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 ¿Adónde? ¿Adónde? 

Los machetes y los rejones relumbraban al sol, treinta fusiles tronaron rabiosamente y Artemio Chauqui levantaba un hacha como quien enarbola una bandera de acero. Sonaron algunas voces: «¡No malgasten la munición!». Los comuneros llenaban la plaza en uno de los más esperanzados días. El sol brillaba alegremente, un viento calmo mecía los pajonales de El Alto y en la llanura, ganada para el hombre, los animales aprovechaban los rastrojos. Algunas vacas entraron al caserío y observaban con sus grandes ojos sorprendidos.

Los rostros estaban rasgados por tres inmensos días de dolor y unos a otros se miraban con ceño decidido y fiero. Los ponchos y las polleras encendían el júbilo agrario de sus colores, pero las caras morenas tenían el gesto dramático de los picachos a los cuales no rinde el rayo y en los cuales se destroza bramando el viento. No todos eran comuneros. Hacia un lado, a caballo, estaban seis caporales armados de fusiles a quienes había enviado Florencio Córdova. Hicieron entrega de veinte rifles y además prestarían su concurso personal. Los fusiles fueron repartidos por Benito Castro y, con los que Doroteo Quispe sacó del terrado de su vivienda, formaron la treintena que hizo escuchar su voz frenética. Artemio Chauqui se había transfigurado y agitaba su hacha diciendo: «¡El indio es un Cristo clavao en una cruz de abuso! ¡Ah, cruz maldita! ¡Ah, cruz que no se cansa de estirar los brazos!». Doroteo Quispe, con el sombrero echado hacia atrás, parecía afirmar su decisión de lucha con el gran tajo que le partía la frente. Sus compañeros de correrías, avecindados en la comunidad, tenían una actitud firme, pero sencilla. Valencio decía con sus ojuelos duros: «¿A qué viene tanta bulla? Vamos a pelear, pues». El pueblo comunero estaba de pie, unido, resuelto, hecho un haz de colores y aceros, sobre el fondo gris de las casas de piedra.

El más joven de cuantos empuñaban fusil era Fidel Vásquez, a quien los comuneros decían Fierito, por cariño. Era un muchacho moreno de piel tersa y ojos hermosos. Más bien triste, sonreía y hablaba poco. Jamás había manifestado nada sobre el padre y la misma Casiana ignoraba su parecer. Cerca de él estaba su amigo, el joven Indalecio, quien cogía un lanzón formado por una vara en cuya punta brillaba un cuchillo fuertemente amarrado. Porfirio Medrano cargaba su viejo rifle Pivode. Lo prefería. Llega un tiempo en que el hombre, a fuerza de manejar un arma, se acostumbra a ella y no la cambiaría por ninguna otra. Uno de los pequeños hijos de Paula corrió hacia su padre, y, prendiéndosele del pantalón, se puso a decirle: «¡Taita, pum, venao! ¡Taita, pum, venao!». Doroteo lo miró y, advirtiendo que metía las manos en el gatillo del rifle, le respondió: «¡Sí, venao!», e hizo seña a Paula para que se lo llevara. La atención de todos fue llamada por tres hombres de Muncha que llegaron armados de carabinas. Como ni el alcalde ni los regidores estaban a la vista, se pusieron a conversar con Porfirio. Eran tres cholos de traje de dril y redondos sombreros blancos. Llevaban el poncho doblado sobre el hombro, bajo la carabina que sujetaban por el cañón. Los rodeó un círculo de curiosos. Algunos comuneros ensillaban caballos, menos a Voluntario, quien no debía ser expuesto, pues se lo necesitaba como reproductor. Unos cuantos caballos pertenecían a la comunidad. Los otros eran de Umay. Un rumor sordo crecía a ratos y a ratos se apagaba hasta llegar a los límites del silencio. La voz del pueblo es variada como la del viento. De pronto, alguien anunció: «¡Ahí está Benito!». Benito Castro salía, de su casa seguido de los regidores. El nuevo era un hijo de Pedro Mayta llamado Encarnación. El alcalde y sus acompañantes montaron a caballo. Todos cargaban fusil y Benito tenía cananas sobre los costados. También cabalgaron Doroteo Quispe, Porfirio Medrano y diez más. Los potros se movían con nerviosidad, excitados por la masa pululante. Benito demandó atención con una seña de la mano y, templando las riendas para mantener quieto al caballo, dijo:

