Capítulo 12

Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920

Querido Guy:

Esta es la carta más difícil que he escrito en mi vida. De hecho, no tengo claro por dónde empezar. Han pasado casi tres meses desde que te fuiste a la India, y ha ocurrido algo que, en mi opinión, debes saber cuanto antes. He ido a ver al médico de Daphne, de la calle Harley, y…

Becky se detuvo, examinó con cuidado todas las frases que había escrito, arrugó la hoja y la tiró a la papelera que tenía a sus pies. Se levantó, estiró sus miembros y empezó a pasear por la habitación, confiando en hallar una nueva excusa para no continuar su tarea. Ya eran las doce y media, hora de irse a la cama, con la convicción de que estaba demasiado cansada para proseguir…, aunque sabía que no podría dormir hasta terminar la carta. Volvió al escritorio y trató de serenarse antes de examinar la frase interrumpida. Becky cogió su pluma.

Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920

Querido Guy:

Temo que esta carta te coja por sorpresa, sobre todo después de las noticias irrelevantes que te comuniqué hace tan solo un mes. Sin embargo, he procurado no escribirte nada importante desde entonces, confiando en que mis temores fueran infundados. Por desgracia, no es este el caso, y las circunstancias me han superado.

Después de pasar el rato más maravilloso de mi vida la noche anterior a tu partida a la India, no me vino la regla al mes siguiente, pero no quise preocuparte con el problema, confiando en que…

Oh, no, pensó Becky, y rompió su último esfuerzo antes de tirar los trozos de papel a la papelera. Fue a la cocina para prepararse una taza de té. Después de la tercera, volvió de mala gana al escritorio y se acomodó de nuevo.

Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

20 de mayo de 1920

Querido Guy:

Espero que todo te vaya bien en la India, y que no te hagan trabajar mucho. Te añoro más de lo que puedo expresar, pero estos tres meses de separación han pasado volando, por la cercanía de los exámenes y la convicción de Charlie de que va a convertirse en el próximo señor Selfridge. De hecho, creo que te encantará saber que tu antiguo comandante en jefe, el coronel sir Danvers Hamilton, se ha convertido…

—Y, a propósito, estoy embarazada —dijo Becky en voz alta, rasgando su tercer intento.

Tapó la pluma, convencida de que había llegado el momento de dar una vuelta a la manzana. Cogió el abrigo, bajó corriendo la escalera y salió a la calle.

Becky vagó por la calle desierta, sin ser consciente de la hora. Se sintió complacida al ver los letreros de «Vendido» en los escaparates de los números 131 y 135. Se detuvo un momento frente a la tienda de antigüedades, se protegió los ojos con las manos y miró por el escaparate. Descubrió horrorizada que el señor Rutheford se había llevado absolutamente todo, incluso las lámparas de gas y la repisa de la chimenea que ella creía fija a la pared. Eso me enseñará a examinar con más cuidado un documento de oferta la próxima vez, pensó. Siguió mirando el espacio vacío, mientras una rata correteaba sobre el suelo.

—Quizá deberíamos abrir una tienda de animales —dijo en voz alta.

—¿Perdón, señorita?

Becky se giró en redondo y vio que un policía comprobaba el pomo de la puerta perteneciente al número 133, para asegurarse de que el local estaba bien cerrado.

—Oh, buenas tardes, agente —dijo Becky con timidez, sintiéndose culpable sin motivo alguno.

—Son casi las dos de la mañana, señorita, y usted ha dicho «Buenas tardes».

—¿De veras? —dijo Becky, consultando su reloj—. Oh, sí, es verdad. Qué tonta soy. Vivo en el 97. —Comprendiendo que las explicaciones eran superfluas, añadió—: No podía dormir, de modo que decidí dar un paseo.

—En ese caso, lo mejor es que ingrese en la policía. La tendrán de pie toda la noche.

—No, gracias, agente —rio Becky—. Creo que volveré a mi piso y trataré de dormir un poco. Buenas noches.

—Buenas noches, señorita —dijo el policía, tocándose el casco a guisa de saludo antes de comprobar si la tienda de antigüedades estaba bien cerrada.

Becky se dirigió con paso decidido hacia Chelsea Terrace, abrió la puerta del 97, subió la escalera hasta su piso, se quitó el abrigo y se encaminó hacia el escritorio. Se detuvo un momento para coger la pluma y empezó a escribir.

Las palabras, por una vez, fluyeron con facilidad, pues sabía exactamente lo que necesitaba decir.

