El día en que la tarjeta ribeteada de oro llegó a Lowndes Square, Daphne colocó la invitación entre la que solicitaba su presencia en la carrera real de Ascot y la orden de asistir a la fiesta que se celebraría en los jardines del palacio de Buckingham. Sin embargo, consideró que esta invitación en particular permanecería sobre la repisa de la chimenea para que todos la vieran, aun después de que Ascot y el palacio hubieran sido relegados a la papelera.
Aunque Daphne había pasado una semana en París, seleccionando tres vestidos para tres ocasiones diferentes, el más espléndido de todos lo iba a guardar para la ceremonia de graduación de Becky, que ahora describía a Percy como el gran acontecimiento.
Su prometido (si bien no se había acostumbrado aún a pensar en Percy de esa forma) también admitía que nunca le habían invitado a un acontecimiento semejante.
El general de brigada Harcourt-Browne sugirió que Hoskins les condujera en el Rolls a la Casa del Senado, y confesó cierta envidia por no haber sido invitado.
Cuando por fin llegó aquella mañana, Percy acompañó a Daphne a almorzar al Ritz, y tras repasar por enésima vez la lista de invitados y los himnos que se cantarían durante la ceremonia, dedicaron su atención a los detalles del vestido de la tarde.
—Espero que no me hagan preguntas raras —dijo Daphne—, porque te aseguro que no sabré la respuesta.
—Oh, estoy seguro de que no tendremos problemas, cariño —dijo Percy—, aunque nunca he acudido a una de esas fiestas. Los de Wiltshire no tenemos fama de molestar a las autoridades con estos temas —añadió, con una de sus risas que tanto recordaban a una tos.
—Has de quitarte esa costumbre, Percy. Si quieres reír, ríe. Si quieres toser, tose.
—Lo que tú digas, cariño.
—Y deja de llamarme «cariño». Tengo veintitrés años y mis padres me dieron un nombre perfectamente aceptable.
—Lo que tú digas, cariño —repitió Percy.
—No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho. —Daphne consultó su reloj—. Creo que es hora de ponernos en camino. Procuremos no llegar tarde esta vez.
—Muy bien —contestó él, y llamó a un camarero para que les trajera la cuenta.
—¿Tienes idea de a dónde vamos, Hoskins? —preguntó Daphne, mientras el chófer le abría la puerta trasera.
—Sí, señora. Me tomé la libertad de estudiar la ruta mientras usted y Su Señoría se hallaban en Escocia el mes pasado.
—Buena idea, Hoskins —dijo Percy—. De lo contrario, podríamos pasarnos el resto de la tarde dando vueltas en círculo.
Mientras Hoskins ponía en marcha el coche, Daphne miró al hombre que amaba, y pensó en lo afortunada que había sido su elección. La verdad era que le había elegido a la edad de dieciséis años, y el convencimiento de que era el hombre adecuado nunca se debilitó…, a pesar de que él ignoraba el dato. Siempre había pensado que Percy era maravilloso, amable, considerado y cariñoso; distinguido, si bien no exactamente apuesto. Cada noche daba gracias a Dios porque hubiera escapado de aquella mierda de guerra con todos los miembros en su sitio. Desde el momento en que Percy le comunicó que se iba a Francia para servir con la Guardia Escocesa, Daphne pasó los tres años más desdichados de su vida. Dio por sentado que cada carta, cada mensaje, cada llamada telefónica era para informarle de su muerte. Otros hombres intentaron cortejarla durante su ausencia, pero todos fracasaron, pues Daphne, al igual que Penélope, aguardaba pacientemente el regreso de su amado. Solo aceptó el hecho de que seguía con vida cuando le vio bajar por la pasarela del barco en Dover. Daphne siempre recordaría las primeras palabras que pronunció Percy al verla.
—Qué sorpresa verte aquí, cariño. Menuda coincidencia.
Percy jamás comentó el ejemplo dado por su padre, aunque el Times había dedicado media página al fallecimiento del marqués. Describían su acción en el Marne, al desmantelar una batería alemana sin ayuda de nadie, como «una de las grandes victorias de la guerra». Cuando, un mes después, el hermano mayor de Percy cayó muerto en Yprés, Daphne pensó en las numerosas familias que estaban padeciendo la misma y espantosa experiencia. Ahora, Percy había heredado el título: duodécimo marqués de Wiltshire. De décimo a duodécimo en cuestión de semanas.
