De cuantos mitos aportó el genio de nuestra literatura a la universal, es, sin duda, el del Cid el más trascendente, ya que, esta vez, el héroe no es tan solo un ente de ficción, sino la misma sublimación de nuestra realidad histórica, de la que asciende para convertirse en la figura representativa de todo un pueblo.
El famoso personaje histórico castellano que llegó a ser el máximo paladín de nuestra Reconquista hispánica, con plena conciencia de su misión unificadora: el Campeador invulnerable de todas las batallas en que interviniera; el caudillo predestinado que logró engrandecer su tierra, muchas veces a pesar de sus mismos reyes, se transformó, por gracia de la poesía —más profunda y filosófica que la historia misma, en el concepto aristotélico—, en el excelso símbolo de una raza, convirtiéndose en el héroe más universal de España, de cuya realidad histórica nace y —como lo vio Menéndez Pelayo— «se levanta eternamente luminoso con su luenga barba no mesada nunca por moro ni por cristiano; con sus dos espadas, talismanes de victoria». Es como «el producto de una misteriosa fuerza que se confunde con la naturaleza misma».
El Cid es ya para el mundo del espíritu el héroe que encarna, como protagonista poético, el prototipo del ideal caballeresco, según se concibió en la Edad Media; y así como Aquiles fue el héroe de Grecia, y para Francia es símbolo heroico el esforzado Roldán, para España es el Cid la encarnación de su héroe nacional, en quien se concretan todas las virtudes y hasta todos los defectos de su raza, y no ciertamente por la grandeza fabulosa de los hechos realizados —los hay en nuestra historia de mayores dimensiones—, sino por «el temple moral del héroe, en quien se juntan los más nobles atributos del alma castellana; la gravedad en los propósitos y en los discursos, la familiar y noble llaneza, la cortesía ingenua y reposada, la grandeza sin énfasis, la imaginación más sólida que brillante, la piedad más activa que contemplativa, la ternura conyugal más honda que expresiva, la lealtad al monarca y la entereza para querellarse de sus desafueros»; por aquel realismo sencillo y puro de sus acciones heroicas y humanas, en las que se van reflejando todas las virtudes caballerescas que constituyen el genio moral y poético de la raza hispana, que, sobrepasando las realidades históricas, perfilan el tipo de un heroísmo colectivo que, sin despojarlo de su valor individual, le dan aquella personalidad, aquella existencia luminosa y genial que lo convierte en símbolo representativo, en figura mítica de toda una literatura. El Cid se transforma en «el Aquiles de nuestra patria —como dice Menéndez Pidal—; su historia es nuestra Ilíada, nuestra epopeya; no tenemos otra; y esta epopeya, como todas las verdaderas epopeyas, no es la creación de un poeta ni de un historiador, es la creación de un pueblo», que ve y admira en el Campeador a su héroe epónimo.
Por encima de lo que han dicho sus historiadores contemporáneos —tanto cristianos maravillados como árabes atemorizados—, y por encima de lo que nos cuenten los cronicones medievales y, modernamente, juzgue la crítica histórica, desde sus más contradictorios puntos de vista, pasando de un irreflexivo propósito de canonizarlo a una obstinada negación histórica, la figura egregia del Cid no podrá ser jamás ni la de un santo ni tampoco la de un forajido, ya que ni lo uno ni lo otro podría ser el protagonista de la epopeya genial de un pueblo.
El Campeador, transformado en héroe, se elevará para siempre, magnífico, y, como en la guerra, invulnerable a las pasiones partidistas, en las alas eternas de la poesía, desde que apareció en los versos rudos y balbucientes del Cantar de mío Cid, para atravesar, a lo largo de toda la Edad Media, en sus etapas históricas, como héroe de nuestra épica, y convertirse, después, en el personaje principal del Romancero español, y subir, como protagonista, a los escenarios de nuestro teatro clásico, resucitando, en la centuria siguiente, del perdido manuscrito del cantar —que en ese siglo reaparece—, y recobrar su personalidad con el ardor sentimental del Romanticismo, que lo convierte en héroe de nuestra novelística histórica del siglo XIX. De ella ha de pasar aún, atravesando los nuevos avatares que se suceden en la literatura moderna: al teatro, a la poesía, a la novela y al cine.
En esta persistencia del Cid como héroe literario estriba, sin duda, la demostración más contundente de que es, y ha de ser, eterno este glorioso mito que a la literatura universal entregó la eterna realidad histórica de España.