Chelsea Terrace, 97

SW3 Londres

21 de mayo de 1920

Querido Guy:

He intentado pensar en cien maneras diferentes de comunicarte lo que me ha sucedido desde que te fuiste a la India y al fin he llegado a la conclusión de que solo la verdad tiene sentido.

Estoy embarazada de catorce semanas de tu hijo. La idea me llena de alegría, pero al mismo tiempo la temo. Alegría porque eres el único hombre al que he amado, y temor por la influencia negativa que esta noticia causaría en tu futuro.

Debo decirte, en primer lugar, que no es mi deseo perjudicar tu carrera obligándote a contraer matrimonio. Un acuerdo forzado por el sentimiento de culpa, que te obligaría a vivir el resto de tu vida como una farsa, por culpa de lo ocurrido entre nosotros en una sola ocasión, sería inaceptable para ambos.

Por mi parte, no pienso ocultar mi total devoción hacia ti, pero de no ser recíproca jamás accedería a sacrificar una carrera tan prometedora en el altar de la hipocresía.

Sin embargo, querido, no dudes de mi gran amor por ti, ni de mi constante interés por tu prometedor futuro, hasta el punto de negar tu implicación en el caso, si así lo desearas.

Guy, siempre te adoraré, y no dudes de mi inquebrantable lealtad, sea cual sea la decisión que tomes.

Con todo mi amor,

BECKY

No pudo contener las lágrimas al releer la carta una y otra vez. Estaba doblando la carta cuando la puerta del dormitorio se abrió y una somnolienta Daphne apareció ante ella.

—¿Te encuentras bien, querida?

—Sí, solo un poco mareada —explicó Becky—. Decidí que necesitaba respirar un poco de aire fresco.

Introdujo la carta en un sobre.

—Ahora que estoy levantada, ¿quieres una taza de té? —preguntó Daphne.

—No, gracias. Ya he tomado tres.

—Bien, yo sí la tomaré.

Daphne desapareció en la cocina. Becky cogió su pluma al instante y escribió la dirección en el sobre:

Capitán Guy Trentham

2.° Batallón de los Fusileros Reales

Cuartel Wellington

POONA (India)

CORREO MARÍTIMO

Salió del piso, echó la carta al buzón de la esquina de Chelsea Terrace y volvió antes de que el agua de la tetera hubiera hervido.

Aunque Charlie recibió una carta de Sal desde Canadá, en la cual le comunicaba la llegada de su último sobrino o sobrina y Grace le visitaba siempre que podía escaparse de su trabajo en el hospital, Kitty le iba a ver en raras ocasiones. Y siempre con el mismo propósito.

—Solo necesito un par de libras, Charlie, para salir del apuro —explicó, mientras se dejaba caer en una silla a los pocos momentos de entrar en la habitación.

Charlie miró a su hermana. Aunque solo era dieciocho meses mayor que él, parecía ya una mujer entrada en la treintena. Aquella atractiva silueta que atraía todos los ojos del East End ya no se adivinaba bajo el holgado jersey. Su rostro aparecía abotargado y surcado de arrugas sin el maquillaje.

—La última vez solo fue una libra —le recordó Charlie—, y no ha pasado mucho tiempo.

—Pero mi hombre me dejó entretanto, Charlie. Vivo sola otra vez, sin un techo bajo el que guarecerme. Haznos un favor.

Continuó mirándola, agradeciendo mentalmente que Becky no hubiera vuelto de sus clases, aunque sospechaba que Kitty venía únicamente cuando estaba segura de que la caja estaba llena y Becky no se hallaba presente.

—Espera un momento —dijo él, tras unos instantes de silencio.

Se levantó de la silla y bajó a la tienda. Comprobó que los empleados no le miraban y sacó dos libras y diez chelines de la caja. Subió al piso con aire de resignación.

Kitty le estaba esperando junto a la puerta. Charlie le tendió los cuatro billetes. Casi se los arrebató de la mano. Después, apretándolos en su mano enguantada, se marchó sin despedirse.

Charlie la siguió escalera abajo y vio que cogía un melocotón de la pirámide situada en una esquina de la tienda, antes de salir a la calle y marcharse con paso apresurado.

Charlie era el responsable de hacer caja aquella noche; nadie podría averiguar la cantidad exacta que le había dado.

—Acabarás comprando este banco, Charlie Trumper —dijo Becky, sentándose a su lado.