—¿Está seguro de que vamos en la dirección correcta? —preguntó Daphne cuando el Rolls se internó en la avenida Shaftesbury.
—Sí, señora —respondió Hoskins, que había decidido llamarla de esta forma a pesar de que aún no se había casado con Percy.
—Te está ayudando a acostumbrarte a la idea, cariño —sugirió Percy, antes de volver a toser.
Daphne se sintió muy complacida cuando Percy le dijo que había decidido renunciar a su destino en la Guardia Escocesa para responsabilizarse de las propiedades familiares. A pesar de lo mucho que le admiraba cuando le veía ataviado con el uniforme azul oscuro, con sus cuatro botones de metal, separados por idéntica distancia, las botas de caballería y el divertido gorro a cuadros rojos, blancos y azules, no quería casarse con un soldado, sino con un granjero. Pasar la vida en la India, África y las colonias nunca la había atraído.
Al doblar por la calle Maple, Daphne vio a un grupo de gente que subía unos escalones de piedra para entrar en un amplio edificio de estilo monumental.
—Eso debe de ser el Senado —exclamó, como si se hubiera topado con una pirámide aún no descubierta.
—Sí, señora —contestó Hoskins.
—Acuérdate, Percy… —empezó Daphne.
—¿Sí, cariño?
—De no hablar a menos que te hablen a ti. En esta ocasión no nos hallamos en terreno familiar, y me niego a que ninguno de los dos sea considerado un estúpido. Bien, ¿te acuerdas de la invitación y de los billetes especiales donde constan nuestros asientos?
—Los he guardado en algún sitio.
Empezó a rebuscar en sus bolsillos.
—Están a mano izquierda, en el bolsillo superior de su chaqueta, Su Señoría —dijo Hoskins, frenando el coche.
—Sí, claro —dijo Percy—, gracias, Hoskins.
—Ha sido un placer, Su Señoría —recitó Hoskins.
—Sigue a la muchedumbre —le ordenó Daphne—, y aparenta que haces lo mismo cada semana.
Rebasaron a varios porteros y ujieres uniformados, hasta que un empleado examinó sus billetes y les acompañó a la fila M.
—Nunca me había sentado tan atrás —dijo Daphne.
—Solo he estado tan atrás en un teatro una vez —admitió Percy—, y fue cuando los alemanes ocupaban el escenario.
Tosió de nuevo. Se quedaron sentados en silencio, la mirada clavada al frente, esperando que algo ocurriera. El escenario estaba vacío, a excepción de catorce sillas, dos de las cuales, situadas en el centro, casi podían describirse como tronos.
A las dos y cincuenta y cinco minutos, dos hombres y dos mujeres ataviados con lo que a Daphne le pareció largas batas negras, con bufandas escarlatas que colgaban de sus cuellos, aparecieron en el escenario uno tras otro, tomando asiento en sus respectivos lugares. Solo los dos tronos siguieron vacantes. A las tres en punto, la atención de Daphne se desvió hacia la galería de los Cantores, al sonar una fanfarria de trompetas que anunciaba la llegada de los Visitantes. Todos los presentes se pusieron en pie cuando el rey y la reina entraron para ocupar sus puestos, en el centro del Senado. Todo el mundo, excepto la pareja real, permaneció en pie hasta que finalizaron los últimos acordes del himno nacional.
—Bertie tiene muy buen aspecto, dentro de todo —dijo Percy, sentándose.
—Cállate —dijo Daphne—. Nadie más le conoce.
Un anciano vestido con la larga bata negra, la única persona que continuaba de pie, esperó a que todo el mundo se acomodara antes de dar un paso adelante, dedicar una reverencia a la pareja real y dirigirse al público.
Después de que el vicecanciller, sir Russell Russell-Wells, hablara durante un tiempo considerable, Percy se volvió hacia su prometida.
—¿Cómo va a aguantar uno esta sarta de disparates, teniendo en cuenta que renunció al latín el segundo año?
—Yo solo sobreviví un año a esa asignatura.
—Entonces, tampoco serás de gran ayuda, cariño —susurró Percy.
Alguien sentado en la fila de delante se volvió y les dirigió una mirada feroz.