—Comuneros: según lo resuelto po la asamblea, ha llegao la hora de defendernos. Sabemos que en Umay se están concentrando los caporales y guardias civiles. Vendrán hoy en la noche o mañana a más tardar. Yo sólo tengo que pedirles un esfuerzo grande en este momento. La ley nos ha sido contraria y con un fallo se nos quiere aventar a la esclavitud, a la misma muerte. Álvaro Amenábar, el gamonal vecino, quiso llevarnos a su mina primeramente. Pero consiguió que los Mercados le vendieran su hacienda y de ahí sacó gente pa podrirla en el socavón. Aura, ambiciona unos miles de soles más y va a sembrar coca en los valles del río Ocros. Pa eso nos necesita. Pa hacernos trabajar de la mañana a la noche aunque nos maten las tercianas. Él no quiere tierra. Quiere esclavos. ¿Qué ha hecho con las tierras que nos quitó? Ahí están baldías, llenas de yuyos y arbustos, sin saber lo que es la mano cariñosa del sembrador. Las casas se caen y la de nuestro querido viejo Rosendo es un chiquero. Tampoco quiere las tierras de Yanañahui. Sigue persiguiendo a los comuneros pa reventarlos. Cuando la ley da tierras, se olvida de lo que va a ser la suerte de los hombres que están en esas tierras. La ley no los protege como hombres. Los que mandan se justificarán diciendo: «Váyanse a otra parte, el mundo es ancho». Cierto, es ancho. Pero yo, comuneros, conozco el mundo ancho donde nosotros, los pobres, solemos vivir. Y yo les digo con toda verdá que pa nosotros, los pobres, el mundo es ancho pero ajeno. Ustedes lo saben, comuneros. Lo han visto con sus ojos por donde han andao. Algunos sueñan y creen que lo que han visto es mejor. Y se van lejos a buscarse la vida. ¿Quién ha vuelto? El maestro Pedro Mayta, que pudo regresar pronto. Los demás no han vuelto y yo les digo que podemos llorarlos como muertos o como esclavos. Es penosa esta verdá, pero debo gritarla pa que todos endurezcan como el acero la voluntá que hay en su pecho. En ese mundo ancho, cambiamos de lugar, vamos de un lao pa otro buscando la vida. Pero el mundo es ajeno y nada nos da nada, ni siquiera un güen salario, y el hombre muere con la frente pegada a una tierra amarga de lágrimas. Defendamos nuestra tierra, nuestro sitio en el mundo, que así defenderemos nuestra libertá y nuestra vida. La suerte de los pobres es una y pediremos a todos que nos acompañen. Así ganaremos. Muchos, muchos, desde hace años, siglos, se rebelaron y perdieron. Que nadie se acobarde pensando en la derrota porque es peor ser esclavo sin pelear. Quién sabe los gobernantes comiencen a comprender que a la nación no le conviene la injusticia. Pa permitir la muerte de la comunidá indígena se justifican diciendo que hay que despertar en el indio el espíritu de propiedá y así empiezan quitándole la única que tiene. Defendamos nuestra vida, comuneros. ¡Defendamos nuestra tierra!

El pueblo rugió como un ventarrón y en el tumulto de voces sólo podía escucharse claramente: «¡tierra!», «¡defendamos!». Los caporales se abrieron paso hasta llegar al lado de Benito Castro y el que parecía su jefe, habló:

—Oiga, nosotros nos volvemos aura mesmo. Don Florencio nos mandó a pelear contra don Amenábar y no a hacer sublevación. Denos los veinte rifles que le entregamos…

Benito, sin responder, aferró el rifle que tenía el caporal, quitándoselo de un jalón. Sobre los otros se abalanzaron los comuneros —mujeres y hombres— que estaban a pie a su lado. Sonó un tiro y una mujer dio un grito, pero los caporales ya caían al suelo y eran desarmados y dominados después de una breve trifulca. El pueblo entero se dio cuenta de que en Benito tenía un jefe de visión rápida y lo vitoreaban. La mujer había sido herida en un brazo y sus familiares la condujeron a su casa, chorreando sangre. Benito entregó los fusiles y los caballos, inmediatamente, a los hombres que primero pusieron mano sobre los caporales y después ordenó:

—A estos vendidos enciérrenlos pa que no vayan con el cuento…

Los seis comuneros favorecidos levantaron su orgullo sobre los caballos, haciendo brillar los fusiles. El sol descendía ya y la cima del Rumi le apuntaba su lanza de piedra. Una coriquinga chilló a lo lejos. Benito dijo:

