Siempre que el correo matutino llegaba a Lowndes Square, Wentworth, el mayordomo, depositaba las cartas en una bandeja de plata y las llevaba al estudio del general de brigada, donde este apartaba las dirigidas a él antes de devolver la bandeja al mayordomo. Wentworth, a continuación, entregaba las cartas restantes a las señoras de la casa.
Sin embargo, desde que el compromiso de su hija había sido anunciado en el Times, con el consiguiente envío de unas quinientas invitaciones a la inminente boda, al general de brigada le aburría el proceso de selección, y había dado instrucciones a Wentworth en el sentido de que recorriera la ruta a la inversa, a fin de que solo le entregara las cartas dirigidas a su nombre.
Un lunes de aquel junio de 1921 por la mañana, Wentworth llamó a la puerta de la señorita Daphne, entró al recibir el permiso y le hizo entrega del abundante correo. Daphne separó las cartas dirigidas a su madre y a ella, y devolvió las pocas que quedaban a Wentworth, que se inclinó e inició su nueva ruta inversa.
Daphne saltó de la cama en cuanto Wentworth salió de la habitación, colocó el correo sobre el escritorio y se fue al cuarto de baño. Poco después de las diez y media, sintiéndose con fuerzas para afrontar los rigores del día, volvió al escritorio y empezó a abrir las cartas. Aceptaciones y disculpas debían ordenarse en pilas diferentes, con el fin de marcarlas con cruces y tacharlas en la lista principal. Su madre podría calcular de esta forma el número exacto de comensales y sentarlos de la manera conveniente. El resultado final de las 31 cartas de aquella mañana arrojó un balance de veintidós «síes», incluyendo una princesa, un vizconde, otros dos nobles, un embajador y los queridos coronel y lady Hamilton. También había cuatro «nos»; dos por hallarse en el extranjero, uno por padecer una severa diabetes y otro porque su hija había tenido la desdichada idea de casarse el mismo día que Daphne. Después de proceder a tachar y marcar los nombres en la lista, Daphne dedicó su atención a las cartas restantes.
Una resultó ser de su tía Agatha, de ochenta y siete años, que residía en Cumberland y que ya había anunciado previamente su no comparecencia en la boda, pues pensaba que el viaje a Londres le resultaría agotador. Sin embargo, tía Agatha sugería la posibilidad de que Daphne y Percy viajaran al norte para visitarla en cuanto volvieran de su luna de miel, pues deseaba conocer a su futuro marido.
—Desde luego que no —dijo Daphne en voz alta—. En cuanto regrese a Inglaterra tendré que hacer cosas más importantes que preocuparme por las tías ancianas. Leyó después la postdata:
Y cuando vengas a Cumberland, querida, será el momento ideal para que me aconsejes sobre mi testamento, porque no sé bien a quién donarle mis cuadros, en especial el Canaletto, que se merece un buen hogar, en mi opinión.
«Vieja retorcida», pensó Daphne, sabiendo que tía Agatha escribía la misma postdata a todos sus parientes, por lejanos que fueran, para de esta forma no pasar casi ningún fin de semana sola.
La segunda carta era de Michael Fishlock y Cía, los especialistas en banquetes, que incluía un presupuesto para suministrar té a ochocientos invitados en Vincent Square inmediatamente antes de la boda. Daphne consideró ofensiva la cantidad de trescientas libras, pero apartó el presupuesto a un lado sin pensarlo dos veces, para que su padre lo examinara más tarde. También separó dos cartas dirigidas a su madre y que no le concernían.
Reservó la quinta carta para el final, fascinada por el colorido de los sellos. La corona real, rodeada por un óvalo, se hallaba estampada en la esquina derecha, sobre las palabras «Diez anas»[16].
Abrió el sobre poco a poco y sacó varias hojas de papel grueso; la primera llevaba grabados el penacho y el lema de los Fusileros Reales.
«Querida Daphne», empezaba la carta. Echó un vistazo apresurado a la última página para leer la despedida, que rezaba: «Para siempre, tu amigo Guy».
Volvió a la primera página y miró la dirección, antes de empezar a leer con temor las palabras de Guy.
