga del dominio público dígamelo, no quiero ir por ahí con cara de no saber nada.
Me levanté para marcharme.
—Todo el mundo lo sabrá dentro de poco —dijo Charlie.
Yo había dicho «tendré que hacerme cargo del problema» sin tener ni la menor idea de lo que iba a hacer, pero aquella noche hablé del problema con Elizabeth. Me aconsejó que charlara con Daphne, cuya información sería más amplia que la de Charlie. Sospeché que estaba en lo cierto.
Elizabeth y yo invitamos a Daphne dos días después a tomar el té en Tregunter Road, donde nos confirmó todo cuanto había dicho Charlie y colocó una o dos piezas más en el rompecabezas.
En opinión de Daphne, Trentham había sido el primer romance serio de Becky y sabía a ciencia cierta que no se había acostado con ningún otro hombre antes de conocerle, y solo una vez con Trentham. Nos aseguró que este no podía vanagloriarse de la misma reputación.
El resto de sus noticias no auguraban una solución sencilla al problema, pues no se podía confiar en que la madre de Guy le insistiera para que hiciera lo único decente respecto a Becky. Todo lo contrario, Daphne sabía que la mujer ya había preparado el terreno para lograr que nadie creyera responsable a Trentham.
—¿Y el padre de Trentham? —pregunté—. ¿Cree que yo podría hablar con él? Estuvimos en el mismo regimiento, pero nunca en el mismo batallón.
—Es el único miembro de la familia al que aprecio —admitió Daphne—. Es diputado del Partido Liberal por Berkshire West.
—Por ahí podría abordarle. No comparto sus ideas políticas, pero no creo que eso le impida discernir la diferencia entre el bien y el mal.
Otra carta enviada con el membrete del club produjo una respuesta inmediata del mayor, invitándome a tomar una copa en Chester Square el lunes siguiente.
Llegué a las seis en punto y me guiaron hasta un saloncito donde fui recibido por una encantadora dama, que se presentó como señora Trentham. No respondía en absoluto a la descripción de Daphne; de hecho, era una mujer bastante atractiva. Se deshizo en excusas; por lo visto, su marido se había visto obligado a quedarse en la Cámara de los Comunes, siguiendo instrucciones de su partido. Esto significaba que no podía abandonar el palacio de Westminster so pena de muerte. Tomé una decisión instantánea (ahora sé que equivocada). El asunto no podía dilatarse más y debía comunicar mi mensaje al mayor por mediación de su esposa.
—La situación me resulta bastante embarazosa —empecé.
—Hable con toda libertad, coronel. Le aseguro que mi marido confía plenamente en mí. No tenemos secretos el uno para el otro.
—Bien, para ser franco con usted, señora Trentham, el asunto que deseo comentar se refiere a su hijo Guy.
—Entiendo.
—Y a su novia, la señorita Salmon.
—Ella no es, ni ha sido nunca, su novia —dijo la señora Trentham, en un tono desconocido hasta el momento para mí.
—Pero según tengo entendido…
—¿Mi hijo le hizo ciertas promesas a la señorita Salmon? Le aseguro, coronel, que no hay nada más alejado de la verdad.
Cogido por sorpresa, me sentí incapaz de pensar en una forma diplomática de comunicar a la dama el auténtico propósito que alentaba mi deseo de ver a su marido.
—Tanto si le hizo promesas como no, señora —me limité a decir—, creo que usted y su marido deberían saber que la señorita Salmon está embarazada.
—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? —La señora Trentham me miró sin mostrar el menor temor en sus ojos.
—Que su hijo es, sin la menor duda, el padre.
—Solo contamos con la palabra de esa chica, coronel.
—Es usted injusta, señora Trentham. Sé que la señorita Salmon es una muchacha decente y honrada. En cualquier caso, si no fue su hijo, ¿quién más pudo ser?
—Solo el cielo lo sabe. Yo diría que un buen número de hombres, a juzgar por su reputación. Al fin y al cabo, su padre era un inmigrante.
—Y también el padre del rey, señora —le recordé—, pero él habría sabido cómo comportarse en una situación semejante.
