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Sumallacta y unos futres raros

La indiada llenaba el pueblo en fiesta. Demetrio Sumallacta, ya bastante borracho, se quedó paralizado al pasar frente a cierta casa de los arrabales. Entre un grupo de indios y cholos, sonaba una voz que no había oído desde hacía mucho tiempo, desde hacía muchos años y que, sin embargo, todavía le era familiar. Era la voz de Amadeo Illas. Terminaba de narrar un cuento y los circunstantes le pidieron otro con entusiasmo y tufo de alcohol.

Un globo de papel de colores, muy iluminado y ligero, que imitaba la forma de un pez, pasó nadando en el lago trémulo de la noche. Dos cholos ebrios gritaron:

—Atajen ese globo…

—Échenle anzuelo…

Los cholos marchaban abrazados, proclamándose amigos hasta morir. Un bombo sonaba por algún lado y un acordeón por otro…

Había un pequeño farol en el corredor de la casa donde estaba Amadeo, pero apenas si permitía verlo, de igual modo que a cuantos lo rodeaban. Demetrio pudo apreciar, con todo, que esa su cara lisa y fina de los tiempos comuneros tenía ahora arrugas y un gesto de cansancio. Acuclillado en tierra, con la espalda un tanto inclinada bajo el poncho viejo y el sombrero aplastado, parecía de estatura muy pequeña. En la buena época, Amadeo solía contar sus cuentos manteniendo la espalda naturalmente erguida y el sombrero echado hacia atrás. Ahora su voz comenzó a contar lenta y sencillamente, con una agradable seguridad. Tres futres que pasaban se detuvieron a escuchar también. Los señores parecían algo bebidos y fumaban cigarrillos. La voz dijo el conocido y muy gustado cuento de El zorro y el conejo:

Una vieja tenía una huerta en la que diariamente hacía perjuicios un conejo. La tal vieja, desde luego, no sabía quién era el dañino. Y fue así como dijo: «Pondré una trampa». Puso la trampa y el conejo cayó, pues llegó de noche y en la oscuridad no pudo verla. Mientras amanecía, el conejo se lamentaba: «Ahora vendrá la vieja. Tiene muy mal genio y quién sabe me matará». En eso pasó por allí un zorro y vio al conejo. «¿Qué te pasa?», le preguntó riéndose. El conejo le respondió: «La vieja busca marido para su hija y ha puesto trampa. Ya ves, he caído. Lo malo es que no quiero casarme. ¿Por qué no ocupas mi lugar? La hija es buenamoza». El zorro pensó un rato y después dijo: «Tiene bastantes gallinas». Soltó al conejo y se puso en la trampa. El conejo se fue y poco después salió la vieja de su casa y acudió a ver la trampa: «¡Ah!, ¿conque tú eras?», dijo, y se volvió a la casa. El zorro pensaba: «Seguramente vendrá con la hija». Al cabo de un largo rato, retornó la vieja, pero sin la hija y con un fierro caliente en la mano. El zorro creyó que era para amenazarlo a fin de que aceptara casarse y se puso a gritar: «¡Sí me caso con su hija! ¡Sí me caso con su hija!». La vieja se le acercó enfurecida y comenzó a chamuscarlo al mismo tiempo que le decía: «¿Conque eso quieres? Te comiste mi gallina ceniza, destrozas la huerta y todavía deseas casarte con mi hija… Toma, toma…». Y le quemaba el hocico, el lomo, la cola, las patas, la panza. La hija apareció al oír el alboroto y se puso a reír viendo lo que pasaba. Cuando el fierro se enfrió, la vieja soltó al zorro. «Ni más vuelvas» le advirtió. El zorro dijo: «Quien no va a volver más es el conejo». Y se fue, todo rengo y maltrecho.

Días van, días vienen… En una hermosa noche de luna, el zorro encontró al conejo a la orilla de un pozo. El conejo estaba tomando agua. «¡Ah! —le dijo el zorro—, ahora caíste. Ya no volverás a engañarme. Te voy a comer». El conejo le respondió: «Está bien, pero primero ayúdame a sacar ese queso que hay en el fondo del pozo. Hace rato que estoy bebiendo y no consigo terminar el agua». El zorro miró, y sin notar que era el reflejo de la luna, dijo: «¡Qué buen queso!». Y se puso a beber. El conejo fingía beber en tanto que el zorro tomaba el agua con todo empeño. Tomó hasta que se le hinchó la panza, que rozaba el suelo. El conejo le preguntó: «¿Puedes moverte?». El zorro hizo la prueba y, sintiendo que le era imposible, respondió: «No». Entonces el conejo fugó. Al amanecer se fue la luna y el zorro se dio cuenta de que el queso no existía, lo que aumentó su cólera contra el conejo.