—El día en que sea el dueño de todas las tiendas de la manzana, querida —contestó él, volviéndose para mirarla—. ¿Cuándo nacerá el crío?

—El doctor opina que faltan unas cinco semanas.

—¿Ya has preparado el piso para el nuevo inquilino?

—Sí, gracias a que Daphne me deja seguir viviendo en él.

—La echo de menos.

—Yo también, aunque nunca la había visto más feliz desde que Percy regresó del frente.

—Apuesto a que no tardarán mucho tiempo en anunciar su compromiso.

—Ojalá —dijo Becky, mirando al otro lado de la calle.

Tres letreros Trumper, dorado sobre fondo azul, resplandecían frente a ella. La verdulería continuaba produciendo buenos beneficios, y tenía la impresión de que Bob Makins había crecido desde que regresara del servicio militar. La carnicería había perdido algunos clientes tras la jubilación del señor Kendrick, pero se recuperó cuando Charlie contrató a Mike Parker para sustituirle.

—Ojalá sea mejor carnicero que bailarín —comentó Becky cuando Charlie le comunicó la noticia. En cuanto a la tienda de ultramarinos, el nuevo orgullo y gozo de Charlie, había florecido desde el primer día. Los empleados sospechaban que Charlie tenía el don de estar en las tres tiendas a la vez.

—Ha sido un golpe genial transformar la tienda de antigüedades en un colmado.

—De modo que ahora te consideras un tendero, ¿no?

—Por supuesto que no; soy un sencillo verdulero, como siempre.

—Me pregunto si le dirás lo mismo a las chicas cuando seas el dueño de toda la manzana.

—Aún tardaré bastante. ¿Qué indica el balance de las dos tiendas nuevas?

—Arroja una ligera pérdida durante el primer año.

—Pero rendirán beneficios —protestó Charlie—. El colmado va a…

—No chilles tanto. ¿Quieres que el señor Hadlow y sus colegas se enteren de que nos va mucho mejor de lo que habíamos previsto?

—Eres una mujer perversa, Rebecca Salmon, no cabe la menor duda.

—No dirás lo mismo, Charlie Trumper, cuando me necesites para ir mendigando el próximo préstamo.

—Si eres tan lista, explícame por qué no puedo apoderarme de la librería —dijo Charlie, señalando el número 141, donde una única luz era la prueba de que el edificio continuaba habitado—. Hace semanas que no entra un cliente, y si lo hace alguien es para preguntar el camino a Brompton Road.

—No tengo ni idea —rio Becky—, ya he sostenido una larga charla con el señor Sneedles sobre la compra de la propiedad, pero no está interesado. Desde que su esposa murió, encargarse de la tienda ha sido su única razón de vivir.

—¿Para hacer qué? ¿Quitar el polvo a libros viejos y ordenar en sus estanterías manuscritos antiguos?

—Se siente feliz leyendo a William Blake y a sus amados poetas bélicos. Se contenta con vender un par de libros al mes y mantener la tienda abierta. No todo el mundo desea ser millonario…, como Daphne no para de recordarme.

—Es posible. ¿Por qué no le ofreces al señor Sneedles ciento cincuenta guineas por la propiedad, y se la alquilas por diez guineas al año? De esta forma, quedará automáticamente en nuestras manos cuando muera.

—Cuesta mucho complacerte, pero si eso es lo que quieres, lo intentaré.

—Eso es lo que quiero, Rebecca Salmon, de modo que adelante.

—Haré lo que pueda, aunque tal vez no te hayas enterado de que voy a tener un niño y, al mismo tiempo, estudio para graduarme.

—Esa combinación no me parece muy acertada. De todos modos, también te necesito para que me des otro empujoncito.

—¿Otro empujoncito?

Fothergill’s.

—La tienda de la esquina.

—Ni más ni menos. Ya sabes lo que siento por las tiendas que hacen chaflán, señorita Salmon.

—Desde luego, señor Trumper. También sé muy bien que no tienes ni idea de bellas artes, ni mucho menos de subastador.

—No mucho, lo admito, pero después de un par de visitas a la calle Bond, donde observé lo que sucede en Sotheby’s, seguido de un corto paseo a St. James’s para echar un vistazo a su único rival, Christie’s, llegué a la conclusión de que tu título nos iba a servir de algo.

Becky enarcó las cejas.

—Ardo en deseos de saber cómo has planificado el resto de mi vida.