—No sé a qué se refiere, coronel.
—Me refiero, señora, a que su hijo debe casarse con la señorita Salmon o, como mínimo, disponer los medios necesarios para que el niño reciba todo cuanto necesite.
—Por lo visto, debo aclararle una vez más, coronel, que esta lamentable situación no tiene nada que ver con mi hijo. Le aseguro que Guy dejó de salir con esa chica meses antes de zarpar hacia la India.
—Sé que ese no es el caso, señora, porque…
—¿De veras, coronel? ¿Puedo saber qué papel juega usted en este asunto?
—La señorita Salmon y el señor Trumper son socios míos, nada más.
—Entiendo. Sospecho, pues, que no necesitará hacer muchas averiguaciones para descubrir quién es el auténtico padre.
—Eso es otra impertinencia, señora. La señorita Salmon es…
—Creo que no existen motivos para proseguir esta discusión, coronel —cortó la señora Trentham, levantándose de la silla—. Además —añadió, mientras se dirigía hacia la puerta, sin dignarse mirarme—, debo advertirle, coronel, que si vuelvo a escuchar esta calumnia en algún sitio, no vacilaré en ordenar a mis abogados que emprendan las acciones necesarias para defender la buena reputación de mi hijo.
La seguí hasta el vestíbulo, muy agitado, pero decidido a impedir que la cosa terminara allí. Ahora sabía que el mayor Trentham era mi última esperanza. Cuando la señora Trentham abrió la puerta para salir, le hablé con firmeza.
—¿Debo suponer que relatará fielmente esta conversación a su esposo, señora?
—No suponga nada, coronel —fueron las últimas palabras que oí pronunciar a la señora Trentham antes de que me cerrara la puerta en la cara.
La última vez que una dama me trató de esta forma fue en Rangún, y debo añadir que la muchacha en cuestión tenía muchos motivos para sentirse ofendida.
Cuando repetí la conversación a Elizabeth, con la mayor fidelidad posible, mi esposa señaló, con su estilo claro y conciso, que solo me quedaban tres alternativas. La primera era escribir al capitán Trentham, la segunda informar a su comandante en jefe de todo lo que yo sabía.
—¿Y la tercera? —pregunté.
—No volver a hablar jamás del tema.
Medité sus palabras con gran detenimiento y escogí la segunda. Envié una nota a Ralph Forbes, un tipo de primera clase que me había sucedido como coronel. Seleccioné mis palabras con la mayor prudencia, consciente de que si la señora Trentham cumplía su amenaza de emprender acciones legales, el buen nombre del regimiento se vería perjudicado. Sin embargo, decidí al mismo tiempo cuidar de Becky como un padre, pues en estos momentos parecía empeñada en vivir a toda prisa. Preparaba sus exámenes al tiempo que trabajaba, sin recibir remuneración, como secretaria y contable de un modesto negocios próspero, mientras todo el mundo que pasaba por la calle ya debía saber a estas alturas que faltaban pocas semanas para que diera a luz.
A medida que pasaban las semanas, me preocupaba el hecho de que no sucediera nada en el frente de Trentham, a pesar de que Forbes me había contestado, asegurándome que había puesto en marcha una investigación. Interrogué a Daphne y Charlie sobre el particular, pero no parecían estar mejor informados que yo.
Daniel George nació a finales de aquel octubre. Me conmovió que Becky me invitara a ser padrino, junto con Bob Makins y Daphne. Aún me sentí más contento cuando Becky me comunicó que Charlie y ella iban a contraer matrimonio la semana siguiente.
Elizabeth y yo, además de Daphne, Percy, la señora Salmon, la señorita Roach y Bob Makins asistimos a la sencilla ceremonia civil en la oficina del Registro de Chelsea, seguida por una recepción en el piso de Charlie, sobre la tienda.
