21
Regreso de Benito Castro

Desde el momento en que se fue, estuvo regresando y al fin volvía. Ni siquiera entró al pueblo para cambiar unas palabras con las gentes que conocía allí. Ya habría tiempo. Ahora deseaba llegar cuanto antes a Rumi, abrazar a su familia, a su pueblo, a su comunidad: encontrarse con la vida de la tierra. El paisaje lo iba alegrando ya y hasta parecía recibirlo. Esos cerros pelados de la puna, unos escalones violentos, tales y cuales vueltas cerradas y ahora, ahora la cima del Rumi. He allí el padre de roca, majestuoso y noble como el otro, el alcalde Rosendo. Sin duda, encontraría a Rosendo cargando gallardamente su gran edad sentado en el corredor, el bordón de lloque en la mano. «Taita, taita». Trataría de incorporarse el viejo: «No te levantes, taita». Benito se arrodillaría para abrazarlo. Le sería grato sentir junto a su pecho torturado por la vida el del varón tranquilo y justo. La vieja Pascuala lloraría. «No llores, mamita, ¿ves?, ya he güelto: todos estos años te he recordado mucho». Ella diría sin duda, porque era lo que repetía siempre: «En mi vejez, lo único que quiero es que me cierres los ojos». Llegarían también Chabela, todos los Maqui y, poco a poco, los demás miembros de la comunidad. Faltarían algunos, claro, porque la vida no está comprada, pero también sonreirían ahí las nuevas caras. ¡Tantos años! No quería recordar a cierta Cruz Mercedes que seguramente estaría con marido. Más valía no pensar en ello. Pasado el primer momento, el de ofuscada emoción, Juanacha o cualquiera de sus hermanas desearía prepararle algo especial. «No, no quiero bocaditos; denme mi güen mate de papas con ají, mi mote y mi charqui». Deseaba sus antiguas comidas y siempre fueron un regalo, en la ruta larga, las veces que pudo saborearlas. Ellas tenían el gusto de la tierra. Bueno, le tenderían la cama y Augusto Maqui, que sin duda era ya un jinete, se asombraría: «¡Qué güen caballo traes!». Ciertamente, Voluntario era un potro fuerte y hermoso. El mismo Augusto lo desensillaría, llevándolo enseguida al pasto. En fin, que Benito se tendería a dormir cubriéndose con las cobijas gruesas y bien cardadas, llenas de listas y contento, y desde la mañana siguiente comenzaría a vivir, con el concurso de los hombres y la tierra, la existencia que añoró durante tantos años…

Voluntario trotaba al encuentro de la noche. Ya crecía la sombra por las quebradas y en los cerros lejanos las tintas moradas y azules se oscurecían formando un bloque de sombra. La misma cima del Rumi se perdió en la negrura y caballo y jinete no vieron por último sino la huella. Estaban en plena jalca. Comenzó a soplar un activo viento y los pajonales silbaron larga y prolongadamente, como si fueran la llamada de la inmensidad misma. Benito recordaba que la noche de su partida, ese mismo silbo parecía un gemido lloroso de su corazón atormentado. Ahora, lo escuchaba con júbilo reconociéndolo como la voz nocturna de la región nativa. El viento batía la sombra agitando su poncho. Voluntario trotaba con mantenida decisión, aunque tropezando a veces, pues no conocía el camino. El caballo, sin duda contagiado de la satisfacción del jinete, avanzaba sin manifestar cansancio, pese a que inició la marcha al amanecer. Pero, de pronto, Benito lo plantó de un tirón. Era que comenzaba la bajada y no veía, allá en el fondo de la hoyada, las acostumbradas luces del caserío. ¿Pasaba que era muy tarde ya? No hacía mucho desde que les anocheció y caminaron ligero. Acaso… Benito soltó las riendas lleno de angustia. El caballo descendía lenta y dificultosamente por el escarpado sendero. El hombre recordaba a aquel Rómulo Quinto del periódico y ¿después?…

