Daphne movió su sombrilla cuando un cabriolé se aproximó. El conductor detuvo el vehículo y se quitó el sombrero.
—¿A dónde, señorita?
—Calle Harley, 172 —dijo ella.
Las dos mujeres subieron. El conductor volvió a quitarse el sombrero y, con un suave latigazo, dirigió el caballo hacia Knightsbridge.
—¿Ya se lo has dicho a Charlie? —preguntó Becky.
—No, me da miedo —admitió Daphne.
Permanecieron en silencio mientras el cochero cambiaba de dirección y guiaba el caballo hacia Marble Arch.
—Tal vez no sea necesario decirle nada.
—Esperemos que no —dijo Becky.
Siguió otro prolongado silencio hasta que el caballo se internó en la calle Oxford.
—¿Tu médico es un hombre comprensivo?
—Siempre lo ha sido, hasta el momento.
—Dios mío, estoy asustada.
—No te preocupes. Durará poco y enseguida sabrás a qué atenerte.
El cabriolé se detuvo ante el 172 de la calle Harley y las dos mujeres bajaron. Mientras Becky acariciaba las crines del caballo, Daphne pagó al conductor seis peniques. Becky se volvió al oír el golpe de la aldaba de metal, y subió los tres escalones para reunirse con su amiga.
Una enfermera ataviada con un severo uniforme azul, gorro y cuello blancos respondió a su llamada y pidió a las dos damas que la siguieran. Recorrieron un oscuro pasillo, iluminado por una única luz de gas, y desembocaron en una sala de espera vacía. Sobre la mesa que ocupaba el centro de la sala había ejemplares de Punch y Tatler, pulcramente alineados. Alrededor de la mesa se habían dispuesto varias sillas de aspecto cómodo. Tomaron asiento, pero ninguna habló hasta que la enfermera salió de la sala.
—Yo… —empezó Daphne.
—Sí… —dijo Becky.
Ambas lanzaron carcajadas forzadas que resonaron en la sala de alto techo.
—No, tú primero —invitó Becky.
—Solo quería saber cómo le va al coronel.
—Escucho sus instrucciones como un soldado. Mañana tendremos nuestra primera entrevista oficial, con Child y Cía, en la calle Fleet. Le he dicho que se tomara todo el encuentro como un ensayo general, porque estoy reservando el que creo que cuenta con más posibilidades para la semana que viene.
—¿Y Charlie?
—Es demasiado para él. Sigue pensando en el coronel como su comandante en jefe.
—Lo mismo te pasaría a ti si Charlie hubiera sugerido que tu profesor de contabilidad acudiera cada semana al 147 para revisar las cuentas.
—A ese caballero en particular no le veo mucho últimamente. Hago los deberes precisos para no recibir una reprimenda. Mis sobresalientes se han convertido en aprobados, y por los pelos. Si no logro graduarme cuando acabe todo esto, solo habrá un culpable.
—Serás una de las pocas mujeres licenciada en letras. Tal vez deberías pedir que cambiaran esa denominación por otra.
—¿Cuál?
—Solterona en letras.
Rieron de lo que ambas sabían era una excusa para no abordar la razón auténtica por la que estaban allí. De pronto, la puerta se abrió y la enfermera apareció de nuevo.
—El doctor la recibirá ahora.
—¿Puedo acompañarla?
—Sí, estoy segura de que no habrá ningún problema.
Las dos mujeres se levantaron y siguieron a la enfermera por el mismo pasillo de antes hasta llegar a una puerta blanca, en cuyo centro una pequeña placa metálica rezaba: «Doctor Fergus Gould». Un «sí» respondió a la suave llamada de la enfermera. Daphne y Becky entraron juntas en la habitación.
—Buenos días, buenos días —saludó el médico con un suave acento escocés, antes de estrecharles las manos—. Tengan la bondad de sentarse. Las pruebas han terminado y tengo excelentes noticias para usted.
