Desde que Benito Castro fue elegido regidor en reemplazo del difunto Goyo Auca, la comunidad mantenía una inquieta actitud de espera. ¿Qué hará? El hombre que había traído los caminos del mundo enredados en las pupilas sentía todo el compromiso de esa responsabilidad y meditaba. Le habría sido fácil marcar el paso, contemporizar, pagarse del pasado e ir medrando. Pero tal posibilidad no lo dejaba satisfecho. Su vida entera se habría sentido estafada y acabado tristemente, viendo una noche en la que pudo encender la alta llama de la creación. Tenía que surgir una concepción de la existencia, que sin renegar de la profunda alianza del hombre con la tierra, lo levantara sobre los límites que hasta ese momento había sufrido para conducirlo a más amplias formas de vida. Es lo que atinaba a pensar, y estaba solo con sus dudas. No tenía al amigo para decirle: «Lorenzo, me duele mi ignorancia». En los últimos tiempos que vivió con él, Lorenzo estaba diciendo materialismo histórico… tesis, antítesis, síntesis… Benito no llegaba a comprender. En lo que sí estaba de acuerdo era en que el hombre debía ser libre, fuerte y alegre. Lo entendía claramente. ¿Qué hacer? Lorenzo lo habría alentado urgiéndolo a luchar. Él mismo veía que era necesario y cuando el buen viejo Rosendo quiso una escuela fue sin duda porque intuyó el mundo al cual no tenían acceso. Pero ahora era preciso comenzar desde otro lado. La escuela habría realizado su labor en diez o veinte años. No se podía esperar tanto si la vida era miserable. En pocas palabras, Benito Castro deseaba abatir la superstición y realizar las tareas que esbozaron con Porfirio.
Ahora, en las faldas pedregosas, la tierra apenas daba para comer. Los comuneros se ayudaban con las pequeñas industrias y la vida discurría monótona y sin esperanzas.
En el consejo planteó el asunto. Clemente Yacu se opuso diciendo que los comuneros querían respetar la tradición y Artidoro Oteíza manifestó que era peligroso asustar al pueblo. De su lado estuvieron Ambrosio Luma, que a fuer de hombre práctico gozó con la perspectiva de sembrar en la pampa, y Antonio Huilca, a quien Benito Castro había impresionado con su audacia. Por último, Benito dijo que no deseaba comprometer a ninguno de ellos y que cargaba solo con la responsabilidad. Si censuraban a la directiva, se declararía el único culpable.
Una mañana clara el golpe de la comba sobre el taladro comenzó a sonar allá, lejos, en el cauce por donde se desaguaba la laguna. Benito Castro, Porfirio Medrano, Rosendo Poma y Valencio ahondaban los boquetes en el lecho rocoso. Apenas si tenía agua, pues el verano estaba en toda su plenitud y la puna amarilleaba de sed. Las herramientas pertenecieron a Evaristo y la dinamita la había proporcionado Doroteo Quispe, de una que tenía escondida en cierto lugar y que fue producto de un asalto.
Al atardecer, una explosión que estremeció todos los cerros de la comarca anunció al caserío que algo inusitado ocurría y que no habían sido baladíes los golpes que sonaron todo el día. Fragmentos de roca volaron por el espacio y cayeron en la misma laguna. Los patos, asustados por el estruendo y las piedras, revolotearon amedrentados y se estuvieron mucho rato por los aires, dando vueltas, antes de decidirse a volver a los totorales. Los comuneros corrieron hacia el cauce, encontrando que los cuatro audaces miraban complacidamente su obra. El sector rocoso había saltado y el agua se precipitaba en sonoro raudal. Unos callaron con admiración, otros con espanto. Algunos protestaron:
—¿Pa qué han hecho eso?
—Traerá desgracia.