Era un poco largo. Consiguió trabajo de nuevo, lo mismo que Lorenzo. Carbonelli logró embarcarse en un vapor que llevaba guano de las islas al Japón. No regresó más. Y vinieron tiempos bravos, de mucha pelea, y los obreros pararon totalmente Lima y Callao en el año 19. Lorenzo Medina fue perseguido y apresado y Benito alcanzó a meterse en el «Huasco», de pavo, y cayó en Salaverry. En el puerto había un cerro de piedra y otros de costales de azúcar. Llegando a Trujillo fue enrolado para el servicio militar. Pudo defenderse alegando que ya había pasado de edad, pero estaba cansado de buscar trabajo y se quedó. Como soldado, supo lo que eran las patadas y los arrestos, pero cuando ascendió a cabo pudo repartirlos a su vez y ya de sargento se desquitó con los mismos que lo hicieron sufrir. Era una vieja ley la del castigo violento, aplicada sobre todo a los reclutas. Contábase que el Mariscal Castilla, cuando oía que un soldado indio tarareaba sus tonadas, decía: «Indio que entona aires de su tierra, desertor seguro. Denle cuarenta látigos». Ése era uno de los tantos «motivos». Benito ascendió a sargento primero, y en el tiempo de su baja, se reenganchó con propina aumentada y facilidades. Y llegó el día en que su regimiento fue movilizado contra Eleodoro Benel. El guerrillero estaba en las cercanías del departamento de Cajamarca, combatiendo desde el año 22. Al principio, controló varias provincias, pero después se quedó encerrado en la de Chota. Era bastante. De noche, a lo lejos, se encendían diez, veinte luces. Una partida de benelistas vivaqueaba. Los guardias civiles —que habían aparecido, muy orgullosos, para reemplazar a la gendarmería— o la tropa, enviaban grupos de sorpresa. Los sorprendidos eran ellos. Cuando menos lo pensaban, recibían una granizada de balas. Ningún bando se daba cuartel y hombre preso era hombre muerto. ¿Grandes operaciones? Benel se escurría para caer por la retaguardia, ayudado por los campesinos, que eran sus soldados ocasionales y siempre sus espías. Los regimientos volvían a la ciudad de Cajamarca, que era la base de operaciones, diezmados. Lo que no impedía que los clases y soldados vendieran al doctor Murga, agente de Benel, las balas de máuser que recogían de las cananas de los muertos o simulaban haber disparado, a veinte centavos cada una. Sin duda muchos de ellos, en posteriores encuentros, murieron con un balazo de a peseta en la cabeza. Pero los sobrevivientes seguían vendiendo munición con bastante desprecio de sus vidas y algo de cruel humor, y enviados que marchaban por rutas extraviadas mantenían una resistencia al parecer inusitada. Además, el astuto gobierno de Leguía no quiso dar importancia al movimiento, contentándose con presentar a Benel y a sus hombres como bandoleros. Mas, pese a la censura de prensa y al control de todas las noticias, la nación comenzó a recelar. Entonces, fue necesario dar golpes firmes. Corría el año 25 cuando el regimiento de Benito Castro fue movilizado. Peleó, pues. La tropa avanzaba sembrando el terror. Un centenar de campesinos que trillaba su trigo fue liquidado a tiros, bayonetazos y culatazos. La compañía de Benito cayó en una emboscada y las filas ralearon. Retrocedía la columna en derrota y llegó frente a la choza de un indio. Entraron varios soldados. «Oye, indio, tú eres benelista». «No, taitas, yo en nada me meto». Uno de los soldados, al apoyarse en una fofa caña de las que formaban un tabique de la vivienda, la quebró. Veinte cápsulas rodaron por el suelo. Buscaron en las otras encontrando que estaban rellenas con balas de máuser. «¡Ah, indio bandido! Vas a entregar el rifle, ¿sí o no?». Los fusiles le hurgaban las costillas. «¡No tengo nada!», gritó el indio viéndose perdido. Lo sacaron al pequeño patio. La mujer se arrodilló frente al pelotón, implorando con las manos juntas: «¡No lo maten!», y sus dos hijitos, dos niños llorosos, se abrazaron a ella como para protegerse. La tropa disparó sobre los cuatro y la mujer miró a Benito, que estaba hacia un lado, con ojos llenos de reproches. «¡Defiéndenos, Benito Castro!», gritó antes de morir. Benito se quedó observando al hombre y a la mujer. Sus caras no le parecían del todo desconocidas. La tropa, por su lado, lo contempló con aire de sospecha. ¿Acaso era un benelista? Él se hacía llamar Emilio. «Benito es mi hermano y nos parecemos», explicó al sargento. Entonces tenía un hermano benelista. Desde ese día, se sintió observado. «¡Defiéndenos, Benito Castro!». ¿Sublevarse? Cuando estuvo en el Callao vio pasar hacia la isla penal de El Frontón a decenas de clases que se habían sublevado o intentado sublevarse. Ya llegaba el tiempo de su baja. Se licenció. Había ahorrado trescientos soles y conseguido un rifle y quinientos tiros. En cierto momento pensó plegarse a Benel, pero supo que era un hacendado y se desanimó. ¿Qué perseguía Benel, realmente? ¿Se ocuparía del pueblo si tomara el poder? Tanto como recordaba, oyó nombrar de presidentes a Leguía, a Billinghurst, a Benavides, a Pardo y de nuevo a Leguía. No vio ningún cambio en la vida del pueblo. Por lo alto, se acusaban unos a otros y hablaban mucho de la nación. ¿Pero qué era la nación sin el pueblo? Entonces, después de comprar un buen caballo, marchose a su comunidad. Y he allí que ahora las luces estaban apagadas. Acaso Rómulo Quinto… Acaso esos fusilados… ¿Habría desaparecido la comunidad? «Defiéndenos, Benito Castro». Lo conocía, pues. Quizá era un visitante de Rumi en días de fiesta. Recordemos nosotros que, cuando comenzó el éxodo de comuneros hacia el mundo, callamos muchos nombres. Ahora no creemos necesario aclarar si esa mujer o esos fusilados pertenecían o no a la comunidad. Su grito nos parece, más bien, el reclamo clamoreante del pueblo: «¡Defiéndenos, Benito Castro!». Él desea tener confianza y piensa que la mujer lo conoció en cualquier parte. Rómulo Quinto pudo ser otro de igual nombre. Sin duda se había demorado mucho y ya no era hora de fogones. Porque en Cajamarca preguntó a varios campesinos si sabían algo de la comunidad y nadie le dio razón. No es bueno anticipar malos acontecimientos. Adelante, pues. Antes de llegar al arroyo Lombriz se alzaba un gran cacto de robustos brazos. Lo recordaba con claridad. Tenía el tallo gris de puro viejo y en sus verdes columnas se encendía la llama granate de las flores. Ahí estaba todavía entre las rocas, resistiendo al tiempo. En la noche parecía tallado en carbón. Benito se alegró como quien encuentra a un viejo amigo.