Volvió a la silla situada detrás del escritorio y abrió una carpeta. Las dos sonrieron, y la más alta se relajó por primera vez desde hacía días.
—Tengo el placer de comunicarle que se halla en perfectas condiciones físicas, pero como este es su primer hijo —vio que las dos mujeres palidecían y le miraban con ojos implorantes—, deberá comportarse con sensatez durante los próximos meses. Si lo hace así, no habrá complicaciones en el parto. ¿Puedo ser el primero en felicitarla?
—Dios mío, no —dijo ella, a punto de desmayarse—. Usted dijo que las noticias eran excelentes.
—Pues sí —dijo el doctor Gould—. Di por sentado que usted se alegraría.
—Hay un problema, doctor —intervino su amiga—. No está casada.
—Ah, ya entiendo —dijo el doctor en tono preocupado—. Lo siento, no lo sabía. Si me lo hubiera dicho durante nuestra primera entrevista…
—No, la culpa es toda mía, doctor Gould. Había confiado en que…
—No, no, el culpable soy yo. Qué falta de tacto tan enorme. —El doctor Gould hizo una pausa y reflexionó—. Aunque en este país es ilegal, me han asegurado que en Suecia hay médicos excelentes que…
—Eso no es posible —dijo la mujer embarazada—. Es contrario a lo que mis padres consideran un «comportamiento aceptable».
—Buenos días, Hadlow —dijo el coronel, entrando en el banco.
Tendió al director su abrigo, sombrero y bastón.
—Buenos días, sir Danvers —replicó el director, pasando el abrigo, sombrero y bastón a un empleado—. Nos sentimos muy honrados de que haya pensado en nuestro humilde establecimiento como digno de su consideración.
Becky pensó que la habían recibido de manera muy diferente cuando visitó, semanas atrás, otro banco de similar categoría.
—¿Sería tan amable de acompañarme a mi despacho? —preguntó el director, extendiendo el brazo como un guardia de tráfico.
—Por supuesto, pero antes permítame que le presente al señor Trumper y a la señorita Salmon, mis socios en este negocio.
—Es un placer.
El director se acomodó las gafas sobre la nariz antes de estrecharles las manos.
Becky reparó en que Charlie estaba mucho más callado de lo habitual y tiraba del cuello de la camisa sin cesar, como si fuera demasiado estrecho. Sin embargo, después de pasar toda una mañana de la semana anterior en Savile Row, padeciendo que le midieran de pies a cabeza para la confección de un traje nuevo, se negó a esperar un segundo más cuando Daphne insinuó que le tomaran medidas para una camisa. Daphne tuvo que adivinar a ojo su talla.
—¿Café? —preguntó el director, una vez en su despacho.
—No, gracias —dijo el coronel.
A Becky sí le apetecía, pero comprendió que el director había dado por sentado que sir Danvers hablaba por los tres. Se mordió el labio.
—Bien, ¿en qué puedo servirle, sir Danvers?
El director se tocó el nudo de la corbata con un gesto nervioso.
—Mis socios y yo poseemos una propiedad en Chelsea Terrace, el número 147. Un negocio pequeño que progresa satisfactoriamente. —La sonrisa del director no se alteró ni un segundo—. Compramos la propiedad hace unos dos años por cien libras, y esta inversión ha conseguido este año unos beneficios de cuarenta y tres libras.
—Muy satisfactorio —dijo el director—. He leído su carta y las cuentas que, con tanta gentileza, me envió mediante un mensajero.
Charlie estuvo tentado de revelarle quién había sido el mensajero.
—Sin embargo, consideramos que ha llegado el momento de expandirnos —prosiguió el coronel—, y a tal efecto necesitamos un banco que muestre un poco más de iniciativa que el establecimiento con el que hemos tratado hasta el presente, un banco que tenga los ojos puestos en el futuro. A veces nos da la impresión de que nuestros actuales banqueros viven en el siglo diecinueve. Francamente, son simples tenedores de depósitos, mientras que nosotros buscamos los servicios de un banco auténtico.