Benito Castro gritó:
—Yo lo he hecho, yo soy el responsable. En todo el día la mujer negra y peluda, con totoras en la cabeza, no se ha asomado. Que salga ahora y me hunda a mí. Yo soy el responsable…
El agua seguía descendiendo, pero no hubo en ella ninguna agitación, ningún oleaje que pudiera interpretarse como causado por un ser que podía surgir de su seno. Los temerosos estaban estupefactos ante el atrevimiento de Benito. Valencio, en cambio, reía lleno de felicidad. «¿Así que le seguían teniendo miedo a una mujer? Aprendan de Benito». El viento agitaba los ponchos como a las lejanas nubes del ocaso.
En la encañada, por la que bajaba el agua a grandes saltos, crecía un ronco y cascado rezongo. Artemio Chauqui lanzó un alarido y, sacando su cuchilla, corrió hacia Benito Castro, gritando: «¡Mala casta!, ¡mala casta!». Benito lo aguardó con serenidad y, cogiéndole la muñeca, le hizo soltar el arma. Enseguida le dio un golpe en medio plexo, un sabio golpe que también había aprendido en lejanas tierras, y Artemio cayó. Ya llegaba la noche. El principal culpable y sus secuaces se marcharon al caserío seguidos de una poblada que discutía con calor. Sebastián Poma dijo a la hora de comida:
—De cierto, Benito, te has metido en una cosa muy seriota. Pero ya era tiempo de que alguno lo hiciera. Yo te acompañaré y me alegro de que mi Rosendo te diera una mano, aunque sin consultarme… Yo lo debía regañar…
Benito estaba callado y meditativo, pero sonrió cuando la alegre Juanacha le cuchicheó por lo bajo:
—Apúntalo con tu lápiz. Hoy es el día que más ha hablao mi Sebastián…
La sombra se endureció pesadamente. El rumor del agua fue disminuyendo y por último se confundió con el del viento. Ladraban los perros. En sus bohíos los temerosos esperaban escuchar un llanto de mujer. Pero la noche avanzó sin que se oyera ningún gemido. Marguicha abrazaba a su hombre con emoción y esperanza. Él le dijo:
—Golpe sobre golpe. Mañana me meteré con el Chacho, pue si he de caer po una cosa, que sea más bien po las dos…
Desde lejos se veía la mancha negra que dejaron las aguas al escurrirse. Benito y sus partidarios, que habían aumentado durante la noche, dieron algunas vueltas por allí, aunque sin llegar a la nueva orilla, pues había que esperar que el barro se oreara. Con todo, se podía apreciar que había una enorme extensión apta para el cultivo. Naturalmente que los totorales que daban a las peñas se secarían en parte, pero eso no tenía mayor importancia. Entonces Benito dijo a cuantos lo rodeaban:
—Acabemos de una vez. Vamos a liquidar al Chacho.
—¡Vamos!
—¡Viva Benito Castro!
Para amedrentar a los oponentes, Benito y Porfirio llevaron sus rifles. Artemio Chauqui fue donde Doroteo Quispe, que también tenía rifle:
—Doroteo, no consientas. Lleva a tu gente. Ésos van a traer desgracia…
Doroteo frunció su prominente boca en un gesto de burla y dijo:
—¡Bah! Pa eso está el Chacho, pa que los friegue…
El grupo de Benito contaba ahora con la adhesión del anciano Pedro Mayta y todos sus familiares. El viejo alarife se había lamentado siempre de que se desperdiciara esa excelente piedra y el sitio mismo para levantar el nuevo caserío. Otros se estacionaron cerca de las ruinas por curiosidad, pero también parecían adictos. Para que éstos repartieran la noticia, Benito se paró junto a uno de los muros y dijo:
—Sal, Chacho, no te tengo miedo. Hínchame, si es que existes…
Dando un violento empellón tiró unas cuantas piedras al suelo. Enseguida entraron hasta el centro de las ruinas y comenzaron a demolerlas. Las nuevas casas tendrían habitaciones más amplias.