—Cuando hayas obtenido ese título —continuó Charlie, sin hacer caso del comentario—, quiero que solicites un empleo en Sotheby’s o Christie’s, me da igual cualquiera de los dos, donde pasarás de tres a cinco años, aprendiendo todo lo que hacen. Cuando pienses que estés preparada para marcharte, les robarás el empleado que consideres más capacitado y volverás para tomar las riendas del número 1 de Chelsea Terrace.

—Te sigo escuchando Charlie Trumper.

—Bien, Rebecca Salmon, tienes el cacumen de tu padre para los negocios. Espero que te guste la palabra. Combina eso con lo que siempre te ha gustado y con un talento innato, y el fracaso es imposible.

—Gracias por el cumplido, pero ¿puedo preguntarte, sin apartarnos del tema, cómo encaja el señor Fothergill en tu plan maestro?

—No encaja.

—¿Qué quieres decir?

—Lleva tres años perdiendo dinero sin parar. En este momento, el valor de la propiedad y la venta de sus mejores existencias solo servirían para cubrir las pérdidas. No durará mucho tiempo.

Una vez finalizado septiembre, hasta Becky empezó a aceptar que Guy no tenía intenciones de contestar a su carta.

En agosto, Daphne les dijo que se había encontrado con la señora Trentham en Goodwood. Le aseguró que Guy no solo se lo pasaba bien en la India, sino que esperaba en cualquier momento ser ascendido a mayor. Daphne mantuvo a duras penas su promesa de guardar silencio sobre el estado de Becky.

A medida que se acercaba el día del parto, Charlie procuró que Becky no perdiera el tiempo yendo a la compra, y encargó a una dependienta del 147 que la ayudara a limpiar el piso. Becky les acusó a los dos de mimarla.

Llegado el octavo mes, Becky ni siquiera se preocupaba de examinar el correo de la mañana. La opinión de Daphne sobre el capitán Trentham, invariable desde el principio, empezaba a ganar visos de credibilidad. Le sorprendió la rapidez con que se borraba de su recuerdo, a pesar de que faltaba poco tiempo para que diera a luz a su hijo.

El hecho de que casi todo el mundo pensara que Charlie era el padre, agravado por la circunstancia de que él nunca lo negaba, sumía en la turbación a Becky.

Charlie no le quitaba el ojo a dos tiendas cuyos propietarios, en su opinión, no tardarían en ponerlas a la venta, pero Daphne no quería ni oír hablar de más negocios hasta que el niño naciera.

—No quiero que Becky se vea mezclada en ninguno de tus dudosos proyectos hasta que tenga el niño y termine sus estudios. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, señora —dijo Charlie, chocando los talones.

Calló que la semana anterior Becky había cerrado el trato con el señor Sneedles, y que la librería pasaría a su poder cuando el viejo muriera. Tan solo una cláusula del acuerdo le desagradaba, porque no sabía muy bien cómo iba a desembarazarse de tantos libros.

—La señorita Becky acaba de telefonear —susurró Bob al oído del jefe una tarde, mientras Charlie atendía a una clienta—. Dice que si puede ir a buscarla ahora mismo. Cree que el niño está a punto de nacer.

—Pero si aún le faltan dos semanas —dijo Charlie, quitándose el delantal.

—Solo dijo que se diera prisa.

—¿Ha llamado a la comadrona? —preguntó Charlie, abandonando a un cliente cargado de artículos y cogiendo el abrigo.

—No tengo ni idea, señor.

—Bien, hágase cargo de la tienda, porque es posible que ya no vuelva.

Charlie dejó a la sonriente cola de compradores, corrió hacia el 97, subió la escalera como una exhalación, abrió la puerta y entro como una tromba en el cuarto de Becky.

Se sentó en la cama a su lado y le cogió la mano. Pasó algún tiempo antes de que ninguno de los dos hablara.

—¿Has llamado a la comadrona? —preguntó él por fin.

—Por supuesto que lo ha hecho —dijo una voz detrás de él. Una enorme mujer entró en la habitación. Vestía un viejo impermeable negro, demasiado pequeño para su envergadura, y llevaba un bolso de piel negro. A juzgar por la agitación de sus pechos, subir la escalera le había costado un gran esfuerzo—. Soy la señora Westlake y trabajo en el hospital de San Esteban. Espero haber llegado a tiempo. —Becky asintió. La comadrona se volvió hacia Charlie—, ponga agua a hervir, y rápido.

El tono de su voz indicaba que no estaba acostumbrada a que la cuestionaran. Charlie, sin decir palabra, saltó de la cama y salió del cuarto.

