Benito despertó a la mañana siguiente con la impresión de haber vivido mucho en los dos días últimos. Él también, a su modo y en el espacio de unas horas, sufrió el éxodo, revivió los días de lucha, compartió las incertidumbres y las penas y por último se afirmó en la fuerza creadora de la tierra. Ahora, sentados en el umbral del corredor, mientras el sol crecía por la pampa y la sombra replegábase hacia los cerros, esperaban a Benito los Maqui, mujeres y hombres, y también Chabela, Eulalia, Marguicha, Porfirio Medrano, Doroteo Quispe y algunos más. Juanacha le sirvió el desayuno, feliz de hacerlo, y luego Benito salió sin poncho, con un rojo pañuelo de seda flotando en torno al cuello y el alón sombrero de fieltro un poco ladeado. Estaba muy gallardo y en la fila de casas hubo un movimiento de expectación. Él saludó a todos con una cordialidad franca y luego tuvo algunas palabras especiales para cada cual.
—Porfirio Medrano… te estimaba mucho nuestro querido viejo Rosendo. En un rato de buen humor, me dijo: «A este Porfirio no lo cambiaría por diez yuntas»…
Porfirio comentó sin amargura:
—Era un hombre Rosendo, pero me llegaron malos tiempos y hasta sospecharon. Mi hijo Juan se jue po el mundo, a buscarse la vida y no ha güelto. Ya estoy viejo pa penas y sobre todo pa verme desconsiderao po la comunidá que tanto he querido…
Benito, colocándose junto a Chabela y ciñéndole el brazo por la espalda, respondió:
—Todos hemos sufrido bastante. Yo no vengo a dármelas de mandón, pero creo que algo se podrá hacer pa remediar penas… ¿Y tú, Doroteo? Me dicen que tú te has portao valientemente…
—Algo se ha hecho con ayuda de los amigos…
Doroteo señaló a dos de los bandidos que se habían avecindado en la comunidad. Entretanto, Chabela se había puesto a llorar y se enjugaba las lágrimas con el rebozo.
—Así me han dicho —admitió Benito con satisfacción—, y ¿éste es el famoso Valencio?
Valencio miraba con extrañeza a ese hombre trajeado como caporal y que sin embargo parecía bueno. Benito lo examinó de pies a cabeza complaciéndose de su aire ingenuo y a la vez fiero. Enseguida habló Eulalia, sin duda con más abundancia de la necesaria, doliéndose de la muerte de Abram y del alejamiento, al parecer definitivo, de Augusto. Lo peor era que Marguicha se había quedado sin marido. «Todo, todo es una pena». Marguicha nada dijo y solamente miró a Benito con sus grandes ojos dolidos. Él se lamentó:
—Yo lo he sentido mucho. Los quería, al uno como hermano, al otro como sobrino. Abram, que era mayor que yo, me enseñó a amansar. Ese recuerdo más tengo de él. A Augusto yo lo dejé con la traza de jinete. Yo traje a Voluntario pa mejorar la raza de nuestros caballos, y tamién pa alegrar a los aficionaos… Me ha dao mucha pena que no estén.
Benito fue requerido para que contara algo de su vida y él respondió:
—Ya habrá tiempo… sería largo… Por estos cerros, cordillera al sur, me jui hasta Junín. De ahí pasé a Lima, de Lima al Callao y de ahí a Trujillo, onde entré al ejército. Con mi tropa pasé a Cajamarca, pues soy sargento primero, y aquí me tienen… Claro que he sabido lo que son penas. Es largo de contar…
Charlaron entonces de cosas de la comunidad y fueron yéndose unos visitantes y llegando otros. Cuando quedaban pocos, los invitó a acompañarlo al corralón de vacas y fueron. Inocencio seguía de vaquero, que sin duda para eso había nacido. Estuvo muy contento de ver a Benito y le dijo que lo echó de menos en el tiempo del despojo. Más se alegró cuando el recién llegado cogió el lazo y le hizo una demostración de que lo manejaba como siempre. La satisfacción del buen Inocencio alcanzó sus límites más altos en el momento en que Benito le preguntó por el nombre de cada una de las vacas. Muy solícitamente informó que ésta se llamaba Totora, porque le gustaba mucho comer tal planta; la otra Consentida, ya que él le aguantaba todo; esa Tuquita, pues, como los tucos que se pasan la noche cantando, ella se la pasaba bramando; la de más allá Corazona, debido a su color de sangre.