Clemente Yacu, presionado por el grupo de comuneros que encabezaba Artemio Chauqui, llamó a asamblea para juzgar los actos de Benito Castro. La afluencia fue grande, pues solamente los viejos y los enfermos se quedaron sin asistir. Clemente fue llevado en brazos hasta su banqueta y junto a él tomaron asiento, como de costumbre, los regidores. Benito lucía su mismo traje foráneo, su sombrero de fieltro y sus botas. Sebastián le había aconsejado ponerse sombrero de junco y poncho de colores vivos y él se negó diciendo que le gustaban mucho y siempre los había llevado, pero tal vez esa súbita mudanza sería interpretada como una renuncia. Combatiría hasta el fin.
Clemente Yacu expuso brevemente la situación y abrió el debate. Todos pensaban que éste no tendría muchas alternativas, caracterizándose por la violencia de las acusaciones, la novedad de la defensa —Benito se traía sus cosas— y la trascendencia de la votación final.
Artemio Chauqui habló en nombre de los descontentos, que parecían muchos a juzgar por el vocerío alentador que arreciaba de rato en rato. Era el mismo indio duro de siempre, reacio a toda innovación, oscuramente empecinado. Habló con la cabeza descubierta, por momentos solemne, por momentos arrebatado. El sol de la tarde brillaba en su pelambre hirsuta y en su piel sudorosa.
Dijo que la comunidad había rehecho su existencia después de duros trabajos y que la tranquilidad y la creciente prosperidad llegaron al fin como producto del esfuerzo de cada uno y de todos. Pero he ahí que arribó un hombre que nunca fue un buen comunero y la división volvió a comenzar. Ese hombre estuvo ausente dieciséis años y, según se veía, regresaba con malos propósitos. La tradición imponía respetar una laguna encantada y él le había vaciado parte de su caudal con una dinamita. El Chacho era maléfico y él había ido a despertar su cólera destruyendo su morada. ¿Qué perseguía con tales excesos? Únicamente el daño de la comunidad. Era una circunstancia muy sospechosa la de que hubiera llegado en los momentos en que la comunidad ganaba el juicio. Sus partidarios, esos locos y malos comuneros, entre los cuales casi todos eran foráneos, decían que buscaban el progreso. ¡Progreso! El indio no debía imitar al blanco en nada porque el blanco, con todo su progreso, no era feliz. Pedía, pues, en nombre de los comuneros descontentos del proceder de Benito Castro, que éste fuera expulsado de la comunidad. Sólo así evitarían grandes calamidades y conflictos…
—Cierto —gritaron varias voces.
Benito Castro se puso de pie produciendo un neto silencio. Quitose el sombrero dando al sol una cabeza bien peinada, con raya al lado. Marguicha lo miraba con ojos angustiados y Chabela estaba llorando. A ambas les sonrió con optimismo. Después mirando a toda la asamblea severamente, habló. Su voz era tranquila y su gesto enérgico.
Dijo que él no había vuelto para destruir. Rompió un cauce con dinamita: ya prosperarían las siembras en la llanura desecada. Tumbó algunas paredes viejas: ya se levantarían en su lugar casas fuertes y hermosas. El encantamiento de la laguna no existía: ¿por qué no salió la mujer? El Chacho no existía: ¿por qué no lo había muerto? El médico del regimiento decía que la hinchazón proviene del sentarse, después del acaloramiento producido por una caminata, en las piedras heladas de la puna. Es un resfrío y no hay tal Chacho. Si quería el progreso era porque estimaba que solamente con el progreso el indio podía desarrollarse y librarse de la esclavitud. ¿Por qué se salvó don Álvaro Amenábar de las brujerías de Nasha Suro? Solamente porque no le tuvo miedo. Eso era el progreso. Ahora, él quería que se sembrara en los contornos de la laguna y en esa extensa pampa, llena de la tierra arrastrada por las lluvias. Las cosechas serían excelentes.