La señora Westlake depositó su amplio bolso Gladstone en él.

—¿Con qué frecuencia se producen las contracciones? —preguntó.

—Cada veinte minutos.

—Excelente. No tendremos que esperar mucho.

Charlie apareció en la puerta, cargado con un caldero de agua caliente.

—¿Puedo ayudar en algo más?

—Sí, desde luego que sí. Necesito todas las toallas limpias que pueda transportar con ambas manos, y no le haría ascos a una taza de té.

Charlie salió corriendo de la habitación.

—Los maridos siempre se muestran patéticos en estas ocasiones —afirmó la señora Westlake—. Lo mejor es mantenerlos ocupados.

Becky iba a explicar la condición real de Charlie, cuando las contracciones se repitieron.

—Respire lenta y profundamente, querida —aconsejó la señora Westlake en tono cariñoso.

Charlie volvió con tres toallas y una olla. Sin volverse para ver quién era, la señora Westlake continuó.

—Deje las toallas en el aparador, vierta el agua en el cuenco más grande que tenga y vuelva a llenar la olla, para que tenga agua caliente a mano siempre que la necesite.

Charlie desapareció sin decir palabra.

—Ojalá me hiciera tanto caso a mí —dijo Becky, admirada.

—Oh, no se preocupe, querida. Mi marido no sirve para nada y leñemos siete hijos.

Charlie empujó la puerta con el pie al cabo de dos minutos, y dejó una olla de agua hirviente sobre el aparador.

—Sobre la mesilla de noche —indicó la señora Westlake—. Y procure no olvidarse de mi té. Después, necesitaré más toallas.

Becky exhaló un gemido.

—Cójame la mano y siga respirando profundamente —dijo la comadrona.

Charlie no tardó en reaparecer con otra olla de agua; se le ordenó que vaciara el caldero para volverlo a llenar.

—Espere fuera hasta que le llame —dijo la señora Westlake cuando Charlie completó su tarea.

Charlie salió del cuarto, cerrando la puerta a su espalda.

Tuvo la impresión de que preparaba incontables tazas de té y transportaba interminables ollas de agua, de un lado a otro, irrumpiendo siempre con la equivocada en el peor momento, hasta que ya no le dieron más órdenes y le dejaron pasear arriba y abajo de la cocina, sumido en aciagos presentimientos. Después, escuchó un débil llanto.

Becky miró a la comadrona sostener a su hijo por una pierna y darle un suave cachete en el culo.

—Es mi momento favorito —confesó la señora Westlake—. Me gusta traer algo nuevo al mundo.

Envolvió al bebé en una toalla y tendió el bulto a la madre.

—¿Es…?

—Un niño, me temo —dijo la comadrona—. Así no es probable que el mundo progrese ni un ápice. Tendrá que fabricar una hija la próxima vez. Si él aún está en forma —añadió, señalando con el pulgar a la puerta cerrada.

—Pero es que él… —probó de nuevo Becky.

—Inútil, lo sé. Como todos los hombres. —La señora Westlake abrió la puerta del dormitorio y llamó a Charlie—. Todo ha terminado señor Salmon. Puede dejar de dar vueltas como un idiota y echar un vistazo a su hijo.

Charlie entró con tanta rapidez que casi derribó a la comadrona. Se inmovilizó en el extremo de la cama y contempló el bulto que Becky sostenía en brazos.

—Es muy feo, ¿no? —dijo Charlie.

—Bien, sabemos muy bien de quién es la culpa —replicó la comadrona—. Esperemos que este no termine con la nariz rota. En cualquier caso, lo que usted necesita cuanto antes es una hija, como ya le he explicado a su esposa. Por cierto, ¿cómo van a llamarle?

—Daniel George —dijo Becky sin vacilar—. Por mi padre —explicó, mirando a Charlie.

—Y el mío —dijo Charlie, rodeando con el brazo a Becky y al niño.

—Bien, me voy, señora Salmon, pero volveré a primera hora de la mañana.

—No, es señora Trumper —dijo Becky—, Salmon era mi apellido de soltera.

—Oh —exclamó la comadrona, desconcertada por primera vez—. Han equivocado los apellidos al escribirlos. Bien, hasta mañana, señora Trumper —se despidió la comadrona, cerrando la puerta.

—¿Señora Trumper? —preguntó Charlie.

—He tardado mucho tiempo en sentar la cabeza, ¿no cree usted señor Trumper?