Capítulo 13

Confieso que, cuando abrí la puerta, tardé un poco en recordar quién era Becky Salmon. Después, me acordé de que en St. Paul’s había una alumna extremadamente brillante, más bien llenita, que respondía a ese nombre. Poseía una reserva inagotable de bollos de crema. Si la memoria no me falla, lo único que le di a cambio fue un libro de arte que una tía de Cumberland me había regalado unas Navidades.

De hecho, cuando pasé a sexto superior, la precoz lumbrera ya estaba en sexto inferior, a pesar de que yo le llevaba dos años de diferencia.

Después de leer su carta por segunda vez, me resultó imposible imaginar por qué quería verme, y pensé que la única forma de averiguarlo era invitarla a tomar el té en mi piso de Chelsea.

Cuando vi a Becky, apenas la reconocí. No solo había perdido sus buenos diez kilos, sino que se había convertido en la modelo ideal de aquellos anuncios de Pepsodent que llevaban los tranvías, esa chica de rostro lozano que exhibe una hilera de dientes perfectos. Tuve que admitir que me sentía envidiosa.

Becky me explicó que solo necesitaba una habitación en Londres mientras acudiera a la universidad. Me sentí encantada de aceptarla. Después de todo, mi madre había declarado en varias ocasiones lo mucho que desaprobaba mi decisión de vivir sola en un piso, y no conseguía comprender qué tenía de malo el número 26 de Lowndes Square, la residencia londinense de la familia. Apenas pude esperar a comunicarle a mamá, y también a papá, la noticia de que había encontrado una compañera adecuada, como tantas veces me habían exigido.

—¿Quién es esa chica? —inquirió mi madre cuando fui a pasar el fin de semana en Harcourt Hall—. ¿Es alguien que yo conozco?

—Creo que no, mamá —respondí—. Una antigua compañera de St. Paul’s. Una empollona.

—¿Quieres decir una marisabidilla? —remató mi padre.

—Sí, has captado la idea, papá. Estudia historia del Renacimiento en un lugar llamado colegio Bedford, o algo por el estilo.

—No sabía que las mujeres podían licenciarse —dijo mi padre—. Debe de encajar en la visión de la nueva Inglaterra que tiene ese maldito galés canijo.

—Deja de describir a Lloyd George de esa manera —le reprendió mi madre—. Al fin y al cabo, es nuestro primer ministro.

—Es posible que sea el tuyo, querida, pero no el mío. Toda la culpa es de esas sufragistas —añadió mi padre, abundando en una de sus muchas conclusiones erróneas.

—Querido, echas la culpa de casi todo a las sufragistas —le recordó mi madre—, incluida la cosecha del año pasado. Sin embargo, volviendo a esta chica, me da la impresión de que va a ejercer una influencia benéfica en ti, Daphne. ¿De dónde has dicho que son sus padres?

—No lo he dicho —repliqué—, pero creo que su padre era un comerciante del East, y la próxima semana iré a tomar el té con su madre.

—¿Singapur[14], tal vez? —dijo papá—. Se hacen gran cantidad de negocios por allí, caucho y todas esas cosas.

—No, no creo que se dedicara al caucho, papá.

—Bien, sea lo que sea, trae a esa chica una tarde —insistió mi madre—, o incluso un fin de semana. ¿Le gusta cazar?

—No, creo que no, mamá, pero la invitaré a tomar el té dentro de poco, para que puedas repasarla de pies a cabeza.

—Debo confesar que la idea de tomar el té con la madre de Becky, para darle la oportunidad de comprobar que yo era la clase de chica apropiada para su hija, también me divertía. Al fin y al cabo, yo estaba completamente segura de que no lo era. Por lo que yo podía recordar, nunca había ido más al este de Aldwych, y la idea de ir a Romford me excitaba más que viajar al extranjero. Por fortuna, el viaje a Romford transcurrió sin incidentes, en especial porque Hoskins, el chófer de mi padre, conocía bien el camino. Resultó que había nacido en un lugar llamado Dagenham, todavía más hundido en el corazón de la selva de Essex.