Empecé a pensar que todo marchaba a pedir de boca, pero Daphne me telefoneó unos meses después, solicitando una entrevista urgente conmigo. La llevé a comer al club, donde me enseñó la carta del capitán Trentham que había recibido aquella mañana. A medida que leía sus palabras, me di cuenta con pesar de que la señora Trentham debía haberse enterado de que yo había escrito una carta a Forbes. Debió advertirle de las consecuencias que acarrearía el litigio prometido, y tomar el asunto en sus manos. Creí que había llegado el momento de decirle a su hijo que no iba a salirse con la suya.
Dejé a mi invitada tomando café y me retiré a la sala de escribir. Empecé a escribir, con el auxilio de un enérgico coñac, una carta aún más enérgica, se lo puedo asegurar. Concluí que mi esfuerzo final abarcaba todos los puntos necesarios, del modo más diplomático y realista, dadas las circunstancias. Daphne me dio las gracias y prometió que enviaría la carta a Trentham sin cambiar ni una coma.
No volví a hablar con ella hasta que nos encontramos un mes después en la recepción ofrecida tras su boda, pero no era el momento más adecuado para sacar a colación el tema del capitán Trentham.
Cuando terminó la ceremonia me dirigí al jardín de Vincent Square, donde se iba a celebrar la recepción. Miré si la señora Trentham se encontraba presente, pues imaginaba que la habrían invitado. No tenía el menor deseo de sostener una segunda conversación con aquella dama en particular.
No obstante, me alegré de coincidir con Charlie y Becky en la amplia marquesina erigida especialmente para la ocasión. Nunca había visto a la chica tan radiante, y casi podría describir el aspecto de Charlie como elegante, con su levita, corbata gris y chistera. El magnífico reloj de cadena que colgaba de su chaleco resultó ser un regalo de boda de Becky, que había heredado de su padre, aunque el resto de la indumentaria, puntualizó Charlie, sería devuelto a «Hermanos Moss» a primera hora de la mañana.
—¿No es hora ya, Charlie, de que te compres una levita? —insinué—, al fin y al cabo, ocasiones como esta se repetirán con frecuencia en el futuro.
—Desde luego que no —replicó—. Sería malgastar el dinero.
—¿Puedo preguntar por qué? El costo de un…
—Porque tengo la intención de comprarme una sastrería. Le he echado el ojo encima al número 127 desde hace mucho tiempo, y el señor Sanderson me ha dicho que puede ponerse a la venta en cualquier momento.
No pude rebatir su lógica, aunque su siguiente pregunta me desconcertó por completo.
—¿Ha oído hablar de Marshall Field, coronel?
—¿Estaba en el regimiento? —pregunté, devanándome los sesos.
—No —sonrió Charlie—, Marshall Field son unos grandes almacenes de Chicago, donde se puede comprar de todo. Aún más, poseen seiscientos mil metros cuadrados de espacio para vender bajo un solo techo.
Jamás se me había ocurrido una idea tan atroz, pero no intenté detener la verborrea entusiasta del muchacho.
—El edificio ocupa toda una manzana —me informó—. ¿Se imagina unos almacenes que tengan veintiocho entradas? Según los anuncios se puede comprar de todo, desde un coche a una manzana, y tienen veinticuatro variedades de los dos. Han revolucionado el sistema de ventas en Estados Unidos, al convertirse en los primeros almacenes que dan facilidades de crédito. También afirman que te consiguen lo que no tienen en el plazo de una semana. El lema de Fields es: «Dar a la mujer todo lo que quiera».
—¿Insinúas que deberíamos adquirir Marshall Fields, a cambio de Chelsea Terrace, 147? —pregunté con ingenuidad.
—De momento no, coronel, pero si con el tiempo logro apoderarme de todas las tiendas de Chelsea Terrace, podríamos efectuar la misma operación en Londres, y hasta cambiar la primera línea de su anuncio habitual.
Sabía que me estaba exponiendo un proyecto, así que me limité a preguntarle qué decía la primera línea.
—«Los almacenes más grandes del mundo» —contestó Charlie.
—¿Y tú qué piensas de todo esto? —pregunté, volviéndome hacia Becky.
—En el caso de Charlie —respondió—, debería ser el carretón más grande del mundo.