—Comuneros: sigan a sus jefes, en la forma que han sido nombraos…

Hombres de a pie y de a caballo marcharon hacia las cumbres rocosas de El Alto y hacia las cresterías del Rumi o simplemente hacia el horizonte. Cada grupo tenía un objetivo. Las mujeres daban una alforja de fiambre a los hombres, quienes partían sin decir nada. Ellas, de pie en las afueras del caserío, se quedaban viéndolos alejarse hasta que sus ponchos flameaban como banderas desapareciendo detrás de las peñas altas. Benito Castro se quedó en media plaza con Doroteo Quispe y ocho hombres más, todos montados, a los cuales había escogido detenidamente. Los tres hombres de Muncha se acercaron a pedir órdenes y él los envió con Ambrosio Luma.

Quizá sea necesario decir que la Corte Suprema de Justicia, viendo el juicio en apelación, había fallado en contra de la comunidad. Entonces la asamblea acordó resistir. Bien es verdad que los dirigentes, encabezados por Benito Castro, propiciaron esta actitud. Faltaban caballos y los fueron a capturar en el potrero de Norpa. Cuando ya se hallaban de vuelta arreando una tropa, Ramón Briceño les salió al paso y cambiaron unos cuantos tiros. Él huyó finalmente y después se supo de la concentración de Umay.

Se esperaba el ataque de un momento a otro. Claro está que los Córdova habían ofrecido a Benito Castro su apoyo con el ánimo de crear dificultades a Amenábar. Cuando Benito lo solicitó, cumplieron sin sospechar las proyecciones que deseaba dar a su movimiento. Seis caporales encerrados en la más fuerte de las casas de piedra eran los primeros en comentarlo.

Los fogones no brillan esa noche. Benito ha dado órdenes de que se cocine temprano y se evite toda luz. Desde lejos pueden disparar sobre el caserío o por lo menos orientarse. Él, sus hombres y los dos guardianes de los caporales son los únicos válidos que quedan en el poblado. Se han sentado, con excepción de los vigilantes, a la puerta de la casa de Clemente Yacu, contigua a la de Benito. El enfermo escucha la conversación y a ratos interviene.

—Si pasan, yo sí que me fregaré. ¿Qué voy a correr con este reumatismo que no me deja andar? Pa qué darme molestias. Mejor esperaré aquí en mi cama y si quieren, que me maten…

—No, Clemente, qué se te ocurre. Tienen pa rato con nosotros y si llega a prender una buena revolución… Fíjate lo que pasó con Benel. Aguantó cinco años…

—Es que ése tenía plata…

—No creas, lo que supo es ir creciendo. Yo estaba allá y vi cómo lo ayudaba el pueblo. Ahora que me acuerdo, les voy a hacer una recomendación. Ya la hice a cuantos pude, pero es güeno repetir lo que conviene. En mi regimiento había un sargento Palomino, muy veterano, que estuvo en el sur, baleando indios sublevados en Huancané. Contaba muchas barrisolas el maldito. Sabía trampas. Como los indios se escondían en los cerros, entre las peñas, era difícil sacarlos de allí. Entonces, cuando los soldados estaban en medio avance, hacían como que se les dañaba la ametralladora o les faltaba la munición. Los sublevados creían que llegó su oportunidá y al grito de «acabau balas» y «dañau máquina», salían con los machetes en alto y tirando piedras con sus hondas. Los soldados simulaban huir hasta que los tenían en campo abierto. Entonces volvían la ametralladora o los fusiles y los entusiastas perseguidores caían como moscas. No hay que dejarse engañar con esos chistes…

Marguicha llega llevándoles coca y Benito acaricia al hijito de un año que ella tiene en brazos.

En la cumbre del Rumi, cerca del lugar donde Rosendo hizo ofrendas y preguntas al espíritu del cerro, hay un pequeño grupo que también conversa. La noche los envuelve apretadamente.

En el cielo vibran escasas estrellas y la cúspide del Rumi se confunde con la sombra. Encabeza el grupo Cayo Sulla, indio que tiene muy buena vista. Él dice:

—Po más que me esfuerzo, no veo nada. ¿Ustedes?

—Nadita, si está muy oscuro.

—Serían zonzos si traen linterna.

Miran en dirección de la puna por donde viene el camino de Umay. El viento sopla tercamente y les traspasa los ponchos.