Hasta aquel momento ignoraba que existiera ese tipo de gente. No eran criados, ni profesionales liberales, ni miembros de la nobleza, y no voy a fingir que me extasiara Romford, que se hallaba a un tiro de piedra de Lowndes Square. Sin embargo, la señora Salmon y su hermana, la señorita Roach, fueron de lo más amables. La señora Salmon era una mujer práctica, sensata y temerosa de Dios, capaz de sacar una mermelada excelente para el té, de modo que no fue un viaje desaprovechado del todo.

Becky se trasladó a mi piso la semana siguiente, y me quedé horrorizada al descubrir que trabajaba como una loca. Se pasaba todo el día en Bedford, volvía a casa para comer un emparedado, bebía un vaso de leche y seguía estudiando hasta caer dormida, mucho después de que yo me hubiera marchado a la cama. Nunca conseguí entender de qué le servía aquel despliegue de energías.

Cuando Becky ya se había acostumbrado a la rutina, la invité a ir a la ópera —La Bohème— junto con dos chicos. Hasta el momento no había salido nunca conmigo, pero en esta ocasión le rogué que engrosara nuestro grupo, porque una amiga mía se había descolgado en el último minuto, y yo necesitaba desesperadamente una chica libre.

—Pero no tengo nada que ponerme —dijo.

—Elige cualquier cosa mía que te guste —respondí, acompañándola a mi dormitorio.

Comprendí que le resultaba difícil rechazar esta oferta. Salió una hora después, ataviada con un vestido largo de color turquesa que me hizo recordar el aspecto que tenía cuando lo exhibió la modelo por primera vez.

—¿Quiénes son tus otros invitados? —preguntó Becky.

—Algernon Fitzpatrick. Es el amigo más íntimo de Percy Wiltshire; ya sabes, el hombre que todavía ignora que voy a casarme con él.

—¿Y quién completa el grupo?

—Guy Trentham. Es un capitán de los Fusileros Reales, un regimiento simplemente aceptable. Acaba de llegar del frente occidental, donde se dice que hizo un buen papel. Cruz Militar y todo eso.

Nacimos en el mismo pueblo de Berkshire y crecimos juntos, aunque confieso que no tenemos mucho en común. Muy atractivo, pero con reputación de mujeriego, así que ve con cuidado.

Yo diría que La Bohème fue un gran éxito, a pesar de que Guy no paró de sonreír impúdicamente a Becky durante todo el segundo acto, aunque ella no parecía demostrar el menor interés por él.

No obstante, para mi sorpresa, Becky no dejó de darme la tabarra con el hombre en cuanto llegamos al piso. Sus miradas, su sofisticación, su encanto… Caí en la cuenta, sin embargo, de que en ningún momento habló de su carácter. Conseguí irme a la cama por fin, pero no antes de asegurar a Becky, para su satisfacción, de que sus sentimientos, sin duda, eran correspondidos.

De hecho, me convertí sin querer en la celestina del romance en ciernes. Al día siguiente, Guy me pidió que invitara a la señorita Salmon a acompañarle a ver una obra en el West End. Becky aceptó, por supuesto, pero yo ya le había dicho a Guy que lo haría.

Después de esta salida, me topé con ellos en varias ocasiones, y empecé a temer que si la relación adquiría mayor seriedad solo podía terminar, como decía mi niñera, en llantos. Empecé a arrepentirme de haberles presentado. Había dado por sentado que Becky era demasiado sensata para caer en las garras de alguien como Guy Trentham, pero contra gustos no hay nada escrito.

La primera vez que oí hablar de Charlie Trumper y de sus ambiciones fue después de la insensata visita de Becky a John D. Wood. Tanto follón, solo porque había vendido su carretón sin consultarle. Consideré mi deber puntualizar que dos de mis antepasados habían sido decapitados por intentar apoderarse de condados, y uno enviado a la Torre por alta traición. Bien, reflexioné, al menos tenía un pariente que había terminado sus días en las cercanías del East End.

Como siempre, Becky sabía que tenía razón.

—Pero si solo son cien libras —me aseguró.

—Que tú no tienes.

—Tengo cuarenta, y estoy segura de que no me costará conseguir las otras sesenta, porque es una inversión muy buena. Al fin y al cabo, Charlie sería capaz de vender bloques de hielo a los esquimales.

—¿Y cómo piensas encargarte de la tienda en su ausencia? ¿Entre clase y clase?

