Capítulo 10

Antes de que sirvieran el primer plato, Becky ya estaba arrepentida de haber aceptado la invitación de Charlie a cenar en el restaurante del señor Scallini, el único que él conocía. Charlie intentaba portarse con la mayor cortesía, y eso la hacía sentirse aún más culpable.

—Me gusta tu vestido —dijo Charlie, admirando la prenda de color pastel que Daphne le había prestado a Becky.

—Gracias.

Siguió una larga pausa.

—Lo siento —dijo Charlie—. Tenía que habérmelo pensado dos veces antes de invitarte el mismo día en que el capitán Trentham se iba a la India.

—Nuestro compromiso saldrá anunciado en el Times de mañana —dijo ella, sin levantar la vista de su plato de sopa intacto.

—Felicidades —contestó Charlie con frialdad.

—Guy no te cae bien, ¿verdad?

—Nunca me llevé muy bien con los oficiales.

—Pero ya os conocíais, ¿verdad? De hecho, le conociste antes que yo —le espetó Becky. Charlie no respondió, y Becky insistió—. Me di cuenta la primera vez que cenamos juntos.

—«Conocerle» es un poco exagerado. Servimos en el mismo regimiento —dijo Charlie, dándole largas.

—Pero es un oficial valiente y respetado.

Un camarero apareció inopinadamente a su lado.

—¿Qué desea beber con el pescado, señor?

—Champagne —contestó Charlie—. Al fin y al cabo, hemos de celebrar algo.

—¿De veras? —preguntó Becky, sin darse cuenta de que él utilizaba la maniobra para cambiar de tema.

—Los resultados de nuestro primer año, ¿o ya has olvidado que le hemos devuelto a Daphne más de la mitad de su préstamo?

Becky esbozó una sonrisa, comprendiendo que mientras ella solo se preocupaba por la partida de Guy hacia la India, Charlie se había concentrado en resolver su otro problema. A pesar de la noticia, la velada prosiguió en silencio, puntuado en ocasiones por comentarios de Charlie que no siempre recibían contestación. Becky apenas tocó el champagne, jugueteó con su pescado, no pidió postre y casi no disimuló su alivio cuando llegó la cuenta.

Charlie pagó al camarero y dejó una generosa propina. Daphne se habría sentido orgullosa de él, pensó Becky.

Cuando se levantó de la silla, experimentó la sensación de que el comedor daba vueltas a su alrededor.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Charlie, rodeándole los hombros con su brazo.

—Me encuentro bien, pero no estoy acostumbrada a beber tanto vino durante dos noches seguidas.

—Tampoco has comido mucho —señaló Charlie, guiándola fuera del restaurante, hasta salir al frío aire de la noche.

Caminaron cogidos del brazo por Chelsea Terrace, y Becky pensó que cualquiera podía imaginar que eran amantes. Cuando llegaron a la entrada de la casa de Daphne, Charlie tuvo que hundir la mano hasta el fondo del bolso de Becky para encontrar las llaves. Consiguió abrir la puerta y sostener a Becky al mismo tiempo, pero las piernas de la joven fallaron y se vio obligado a sujetarla para que no cayera. La cargó en brazos hasta la primera planta. Necesitó ejecutar una contorsión para abrir la puerta del piso sin dejarla caer. Por fin, entró tambaleándose en la sala de estar y la depositó sobre el sofá. Se irguió y recuperó el equilibrio, dudando entre dejarla en el sofá o averiguar dónde estaba su dormitorio.

Charlie iba a marcharse, cuando ella resbaló hasta caer al suelo, murmurando incoherencias. La única palabra que captó fue «comprometidos».

Volvió al lado de Becky, pero esta vez la cargó sin vacilar sobre su hombro y atravesó una puerta, descubriendo que se hallaba en un dormitorio. La dejó con suavidad sobre la cama. Regresó de puntillas hacia la puerta, pero ella se dio la vuelta y Charlie tuvo que correr para empujarla hacia el centro de la cama antes de que cayera. Titubeó un momento, y después se inclinó para alzarla un poco y desabrocharle los botones de la espalda con su mano libre. Después, la recostó en la cama y levantó las piernas de Becky con una mano, mientras tiraba del vestido hacia abajo, poco a poco, hasta quitárselo. La abandonó un momento para colocar el vestido sobre una silla.

—Charlie Trumper —susurró, mirándola—, eres ciego, y has estado ciego durante un larguísimo tiempo.