—Hace friazo…

—Hace, dame un poco de coca…

Al pie del Rumi, por el lado de los roquedales entre los que se bifurca el camino que desciende al caserío, está Eloy Condorumi al mando de veinte indios. Los ha puesto en fila, a lo ancho de la peñolería, mirando hacia el sendero. Ninguno logra ver más allá de los perfiles próximos a las peñas. Pero todos aguzan el oído y, para que no se les escape ningún rumor, ni siquiera hablan. Mascan silenciosamente su coca y Condorumi, quieto y reconcentrado, reclina su poderosa estatura sobre una gran piedra.

Por el camino que bordea las faldas de El Alto, en cierto sitio en que las peñas lo hacen pasar bordeando un abismo, están Artidoro Oteíza y diez más. Dominan el camino desde un conglomerado de piedras.

—Por ahí tienen que pasar de uno en fondo…

—Si son muchos, les rodamos galgas…

Arriba, entre las cumbres de El Alto, bloqueando un ancho cañón lleno de trillos, están Ambrosio Luma, Porfirio Medrano, Valencio y veinte más. De uno en uno, de dos en dos, se han repartido por el cañón y más allá, por los riscos. Cada munchino ha sido puesto en compañía de un comunero. Hace un frío de helar y mascan coca y beben cañazo. Como el licor escasea, un hombre va de puesto en puesto dando a beber de la misma botella.

—¿Hay novedad? —le preguntan los hombres encogidos.

—Parece que no. Valencio está un poco adelante…

—Tiene güen oído…

Se acurrucan bajo el poncho y la sombra, abrazando el fusil. Los munchinos dicen que van a pelear contra Amenábar porque les ha rodeado las vacas, llevándolas como propias a otra hacienda.

En la puerta de Clemente Yacu decae la conversación. Suenan de pronto unas ojotas y un bulto surge de la sombra, a diez pasos. Es un enviado de Cayo Sulla.

—Güenas noches. Cayo me manda decir que no se ve nada. Está muy oscuro.

—Bien; llévale esta botella de cañazo. Pero si nota algo, que hagan luz rápido y mande avisar…

—Güeno, le diré.

Benito entra al cuarto, enciende un fósforo y regresa diciendo:

—Son las tres de la mañana…

La noche está siempre muy negra y callada. Esos hombres, esas palabras, desaparecen en su inmensa amplitud de sombra, a la que agrandan unas cuantas estrellas casi perdidas.

Por una ruta extraviada de la puna, van hacia Umay diez comuneros caminando en fila. El rumor de las ojotas marca la huella. Les dirán a los indios colonos que se subleven, que ha llegado el tiempo de la revolución. Y por la ruta frecuentada de la puna, marcha una larga cabalgata. Al llegar al sitio donde se bifurcan los caminos, dice el teniente Cepeda al jefe de caporales Carpio, después de mirar su reloj de esfera luminosa:

—Son las tres de la mañana. Usted, váyase con su gente al caserío de la hoyada y suba por el sendero de la falda del Rumi. Nosotros entraremos por el cañón de El Alto, pues don Álvaro me ha garantizado al guía. A las seis de la mañana, a más tardar, hay que estar llegando a la meseta para caer a todo galope sobre el caserío.

—Sí, don Álvaro dijo que había que tomarlos por sorpresa…

—Eso es, no creo que nos esperen por donde vamos a ir. Ellos creerán que atacaremos a mediodía o, en todo caso, estarán guardando el camino que va por las faldas de El Alto… Entonces, buena suerte…

—Buena suerte…

El rumor de la cabalgata se parte en dos, pero sobre la hilera de pasos está el alto y ancho y negro silencio en que la voz del viento, tan pertinaz, acaba por no ser considerada. Es lo que hace Valencio en su puesto avanzado de vigía. Sus oídos escuchan solamente el rezongo del viento entre las rocas y lo descartan en busca de otros signos. Algo escucha por fin. Entonces corre hacia el lugar en donde está Porfirio Medrano y le dice:

—Porfirio: caballos parecen…

—¿Vienen?

—Creo. Toma mi poncho…

—¿Con este frío te lo sacas?

—Es que las listas claras pueden ver. Me voy pa adelante…

Valencio deja el poncho y también el sombrero de junco. Su torso renegrido es tan oscuro como el calzón de bayeta. Cogiendo su fusil avanza y a pocos pasos desaparece en la noche. Ningún rumor producen sus pies desnudos. El viento acuchilla, pero marcha entre él, sin sentirlo, el hombre hecho de piedra y sombra. Sin embargo, ese hombre oye y ve y huele como un puma.