He allí por fin el caserío, bajo la sombra, como un montón de rocas. No había ninguna vaca en el corralón ni ladraba ningún perro. Benito se sobrecogió. Las primeras casas estaban destartaladas. Galopó, sin mirar más hasta la casa de Rosendo. Pesaba un silencio duro como una piedra y desmontó jadeando. He allí el corredor sin fogón y las habitaciones sin puerta, haciendo temblar en su oquedad una acechante sombra. Entró escuchando el rumor de sus pasos. Nadie dormía allí, donde acostumbraba hacerlo Rosendo. Un silencio de dramática madurez encerraba todas las dudas y todas las angustias. Pasó a la otra pieza. Un cerdo se alarmó en un rincón, dando un gruñido, y se encendieron las pequeñas luces amarillas de algunos ojos que se abrían. Estaba convertida en chiquero la casa de Rosendo. Benito habría deseado gritar, blasfemar, insultando a los hombres y al destino y, sin embargo, permanecía mudo, con la garganta apretada, el habla rota y las sienes doliéndole como dos peñas asoleadas. Salió sin saber hacia dónde dirigirse. El caballo, sintiendo acaso la soledad, dio un relincho largo que estremeció la noche. Benito recorrió de un lado a otro la Calle Real, a pie, jalando su caballo. Todas las casas estaban solas, vacías, gritando su abandono con sus puertas abiertas como fauces, con sus techos esqueléticos las que fueron de tejas, con su paja desgreñada y retaceada las demás. Benito volvió a la plaza y dio un grito largo y potente, el grito con que los campesinos reclaman atención y asistencia: «Upaaaaa»… Pasó el tiempo y nadie contestó, salvo los cerros. Los ecos ulularon como aullidos. El hombre sabía que el primero en responder era el Peaña por su proximidad y sus peñas abundantes. Tornó a gritar y sólo obtuvo el coro lúgubre de las montañas. Sin duda respondían las peñas muy lejanas porque su voz era como nunca violenta y poderosa. Caminó hacia la capilla y el rumor de los pasos y el tintinear de las espuelas se perdían en el silencio como en un inmenso desierto solitario. Los eucaliptos estaban todavía allí, altos, y llegó el viento haciéndolos sonar ásperamente.