Tiró hacia atrás de la manta y acomodó a Becky entre las sábanas, tal como había visto hacer a las enfermeras del frente occidental con los hombres heridos.

Encajó bien a Becky, asegurándose de que el proceso no se repetiría. Su gesto final fue inclinarse y besarla en la mejilla.

No solo eres ciego, Charlie Trumper, sino que además eres tonto, se dijo mientras cerraba la puerta de la calle detrás de él.

—Estaré contigo dentro de un momento —dijo Charlie, poniendo algunas patatas sobre la báscula, mientras Becky esperaba pacientemente en un rincón de la tienda.

—¿Algo más, señora? —preguntó a la cliente—, ¿algunas mandarinas, tal vez? ¿Manzanas? Tengo unos pomelos acabados de llegar de Suráfrica.

—No, gracias, señor Trumper, eso es todo por hoy.

—Entonces, serán dos chelines y cinco peniques, señora Symonds. Bob, ¿puedes servir al siguiente cliente mientras hablo con la señorita Salmon?

—Sargento Trumper.

—Señor —fue la reacción instantánea de Charlie cuando oyó la resonante voz.

Se volvió hacia el hombre alto que se hallaba frente a él, tieso como un palo y vestido con una chaqueta de tweed Harris, pantalones de tela doble y un sombrero de fieltro de color pardo.

—Nunca olvido una cara —dijo el hombre.

Charlie habría continuado perplejo, de no ser por el monóculo.

—Santo Dios —dijo, poniéndose firmes.

—No, coronel es suficiente —rio el otro hombre—, y ahórrese todos esos disparates. Aquellos días ya han pasado a la historia. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que nos vimos, Trumper.

—Casi dos años, señor.

—A mí me ha parecido más —dijo el coronel con aire melancólico—. Tenía usted toda la razón sobre Prescott, ¿verdad? Era un buen amigo de él.

—Y él era un buen amigo mío.

—Y un soldado de primera. Mereció su M. M.

—No puedo estar más de acuerdo con usted, señor.

—Usted se merecía una, Trumper, pero Prescott se la llevó. Me temo que usted solo fue mencionado en los despachos.

—Dieron la medalla al hombre adecuado.

—Una forma terrible de morir. Todavía lo recuerdo, ¿sabe? A unos escasos metros de la línea.

—No fue culpa suya, señor. En todo caso, fue mía.

—Si fue culpa de alguien, desde luego no fue de usted. Sospecho que es mejor olvidarlo —añadió, sin más explicaciones.

—¿Cómo va el regimiento, señor? ¿Sobrevive sin mí?

—Y sin mí, me temo —respondió el coronel, introduciendo algunas manzanas en la bolsa de la compra que llevaba—. Se acaban de ir a la India, pero no antes de librarse de este caballo viejo.

—Lo lamento, señor. El regimiento era toda su vida.

—Cierto, a pesar de que incluso los Fusileros han de sucumbir bajo la guadaña. Para ser sincero con usted, soy un hombre de infantería, siempre lo he sido, y nunca me acostumbré a aquellos tanques de nuevo cuño.

—De haberlos tenido un par de años antes, señor, habrían salvado algunas vidas.

—Debo admitir que hicieron un buen trabajo. Me gusta pensar que yo también. —Tocó el nudo de su corbata a rayas—. ¿Nos veremos en la cena del regimiento, Trumper?

—No sabía que se celebrara, señor.

—Dos veces al año. La primera en enero, solo los hombres, y la segunda en mayo, con las mensahibs, que incluye un baile. Proporciona a los camaradas una oportunidad de reunirse y charlar sobre los viejos tiempos. Sería estupendo que acudiera, Trumper. Este año soy el presidente del comité del baile, y confío en que tenga lugar una gran reunión.

—Puede contar conmigo, señor.

—Buen muchacho. Me encargaré de que la oficina se ponga en contacto con usted pronto, diez la entrada, barra libre para todos, cosa que le hará feliz, supongo —añadió el coronel, echando un vistazo a la abarrotada tienda.

—¿Puedo servirle en algo, señor? —preguntó Charlie, consciente de que se estaba formando una larguísima cola.

—No, no, su hábil ayudante ya se ha encargado de mí de una forma excelente y, como ve, ya he cumplido al pie de la letra las instrucciones escritas de la mensahib.

Alzó una delgada hoja de papel, con una lista de artículos y una cruz al lado.