2.° Batallón
Fusileros Reales
Cuartel Wellington
POONA
India
15 de mayo de 1921
Querida Daphne:
Espero que me perdones por abusar de nuestra vieja amistad, pero ha surgido un problema del que ya estarás al corriente y, por desgracia, creo que debo solicitar tu ayuda y consejo.
He recibido hace poco una carta de tu amiga Rebecca Salmon…
Daphne dejó las hojas sobre su escritorio, deseando que la carta hubiera llegado durante su viaje de luna de miel. Jugueteó un rato con la lista de invitados, sabiendo que tarde o temprano debía averiguar lo que Guy esperaba de ella. Cogió la carta de nuevo.
… informándome de que está embarazada, y de que yo soy el padre de su hijo.
Antes que nada, permíteme asegurarte que no hay nada más alejado de la verdad, porque la única vez que pasé la noche en vuestro piso Rebecca y yo no mantuvimos contacto físico.
De hecho, fue ella quien insistió en que cenáramos juntos aquella noche en Chelsea Terrace, 97, a pesar de que yo ya había reservado una mesa en el Ritz.
A medida que la velada avanzaba, comprendí que estaba intentando emborracharme. A decir verdad, confieso que me sentí un poco mareado cuando traté de irme, y dudé de que pudiera volver sano y salvo al cuartel.
Rebecca sugirió al instante que me quedara a pasar la noche para «dormirla». Utilizo sus palabras. Me negué, por supuesto, hasta que ella señaló que podía quedarme en tu cuarto, pues no esperaba que regresaras del campo hasta la tarde siguiente, un dato que tú confirmaste después.
La verdad es que acepté la amable invitación de Rebecca, y me dormí nada más meterme en la cama. Me desperté cuando llamaron a la puerta, descubriendo con horror que te hallabas frente a mí. Mayor fue mi sorpresa al descubrir que Rebecca, sin yo saberlo, se había acostado a mi lado.
Tú, por supuesto, te sentiste violenta y desapareciste al instante. Me levanté sin pronunciar palabra, me vestí y volví al cuartel. Llegué a mi cuarto a la una y cuarto, como máximo.
Cuando, a la mañana siguiente, llegué a la estación de Waterloo para iniciar el viaje a la India, me quedé, como ya podrás imaginar, horrorizado al ver que Rebecca me esperaba en el andén. Pasé solo unos momentos con ella, pero dejé bien claro lo mal que me había sentado su treta de la noche anterior. Le estreché la mano y subí al tren de Southampton, confiando en no oír hablar de ella nunca más. El siguiente contacto que establecí con la señorita Salmon tuvo lugar varios meses después, cuando recibí esta inesperada y grosera carta, la cual me lleva a exponerte las razones por las que necesito tu ayuda.
Daphne volvió la página y se detuvo para mirarse en el espejo. No deseaba averiguar lo que Guy quería de ella. Había olvidado incluso la habitación en que ella le había descubierto. Solo tardó unos segundos en empezar a leer la página siguiente.
No habría sido preciso emprender ninguna acción, a no ser por el hecho de que el coronel sir Danvers Hamilton envió una nota de su puño y letra a mi oficial en jefe, el coronel Forbes, comunicándole la versión urdida por la señorita Salmon de la historia; como resultado, fui llamado a defenderme ante una comisión investigadora formada por mis hermanos oficiales.
Les conté lo que había ocurrido exactamente aquella noche, pero por culpa de la continua influencia del coronel sobre el regimiento, algunos se negaron a aceptar mi versión de los hechos. Por fortuna, mi madre escribió al coronel Forbes unas semanas más tarde, informándole de que la señorita Salmon se había casado con su amante, Charlie Trumper, y de que este no negaba que el niño era producto de sus relaciones extramatrimoniales. Si el coronel no hubiera aceptado la palabra de mi madre, me habría visto obligado a presentar mi dimisión, pero por fortuna conseguí eludir esta coyuntura.