La capilla tampoco tenía tejas y a través de las vigas se podía ver una que otra estrella lejana. Sin saber qué hacer ni adónde dirigirse, Benito sentose en el corredor, recostado en uno de los muros. Junto a él estaba su caballo, resoplando tibia y rítmicamente y dando nerviosas manotadas. El viento sacudía los eucaliptos, que rezongaban con bronca voz, dejando caer hojas lentas que chocaban en el sombrero de Benito blandamente. ¿Qué había sucedido? Acaso la peste, pero era bien raro que no hubiera dejado a nadie. ¿Por qué se habían marchado todos? ¿Algún gamonal los despojó? ¿Adónde pudieron irse? ¿Y Rosendo? ¿Y Pascuala? Todos los dolores que padeció Benito en su vida desembocaron en uno solo: el de la pérdida de su comunidad. Estaba anonadado y por último no supo qué pensar. Una sola sensación de abandono lo aplastaba hasta dejarlo inmóvil. De pronto, se sintió húmeda la cara. Lloraba, quieto y callado, como esas viejas piedras de las montañas que rezuman humedad. Él tal vez era la última piedra de una montaña derrumbada por la tormenta. Estaba como adormecido, yerto, y ese llanto sin duda lo redimía de la muerte. ¿Cuántas horas? No sintió el paso del tiempo. El dolor lo había sumergido en una orfandad sin espacios. Sólo cuando los pájaros rompieron a cantar, se dio cuenta de que aún vivía y de que una nueva mañana iba a llegar. Se levantó secándose las lágrimas con el poncho. Luego revisó la carga de su fusil y se puso en el bolsillo algunas cacerinas de las que llevaba en la alforja. Le había asaltado la certidumbre súbita y neta de que todo eso era obra de hombres y convenía prepararse. El pobre Rómulo, los pobres fusilados. Ya no permitía que la esperanza diera alas a las dudas.

La luz se derramó a raudales desde las cumbres del Rumi y los pájaros cantaron de nuevo. Un huanchaco de pecho rojo revoloteó alegremente sobre el viajero. Cuatro cerdos salieron unos tras otro, y a paso lento, gruñendo, cruzaron la plaza estacionándose frente a una casa próxima a la Calle Real. Benito montó y fue hacia ella. Tenía puerta y estaba todavía cerrada. Después de un rato salió una mujer que, viéndolo armado de fusil, dio un grito y despareció golpeando la puerta.