—Oh, no seas tan frívola, Daphne. Charlie se hará cargo de la tienda en cuanto vuelva de la guerra. Ya no puede faltar mucho.

—Hace semanas que la guerra ha terminado —le recordé—, y ni rastro de tu Charlie.

—Su regreso está previsto para el veinte de enero. Guy me lo ha dicho.

De todos modos, no le quité el ojo de encima a Becky durante aquellos treinta días en que confiaba hacerse con el dinero. Era obvio para cualquiera que no lo iba a conseguir, pero era demasiado orgullosa para admitirlo ante mí. Decidí que había llegado el momento de visitar otra vez Romford.

—Es un placer inesperado, señorita Harcourt-Browne —dijo la madre de Becky cuando aparecí sin previo aviso en su casita de Belle Vue Road.

Debo señalar, en mi descargo, que habría informado a la señora Salmon de mi inminente llegada si ella hubiera tenido teléfono. Como yo buscaba cierta información que solo ella podía proporcionarme antes de que finalizara el plazo de treinta días (información que no solo salvaría el buen nombre de su hija, sino también sus finanzas), no quería confiar en el servicio de correos.

—Espero que Becky no se haya metido en ningún lío —fue la primera reacción de la señora Salmon al verme de pie en el umbral.

—Por supuesto que no —la tranquilicé—. Nunca he visto una chica más resuelta.

—Es que desde la muerte de su padre me preocupo mucho por ella —explicó la señora Salmon.

Cojeó un poco mientras me guiaba a la sala de estar, tan inmaculada como el primer día que había aceptado su amable invitación a tomar el té. Recé para que la señora Salmon nunca apareciera en el número 97 sin avisarme con un año de antelación.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó la señora Salmon, en cuanto envió a la señorita Roach a la cocina para preparar el té.

—Estoy pensando en invertir una pequeña cantidad en una verdulería de Chelsea. John D. Wood me ha garantizado que se trata de una propuesta inteligente, a pesar del actual racionamiento y los crecientes problemas que suscitan los sindicatos… Lo principal es contratar a un responsable de primera clase.

Una expresión de perplejidad sustituyó a la sonrisa de la señora Salmon.

—Becky no ha cesado de recomendarme a alguien llamado Charlie Trumper, y el propósito de mi visita es preguntarle su opinión sobre el caballero en cuestión.

—No es un caballero, desde luego —contestó sin vacilar la señora Salmon—. Un patán inculto sería una descripción más precisa.

—Oh, qué decepción, en especial porque Becky me ha llevado a creer que su difunto marido tenía una altísima opinión sobre él.

—Como experto en frutas y verduras, desde luego que sí. De hecho, me atrevería a decir que mi marido consideraba que llegaría a ser tan bueno como su abuelo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Aunque yo no me mezclaba con esa clase de gente, como ya comprenderá, me dijeron, indirectamente, por supuesto, que era el mejor de toda la historia de Whitechapel.

—Bien. ¿Es honrado?

—Jamás oí lo contrario —admitió la señora Salmon—. Dios sabe que se pasaba todo el día trabajando, pero no creo que sea su tipo, señorita Harcourt-Browne.

—Pensaba contratar a ese hombre como responsable de la tienda, señora Salmon, no pedirle que me acompañara a las carreras de Ascot.

La señorita Roach reapareció en aquel momento con una bandeja de té, pastelillos de mermelada y relámpagos de chocolate bañados en crema. Eran tan deliciosos que me quedé mucho más tiempo del que había planeado.

A la mañana siguiente visité a John D. Wood y entregué un cheque por las noventa libras restantes. Después, fui a ver a mi abogado y le hice redactar un contrato.

—Tuve que inventar una estratagema cuando Becky se enteró de mi maniobra, porque yo sabía que se sentiría ofendida por mi intervención si no lograba convencerla de que me las había arreglado para sacar una buena tajada del negocio.

Después de convencerse, Becky me entregó de inmediato treinta libras, para reducir la deuda. Se tomó su nueva iniciativa con mucha seriedad, porque durante el siguiente mes consiguió contratar a un joven que trabajaba en una tienda de Kensington para llevar la nuestra hasta que Charlie volviera. Trabajaba durante horas que yo ni siquiera sabía que existían. Nunca conseguí que me explicara la necesidad de levantarse antes de que el sol saliera.