—En ese caso, espero verle la noche del baile, señor —contestó Charlie.

El coronel asintió con la cabeza y salió a la calle sin decir nada más.

Becky se acercó a su socio, dándose cuenta de que Charlie se había olvidado por completo de que ella le esperaba.

—Todavía sigues firmes, Charlie —se burló ella.

—Era mi oficial en jefe, el coronel sir Danvers Hamilton —dijo Charlie con cierta pomposidad—. Estaba con nosotros en el frente, era un caballero, y todavía se acuerda de mi nombre.

—Charlie, si pudieras oírte. Es posible que sea un caballero, pero él ya no trabaja, mientras que tú diriges un negocio próspero. Sé cuál preferiría ser.

—Pero es el comandante en jefe. ¿No lo entiendes?

—Era —puntualizó Becky—, y no dudó en señalar que el regimiento se había ido a la India sin él.

—Eso no cambia nada.

—Acuérdate de mis palabras, Charlie Trumper: el coronel terminará llamándote «señor».

Hacía casi una semana que Guy se había marchado y, en ocasiones, Becky era capaz de estar una hora sin pensar en él.

Becky se había pasado casi toda la noche en blanco, intentando escribirle una carta, aunque pasó de largo del buzón cuando se dirigió por la mañana a su primera clase del día. Había conseguido convencerse de que la culpa de no haber podido terminar la carta descansaba sobre los hombros del señor Palmer.

Becky se sintió decepcionada cuando el Times del día siguiente no anunció su compromiso, y se sumió en la desesperación al comprobar que no aparecía en toda la semana. Cuando llamó a Gerrard’s el lunes siguiente, le informaron de que no sabían nada de un anillo encargado a nombre del capitán Trentham de los Fusileros Reales. Becky decidió que esperaría otra semana antes de escribir a Guy. Presentía que debía existir alguna explicación.

Guy continuaba presente en sus pensamientos cuando entró en las oficinas de John D. Wood, sitas en Mount Street. Tocó el timbre del mostrador y preguntó a un inquisitivo empleado si podía hablar con el señor Palmer.

—¿El señor Palmer? El señor Palmer ya no trabaja con nosotros. Se marchó hace casi un año, señorita. ¿Puedo ayudarla en algo?

Becky se aferró al mostrador.

—Bien, me gustaría hablar con alguno de los socios —dijo con firmeza.

—¿Puedo saber el motivo de su visita?

—Sí. He venido para informarme sobre las condiciones de venta de los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.

—Ah, sí. ¿Puede decirme su nombre?

—Señorita Rebecca Salmon.

—Enseguida vuelvo con usted —le prometió el joven, pero tardó en regresar varios minutos.

Lo hizo acompañado de un hombre mucho mayor, que llevaba un largo abrigo negro y gafas de concha. Una cadena de plata colgaba del bolsillo del chaleco.

—Buenos días, señorita Salmon —saludó el anciano—. Me llamo Sanderson. Tenga la bondad de seguirme.

Levantó el tablero del mostrador y la invitó a pasar. Becky le siguió.

—Hace buen tiempo para esta época del año, ¿no cree, señora?

Becky miró por la ventana y vio paraguas circulando por la acera, pero decidió no comentar la opinión meteorológica del señor Sanderson.

—Esta es mi oficina —anunció el hombre con obvio orgullo cuando llegaron a un pequeño e insignificante despacho, situado en la parte posterior del edificio—. ¿Quiere tomar asiento, señorita Salmon? —Señaló una incómoda silla baja frente a su escritorio, que estaba apoyado contra la pared. El hombre se sentó en una silla de respaldo alto—. Soy socio de la firma, pero debo confesar que soy un socio menor. ¿En qué puedo servirla?

—Mi socio y yo queremos adquirir los números 131 y 135 de Chelsea Terrace.

—Muy bien —dijo el señor Sanderson, mirando su carpeta—, ¿y será también en esta ocasión la señorita Daphne Harcourt-Browne…?

—La señorita Harcourt-Browne no participará en esta transacción. Si, por este motivo, considera que no debe tratar con el señor Trumper o conmigo, abordaremos a los vendedores directamente.

Becky contuvo el aliento.

—Oh, señora, no me malinterprete, por favor. Estoy seguro de que no habrá ningún problema en continuar haciendo negocios con ustedes.

—Gracias.