Daphne y Percy se esforzaron en guardar silencio durante el resto de la ceremonia, aunque Daphne consideraba necesario colocar de cuando en cuando una firme mano sobre la rodilla de Percy, que se removía en la incómoda silla de madera.
—Es perfecta para el rey —susurró Percy—, tiene un almohadón de cuidado donde sentarse.
Por fin llegó el momento que ambos esperaban.
El vicecanciller, que continuaba leyendo en voz alta la lista de honor, había llegado por fin a las «tes».
—Señora de Charles Trumper, del colegio Bedford, licenciada en letras —anunció en aquel momento.
Los aplausos se redoblaron, como cada vez que una mujer había subido los peldaños para recibir su título de manos del Visitante. Becky se inclinó ante el rey mientras él colocaba sobre su vestido lo que el programa llamaba la «muceta de púrpura» y le hacía entrega de un rollo de pergamino. Ella volvió a inclinarse, retrocedió dos pasos y volvió a su asiento.
—Yo no lo habría hecho mejor —reconoció Percy, uniéndose a los aplausos—. No es difícil averiguar quién la ha aleccionado —añadió.
Daphne se ruborizó. Continuaron sentados mientras las us, uves, dobles uves e is griegas recibían sus diplomas, y por fin escaparon al jardín, donde se celebraría la fiesta.
—No los veo por ningún sitio —dijo Percy, describiendo un lento círculo en mitad del jardín.
—Ni yo —contestó Daphne—, pero sigue mirando. Tienen que estar en alguna parte.
—Buenas tardes, señorita Harcourt-Browne.
Daphne se giró en redondo.
—Ah, hola, señora Salmon, me alegro de verla. Qué sombrero tan encantador, señorita Roach. Percy, te presento a la madre de Becky, la señora Salmon, y a su tía, la señorita Roach. Mi prometido…
—Encantada de conocerle, señoría —dijo la señora Salmon, preguntándose si se lo iban a creer en el Círculo Femenino de Romford cuando lo contara.
—Debe estar muy orgullosa de su hija —dijo Percy.
—Sí, lo estoy, señoría.
La señorita Roach se mantenía tiesa como una estatua, sin dar su opinión.
—Y ahí tenemos a nuestra pequeña erudita —dijo Daphne, extendiendo los brazos.
—Daphne, por fin. ¿Dónde te habías metido? —dijo Becky, separándose de un grupo de recién graduados.
—Te estaba buscando.
Las dos muchachas se fundieron en un abrazo.
—¿Has visto a mi madre? —preguntó Becky.
—Estaba aquí hace un momento —dijo Daphne, mirando a su alrededor.
—Creo que ha ido a buscar unos emparedados —indicó la señorita Roach.
—Muy típico de mamá —rio Becky.
—Hola, Percy —saludó Charlie—. ¿Cómo va todo?
—Bien —tosió Percy—. Te felicito, Becky.
La señora Salmon volvió con una amplia bandeja llena de emparedados.
—Becky ha heredado el sentido común de su madre, señora Salmon —dijo Daphne, mientras cogía un emparedado de pepino para Percy—, se desenvolverá bien en el mundo real, pues sospecho que no quedarán muchos de estos dentro de quince minutos. —Cogió uno de salmón ahumado para ella—. ¿Estabas muy nerviosa cuando subiste al escenario? —preguntó, volviendo su atención a Becky.
—Desde luego, y cuando el rey me puso la muceta sobre la cabeza, mis piernas casi me fallaron. Después, para colmo, volví a mi sitio y descubrí que Charlie estaba llorando.
—Eso no es verdad —protestó su marido.
Becky, sin decir nada, le cogió por el brazo.
—Me gusta esa cosa púrpura —dijo Percy—. Creo que quedaré muy guapo si me pongo una en el baile de Cazadores del año que viene. Daphne, ¿qué opinas?
—Se supone que has de trabajar muy duro antes de que te den permiso para embellecerte con ese sombrero, Percy.
Todos se volvieron para ver quién había hablado.
Percy bajó la cabeza.
—Su Majestad está en lo cierto, como siempre. Debo añadir, señor, que mucho me temo, a la vista de mi expediente actual, que jamás seré merecedor de esa distinción.
—La verdad, Percy —sonrió el rey—, que me sorprende un poco encontrarte en esta reunión.