—¡Salgan! —gritó Benito.

Un hombre asomose carabina en mano.

—¿Qué hay? ¿Quién es usté?

—Benito Castro, ¿y usté?

—Ramón Briceño.

—¿Qué es lo que ha pasao aquí?

—Qué preguntita… Ya lo ve, parece que no hay comuneros…

Los hombres se miraban con los ojos y los cañones.

—Diga lo que pasó y no friegue…

—Don Álvaro Amenábar les ganó un juicio y ellos están en Yanañahui…

Benito espoleó su caballo. Mientras trepaba por la estrecha senda, se volvía a mirar el caserío con cariñosa y desesperada insistencia. Los techos caídos o retaceados dejaban ver el interior de las casas, donde crecía la yerba y hasta algunos arbustos. Los muros estaban afilados y cuarteados por las lluvias y todo tenía un gesto agónico. La casa de Rosendo era una de las contadas que aún mostraban techo, sin duda porque se lo mantuvo para destinarla a chiquero. Los viejos eucaliptos vibraban tratando de ocultar el esqueleto de la capilla y por los alrededores del caserío, donde hubo chacras, prosperaban ahora las malezas y una yerba amarilla. La plaza, otrora alegre de niños, era revuelta por los marranos. Voluntario atrapó un bocado de pasto y el hombre tuvo pena de su caballo, al que, en su olvido de todo lo inmediato, no dejó comer algo durante la noche. Pero ya no podían detenerse ahora. Debían llegar de una vez. Un último vistazo hizo ver a Benito que la mujer de Briceño tironeaba de un techo, arrancándole las varas para hacer leña…

Ahí estaba, por fin, la meseta de Yanañahui con sus viejas ruinas y su laguna de siempre y, hacia el lado del Rumi, comenzando la falda, su nuevo y gris caserío de piedra y las chacras pardas que habían sido cosechadas ya. Las vacas lecheras mugían en un corralón y por la pampa se esparcía el ganado.

A la entrada del caserío encontró un muchacho.

—¿Cómo te llamas?

—Indalecio…

—¿Cuál es la casa del alcalde?

—Allá, esa que está al lado del pedrón azul…

Benito trotaba frente a la hilera de casas cuando fue detenido por un grito de júbilo y sorpresa:

—¡Benito!

Era Juanacha. Corrió a abrazarlo llena de alborozo, gritando con los brazos en alto:

—¡Hermanito, hermanito!

Al apearse quedó rodeado por otros comuneros que habían salido de las casas vecinas. Abrazó a Juanacha sintiendo toda la emoción que conmovía sus senos temblorosos. A los otros les dio la mano, les palmeó la espalda o les pellizcó la mejilla si eran niños. Se interrumpió para preguntar a su hermana:

—¿Y taita Rosendo? ¿Y la mamita?

Juanacha hizo un gesto triste que Benito entendió perfectamente, sin saber qué decir. Su cara se ensombreció terminando de golpe con el júbilo que había en torno suyo. Llegaron otros comuneros, entre ellos Pancho y Nicasio Maqui y Benito los saludó con parquedad.

—¿Quién es el alcalde? —preguntó por fin.

—Clemente Yacu, pero está enfermo: ahí es su casa…

Juanacha le suplicó:

—¿Te vas a quedar aquí conmigo? ¿Te hago tu camita?