Benito Castro celebró los nombres y se fue por la pampa, acompañado por el hijo mayor de Juanacha, mozo de quince años, llamado, como su abuelo, Rosendo. En la pampa estaban los caballos y Voluntario comenzaba a hacer amistades. Más allá se encontraron con el rebaño de ovejas y los niños que lo conducían. Benito obsequió a uno de ellos un pito de metal que guardaba desde mucho tiempo y el pequeño sopló enrojeciendo de gusto y azoro. Él le dijo que lo hacía mejor que el güicho. Con el joven Rosendo fue hasta las ruinas y luego cruzó toda la pampa, llegando hasta la laguna. El sol ya estaba muy alto. Benito sacó un gran reloj del bolsillo delantero del pantalón y dijo que era hora de ir a almorzar. Desde sus casas, los comuneros lo miraban y el muchacho se sentía muy importante caminando al lado de un hombre tan notable.
Mientras comía rodeando el fogón con Sebastián Poma, el joven Rosendo, los hermanos menores de éste y Juanacha —que le servía en los mates más grandes—, llegó la joven Cashe acompañada de su madre. Llevaba una carta. La madre refirió que la muchacha había ido al pueblo, periódicamente, durante varios años, con el fin de preguntar en el correo. Esperaba carta de su marido Adrián Santos. Al fin recibió una. Sin atreverse a abrirla por sí misma, la llevó a la comunidad. El padre cortó el sobre con mucho cuidado haciendo uso de la punta de su machete y sacó una postal envuelta en un papel. Él dijo que era evidente que esa figurita servía para alegrar la vista, pero el papel no era carta sino un pedazo de periódico empleado para envolver la tarjeta a fin de que no se malograra, pues las cartas estaban escritas a mano. De la misma opinión fueron otros comuneros. No había ido nadie al pueblo para encargarle que pusiera el importante asunto en manos de Correa Zavala y el cura sólo pasaba por Yanañahui en el tiempo de la fiesta así que ahora rogaba a Benito que las ilustrara. La madre hizo su exposición con mucha compostura y, por último, entregó el sobre:
—Todo lo pusimos igualito que estaba…
El lector extrajo el contenido, vio los dos lados de la tarjeta y luego desdobló el papel.
—Ésta es una carta escrita a máquina, porque hay unas pequeñas máquinas para escribir.
Cashe sonrió con dulzura. Benito, con voz pausada y amable, leyó:
—Trujillo, agosto 27 de 1925. Querida Casimira Luma: esta carta me la escribe don Julio, que es empleado en la canalización. Para que sepas qué es canalización te diré que son unas zanjas donde se ponen tubos y por los tubos tiene que ir el agua sucia del pueblo. Este pueblo es grande y yo nunca he visto otro pueblo tan grande. Yo trabajo en la palana, abriendo zanjas con otros muchos, y gano un sol ochenta al día. El trabajo es fuerte pero se gana algo. Don Julio quiere escribir a su modo con su parla de señor y yo le digo que ponga como le digo para que me puedas entender. Una señora que se llama Nicolasa nos da de comer un poco barato, frejol que se come mucho aquí, arroz y un pedazo de carne. Yo he juntado cuarenta soles por todo y tuviera más si mi amigo Pablo no me dice: Vamos al cinema. Juimos y yo pagué treinta centavos y él lo mismo por entrar a unas gradas de arriba. En un telón de género blanco comenzaron a verse figuras y eso se llama película. Pasaban y pasaban, a veces se daban de trompadas y otras corrían a caballo, metiendo bala. ¡Vaya jinetazo! Pero ninguno montaba en pelo y medio desnudo como Valencio. Me gustó algo la tal película, pero yo digo: ¿y la Cashe? Tengo que volver con platita antes de que todo se pierda y no tengamos ni qué comer. Así es que no voy a ver más películas aunque Pablo dice que hay otras distintas. Aquí el trabajo se acabará dentro de quince días y me iré a la caña de azúcar, para ganar algo más y volver. El otro día me aficioné de un espejito con marco que parecía de plata y lo compré por un sol y dije: lo guardaré para llevarle de regalo. Yo dejé mi lazo de cuero con argolla buena y colgado en una estaca del rincón. Es bueno que tu taita o el que quiera lo desenrolle y lo engrase porque si se queda sin engrasar el lazo se va a endurar y a malograr. Quiero conservarlo porque ese lazo me lo dio el viejo Rosendo cuando me dejó ir por primera vez al rodeo de Norpa. Mi redoblante también lo dejé y yo digo: ¿qué hace callado? Mejor dáselo al que sepa tocar y con su bullita me recuerdes. Y yo no sé qué decirte más nada, sólo que de día me preocupo del trabajo y no me acuerdo y, desde que salgo, sí me acuerdo. Entonces pienso cuando desensillaba mi caballo y las caronas olían fuerte del sudor y pasaban al redil las ovejas bala y bala, y la laguna Yanañahui tenía un colorcito de tarde. De noche me siento muy solo y te extraño, pero por todo me digo: Ya volveré, el hombre debe tener paciencia. Y entonces pienso trabajar duro. Ya sabes, pues, que me voy a la caña de azúcar. Comenzaré de machetero, pero dicen que se puede subir hasta carrero o ayudante en la fábrica y ganar dos soles al día. No llores, Cashita, tengo que volver. Saludos a todos y es tu marido que te quiere y te extraña, Adrián Santos.