—Una amiga de Daphne —explicó Percy.
—Daphne, querida, me alegro mucho de verte —dijo el rey—. Aún no había tenido la oportunidad de felicitaros por vuestro compromiso.
—Ayer mismo recibí una amable nota de la reina, Majestad. Es un honor para nosotros que ambos acudan a la boda.
—Sí, verdaderamente encantados —dijo Percy—, ¿me permitís presentaros a la señora Trumper, a la que habéis entregado su título?
Becky le estrechó la mano al rey por segunda vez.
—Su marido, el señor Charles Trumper. La madre de la señora Trumper, la señora Salmon. Su tía, la señorita Roach.
El rey estrechó las manos de los cuatro.
—La felicito, señora Trumper. Confío en que utilice su título adecuadamente.
—Voy a trabajar en Sotheby’s, Majestad, como aprendiza en el departamento de bellas artes.
—Excelente. Le deseo, pues, que continúen sus éxitos. Encantado de haberla conocido, señora Trumper. Espero verte el día de la boda, si no antes, Percy.
El rey saludó con la cabeza y se dirigió hacia otro grupo.
—Un buen tipo —dijo Percy—. Acercarse para saludarnos ha sido todo un detalle.
—No tenía ni idea de que conocías… —empezó Becky.
—Bueno, para ser sincero, mi tata tata tata tatarabuelo intentó asesinar a su tata tata tata tatarabuelo. De haber tenido éxito, habríamos intercambiado los papeles. Siempre ha sido muy comprensivo acerca del asunto.
—¿Y qué le ocurrió a tu tata tata tata tatarabuelo? —preguntó Charlie.
—Fue condenado al exilio, y con mucha razón, debería añadir. De lo contrario, el muy bellaco lo habría intentado de nuevo.
—Santo Dios —rio Becky.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Charlie.
—Acabo de descubrir quién era el tata tata tata tatarabuelo de Percy[15].
Daphne no consiguió ver a Becky antes de la boda. Las últimas semanas de preparativos transcurrieron volando. Sin embargo, averiguó cómo marchaba todo en Chelsea Terrace, después de encontrarse con el coronel y su esposa en la recepción ofrecida por lady Denham en Onslow Square. El coronel la informó, sotto voce, que Charlie había saldado todas sus deudas con el banco, por no mencionar a los acreedores pendientes. Daphne sonrió al recordar que Charlie le había devuelto, con su estilo habitual, el último plazo de la deuda meses antes de lo convenido.
—Y ya le ha puesto el ojo encima a otra tienda.
—¿Cuál es esta vez?
—La panadería… El número 145.
—El antiguo negocio del padre de Becky —dijo Daphne—. ¿Confían en hacerse con ella?
—Sí, yo diría que sí, aunque me temo que, esta vez, Charlie tendrá que pagar más de lo acostumbrado.
—¿Por qué?
—La panadería está al lado de la verdulería, y el señor Reynolds conoce muy bien las intenciones de Charlie. Sin embargo, Charlie ha tentado al señor Reynolds, ofreciéndole el puesto de director, más una parte de los beneficios.
—Ummm. ¿Cuánto tiempo cree que durará ese acuerdo?
—El que tarde Charlie en dominar de nuevo el negocio de la panadería.
—¿Y Becky?
—Ha empezado a trabajar en Sotheby’s. Como empleada en el mostrador.
—¿Empleada en el mostrador? —se extrañó Daphne—, ¿para qué sirve esforzarse tanto por obtener un título, si luego terminas de empleada en el mostrador?
—Por lo visto, todo el mundo empieza igual en Sotheby’s, independientemente de los títulos que aporte. Becky me lo explicó. Tanto da que seas hijo de un presidente, que hayas trabajado durante varios años en alguna galería de arte importante del West End, que poseas un título o ninguno; siempre empiezas en el mostrador. Cuando descubren que eres bueno te ascienden a un departamento especializado. Muy parecido al ejército, ¿verdad?
—¿Qué departamento le apetece a Becky?
—Por lo visto, quiere trabajar con un anciano llamado Pemberton, reconocido experto en pinturas renacentistas.
—Apuesto a que no durará más de dos semanas en el mostrador.
—Charlie no comparte esa opinión.
—¿Cuánto tiempo le concede él?
—Diez días a lo sumo —sonrió el coronel.