—Entiendo.
—Me tiene preocupado… —dijo el coronel, interrumpiéndose de súbito y fijando el monóculo en su ojo izquierdo.
—¿Preocupado?
El señor Hadlow se reclinó ansiosamente en su silla.
—Su corbata.
—¿Mi corbata?
El director volvió a manosear el nudo con nerviosismo.
—Sí, su corbata. No me lo diga… ¿Los Buffs[13]?
—Está usted en lo cierto, sir Danvers.
—¿Participó en alguna acción, Hadlow?
—Bien, no exactamente, sir Danvers. La vista, sabe usted.
El señor Hadlow se puso a juguetear con sus gafas.
—Mala suerte, camarada —dijo el coronel, dejando caer el monóculo—. Bien, prosigamos. Mis colegas y yo tenemos en mente ampliar nuestro negocio, pero creo mi deber informarle de que el próximo jueves por la tarde tenemos una cita con un establecimiento rival.
—El próximo jueves por la tarde —repitió el director, después de mojar la pluma de ave en el tintero del escritorio y añadir este dato a las otras notas.
—Pero, como sin duda habrá percibido, hemos preferido acudir antes a ustedes.
—Me siento muy halagado. Sir Danvers, ¿qué condiciones que nosotros no podamos ofrecer piensa que le ofrecerá este banco?
El coronel guardó silencio unos instantes y Becky le miró alarmada, pues no recordaba si le había dado instrucciones acerca de las condiciones. Ninguno de los tres pensaba que llegarían tan lejos en la primera entrevista.
El coronel carraspeó.
—Si trasladamos nuestro negocio a su banco, y conscientes de las implicaciones a largo plazo, esperamos condiciones competitivas, por supuesto.
La respuesta pareció impresionar a Hadlow. Revisó las cifras que tenía frente a él.
—Bien, veo que solicitan un préstamo de doscientas cincuenta libras para adquirir los números 131 y 135 de Chelsea Terrace que, recordando su estado de cuentas, exigiría un adelanto de… —hizo una pausa, como si estuviera calculando—… ciento setenta libras, como mínimo.
—Correcto, Hadlow. Veo que ha comprendido nuestra situación de una forma admirable.
El director se permitió una sonrisa.
—Dadas las circunstancias, sir Danvers, creo que podríamos avanzarles ese préstamo, y un interés del cuatro por ciento sería aceptable para el banco.
El coronel volvió a vacilar, aunque Becky captó su media sonrisa.
—Nuestros actuales banqueros nos imponen un interés del tres y medio por ciento, como sin duda sabrá —dijo el coronel.
—Pero no corren ningún riesgo —señaló el señor Hadlow—, pues se niegan a concederles ningún otro préstamo. Sin embargo, pienso que en este caso concreto también podríamos ofrecerles el tres y medio por ciento. ¿Qué opina?
El coronel no respondió enseguida, sino que examinó la expresión del rostro de Becky. Exhibía una amplia sonrisa.
—Creo que hablo en nombre de mis socios, señor Hadlow, al decir que consideramos su proposición muy aceptable, francamente aceptable.
Becky y Charlie asintieron con la cabeza.
—En ese caso, procederemos de inmediato a preparar la documentación. Tardará unos días, por supuesto.
—Por supuesto —dijo el coronel—. Le aseguro, Hadlow, que deseamos una larga y provechosa asociación con su banco.
El director consiguió levantarse y hacer una reverencia al mismo tiempo, algo que, en opinión de Becky, hasta a sir Henry Irving le hubiera costado lograr.
El señor Hadlow acompañó a sus nuevos clientes hasta el vestíbulo.
—¿Todavía cuentan entre sus filas con el viejo Chubby Duckworth? —preguntó el coronel.