Sin embargo, mi madre me ha informado de que tienes intención de visitar la India durante tu luna de miel (mis más sinceras felicitaciones). Por tanto, es casi seguro que te encuentres con el coronel Forbes, quien, me temo, es posible que te comente este asunto, pues tu nombre ha sido mencionado en relación con el tema.
Así pues, te suplico que no digas nada que pueda perjudicar mi carrera. De hecho, si confirmaras mi historia, todo este asunto lamentable sería olvidado.
Tu amigo para siempre,
Guy
Daphne dejó de nuevo la carta sobre el tocador y pensó en lo que debía hacer a continuación. Empezó a cepillarse el pelo. No quería discutir el problema con su padre o su madre, ni mezclar a Percy en él. También tenía muy claro que Becky no debía enterarse de la existencia de la carta, hasta haber meditado sobre lo que iba a hacer. La falta de memoria que Guy le atribuía no dejaba de asombrarla, así como su distanciamiento de la realidad.
Se puso a pasear arriba y abajo de la habitación, aburrida de cepillarse el cabello, y leyó la carta un par de veces más. Por fin, devolvió la carta al sobre y trató de olvidar su contenido, pero por más distracciones a las que se entregaba, las palabras de Guy continuaban fijas en su mente. Lo más molesto era que la considerase tan crédula.
De pronto, Daphne supo a quién debía pedir consejo. Descolgó el teléfono y, después de pedir comunicación con un número de Chelsea a la operadora, comprobó con alegría que el coronel aún estaba en casa.
—Iba a salir hacia el club para comer, Daphne —le dijo—, pero dígame en qué puedo ayudarla.
—Necesito hablar urgentemente con usted, pero creo que es mejor no hacerlo por teléfono. ¿Podemos vernos hoy, aunque sea unos minutos?
—Sí, por supuesto. Si está libre, ¿por qué no viene a comer conmigo en el «In and Out»? Cambiaré la reserva a la sala femenina.
Daphne aceptó la invitación. Comprobó su maquillaje y Hoskins la condujo de inmediato a Piccadilly, para que llegara al club Naval y Militar pocos minutos después de la una. El coronel la estaba esperando en la entrada del vestíbulo.
—Qué agradable sorpresa —dijo sir Danvers—. No me ven cada día comiendo con una hermosa joven. Mi reputación subirá muchos puntos en el club. Tendré que saludar a todos los generales que se crucen conmigo.
El hecho de que Daphne no riera la broma del coronel provocó un inmediato cambio de actitud en él. Cogió a su invitada por el brazo y la guio hacia el comedor de las damas. Después de ordenar sus platos, ella sacó la carta de Guy del bolso y se la tendió al coronel sin decir palabra.
El coronel se acomodó el monóculo a su ojo bueno y empezó a leer, mirando de vez en cuando a Daphne. Observó que no había tocado la sopa Brown Windsor colocada frente a ella.
—Un asunto muy complicado —dijo, introduciendo la carta en su sobre y devolviéndolo a Daphne.
—¿Qué sugiere que haga?
—Bien, una cosa es segura, Daphne. No debe hablar de esto con Charlie o Becky. Tampoco veo cómo puede evitar comunicarle a Trentham que, si le preguntan directamente quién es el padre de la criatura, se sentirá obligada a decir la verdad. —Hizo una pausa y tomó un poco de sopa—. Juro que no volveré a hablar con la señora Trentham en toda mi vida —añadió, sin más explicaciones.
Este comentario sorprendió a Daphne. Hasta aquel momento, ignoraba que ambos se conocieran.
—Tal vez podríamos emplear nuestros esfuerzos conjuntos para encontrar la respuesta adecuada, ¿no cree, querida? —sugirió el coronel.
Se interrumpió para permitir que los camareros del club les sirvieran el plato del día.
—Si me ayuda, le estaré eternamente agradecida —dijo Daphne, nerviosa—. Creo que, para empezar, debería contarle todo lo que yo sé. —El coronel asintió con la cabeza—. Ya sabrá, supongo, que yo soy la culpable de que ellos se conocieran…
Cuando Daphne terminó su relato, el plato del coronel estaba vacío.