—Güeno, pero antes quiero hablar con Clemente…

El hijo mayor de Juanacha se hizo cargo del caballo y Benito, rompiendo el círculo que lo apretaba, caminó acompañado o más bien seguido de Pancho y Nicasio y algunos más. Lo miraban con cierta admiración. Estaba muy cambiado. Su cara denotaba madurez y seguridad y su cuerpo, una tranquila fortaleza. Cubría su cabeza un alón sombrero de fieltro y el poncho terciado —habano claro como el que usan los hacendados— dejaba ver una chaqueta oscura y un gris pantalón de montar de los usados en el ejército. Las botas de suela gruesa lucían plateadas espuelas. Con el fusil en la mano —había olvidado dejarlo en casa de Juanacha— parecía un hombre de rango que va de caza por las alturas. Además los modales. Esa manera de saludar estrechando la mano, palmeando la espalda, pellizcando la cara, en fin… Benito había vuelto otro. Le salieron al paso más conocidos y a todos los dejó en la puerta entrando solo a casa de Clemente Yacu. El alcalde estaba tendido en una barbacoa llena de mantas. Ya sabía de la llegada. Se estrecharon las manos.

—Aquí, Benito, con un maldito reumatismo que no me deja caminar.

—¿Y qué pasó?…

—¿Qué?

—Lo de la comunidá, no sé nada…

Dejó el fusil contra la pared, el sombrero sobre un banquito y sentose a los pies de la tarima. El alcalde habló relatando la pérdida de la comunidad, y por las apreciaciones que Benito hacía se fue dando cuenta de que en su cabeza rapada tenía ideas precisas y claras. La mujer de Yacu sirvió un mate de papas con ají y poco después llegó Juanacha llevando otro de cecinas.

Benito no solamente les encontró el sabor de la tierra sino el de una fraternal atención a la que ya se había desacostumbrado y que lo enterneció un poco. La conversación fue larga. Clemente Yacu informó al recién llegado con toda la solicitud que merecía un hijo del viejo alcalde Rosendo Maqui. Por nuestro lado, oyéndolo, podremos enterarnos de cuanto no conocemos todavía.

El juicio continuaba. Decíase que don Álvaro Amenábar quería trabajadores para sembrar coca en las márgenes del río Ocros. La hacienda donde estaba la mina le fue vendida por sus dueños, tan pronto como el hijo salió de diputado, y con ella tuvo abundantes peones para el laboreo. Después, basado en la pérdida del expediente, pidió pruebas del derecho de la comunidad, a lo que Correa Zavala respondió pidiendo pruebas del derecho de Umay. El papeleo duró varios años. El juez falló en contra de la comunidad, pero se había apelado ante la Corte Superior de Justicia. El postillón, a solicitud de Correa Zavala, fue acompañado por veinte gendarmes que debió proporcionar la subprefectura y otros tantos comuneros que acudieron voluntariamente. Entre ellos, disimulando sus carabinas bajo los ponchos, iban Doroteo Quispe, Eloy Condorumi y unos cuantos más de la banda del Fiero Vásquez, quienes, al morir su jefe, se vecindaron en la comunidad.