—Lord Duckworth es el presidente de nuestra junta directiva —respondió el señor Hadlow, casi con veneración.
—Un buen hombre. Serví con él en Suráfrica. En los Fusileros Reales. Si me lo permite, Hadlow, mencionaré nuestra entrevista de hoy al noble lord cuando le vea en el club.
—Muy gentil de su parte, sir Danvers.
Al llegar a la puerta, el director dispensó a su ayudante y ayudó al coronel a ponerse el abrigo. Después, le tendió el sombrero y el bastón, antes de despedirse de sus nuevos clientes.
—No dude en llamarme en cualquier momento —fueron sus últimas palabras, acompañadas de otra reverencia, y esperó hasta que los tres se perdieron de vista.
Ya en la calle, el coronel dobló a toda prisa la esquina y se detuvo junto al árbol más cercano. Becky y Charlie corrieron tras él, sin saber qué pasaba.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Charlie cuando le alcanzaron.
—Me encuentro bien, Trumper, muy bien, pero preferiría enfrentarme a un grupo de bandoleros afganos que pasar por esto otra vez. Bueno, ¿qué tal lo hice?
—Estuvo magnífico —dijo Becky—, le juro que si se hubiera quitado los zapatos y ordenado a Hadlow que les sacara brillo, se habría servido de su pañuelo para frotárselos al instante.
—Bien —sonrió el coronel—. Creo que ha ido muy bien, ¿verdad?
—Perfecto —dijo Becky—, no lo ha podido hacer mejor. Iré a John D. Wood esta tarde y entregaré el depósito por ambas tiendas.
—Doy gracias a Dios por sus instrucciones, señorita Salmon —dijo el coronel, irguiéndose en toda su estatura—. Habría sido usted un oficial de primera.
—Lo considero como un gran cumplido, coronel —sonrió Becky.
—¿No está de acuerdo, Trumper? Menudo socio se ha buscado —añadió el coronel, haciendo girar su paraguas.
—Sí, señor —dijo Charlie, mientras el coronel avanzaba a grandes zancadas por la calle—, pero me gustaría preguntarle algo que me preocupa.
—Adelante, Trumper, dispare.
—Si usted es amigo del presidente del banco —empezó Charlie, procurando mantener el paso del coronel—, ¿por qué no fuimos a verle directamente?
El coronel se detuvo.
—Mi querido Trumper —explicó—, no se visita al presidente de un banco cuando se pide un préstamo de solo doscientas cincuenta libras. De todas formas, le diré que no pasará mucho tiempo antes de que necesitemos abordarle. Sin embargo, en este momento existen otras necesidades más acuciantes.
—¿Otras necesidades? —preguntó Charlie.
—Sí, Trumper. Necesito un whisky, ¿sabe? —dijo el coronel, mirando un letrero que se agitaba sobre una taberna, al otro lado de la calle—. Y puestos a tomarlo, que sea doble.
—¿De cuánto estás? —preguntó Charlie, cuando Becky acudió al día siguiente después del cierre de la tienda para darle la noticia.
—Unos tres meses —contestó evitando mirarle a los ojos.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Charlie en tono herido.
—Confiaba en que no necesitaría hacerlo —dijo Becky, prefiriendo asear la habitación antes que mirarle.
—Supongo que habrás escrito a Trentham.
—No. Tengo la intención, pero aún no lo he hecho.
—¿Tienes la intención? Tendrías que habérselo dicho a ese bastardo hace semanas. Debería ser el primero en saberlo. Al fin y al cabo, es el responsable de este jodido lío, si me perdonas la expresión.
—No es tan fácil, Charlie.
—¿Se puede saber por qué?
—Significaría el fin de su carrera, y Guy vive para el regimiento. Es como tu coronel: sería injusto pedirle que renunciara a ser soldado a la edad de veinticuatro años.
—No se parece en nada al coronel. En cualquier caso, es lo bastante joven para establecerse y trabajar como los demás.