—Ya lo sabía casi todo —admitió el coronel, limpiándose los labios con la servilleta—, pero usted ha llenado las lagunas. Confieso que no tenía ni idea de que Trentham fuera tan crápula. Mirando atrás, yo debería haber insistido en una posterior confrontación antes de permitir que fuera propuesto para una MC. —Se levantó—. Ahora, si es tan amable de distraerse unos minutos leyendo una revista en la cafetería, voy a ver si escribo un primer borrador.
—Lamento causarle tantas molestias —dijo Daphne.
—No sea tonta. El hecho de que haya depositado su confianza en mí me halaga.
El coronel se puso en pie y se dirigió hacia la sala de escribir. Tardó una hora en volver. Daphne leía por segunda vez los anuncios solicitando niñeras publicados en The Lady.
Dejó caer la revista sobre la mesa al instante y se sentó muy erguida en la silla. El coronel le entregó el resultado de sus esfuerzos, que Daphne leyó durante varios minutos antes de hablar.
—Dios sabe lo que haría Guy si yo enviara esta carta —dijo por fin.
—Tendrá que presentar su dimisión, querida, así de sencillo. Demasiado tarde, en mi opinión. —El coronel frunció el ceño—. Ya es hora de que Trentham sea consciente de las consecuencias de sus malandanzas, así como de las responsabilidades contraídas con Becky y el niño.
—Pero ahora que está casada es poco justo para Charlie —indicó Daphne.
—¿Ha visto a Daniel últimamente? —preguntó el coronel en voz baja.
—Hace unos meses. ¿Por qué?
—Será mejor que le eche otro vistazo, porque no hay muchos Trumper, o Salmon a ese respecto, de cabello rubio, nariz romana y ojos azules. Temo que las réplicas más parecidas se encuentran en Ashurst, Berkshire. En cualquier caso, Becky y Charlie tendrán que contarle la verdad al niño algún día, o solo conseguirán procurarse más problemas para el futuro. Envíe la carta —dijo, tabaleando con los dedos sobre la mesa—, ese es mi consejo.
Daphne volvió a Lowndes Square y subió directamente a su habitación. Se sentó ante el escritorio y, deteniéndose solo un momento, empezó a copiar las palabras del coronel.
Después de terminar su tarea, Daphne releyó el único párrafo de las deliberaciones del coronel que había omitido, y rezó para que su agorero pronóstico no se cumpliera.
Tras completar su versión rompió el escrito del coronel y llamó a Wentworth.
—Una carta para enviar al correo —se limitó a decir.
Los preparativos de la boda adquirieron tal frenesí que Daphne se olvidó de los problemas de Guy Trentham en cuanto le entregó la carta a Wentworth. Se sentía agotada solo de pensar en elegir a las damas de honor sin ofender a la mitad de sus conocidas, soportar interminables pruebas de trajes que siempre se retrasaban, estudiar la colocación de los invitados para asegurarse de que los miembros de la familia que no se hablaban desde hacía años se sentaran en mesas diferentes, o en el mismo banco de la iglesia, y, finalmente, tener que lidiar con una futura suegra, la marquesa viuda, quien, después de casar a tres de sus hijas, siempre daba tres opiniones diferentes sobre cada tema.
A falta de una semana, Daphne sugirió a Percy que se dirigieran a la oficina de registro más cercana y acabar con el asunto de una vez por todas, a ser posible sin decírselo a nadie.
—Lo que tú digas, cariño —contestó Percy, que desde hacía tiempo había dejado de escuchar a nadie que le hablara del matrimonio.
El 16 de julio de 1921 Daphne se despertó a las cinco y cuarenta y tres minutos sintiéndose exhausta, pero cuando salió el sol que brillaba sobre Lowndes Square a las dos menos cuarto estaba exultante e impaciente.
Su padre le ayudó a subir los peldaños del carruaje abierto que su abuela había utilizado el día de su boda. Un pequeño grupo de criados y amigos vitoreó a la novia cuando inició el trayecto hacia Westminster, mientras otros la saludaban desde la acera. Los oficiales saludaban, los chuletas le enviaban besos y las aspirantes a novias suspiraban a su paso.