Benito dijo:
—Desde que la escribió ya hace más de un año. Quién sabe se demoró en ponerla al correo o en el correo mismo la retardaron…
—Seguro que volverá —se esperanzó Cashe que, pese a las recomendaciones, había lagrimeado un poco.
—Sí —opinó Benito, que no quería entristecerla—, y apenas sepan algo de él, díganle que venga. Aquí no da ninguna dirección para contestarle. Nadie nos va a quitar nuestra comunidá y en todo caso, hay que trabajar hasta el último…
Las dos mujeres agradecieron mucho y la madre se fue diciendo que era un consuelo que alguien supiera leer en la comunidad.
Benito Castro manifestó al alcalde que deseaba ir al pueblo a conversar con el doctor Correa Zavala. Podía hacerlo libremente, pero le habló a Yacu para que no le creyera un entrometido. Yacu aprobó. «Vaya, he estao con suerte», se dijo Benito cuando salía del despacho del abogado. Ya no había necesidad de bajar a la hoyada, pues el camino iba por las faldas de El Alto a caer en la meseta. Llegó cuando estaba oscureciendo. El alegre galope de Voluntario atrajo la atención y los habitantes del caserío vieron que el blanco caballo se acercaba flotando como una nube.
—¡Ganó la comunidá!, ¡ganó la comunidá! —gritaba el jinete al pasar frente a la hilera de casas.
Plantó en seco ante la de Clemente Yacu y entró a informarle de lo que había pasado. Voluntario acezaba despidiendo un vaho caliente. Los comuneros se agolpaban delante de la puerta y Clemente dijo:
—Sal, y diles lo que pasa.
Benito Castro salió y fue acogido con alegres demostraciones de aprecio. Después de sacarse el sombrero, explicó en alta voz:
—Tengo que darles una güena noticia sobre nuestra comunidá. La Corte Superior de Justicia ha fallao reconociendo el derecho de la comunidá a disfrutar de las tierras que ocupa. El doctor Correa Zavala cree que es seguro que el gamonal apelará ante la Corte Suprema, pero ganaremos tamién… Eso es todo. Ya podemos cultivar la tierra tranquilos, como la mayor bendición…
Todos celebraron la noticia con entusiastas comentarios y algunos hasta vivaron a Benito Castro. En la noche, la coca estuvo muy dulce y los fogones alargaron sostenidas llamas alumbrando la parla.
Antes de que rompiera el alba, Benito Castro y Porfirio Medrano salieron de caza. El güicho cantó cuando ya estaban por media pampa, camino de las cumbres de El Alto. La melodía larga y fina, de dos inflexiones, se extendía por los espacios como la luz. Porfirio llevaba el viejo Pivode y, en su calidad de conocedor de la región, iba delante. Benito, con el máuser al hombro, lo seguía a unos cuantos pasos. Comenzaron a trepar cuando clareaban las piedras.