—Está casado con el ejército, Charlie, no conmigo. ¿Por qué arruinar ambas vidas?
—Debería saber lo que ha pasado y darle a elegir.
—No le queda ninguna opción, Charlie, y tú lo sabes. Volvería a casa en el siguiente barco y se casaría conmigo. Es un hombre honorable.
—Conque un hombre honorable, ¿eh? —dijo Charlie, trasladando algunas cajas a la parte posterior de la tienda—. Bien, si tan honorable es, me vas a prometer una cosa.
—¿Cuál?
—Le escribirás esta misma noche y le contarás la verdad.
—Muy bien —dijo Becky, tras unos segundos de vacilación.
—¿Esta noche?
—Sí, esta noche.
—Y también informarás a sus padres de lo sucedido.
—No. No esperes que haga eso, Charlie —dijo ella, mirándole de frente por primera vez.
—¿Y cuál es el motivo esta vez? ¿Temor a arruinar sus carreras?
—No, pero si lo hiciera, su padre insistiría en que Guy volviera a casa y se casara conmigo.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Su madre diría que yo había engatusado a su hijo, o algo peor…
—¿Peor?
—Que ni siquiera era hijo suyo.
—¿Quién la iba a creer?
—Todos los que quisieran hacerlo.
—Pero eso no es justo.
—La vida tampoco, como diría mi padre. Tengo que madurar algún día, Charlie. Tú lo hiciste en el frente occidental.
—Bien, ¿qué vamos a hacer ahora?
—¿Vamos?
—Sí, vamos. Todavía somos socios, ¿no? ¿O lo has olvidado?
—Para empezar, tendré que buscar otro sitio donde vivir. No sería justo para Daphne…
—En menuda amiga se ha convertido.
—Para ambos —dijo Becky cuando Charlie se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos y empezó a dar vueltas por la pequeña habitación. Solo consiguió recordar a Becky la época en que habían ido juntos al colegio.
—Imagino que no… —dijo Charlie.
Esta vez le tocó a él no poder mirarla a la cara.
—¿Qué?
—Imagino que no —repitió.
—¿Sí?
—¿Considerarías la idea de casarte conmigo?
Hubo un largo silencio antes de que una sorprendida Becky reuniera fuerzas para contestar:
—¿Y Daphne?
—¿Daphne? No creerás que manteníamos esa clase de relación. Es verdad que me ha dado clases nocturnas, pero no del tipo que piensas. En cualquier caso, solo ha habido un hombre en la vida de Daphne, y desde luego no es Charlie Trumper, por la sencilla razón de que ha sabido desde el primer momento que solo hay una mujer en mi vida.
—Pero…
—Te he amado durante mucho tiempo, Becky.
—Oh, Dios mío —exclamó Becky, llevándose la mano a la cabeza.
—Lo siento. Pensaba que lo sabías. Daphne me dijo que todas las mujeres saben esas cosas.
—No tenía ni idea, Charlie. He sido tan ciega como estúpida.
—No he mirado a otra mujer desde el día que volví de Edimburgo. Pensé que me querrías un poco, supongo.
—Siempre te querré un poco, pero me temo que es de Guy de quien estoy enamorada.
—Bendita enfermedad. Pensar que yo te conocí primero. ¿Sabes que tu padre me echó un día de la tienda, cuando oyó que te llamaba «Posh Porky» a tus espaldas? —Becky sonrió—. Siempre me las he arreglado para apoderarme de todo lo que deseaba. ¿Cómo he podido dejarte escapar?
Becky fue incapaz de mirarle.
—Es un oficial, claro, y yo no. Eso lo explica todo.
Charlie dejó de pasear por la habitación y la miró cara a cara por primera vez.
—Eres un general, Charlie.
—Pero no es lo mismo, ¿verdad?
—Eres mi amigo más íntimo.
—¿Es que no comprendes que quiero ser algo más que un amigo?