Días van, días vienen… El zorro encontró al conejo mientras éste se hallaba mirando volar a un cóndor: «Ahora sí que te como», le dijo. El conejo le contestó: «Bueno, pero espera a que el cóndor me enseñe a volar. Me está dando lecciones». El zorro se quedó viendo el gallardo vuelo del cóndor y exclamó: «¡Es hermoso! ¡Me gustaría volar!». El conejo gritó. «Compadre cóndor, compadre cóndor…». El cóndor bajó y el conejo le explicó que el zorro quería volar. El conejo guiñó un ojo. Entonces el cóndor dijo: «Traigan dos lapas». Llevaron dos lapas, o sea dos grandes calabazas partidas, y el cóndor y el conejo las cosieron en los lomos del zorro. Después, el cóndor le ordenó: «Sube a mi espalda». El zorro lo hizo y el cóndor levantó el vuelo. A medida que ascendía, el zorro iba amedrentándose y preguntaba: «¿Me aviento ya?». Y el cóndor le respondía: «Espera un momento. Para volar bien se necesita tomar altura». Así fueron subiendo hasta que estuvieron más alto que el cerro más alto. Entonces el cóndor dijo: «Aviéntate». El zorro se tiró, pero no consiguió volar sino que descendía verticalmente dando volteretas. El conejo, que lo estaba viendo, gritaba: «¡Mueve las lapas! ¡Mueve las lapas!». El zorro movía las lapas, que se entrechocaban sonando: trac, tarac, trac, tarac, trac; pero sin lograr sostenerlo. «¡Mueve las lapas!» seguía gritando el conejo. Hasta que el zorro cayó de narices en un árbol. Esto impidió que se matara aunque siempre quedó rasmillado. Vio en el árbol un nido de pajaritos y dijo: «Ahora me los comeré». Un zorzal llegó piando y le suplicó: «¡No los mates! ¡Son mis hijos! Pídeme lo que quieras, pero no los mates». Entonces el zorro pidió que le sacara las lapas y le enseñara a silbar. El zorzal le sacó las lapas y sobre el silbo le dijo: «Tienes que ir donde el zapatero para que te cosa la boca y te deje sólo un agujerito. Llévale algo en pago del trabajo. Después te enseñaré…». El zorro bajó del árbol y en un pajonal encontró una perdiz con sus crías. Atrapó dos y siguió hacia el pueblo. La pobre perdiz se quedó llorando. El zapatero, que vivía a la entrada del pueblo, recibió el obsequio y realizó el trabajo. Luego, según lo convenido, el zorzal dio las lecciones necesarias. Y desde entonces, el zorro, muy ufano, se pasaba la vida silbando. Olvidó que tenía que comerse al conejo porque la venganza se olvida con la felicidad. Se alimentaba con la miel de los panales. El conejo, por su parte, lo veía pasar y decía: «Se ha dedicado al silbo. Y con la boca cosida no podrá comerme». Pero no hay bien que dure siempre. La perdiz odiaba al zorro y un día se vengó del robo de sus tiernas crías. Iba el zorro por el camino silbando como de costumbre: fliu, fliu, fliu… Soplaba encantado de la vida: fliu, fliu, fliu… La perdiz, de pronto, salió volando por sus orejas, a la vez que piaba del modo más estridente: pi, pi, pi, pi, pi… El zorro se asustó abriendo tamaña boca: ¡guac!, y al romperse la costura quedó sin poder silbar. Entonces recordó que tenía que comerse al conejo.

Días van, días vienen… Encontró al conejo al pie de una peña. Apenas éste distinguió a su enemigo, se puso a hacer como que sujetaba la peña para que no lo aplastara. «Ahora no te escapas», dijo el zorro acercándose. «Y tú tampoco —respondió el conejo—. Esta peña se va a caer y nos aplastará a ambos». Entonces el zorro, asustado, saltó hacia la peña y con todas sus fuerzas la sujetó también. «Pesa mucho», dijo pujando. «Sí —afirmó el conejo—, y dentro de un momento quizá se nos acaben las fuerzas y nos aplaste. Cerca hay unos troncos. Aguanta tú mientras voy a traer uno». «Bueno», dijo el zorro. El conejo se fue y no tenía cuándo volver. El zorro jadeaba resistiendo la peña y al fin resolvió apartarse de ella dando un ágil y largo salto. Así lo hizo y la peña se quedó en su sitio. Entonces el zorro comprendió que había sido engañado una vez más y dijo: «La próxima vez no haré caso de nada».