Porfirio Medrano le lleva la noticia a Ambrosio Luma y él ordena a su ayudante que avise a todos los hombres del cañón y aún informa a Antonio Huilca. Todos preparan sus fusiles y el tiempo de espera es más lento. Una hora después vuelve Valencio. No sabe cuántos, pero vienen muchos. Por más que se acercó no pudo distinguir a la fila completa. Los guía un indio y marchan hacia el cañón. Ambrosio manda aviso a Benito Castro y el alba está incierta cuando él llega con su gente. Valencio ha hecho otra excursión. Ya están cerca y dentro de poco doblarán aquel cerro negro para entrar a los trillos. Benito Castro dispone las operaciones y los treinta hombres se pegan contra las peñas dejando la vía libre. Al fin aparecen los guardias y, a la luz lechosa del amanecer, avanzan todo lo rápido que les permite el paso del indio guía que va a pie. Pero el guía otea, como un animal inquieto, y de repente se detiene y da un grito. Los guardias se tiran al suelo en el momento en que los comuneros abren el fuego. Los caballos huyen espantados. Los atacados contestan y advierten que han sido cogidos entre dos fuegos. Entonces resisten y la pelea se estabiliza. De una peñolería a otra del cañón, los ecos rebotan uniéndose y revolviéndose hasta mantener una crepitación continua. El día llega con una rosada luz y la lucha se presenta reñida en una forma que hace temer a Benito. Los guardias son muchos y su fuego persiste. Benito no puede calcular las bajas, pues todos están casi perdidos entre los pajonales. Dos coriquingas, asustadas por las detonaciones, vuelan sobre el abra dando alaridos… Cuando el tiroteo zumba y estalla a cañón caldeado, rebota una piedra entre los guardias y luego diez y veinte más. Algunas caen sobre los cuerpos. En lo alto de un roquedal, el sol recorta la silueta de muchos hombres que están disparando sus hondas. Las piedras dejan en el aire un surco negro y un ronco mugido. Y sin duda por un complejo ancestral, los guardias, que no han huido de los tiros, huyen de las piedras. A una voz del teniente se incorporan y, cubriéndose en los accidentes del terreno, agazapándose, dejándose caer a veces, disparando con intermitencias, se van. Los honderos del roquedal bajan y los tiradores del cañón corren hacia el lugar donde estuvieron los guardias. Hay seis muertos. Parece que uno, imposibilitado de huir, se ha suicidado con su revólver. Pero los comuneros también han sufrido pérdidas. Revisando su propio terreno, encuentran que, junto a una piedra, está Porfirio Medrano, yerto, cogiendo con manos firmes su viejo Pivode, y más allá, en una hoyada, el joven Fidel Vásquez contrae tristemente la boca que habló poco y sonrió menos. Benito Castro ordena a los honderos que entierren a los guardias en una sola sepultura, y a Doroteo Quispe que monte a caballo con ocho hombres y persiga a los fugitivos. Benito y cuatro más llevarán a los muertos comuneros al caserío. Ambrosio y los restantes deben quedarse en sus puestos. El sol llega al cañón y brilla sobre las armas, el torso desnudo de Valencio y la sangre.

Por la falda del Rumi, con toda la rapidez que permite la violencia de la pendiente y la estrechez del sendero, suben los caporales. Desean llegar a las seis a la meseta y ya comienza a clarear y un único gallo canta en la hoyada. Los caballos resoplan acezando y ellos hunden las espuelas y se tragan la cuesta. Uno escucha el estruendo de la fusilería y da la voz. Lo oyen todos ya y vacilan entre regresarse o seguir. Pero otro estruendo próximo y sordo los saca de dudas. Enormes piedras resbalan cuesta abajo, estallando, describiendo parábolas llenas de ciega furia. Los caballos se espantan y atropellan y caen y ruedan. Algunos logran correr y apenas siguen las curvas del camino. Pero ya están sobre ellos las piedras y con desesperado miedo unos cuantos abandonan el sendero y vacilan entre los roquedales. Las piedras rebotan en desorden, como una tormenta de rocas, y una derriba a un jinete y otra sólo al caballo porque el jinete se ha arrojado antes, ocultándose en una oquedad. Y más y más piedras llegan y pasan. Mientras unas caen en el caserío, otras comienzan el descenso y, estén dentro del sendero o fuera de él, los vivos y los muertos continúan sufriendo el implacable embate. Las piedras bajan arrastrando a otras con ellas, descuajando arbustos, levantando polvo, indetenibles y mortales. Condorumi logra empujar una roca inmensa que retumba, brama y hasta chilla según caiga en lugar de tierra, de roca o de cascajo. En uno de sus enormes y pesados saltos avienta a un caballo como a una brizna por un despeñadero, y en otro echa un trágico viento sobre un caporal que corre a guarecerse bajo una peña. El bólido rueda por lo que fue chacra de trigo como si quisiera detenerse, pero luego toma impulso en una pendiente y arremete contra una casa y la destroza deteniéndose en medio de ella bajo una nube de polvo.