Daphne entró por la puerta norte de la iglesia del brazo de su padre, pocos minutos después de que el Big Ben diera las dos. Avanzaron lentamente por el pasillo central a los acordes de la Marcha Nupcial de Mendelssohn. Se inclinó un momento ante el rey y la reina, sentados a solas en su banco privado detrás del altar, y se reunió con Percy. Tras muchos meses de esperar la ceremonia, esta pareció terminar en unos momentos. Cuando el órgano atacó Alegraos, alegraos y la pareja ya desposada entró en una antesala para firmar el registro, Daphne deseó empezar otra vez desde el principio todo el proceso.
Aunque había practicado la firma en secreto varias veces en Lowndes Square, aún vaciló antes de escribir las palabras «Daphne Wiltshire».
Marido y mujer salieron de la iglesia acompañados por un vigoroso repique de campanas y recorrieron las calles de Westminster bajo el brillante sol de la tarde. Llegaron a la amplia marquesina montada en el jardín de Vincent Square y empezaron a dar la bienvenida a sus invitados.
Daphne, empeñada en intercambiar una palabra con todos, casi se quedó sin probar el pastel de bodas. Justo después del primer bocado, la marquesa viuda se levantó y anunció que si no empezaban enseguida los discursos, perdería toda esperanza de zarpar con la última marea.
Algernon Fitzpatrick cantó las alabanzas de las damas de honor y brincó por el novio y la novia. Percy le respondió de una forma sorprendentemente ingeniosa y bien recibida. A continuación, Daphne se dirigió al 45 de Vincent Square, donde residía un tío lejano, para ponerse la indumentaria de viaje.
Las multitudes se precipitaron de nuevo para arrojar arroz y pétalos de rosas, mientras Hoskins esperaba para conducir a los recién casados a Southampton.
Media hora más tarde, Hoskins dejaba atrás Kew Gardens por la A30, mientras los invitados a la boda continuaban la fiesta sin la pareja.
—Bien, Percy Wiltshire, ahora estás atado a mí de por vida —dijo Daphne a su marido.
—Sospecho que todo fue tramado por nuestras madres incluso antes de conocernos —contestó Percy—. Qué tontería.
—¿Tontería?
—Sí. Podría haber dado al traste con sus intrigas hace años, diciéndoles que no quería casarme con ninguna otra.
Daphne estaba pensando seriamente en la luna de miel por primera vez, cuando Hoskins detuvo el coche en el muelle, un par de horas antes de que los motores del Mauretania se pusieran en marcha. Procedió a descargar dos baúles del maletero del coche (otros catorce se habían enviado el día anterior) con la ayuda de varios mozos de cuerda. Daphne y Percy se encaminaron hacia la pasarela, donde les aguardaba el sobrecargo de la nave. Al adelantarse para recibir al marqués y a su esposa, alguien de la multitud gritó:
—¡Buena suerte, señoría! Quisiera decir, en nombre de la señora y del mío propio, que la marquesa tiene un aspecto estupendo.
Ambos se volvieron y estallaron en carcajadas cuando vieron a Charlie y Becky, vestidos todavía de etiqueta, entre la muchedumbre.
El sobrecargo guio a los cuatro hacia el camarote Nelson, donde encontraron otra botella de champagne esperando ser abierta.
—¿Cómo conseguisteis llegar antes que nosotros? —preguntó Daphne.
—Bien —contestó Charlie, con un fuerte acento de clase baja—, tal vez no tengamos un Rolls Royce, señora, pero nos las arreglamos para adelantar a Hoskins con nuestro utilitario por la otra parte de Winchester.
La sirena sonó tres veces, y el sobrecargo sugirió que los Trumper debían darse prisa en bajar del barco, pues imaginaba que no tenían la intención de acompañar a los Wiltshire a Nueva York.
—Hasta dentro de un año, más o menos —gritó Charlie, volviéndose para saludarles desde la pasarela.
—Para entonces, ya habremos dado la vuelta al mundo, cariño —confió Percy a su esposa.
Daphne agitó la mano.
—Sí, y solo el cielo sabe qué habrán hecho esos dos cuando volvamos.