Días van, días vienen… El zorro no conseguía atrapar al conejo, que se mantenía siempre alerta y echaba a correr apenas lo divisaba. Entonces resolvió ir a cogerlo en su propia casa. Preguntando a un animal y otro, llegó hasta la morada del conejo. Era una choza de achupallas. El dueño se hallaba moliendo ají en un batán de piedra. «Ah —dijo el zorro—, ese ají me servirá para comerte bien guisado». El conejo le contestó. «Estoy moliendo porque dentro de un momento llegarán unas bandas de pallas. Tendré que agasajarlas. Vienen “diablos” y cantantes. Si tú me matas, se pondrán tristes y ya no querrán bailar ni cantar. Ayúdame más bien a moler el ají». El zorro aceptó diciendo: «Voy a ayudarte por ver las pallas, pero después te comeré». Y se puso a moler. El conejo, en un descuido del zorro, cogió un leño que ardía en el fogón cercano y prendió fuego a la choza. Se sabe que las achupallas son unas pencas que arden produciendo detonaciones y chasquidos. El zorro preguntó por los ruidos y el conejo respondiole: «Son las pallas. Suenan los látigos de los “diablos” y los cohetes». El zorro siguió moliendo y el conejo dijo: «Echaré sal al ají». Simulando hacerlo cogió un poco de ají y lo arrojó a los ojos del zorro. Éste quedó enceguecido y el conejo huyó. El fuego se propagó a toda la choza y el zorro, que buscaba a tientas la puerta, se chamuscó entero mientras lograba salir. Estuvo muchos días con el cuerpo y los ojos ardientes por las quemaduras y el ají. Pero una vez que se repuso, dijo: «Lo encontraré y comeré ahí mismo». Se dedicó a buscar al conejo día y noche. Después de mucho tiempo pudo dar con él. El conejo estaba en un prado, tendido largo a largo, tomando el sol. Cuando se dio cuenta de la presencia del zorro, ya era tarde para escapar. Entonces continuó en esa posición y el zorro supuso que dormía: «Ah, conejito —exclamó muy satisfecho—, el que tiene enemigo no duerme. Ahora sí que te voy a comer». En eso, el conejo soltó un cuesco. El zorro olió y muy decepcionado dijo: «¡Huele mal! ¡Cuántos días hará que ha muerto!». Y se marchó. Desde entonces, el conejo vivió una existencia placentera y tranquila. Hizo una nueva choza y se paseaba confiadamente por el bosque y los campos.

Días van, días vienen… días van, días vienen… El zorro lo distinguía por allí comiendo su yerba. Entonces se decía: «Es otro». Y seguía su camino…

Cuando Amadeo Illas terminó, cuantos lo rodeaban le invitaron un trago diciéndole que lo había hecho muy bien. Uno de los futres manifestó:

—¡Un buen cuento!, y es la primera vez que lo oigo con tanta riqueza de material… Vamos adonde haya una mesa, pues quiero anotarlo antes de que se me olvide…

Se fueron calle allá, tambaleándose un poco. Lejos, por el centro del pueblo, los cohetes de fiesta subían hacia el cielo estrellado dejando una brillante cauda de luz antes de reventar con una violenta detonación que coreaban los cerros.