Son pocos los caporales que llegan a caballo a la tierra labrantía, siempre amenazados por las piedras, y pueden correr a campo traviesa alejándose de la zona convulsionada. Los demás han muerto o se han dejado caer para defenderse al pie de las grandes rocas. Los caballos han perecido en mayor número, pues los que no fueron cogidos, rodaron por escapar. Los caporales sobrevivientes se escurren, poco a poco, corriendo de breñal en breñal. A mediodía ya no queda ninguno en peligro. Un negro vuelo de aves carniceras planea sobre la cuesta.

Un pequeño cortejo acompaña a Porfirio Medrano y a Fidel Vásquez hasta el panteón. Artemio Chauqui cava devotamente la tumba de Porfirio. Con voz llorosa dice:

—¡Y yo que le falté tantas veces! ¡Yo que pedí que lo botaran! ¡Yo…! Déjenme cavar a mí. ¡Déjenme agradarlo con algo, más que sea a su cadáver…!

Casiana mira en silencio cómo cae la tierra y va llenando la sepultura que guarda al hijo que fue su esperanza. Ahora ésta se hace tierra y vive solamente por la tierra. Benito Castro piensa en los muertos. En ésos y en todos los muertos que están cobijados bajo tierra hablando con los duros dientes, con las negras cuencas, con las rotas manos, con los blancos huesos. No sabe la cuenta. Piensa que desde Atusparia y Uchcu Pedro, y antes y después, no se puede hacer cuenta. Mas la tierra guardó su voz sanguínea, el palpitar potente de su pecho bronceado, el gran torrente de voces, gritos, balazos, cantos y agonías. Diga Atusparia o diga Porfirio, diga Uchcu o diga Fidel, Benito arrodilla su voz frente a un gran himno y se enciende las sienes con su recuerdo y se hunde en su gran noche iluminada. Porque ellos han muerto de la muerte de cuatro siglos y con el dolor, con el dolor total que hay en el tiempo. Y por el amor de la tierra, veraz cordón umbilical del hombre.

El trabajo de los indios según la ley vial había hecho llegar hasta el pueblo una carretera. Un batallón acude en camiones y marcha sobre Rumi. Se ha sublevado también Umay, pero ataca primero el foco de mayor resistencia. La celeridad en la represión impedirá que el movimiento se propague.

Por todos lados, menos por donde pueden rodar galgas, se generaliza un combate sañudo y fiero, nutrido de desesperación. La metralla barre los roquedales, los máuseres aguzan su silbo después de un seco estampido y toda la puna parece temblar con un gran estremecimiento. El sol del mediodía se aploma sobre los encrespados picachos.

En el caserío están solamente los enfermos, las mujeres y los niños. Hasta los ancianos han marchado a los desfiladeros para arrojar su piedra esperanzada. Las mujeres tratan de consolar a los niños que lloran amargamente llamando a sus padres: «taita, taita».

En las últimas horas de la tarde comienzan a llegar heridos. Algunos mueren calladamente. Otros dicen a sus familiares que se vayan, que los dejen solos, y cuentan que los indios caen abatidos, como los cóndores, sobre los picachos. Vetas, manchas, coágulos de sangre signan las calles del caserío. ¿Pero adónde van a irse las familias? Todas las rutas se hallan ensangrentadas.

De pronto llega el mismo Benito Castro con la cara, las ropas y las manos rojas. Se ha manchado atendiendo a sus compañeros y con el borbollón que mana de su propia herida. Cae frente a su casa llamando a su mujer con una voz ahogada. La masacre de Llaucán ha surgido, neta, en sus recuerdos. Marguicha acude con su hijo en los brazos.

—Váyanse, váyanse —alcanza a decir el hombre, rendido, ronco, frenético, demandando la vida de su mujer y su hijo.

—¿Adónde iremos? ¿Adónde? —implora Marguicha mirando con los ojos locos al marido, al hijo, al mundo, a su soledad.

Ella no lo sabe, y Benito ha muerto ya.

Más cerca, cada vez más cerca, el estampido de los máuseres continúa sonando.

* * *