—Bien, empecemos con el número 135 —dijo el señor Sanderson, calándose las gafas sobre la nariz antes de examinar la carpeta que tenía frente a él—. Ah, sí, el querido señor Kendrick, un carnicero de primera. Por desgracia, está sopesando la posibilidad de tomar la jubilación anticipada.

Becky suspiró y el señor Sanderson la miró por encima de sus gafas.

—Su médico le ha dicho que no tiene otra opción, si confía en vivir más de unos pocos meses —indicó Becky.

—En efecto —corroboró el señor Sanderson, volviendo su atención a la carpeta—. Bien, parece que solicita un precio de ciento cincuenta libras por la propiedad, más cien libras por el prestigio del nombre.

—¿Y cuánto aceptará?

—No estoy muy seguro de comprenderla, señora.

El socio menor enarcó una ceja.

—Señor Sanderson, antes de que desperdiciemos un minuto más de nuestro tiempo, creo que debo confiarle nuestra intención de adquirir, a un precio razonable, todas las tiendas disponibles de Chelsea Terrace, con el objetivo a largo plazo de poseer toda la manzana, aunque tardemos toda la vida. Con esa idea en la mente, no es mi intención visitar su oficina regularmente durante los próximos veinte años para jugar al gato y al ratón con usted. Para entonces, sospecho que usted ya será un socio mayoritario, y ambos tendremos mejores cosas que hacer. ¿Me he expresado con claridad?

—Totalmente —dijo el señor Sanderson, echando una ojeada a la nota que Palmer había añadido a la venta del 147. El muchacho no había exagerado su inmediata opinión sobre el cliente. Volvió a calarse las gafas sobre la nariz—. Creo que el señor Kendrick aceptaría ciento veinticinco libras, si ustedes le concedieran una pensión de veinticinco libras anuales hasta su muerte.

—Pero puede que viva eternamente.

—Creo que debería señalarle, señora, que no fui yo, sino usted, quien se refirió al actual estado de salud del señor Kendrick.

El socio menor se reclinó en su silla por primera vez.

—No tengo el menor deseo de robarle al señor Kendrick su pensión —replicó Becky—. Haga el favor de ofrecerle cien libras por la propiedad de la tienda y veinte libras anuales durante un período de ocho años como pensión. Soy flexible en la última parte de la transacción, pero no en la primera. ¿Lo ha entendido, señor Sanderson?

—Por completo, señora.

—Y si voy a pagarle una pensión al señor Kendrick, también espero en contrapartida que nos ofrezca su consejo siempre que se lo pidamos.

—Muy bien —dijo Sanderson, tomando nota de la petición en el margen.

—¿Qué puede decirme sobre el 131?

—Ese es un problema espinoso —dijo Sanderson, abriendo una segunda carpeta—. No sé si usted conoce a fondo las circunstancias, señora, pero…

Becky decidió no ayudarle en esta ocasión, y se limitó a sonreír dulcemente.

—Hum, bien —continuó el socio menor—. El señor Rutheford se ha marchado a Nueva York con un amigo para abrir una tienda de antigüedades, en un lugar llamado el Village. —Vaciló.

—¿Y su sociedad es de una naturaleza, digamos, inusual? —le auxilió Becky, tras un prolongado silencio—. Es posible que prefiera pasar el resto de sus días en un apartamento de Nueva York, antes que en una celda de Brixton.

—En efecto —dijo el señor Sanderson. El sudor perlaba su frente—. En el caso concreto de este caballero, desea llevarse todo cuanto contiene el local, pues considera que en Manhattan podría conseguir un buen precio por sus artículos. Por lo tanto, todo cuanto dejaría a su consideración sería la propiedad.

—En tal caso, es de suponer que no habrá pensión.

—Creo que la suposición es exacta.

—¿Y podemos esperar, por tanto, que el precio será un poco más razonable, recordando las presiones a que está sometido?

—Yo no pensaría eso, teniendo en cuenta que la tienda es bastante más grande que las otras de Chelsea…

—Cuatrocientos veintiséis metros cuadrados, para ser precisos, comparados con los trescientos metros cuadrados del número 147, que adquirimos por…

—Un precio muy razonable en aquel momento, si me permite sugerirlo, señorita Salmon…

—Sin embargo…

—En efecto —dijo el señor Sanderson, nuevamente sudoroso.

—Por lo tanto, ¿cuánto confía ese hombre en obtener por la propiedad, habiendo llegado a la conclusión de que no exigirá una pensión?