—Güeno, Benito, no creas que te invité sólo pa que mates un venao. Tienes que oírme. No te hablaré de mí y las injusticias. Hay otras cosas más importantes. Hace muchos años, yo me di cuenta de que la pampa se podía desaguar muy bien haciendo unos canales y tamién ahondando el cauce de desagüe de la laguna con unos cuantos tiros de dinamita. Así se aprovecharía hasta una parte de tierra cubierta po el agua de la laguna. ¡Pa qué! Chauqui y otros sacaron la vieja historia de la mujer que salió a oponerse y otros cuentos. Los demás, po costumbre, dejaron que triunfara el engaño. No discuto que lo hagan con güena voluntá los que creen, pero eso no quita que sea zoncera. Vos, ¿qué dices?
—Eso, que es una tontería…
—Güeno, figúrate lo que sería ese pampón sembrao. Pero aura llegan las lluvias y se convierte en un aguazal al que sólo entran las vacas pa comer las totoras que se dan en los sitios más hondos.
—Otra cosa que me parece zonza es la del Chacho. Ahí se podía hacer las casas y no en esa falda donde sopla tanto viento…
—Es lo que digo. Valencio se ríe de la mujer y del Chacho y ¡qué le ha pasao! Yo no puedo hacer nada, porque ya dijeron que quería perder a la comunidá, pero vos… Pa ser franco, yo y otros queremos hacerte regidor. Uno de estos días se llamará a asamblea. Los demás aceptarán y has gustao con tu modo de ser hombre y po conocer el mundo y las letras… ¿Aceptas?
—Güeno —respondió Benito.
Amaneció con un sol que doró las rocas de El Alto. El rocío les humedecía las piernas y el ribete de los ponchos. Ambos callaron poniéndose a observar. Avanzando despaciosamente, perdieron de vista el caserío y quedaron envueltos entre riscos y picachos. La luz penetraba por las encañadas con segura fuerza. Porfirio se tendió y su acompañante hizo lo mismo. Lejos, por una loma, había aparecido la cabeza de un venado. El animal siguió avanzando y después de él asomó otro y otro y otro más. Hasta doce venados marchaban en grupo sin contar a varios recentales que aparecían y desaparecían entre las patas. Altos, pardos, ágiles, pertenecían a la variedad llamada pullohuacra que se distingue por marchar en partidas tras el venado más viejo, que hace de guía. Avanzaban oteando, pero el viento soplaba sobre otro lado y no podían olfatearlos. Se detenían a ratos para mordisquear el pasto y, frente a la luz amanecida, parecían estar triscando briznas de sol. Los recentales daban cabezazos a las ubres. La marcha proseguía y el delantero ostentaba un gesto inquieto, con el cuello enarcado y el hocico de narices abiertas a los lejanos vientos. Benito encaró su fusil y Porfirio le hizo señas de que se esperara todavía. Disparó a quinientos metros, derribando al guía. El estruendo se prolongó en los cerros y los venados corrían hacia adelante y atrás, como locos, y por último se agruparon en torno al muerto. Les ocurre así a los pullohuacras cuando pierden al conductor. Benito siguió disparando, entre el rebote de los ecos, y otros venados cayeron y la tropa se deshizo, pero los que fugaban volvían una vez más como si estuvieran convencidos de que el guía iba a levantarse. Cuando, por fin, aterrados, se marcharon los pocos sobrevivientes, desapareciendo a todo escape entre los roquedales, había ocho en el suelo. Un recental daba vueltas en torno a la madre y echó a correr viendo que los hombres se acercaban. Pero la soledad lo aterró y tuvo que regresar hacia la madre. Porfirio lo apresó con su faja. Cargando un venado cada uno y remolcando al pequeño arisco, llegaron al caserío. Otros comuneros fueron por las demás piezas. Nadie, nunca, había cobrado tantas en una sola vez.
Las mocitas miraban a Benito con ojos tiernos. Él, con esa facilidad para tomar mujer que es propia, por lo demás, de los hombres de campo, se decidió por Marguicha. Había madurado con la soledad y su aire reflexivo daba sello especial a una belleza que no declinaba todavía. Ella encontró al hombre que la haría cumplirse. Él se adhirió a la tierra en la mujer del lugar.
Benito domó un potro y supo todo lo que tenía que saber de la comunidad. Incluso que el perro Candela, de tanto extrañar a Rosendo, se había marchado a buscarlo. Aullaba mucho desde el anochecer hasta el alba y por último también de día. Una mañana desapareció. Dos comuneros que regresaban del pueblo lo vieron trotando por la puna. No se volvió a saber de él. Sin duda, de trajinar sin pausa, se convirtió en un perro vagabundo…