Así podrían, de nuevo, pensar en una escuela. Rosendo Maqui deseó escuela porque comprendió que era preciso saber, que era necesario el progreso. De funcionar escuela en Yanañahui, en diez o veinte años nadie creería en lagunas encantadas y Chachos. Por no ser supersticiosos, los hacendados trabajaban mejor, plantando la barreta donde creían conveniente. Pero no se podía esperar diez ni veinte años. Había que vivir mejor desde ahora. El pueblo en ruinas estaba defendido del viento por las cresterías del Rumi que avanzaban hasta los cerros de El Alto. Ahí se podía edificar uno nuevo y mejor.
Benito terminó, accionando con ambas manos:
—Yo quiero a mi comunidá y he vuelto porque la quiero. Quiero a la tierra, quiero a mi pueblo y sus leyes de trabajo y cooperación. Pero digo tamién que los pueblos son según sus creencias. Tu bisagüelo, Artemio Chauqui, contaba que los antiguos comuneros creían que eran descendientes de los cóndores. Es algo hermoso y que da orgullo. Pero aura ya nadie cree que desciende de cóndor, pero sí cree en una laguna encantada con su mujer peluda y prieta y en un ridículo enano que tiene la cara como una papa vieja… ¿Hay derecho pa humillarse así? No existen y sólo el miedo nos impide trabajar la comunidá en la forma debida. El pueblo se levantará allá, fuerte y cómodo. La pampa estará llena de hermosas siembras. Aura, yo les pido votar según su corazón de comuneros. Podrán echarme, pero lo que he dicho no deja de ser verdá. Tarde que temprano, la verdá se impone. Esta comunidá será fuerte cuando sus miembros sean fuertes y no teman cosas que el miedo ha inventao…
Benito Castro sentose y miró, uno por uno, a todos sus adversarios, agrupados en torno a Chauqui. Luego paseó una mirada rápida por el lado en que estaban sus partidarios, junto a Porfirio Medrano. Con tranquilidad contempló después el resto de la asamblea, que era, en buenas cuentas, la que debía decidir su destino. Nadie se atrevía a hablar; pero, con gran sorpresa de todos, quien pidió permiso para hacerlo fue el buen Inocencio.
—Yo —dijo espaciosamente— estoy de acuerdo con Benito. ¿Por qué creemos en cosas perjuiciosas? Yo creo en mi ternerito de piedra que lo tengo enterrao pa que proteja la vacada. Pero dos bichos mugrientos no nos van a hacer dar paso atrás en lo que es güeno pa la comunidá…
La salida de Inocencio puso en el ambiente una nota de buen humor y otra de espíritu práctico que facilitaron la decisión. Cuando Clemente Yacu llamó a votar, una gran mayoría favoreció a Benito Castro.
De veras, después de dos años de tenaz labor, el pueblecito se levantó allá, fuerte y cómodo, y la pampa estuvo llena de hermosas siembras.
El primer año sólo sembraron y el segundo sembraron y edificaron. Las pampas extendían su verde oscuro hasta las orillas de la laguna; la quinua morada avanzaba hacia el poblado; el claro cebadal llegaba al pie de los cerros de El Alto. Quedaba un gran trecho de pasto por el lado de la pampa que daba al Rumi y además el ganado tenía todas las faldas. Cercas de piedra para asegurar los potreros comenzaban a levantarse.
Las casas del pueblo estaban ordenadamente dispuestas en torno a una pequeña plaza. Faltaba mucho por hacer, pero las energías se habían entonado. El alarife Pedro Mayta, si bien no se encaramaba sobre los muros, dirigía desde el pie de ellos la construcción de la escuela.
Un día, Clemente dijo a Benito:
—Ya no puedo con el reuma. Voy a renunciar.
Así lo hizo y Benito fue elegido alcalde.
Una nueva vida brotaba, como las siembras, de la tierra feraz.