Evaristo Maqui, el herrero, había muerto intoxicado con ron de quemar. Trabajaba poco y mal, y un día incendió su misma casa con las chispas de la fragua. Para una de las fiestas, bebió tanto ron que se «pasó». Abram Maqui, Cruz Mercedes y muchos otros comuneros habían muerto con la gripe que apareció por las serranías el año 21. Al principio tuvo gran virulencia y causó muchas víctimas, sobre todo entre los colonos de las haciendas, debilitados por el paludismo. Los indios decían que la gripe era una mujer vestida de blanco que galopaba por la puna, de noche, en un caballo también blanco, repartiendo el mal. Hacía poco, solamente una semana, había muerto Goyo Auca, pero no de gripe. Estaban rodando piedras para hacer un cerco y él, por echárselas de forzudo, quiso empujar solo una muy grande. Entonces le reventaron las entretelas de la barriga y únicamente duró dos días. Quien curaba ahora era la comunera Felipa. Nasha Suro apareció por el distrito de Uyumi, y confirmaba la tradición de longevidad que distingue a las brujas. Últimamente su prestigio se entonó con un accidente de aviación. Uno de los aeroplanos destacados para combatir a Benel perdió el rumbo en la neblina y aterrizó en unas pampas cercanas a Uyumi. Los indios se asustaron mucho con esos togados que hasta volaban y entonces Nasha lanzó malos presagios. Al día siguiente, en el momento en que el aparato tomaba altura, salió corriendo una vaca negra contra la cual tropezó una de las ruedas. El avión perdió la estabilidad y cayó, rompiéndose la hélice y un ala. Uno de los pilotos resultó con la nariz rota y el otro con el hombro fracturado. La vaca, que sufrió un rudo golpe en la anca, siguió corriendo sin embargo, muy asustada, hasta desaparecer tras unas lomas. Los pilotos tuvieron que irse a caballo y el avión, inutilizado por la pérdida de la hélice, quedó a cargo del gobernador del distrito. Nasha Suro, a raíz del accidente, se mostró con el brazo amarrado y entonces los campesinos dijeron que ella fue la que se convirtió en vaca negra para derribar, con toda maña, el avión. Pero Nasha no estaba libre de enemigos, pues don Gervasio Mestas la censuraba desde el púlpito. El señor cura había puesto una tienda que tenía una sección de botica y manifestaba que era un gran pecado creer en la eficacia de brebajes preparados con malas artes. Nasha, recordando sin duda su fracaso con Amenábar, se guardó muy bien de anunciar el fin del cura. Mantenía ante él una actitud entre reservada y desdeñosa y, por el momento, usufructuaba el accidente de aviación.

Volviendo al asunto del juicio, había mucha esperanza. Los munchinos habían declarado en favor de la comunidad, entre ellos Zenobio García, quien, con toda educación, recordó a los comuneros que hacía tiempecito que no compraban cañazo en su tienda. Ya no era gobernador y su reemplazante lo tuvo preso durante dos meses, pero lo soltó por orden de Amenábar, quien había manifestado que tenía el juicio en el bolsillo. Zenobio conservaba cierta importancia, pero Bismarck Ruiz estaba en franca decadencia. Repudiado por los Córdova al sospecharse su inteligencia con don Álvaro, creyó que éste lo iba a tomar a su servicio, pero nada de eso ocurrió. Correa Zavala, rechazado por toda la gente de dinero, vivía muy pobremente y se murmuraba que defendía a los indios por espíritu de represalia. Era una víctima de la maledicencia pueblerina. Él mismo informaba a los comuneros de todo lo que pudiera interesarles. Don Álvaro no había conseguido apoyo para senador, debido a que se le cruzó un relacionado del presidente, pero Óscar Amenábar continuaba de diputado. Después de vocear su adhesión inquebrantable a Pardo, se hizo un fervoroso partidario de Leguía. Pronunciaba discursos llamándolo superhombre y genio. Había demostrado muchas aptitudes para la política.

—En fin, Benito —dijo el alcalde terminando su relación de la cual, como se habrá entendido, anotamos solamente los detalles que no conocíamos—, esto es lo que ha pasao… Lo que más nos apenó fue la muerte de nuestro querido Rosendo… Pero, ateniéndose a lo que él predicó, hemos cultivao nuestra tierra y aquí estamos…

Benito se marchó a su casa. El sol del mediodía brillaba sobre la cima cónica y el hombre entendió las últimas palabras como un mensaje. El espíritu de Rosendo animaba todavía ese mundo y sin duda se erguía hasta la cumbre del Rumi. Por querer a Rosendo quiso más a la tierra y a los hijos de la tierra invictos a pesar de todo. Mientras se metía en la cama de alegres listas, se extrañó de que su dolor por la muerte de Rosendo no fuera tan intenso. Luego comprendió profundamente que nadie lo había perdido, que lo mejor de Rosendo quedaba en la comunidad, y ello era el sentido de la vida ajustada al ritmo creador y fraternal de la tierra. Entonces, durmiose con tranquilidad.