—El precio que pide —dijo el señor Sanderson, con los ojos clavados en la carpeta— es de doscientas libras. No obstante, sospecho —añadió, antes de que Becky pudiera interrumpirle— que si usted pudiera cerrar la negociación lo antes posible, cedería la propiedad por la cantidad de ciento setenta y cinco. —Enarcó las cejas—. Según tengo entendido, se halla ansioso de reunirse con su amigo lo antes posible.

—Si tan ansioso está, sospecho que se sentirá muy feliz de rebajar el precio a ciento cincuenta y terminar cuanto antes, y hasta podría aceptar ciento sesenta, aunque tardara unos días más.

—En efecto —repitió el señor Sanderson. Sacó el pañuelo del bolsillo superior y se secó la frente. Becky observó que afuera seguía lloviendo—. ¿Algo más, señora? —preguntó el hombre, devolviendo el pañuelo a la seguridad del bolsillo.

—Sí. Me gustaría que vigilara todas las propiedades de Chelsea Terrace y se pusiera en contacto con el señor Trumper o conmigo en cuanto se entere de que alguna va a ponerse a la venta.

—Acaso lo más conveniente sería que llevara a cabo una completa investigación sobre toda la manzana, a fin de informarles cumplidamente por escrito a usted y al señor Trumper.

—Una idea excelente —dijo Becky, ocultando su sorpresa ante tamaña demostración de iniciativa.

Se levantó de la silla, dando a entender que consideraba concluida la reunión.

—Según tengo entendido —dijo el señor Sanderson, mientras se dirigían hacia la salida—, el número 147 se ha hecho muy popular entre los habitantes de Chelsea.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Becky, sorprendida por segunda vez.

—Mi esposa se niega a comprar las frutas y verduras en otro sitio, a pesar del hecho de que vivimos en Fulham.

—Su esposa es una dama muy inteligente.

—En efecto —corroboró el señor Sanderson.

Becky dio por sentado que los bancos reaccionarían con el mismo entusiasmo que el agente de bienes raíces y, tras seleccionar once que le parecieron factibles, descubrió enseguida que existía una diferencia considerable entre ofrecerse como comprador y postrarse para conseguir un préstamo. Cada vez que exponía sus planes (a alguien que Becky consideraba incapaz de tomar una decisión), solo recibía un movimiento de cabeza negativo, incluyendo al banco donde la tienda tenía la cuenta. De hecho, como le contó a Daphne aquella noche, uno de los empleados del Penny Bank tuvo la desfachatez de insinuar que, si se casaba, les complacería en extremo hablar de negocios con su marido.

—¿Con que te has dado de narices con el mundo de los hombres por primera vez, eh? —dijo Daphne, tirando la revista al suelo—. Sus camarillas, sus clubs. El lugar apropiado de una mujer es la cocina y, si es un poco atractiva, el dormitorio de vez en cuando.

Becky asintió de mal humor, mientras colocaba la revista en una mesa lateral.

—Debo confesarte que esa actitud mental nunca me ha preocupado —admitió Daphne, intentando embutir sus pies en unos zapatos puntiagudos—, pero yo no nací tan ambiciosa como tú, querida. Sin embargo, quizá ha llegado la hora de arrojarte un salvavidas.

—¿Un salvavidas?

—Sí. Lo que necesitas para solucionar tu problema es un toque conservador.

—¿No te parece una tontería?

—Puede que parezca algo desfasado, pero ese no es el punto. El dilema con el que te enfrentas es tu sexo…, por no mencionar el acento de Charlie, aunque casi he curado a nuestro querido muchacho de ese problema. Sin embargo, te aseguro que todavía no han descubierto la forma de cambiar el sexo de la gente.

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Eres tan impaciente, querida. Igualita que Charlie. Debes permitirnos a los mortales inferiores un poco más de tiempo para explicarnos.

Becky se sentó en una esquina del sofá y juntó las manos sobre el regazo.

—En primer lugar, has de comprender que todos los banqueros son unos presuntuosos terribles. De lo contrario, dirigirían un negocio como tú. Lo que necesitas para que vengan a comer en tu mano es un testaferro respetable.

—¿Un testaferro?