Y así, los habitantes del 97 recuperaron el equilibrio durante unas breves semanas…, hasta que Charlie fue desmovilizado.

Después de su vuelta, tardaron bastante en presentármelo oficialmente, pero cuando le conocí tuve que admitir: «No los hacen así en Berkshire». Sucedió durante la cena que celebramos en aquel espantoso restaurante italiano que hay en la misma calle de mi casa.

Para ser sincera, no podría calificar la velada de éxito descomunal, en parte porque Guy no hizo el menor esfuerzo para ser sociable, pero sobre todo porque Becky tampoco se esforzó en que Charlie participara en la conversación. Me descubrí formulando y respondiendo a la mayoría de las preguntas. En cuanto a Charlie, parecía un poco torpe.

Después de la cena, mientras volvíamos a casa, sugerí que dejáramos solos a Becky y Guy. Me invitó a entrar en su tienda, y no pudo resistir la tentación de detenerse para explicar cómo había cambiado todo desde que él había tomado las riendas. Su entusiasmo habría convencido al inversor más escéptico, pero lo que más me impresionó fue su conocimiento de un negocio al que yo no había dedicado, hasta el momento, ni un segundo de mi tiempo. Fue entonces cuando tomé la decisión de ayudar a Charlie en sus dos empresas.

No me sorprendió descubrir que el tipo estaba muy enamorado de Becky, y que, por su parte, Becky se hallaba tan fascinada por Guy que ni siquiera era consciente de su existencia. Empecé a forjar un plan para el futuro de Charlie durante uno de sus largos monólogos sobre las virtudes de la muchacha. Decidí que debía recibir otro tipo de educación, tal vez diferente de la de Becky, pero no menos valiosa para el futuro que él deseaba.

Le aseguré a Charlie que Guy pronto se hartaría de Becky, pues lo mismo había ocurrido con varias chicas que se habían cruzado en su camino anteriormente. Le dije a Charlie que debía ser paciente, y la manzana caería en su regazo tarde o temprano. También le expliqué quién era Newton.

Supuse que aquellas lágrimas de las que tanto hablaba mi niñera empezarían a derramarse en cuanto Becky fuera invitada a pasar un fin de semana en Ashurst con los padres de Guy. Me las arreglé para que los Trentham me invitaran a tomar el té el domingo por la tarde, con el propósito de darle mi apoyo moral a Becky en caso de que lo necesitara.

Llegué poco después de las tres y cuarenta minutos, una hora que siempre he considerado apropiada para tomar el té, y me encontré con la señora Trentham rodeada de cubiertos y vajillas de plata, pero completamente sola.

—¿Dónde están los felices enamorados? —pregunté, entrando en la sala de estar.

—Daphne, si te refieres, con tu habitual grosería, a mi hijo y a la señorita Salmon, ya han marchado hacia Londres.

—Juntos, supongo.

—Sí, aunque te aseguro que no comprendo lo que ha visto mi querido muchacho en ella. —La señora Trentham me sirvió una taza de té—. Por lo que a mí respecta, la encuentro sumamente vulgar.

—Tal vez sea su aspecto y su inteligencia —insinué, justo cuando el mayor entraba en la sala.

Sonreí al hombre, que conocía desde niña y al que trataba como a un tío. El único misterio que me intrigaba de él era saber por qué había terminado casándose con Ethel Hardcastle.

—¿Guy también se ha marchado? —preguntó.

—Sí, ha vuelto a Londres con la señorita Salmon —dijo la señora Trentham por segunda vez.

—Oh, qué pena. Parecía una chica muy interesante.

—Del tipo provinciano —dijo la señora Trentham—. Supongo que esa es la definición que mejor le cuadra.

—Tengo la impresión de que a Guy se le cae la baba por ella —comenté, esperando una reacción.

—Dios le perdone —dijo la señora Trentham.

—Dudo que Dios tenga algo que ver con su relación —repliqué, disfrutando del desafío.

—Pues yo sí —saltó la señora Trentham—, no tengo la menor intención de permitir que mi hijo se case con la hija de un vendedor ambulante del East End.