Demetrio Sumallacta se enterneció viendo a su antiguo amigo. Recordaba claramente la vez que estuvieron juntos en el rodeo de Norpa y también cuando Amadeo dijo uno de los últimos cuentos que le oyó una noche en que la luna blanqueaba la paja de la parva. Ahora, el pobre tenía a su lado una pequeña botella de licor. Le gustaría, sin duda, y no podía comprar más. Pero se iban a alegrar. Él guardaba tres soles en el bolsillo, producto de la venta de la leña, y más allá, en una bodega, había harto cañazo. Dos botellas compraría, quedándole un sol para decirle a Amadeo: «¿Quizá quieres plata?». Sin acercarse ni saludar a su amigo, porque ya volvería, se marchó tambaleándose. Recordaba a su mujer y a su suegro. Sobre todo a su suegro. Le había dicho: «No te dejes agarrar pa la vial y vuelve luego. Ojalá no te gastes la plata y tráeme una botella de pisco». Bien mirado, la plata era de Demetrio, pero el suegro era muy reclamador. Sin ser viejo, no hacía nada porque estaba acabado y bebía. Cuando Demetrio llegaba sin cañazo, le armaba pleito. «No se meta, no se meta», le advertía su hija, pero el suegro no hacía caso, pues pensaba que alguna vez tenía que ganar y entonces peleaban y Demetrio le pegaba. Ahora, ¡diablos! Claro que para la vial no se dejó agarrar. ¡Cualquier día! El Gobierno, a fin de que nadie dijera que era abuso hacer trabajar a los indios de balde, salió con la ley vial, que equivalía a lo mismo. Gratis tenían que abrir las carreteras. Demetrio conocía bien la región y evitaba los caminos donde se estacionaban los gendarmes. Pero sin duda iba a beberse todo el cañazo con Amadeo y tendría que pegarle otra vez al suegro si echaba garabatos. En eso llegó a la bodega, que estaba pasando un puente de piedra, y entró. Los futres parlaban allí, junto a una mesa, y uno de ellos terminaba de escribir.

—Yo andaba persiguiendo este cuento —dijo—, porque es original, ya que el zorro aparece, contra lo acostumbrado, como víctima. Me atrevería a afirmar que tiene un carácter simbólico y que el zorro representa en él al mandón y el conejo al indio. Así, literariamente por lo menos, el indio toma revancha. Estos cuentos, en general, parten de elementos básicos españoles. Pero el indio los ha acriollado, infundiéndoles su espíritu. Es increíble lo que se han mezclado los mitos, leyendas y cuentos populares de uno y otro lado. Por ejemplo, en la provincia vecina la historia de la desaparición de Callarí, que cuentan los indios, incluye al basilisco y basilisco es un bicho español. Aun en la selva, se nota esa compenetración. Yo conozco seis leyendas sobre el ayaymama y sin duda existen más. La más pura en el sentido autóctono es una recogida por Fernando Romero, quien, por lo demás, asegura que el ayaymama es una lechuza. Todas las otras tienen elementos criollos. A mí, en realidad, la que más me gusta es una de origen secoya que refleja el misterio de la selva…

Los compañeros del hablador no le prestaban mayor atención. Uno tamborileaba sobre la mesa y el otro canturreaba algo. Demetrio los miraba con curiosidad. Él no sabía si el cuento quería representar eso, pero, realmente, le gustaba que el pobre conejo venciera alguna vez al astuto y prepotente zorro. ¡Vaya con los futres raros! Digamos nosotros que se trataba de un folklorista, un escritor y un pintor que estaban paseando por la sierra. Los tres eran oriundos de la región y, después de una larga estada en la costa, habían vuelto a «cazar paisajes» y demás.

Demetrio acercose al mostrador pidiendo su cañazo y el pintor exclamó:

—Ah, éste es mi hombre, oye…

Demetrio, sin sospechar que se refería a él, miraba que el bodeguero llenara bien las botellas.

—Oye, tú…

El bodeguero le hizo una seña y Demetrio volteó.

—¿Me llama?

—Sí, ven…

Era que Demetrio llevaba una antara colgada del cuello. Si bien tenía su flauta aún, la dejaba en casa, pues su fragilidad la exponía a romperse en los trajines. Se acompañaba con la antara en los viajes y ella, pendiente de un grueso hilo rojo, le caía sobre el pecho o la espalda como un escapulario de música.

El pintor se puso de pie y los dos amigos le imitaron.

—¿Quieres ser mi modelo? Tú vas a ser mi modelo…

Le había puesto la mano en el hombro.

—¿Qué es eso? —preguntó Demetrio.

—Que me posas para un cuadro. Ah, dos botellas, déjalas para cuando vuelvas, pero te las invito. ¿Dos soles?, tenga usted y vamos, vamos al hotel para que veas y conozcas… tienes que venir a posar…, es decir, sentarte para que yo te pinte.

—¿No te da risa? —le preguntó el escritor.

No le daba ninguna a Demetrio. Al contrario, estaba atolondrado y sin saber qué pensar. Nunca se había visto entre hombres bien vestidos que lo trataran con cordialidad y consideración. Dijo «sí», «sí», aceptando todo.

—Bueno, tomemos una copa y vamos —sugirió el folklorista.