—Sí. Alguien que te acompañe en tus visitas a los bancos siempre que resulte necesario. —Daphne se levantó y se miró en el espejo antes de continuar—. Es posible que tal persona no haya sido bendecida con tu inteligencia, pero, por otra parte, es preciso que no esté abrumado por tu sexo o por el acento de Charlie. Lo que sí debe poseer, no obstante, es alguna característica de la vieja escuela, un título, por ejemplo. A los banqueros les gustan los nobles, pero lo más importante es que debes elegir a alguien necesitado perentoriamente de dinero en efectivo. Por los servicios prestados, por ejemplo.

—¿Existen tales personas? —preguntó Becky, escéptica.

—Desde luego. De hecho, hay más de esas de las que quieren trabajar. —Daphne sonrió para tranquilizarla—. Dama una semana o dos y te traeré una lista con tres. Ya lo verás.

—Eres fantástica.

—A cambio, espero que me hagas un pequeño favor.

—Cualquier cosa.

—Nunca emplees esas palabras cuando hagas tratos con una mantis religiosa como yo, querida. De todos modos, mi deseo es muy sencillo, y está en tus manos satisfacerlo. Si Charlie te pide que le acompañes al baile de su regimiento, debes aceptar.

—¿Por qué?

—Porque Reggie Arbuthnot ha sido lo bastante estúpido para invitarme a tan absurdo acontecimiento y no me puedo negar, si deseo cazar un poco en su propiedad de Escocia el próximo noviembre. —Becky lanzó una carcajada—. No me importa ir al baile con Reggie, pero lo que no quiero es marcharme con él. Por lo tanto, si hemos llegado a un acuerdo, te proporcionaré el memo que necesitas y tú le dirás «sí» a Charlie cuando te invite.

A Charlie no le sorprendió que Becky accediera a acompañarle al baile del regimiento. Después de todo, Daphne ya le había explicado los detalles de la transacción. Lo que sí le dejó aturdido fue que, cuando Becky se sentó a la mesa, sus compañeros sargentos no le quitaron los ojos de encima en toda la noche.

La cena se había preparado en un enorme gimnasio, y los compañeros de Charlie no cesaban de contar anécdotas sobre sus primeros días de instrucción en Edimburgo. Sin embargo, allí terminaba la comparación, pues la comida era mucho mejor de lo que Charlie había tomado en Escocia.

—¿Dónde está Daphne? —preguntó Becky, cuando depositaron frente a ella una porción de pastel de manzana cubierta de abundante crema.

—En la mesa del extremo, con todos los peces gordos —dijo Charlie, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. No puede permitir que la vean con gente como nosotros, ¿verdad?

La cena concluyó con una serie de brindis, por todo el mundo, pensó Becky, excepto por el rey. Charlie le explicó que el regimiento fue dispensado de ese brindis en 1835 por el rey Guillermo IV, pues su lealtad a la corona era incuestionable. Sin embargo, alzaron sus copas por las fuerzas armadas, todos y cada uno de los batallones y, finalmente, por el regimiento, repetido con el nombre de su antiguo coronel. A cada brindis le sucedieron ruidosos vítores. Becky observó las reacciones de los hombres sentados a su alrededor, y comprendió por primera vez cuántos miembros de aquella generación se sentían afortunados por el mero hecho de seguir con vida.

El antiguo coronel del regimiento, sir Danvers Hamilton, baronet, DSO, CBE, monóculo en ristre, pronunció un emotivo discurso centrado en aquellos camaradas que, por una u otra razón, no se hallaban presentes aquella noche. Becky vio que Charlie se ponía rígido cuando mencionaron a su amigo Tommy Prescott. Al final, todos se levantaron y brindaron por los amigos ausentes. Becky se sintió inesperadamente emocionada.

El coronel se sentó. Las mesas se apartaron a un lado para que el baile diera comienzo. Daphne apareció desde la otra punta de la sala cuando sonó la primera nota emitida por la banda del regimiento.

—Ven, Charlie. No podía esperar a llevarte a la mesa de autoridades.

—Le aseguro que es un placer, señora —dijo Charlie, levantándose de su asiento—, pero ¿qué ha sido de Reggie como-se-llame?

—Arbuthnot. He dejado al pobre hombre colgado de una debutante de Chelmsford. No te puedes imaginar el miedo que sentía ella, te lo aseguro.

—¿Y por qué tenía tanto miedo? —la imitó Charlie.

—Nunca pensé que llegaría el día en que Su Majestad permitiría que alguien de Essex fuera presentado en la corte. Pero lo peor era su edad.