—No entiendo por qué —intervino el mayor—. Al fin y al cabo, ¿no lo era también tu abuelo?

—Gerald, por favor. Mi abuelo fundó y estableció un próspero negocio en Yorkshire, no en el East End.

—Pues entonces, nuestra única divergencia reside en el emplazamiento —dijo el mayor—. Recuerdo bien que tu padre me dijo, con cierto orgullo, debería añadir, que su padre había fundado el negocio en la parte posterior de un cobertizo, cerca de Huddersfield.

—Gerald… Estaría exagerando.

—Nunca me pareció una persona propensa a la exageración —replicó el mayor—. Todo lo contrario, un hombre bastante sincero, y astuto, a mi entender.

—Debió ser hace mucho tiempo —dijo la señora Trentham.

—Aún más, sospecho que viviremos para ver a los hijos de Rebecca Salmon prosperar más que nuestros jodidos iguales.

—Gerald, no me gusta que utilices con tanta frecuencia la palabra «jodidos». Todos padecemos la influencia de ese dramaturgo socialista, el señor Shaw, y su espantoso Pigmalión, que me parece una obra sobre la señorita Salmon.

—No creo —intervine—. Después de todo, Becky saldrá de la universidad de Londres con una licenciatura en Letras, más de lo que toda mi familia ha logrado en su conjunto durante once siglos.

—Es posible —coincidió la señora Trentham—, pero no es el requisito que considero adecuado para impulsar la carrera militar de Guy, sobre todo ahora que el regimiento parte hacia la India para completar su servicio.

Esta información me pilló por sorpresa. Estaba segura de que Becky tampoco lo sabía.

—Y cuando vuelva a esta tierra —continuó la señora Trentham—, le buscaré una esposa de buena cuna, bastante dinero y hasta un poco de inteligencia. Es posible que Gerald haya fracasado, por culpa de mezquinos prejuicios, en llegar a coronel del regimiento, pero no permitiré que a Guy le pase lo mismo, te lo aseguro.

—Yo no era lo bastante bueno, eso es todo —gruñó Gerald—. Sir Danvers era más idóneo para el puesto y, en cualquier caso, tú eras la única que deseaba verme con los galones de coronel.

—De todos modos, creo que después de los resultados de Guy en Sandhurst…

—Logró situarse en la mitad superior —le recordó el mayor—. No puede afirmarse que obtuviera la Espada Honorífica, querida.

—Pero le concedieron la Cruz Militar en el campo de batalla, y una citación…

El mayor gruñó de una manera especial, dando a entender que ya había discutido el tema en ocasiones anteriores.

—Tengo la absoluta confianza —prosiguió la señora Trentham— de que Guy llegará a ser coronel del regimiento, y no me importa decirte que ya he elegido a la muchacha que le apoyará en esta empresa. Después de todo, las esposas pueden hacer o destruir una carrera, ¿no crees, Daphne?

—En eso estoy de acuerdo contigo, querida —masculló el mayor.

Volví a Londres, tranquilizada al pensar que, después de aquello, la relación de Becky con Guy se rompería. La verdad es que cada vez que le veía me gustaba menos.

Cuando volví al piso por la noche, encontré a Becky sentada en el sofá, temblorosa y con los ojos enrojecidos.

—Ella me odia —fueron sus primeras palabras.

—Todavía no te aprecia —le contesté, según creo recordar—, pero te aseguro que el mayor piensa que eres una chica estupenda.

—Es muy amable de su parte. Me enseñó toda la propiedad.

—Querida, trescientas cincuenta hectáreas no merecen el nombre de propiedad. Tal vez finca, pero propiedad no, desde luego.

—¿Crees que Guy dejará de salir conmigo después de lo que ha ocurrido en Ashurst?

Quise decir «eso espero», pero conseguí morderme la lengua.

—Si es un hombre de carácter, no —repliqué diplomáticamente.

Y Guy salió con ella al día siguiente, pero jamás volvió a hablar de su madre o del infortunado fin de semana.

De todos modos, yo creía que mis planes a largo plazo para Charlie y Becky marchaban sobre ruedas, hasta que al volver a casa de un largo fin de semana descubrí, horrorizada, uno de mis vestidos favoritos tirado en el suelo. Seguí el rastro de prendas hasta llegar ante la puerta de Becky, que abrí con cuidado para descubrir más prendas de mi propiedad caídas a un lado de la cama, junto con las de Guy. Yo confiaba en que Becky habría descubierto desde tiempo atrás sus intenciones, antes de llegar a esta fase.

Guy inició su viaje a la India al día siguiente, y Becky, nada más partió él, empezó a decir que estaban prometidos a todo aquel que la escuchaba, aunque no llevaba el anillo correspondiente ni periódico alguno publicaba el anuncio que confirmara su versión de los hechos.

—La palabra de Guy me vale —nos aseguró.

Yo me quedé sin habla.

El domingo siguiente por la tarde me invité a tomar el té en casa de los Trentham. Según la madre de Guy, su hijo le había asegurado que no se había visto con la señorita Salmon desde su partida prematura de Ashurst, acaecida unos meses antes.

—Pero eso no es… —empecé, y no completé la frase al recordar que le había prometido a Becky no informar a la madre de Guy sobre sus asuntos.

Unas semanas más tarde, Becky me dijo que no le venía la regla.

Juré que guardaría el secreto, pero no dudé en informar a Charlie aquel mismo día. Se volvió loco al saber la noticia. Lo peor era que debía seguir fingiendo ignorancia cada vez que veía a la chica.

—Juro que mataré a Trentham si vuelve a Inglaterra —no dejaba de repetir, interrumpiendo uno de sus incesantes paseos por la sala de estar.

—Si vuelve a Inglaterra, se me ocurren al menos tres padres de chicas que yo conozco que se sentirán muy dichosos de ahorrarte la tarea.

—¿Qué se supone que debo hacer? —me preguntó Charlie por fin.

—No gran cosa. Sospecho que el tiempo, y doce mil kilómetros de distancia, se convertirán en tus mejores aliados.

El coronel también entraba en la categoría de los que matarían alegremente a Guy Trentham a la menor oportunidad. En su caso, por el honor del regimiento y todo eso. Incluso llegó a murmurar algo siniestro sobre ir a ver al mayor Trentham y contarle la verdad al hijo de perra. Yo quise decirle que el «hijo de perra» no era el problema, pero dudaba que el coronel, aún con su gran experiencia en todo tipo de enemigos, se hubiera enfrentado con alguien tan tortuoso como la señora Trentham.

Fue por esa época cuando desmovilizaron a Percy Wiltshire de la Guardia Escocesa. Ya habían dejado de preocuparme las llamadas telefónicas de su madre. Siempre había dado por sentado, durante aquellos espantosos años de guerra, que un día llegaría un mensaje anunciando la muerte de Percy en el frente occidental, al igual que su padre y su hermano mayor antes que él. Pasarían años antes de que confesara a la marquesa viuda, siempre que llamaba, cuánto temía averiguar que se encontraba al otro extremo de la línea.

Un día, de repente, Percy me pidió que me casara con él. Temí desde aquel momento que la preocupación por nuestro futuro común y las visitas a sus múltiples parientes me impidieran cumplir mi deber hacia Becky, a pesar de que le había dado permiso para tomar plena posesión del piso. Empecé a sentirme culpable por verles tan poco, sobre todo teniendo tantas noticias que comunicarles. Después, casi sin darme tiempo a reaccionar, dio a luz al pequeño Daniel.

Un domingo por la noche, volviendo de pasar un fin de semana en el campo con la madre de Percy, decidí visitarles por sorpresa.

Cuando Charlie abrió la puerta para recibirme, observé que llevaba un periódico bajo el brazo, y que Becky parecía estar zurciendo un calcetín. El pequeño Daniel avanzó gateando hacia mí. Cogí al niño en brazos antes de que se lanzara de cabeza por la escalera.

—Me alegro muchísimo de verte, Daphne —dijo Becky, levantándose bruscamente—. Han pasado siglos. Deja que te prepare un poco de té.

—Gracias —dije, fascinada por la belleza del único cuadro que colgaba en la pared.

—Qué cuadro más hermoso —comenté.

—Tienes que haberlo visto muchas veces —dijo Becky—. Después de todo, estaba en el piso de Charlie…

—No, nunca lo he visto —contesté, sin saber bien de qué estaba hablando.