—¿Por qué? ¿Cuántos años tiene? —preguntó Charlie, bailando un vals con Daphne.

—Aún no estoy segura, pero tuvo la desfachatez de presentarme a su padre viudo.

Charlie estalló en carcajadas.

—No debes considerarlo divertido, Charlie Trumper, sino deplorable. Tienes mucho que aprender todavía.

Becky miró cómo Charlie bailaba con elegancia.

—Esa Daphne es estupenda —dijo el hombre sentado a su lado, que se había presentado como sargento Mike Parker, y resultó ser un carnicero de Camberwell que había servido con Charlie en el Marne.

Aceptó su opinión sin comentario, y cuando él se levantó y solicitó el honor de bailar con ella, aceptó. Procedió a transportarla por la sala de baile como si fuera una pierna de cordero camino de la cámara refrigeradora. También consiguió pisarle los pies a intervalos regulares. Por fin, devolvió a Becky a la seguridad relativa de la mesa manchada de cerveza. Becky se sentó en silencio, mientras miraba a todo el mundo divertirse, confiando en que nadie solicitaría el honor. Sus pensamientos se centraron en Guy, y en la cita que no podría seguir evitando si antes de dos semanas…

Por fortuna, los amigos de Charlie parecían más interesados en las interminables rondas de cerveza que en bailar. Becky gozó de tranquilidad hasta que un hombre alto que no conocía se inclinó hacia ella.

—¿Me concede el honor, señorita? —dijo.

Todos los que estaban sentados a la mesa se pusieron firmes cuando el coronel del regimiento acompañó a Becky hasta la pista de baile.

Descubrió que el coronel Hamilton era un experto bailarín, así como un hombre divertido y gracioso, sin mostrar las tendencias paternalistas exhibidas por los directores de banco que había conocido en los últimos tiempos. Cuando terminó la pieza, invitó a Becky a la mesa de autoridades y le presentó a su esposa.

—Tengo que hacerte una advertencia —dijo Daphne a Charlie, mirando al coronel y a lady Hamilton—. Va a resultarte muy difícil ponerte a la altura de la ambiciosa señorita Salmon, pero mientras no te despegues de mí y me escuches con atención, le daremos una buena satisfacción a cambio de su dinero.

Daphne decidió, al cabo de dos bailes, que ya había cumplido su deber y que había llegado el momento de marcharse. Becky, por su parte, se alegró de escapar a las atenciones de todos los oficiales jóvenes que la habían visto bailar con el coronel.

—Tengo buenas noticias para vosotros —dijo Daphne a los dos, mientras un cabriolé recorría King’s Road en dirección a Chelsea Terrace.

Charlie todavía se aferraba a su botella de champagne medio vacía.

—¿Y cuál es, mi niña? —preguntó, eructando.

—No soy tu niña —le reprendió Daphne—, es posible que me interese invertir en las clases inferiores, Charlie Trumper, pero no olvides que no carezco de educación.

—Bien, ¿cuál es la noticia? —preguntó Becky.

—Habéis cumplido vuestra parte del trato, así que yo debo cumplir la mía.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie, medio dormido.

—Os voy a presentar una lista de tres posibles testaferros, para de esta forma, espero, solucionéis vuestro problema bancario.

Charlie recobró la sobriedad al instante.

—Mi primer candidato es el segundo hijo de un conde. Sin un céntimo, pero presentable. Mi segundo es un baronet, que se hará cargo del trabajo por unos honorarios de profesional, pero mi pièce de résistance es un vizconde, cuya suerte le abandonó en las mesas de Deauville y que ahora considera necesario rebajarse a participar en un vulgar trabajo comercial.

—¿Cuándo les conoceremos? —preguntó Charlie, intentando pronunciar bien las palabras.

—En cuanto queráis —prometió Daphne—. Mañana…

—No será necesario —dijo Becky en voz baja.

—¿Por qué, si se puede saber? —preguntó Daphne, sorprendida.

—Porque ya he elegido al hombre que será nuestro testaferro.

—¿A quién tienes en mente, cariño? ¿Al príncipe de Gales?

—No. Al coronel sir Danvers Hamilton, baronet, DSO, CBE.

—Pero si es el coronel del regimiento —dijo Charlie, dejando caer la botella de champagne al suelo del cabriolé—. Es imposible, jamás accederá.

—Te aseguro que sí.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Daphne.

—Porque tenemos una cita para verle mañana por la mañana.