Tomaron los cuatro una copa doble, ahí no más sobre el mostrador, y salieron. El pintor cogió a Demetrio del brazo y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Demetrio Sumallacta…

—¡Es un nombre que me gusta! —dijo el escritor—. Zola confesaba que no podía ir adelante con un personaje mientras no le encontrara un nombre que le pareciera adecuado. No creo en ello en términos absolutos, pero me agradaría escribir el nombre de Demetrio Sumallacta…

—Con o sin ese nombre, debías escribir algo sobre nuestro pueblo —gruñó el pintor—, pero ustedes… El otro día me impresionó una frase de Montalvo: «¡Si escribiera un libro que tratara sobre el indio, haría llorar a América!». No es que yo quiera negar el valor de su obra en conjunto, pero habría sido mejor que escribiera ese libro en vez de los bizantinos Capítulos que se le olvidaron a Cervantes

—Claro, habría sido mejor —explicó el escritor—, pero hay muchas trabas. Aquí en el Perú, por ejemplo, a todo el que no escribe cuentos o novelitas más o menos pintorescas, sino que muestra el drama del hombre en toda su fuerza y haciendo gravitar sobre él todos los conflictos que se le plantean, se le llama antiperuano y disociador. ¡Oh, está desprestigiando y agitando el país! Como si todo el mundo no supiera que en este nuestro Perú hay cinco millones de indios que viven bajo la miseria y la explotación más espantosa. Lo que importa es que nosotros mismos nos convenzamos de que el problema existe y lo afrontemos en toda su realidad. De tanto querer engañar a los demás, estamos engañándonos a nosotros mismos… Además, el indio, a pesar de todo, conserva todavía sus facultades artísticas e intelectuales. Eso prueba su vitalidad. Yo haré mi parte, aunque me llamen lo que quieran, me persigan y me creen todas las dificultades de estilo. Ya verás…

—¡Bravo! —gritó el pintor, con una buena carga de humorismo, sin soltar a Demetrio y escandalizando a las gentes que pasaban. Habían llegado a una calle mejor iluminada y todos miraban al extraño grupo. «Ésos no acaban de loquear». «Son los bohemios», decían. Demetrio no salía de su asombro. Así que esos hombres no despreciaban al indio. Es lo que entendía por lo menos.

—Bueno —gritó el folklorista—, no comiences con tus gritos. De repente te da por chacotear y malogras todo. Yo, por mi parte, lo único que puedo hacer es reflejar una zona de la vida de los pueblos. Pero ustedes, pintores y escritores… ¿Antiperuanos? ¿Por qué? En Estados Unidos, por ejemplo, no pueden ser considerados antiamericanos Teodoro Dreiser, Sinclair Lewis, John Dos Passos, Upton Sinclair y tantos más, y eso que han escrito libros de recia crítica social. Al contrario, yo creo que sus libros han tonificado la vida yanqui con su severa y valerosa verdad…

—Y no sólo la vida yanqui —argumentó el pintor—, pues esos libros, sin dejar de mostrar un vigoroso sello propio, tienen categoría universal. Así entiendo yo el arte. Yo no soy o no quiero ser un peruanista, indigenista, cholista, criollista; que me den el título que gusten, no me importa, no quiero ser, digo, un artista de barrio. Sin renunciar a sus raíces, sin negar su tierra, creo que el arte debe tener un sentido universal…

—Pero, volviendo al indio —dijo el folklorista—, creo que la primera tarea es la de asimilarlo, de incorporarlo a la cultura…

—Según lo que se entienda por cultura —interrumpió el escritor—; para ser franco, situándome en un punto de vista humano, lo menos especulativo posible, digo que la cultura no puede estar desligada de un concepto operante de justicia. Debemos pensar en conseguir una cultura armoniosa, plena en todo sentido, donde la justicia sea acción y no sólo principio. A luchar por esta cultura se puede llamar al indio como a toda la humanidad. Creo yo que, hasta ahora, todas las llamadas culturas han fallado por su base. Sin duda, el hombre del porvenir dirá, refiriéndose a su antepasado de los siglos oscuros: «Hablaba de cultura, él mismo se creía culto y sin embargo vivía en medio de la injusticia…».

Habían llegado frente al hotel, que era una casa de dos pisos, y subieron por unas gradas brillantes al segundo. Una lámpara iluminó la espaciosa habitación. Había dos cuadros colgados en la pared. Uno representaba un indio orando y otro un maguey. Demetrio quedose absorto y deslumbrado. Cuánto dolor había en la faz de ese hombre orante. Una cera le abrillantaba el sudor, pero los ojos fulgían por sí solos con una angustia que hacía estremecer. Tuvo una impresión muy rara, de pena y contento a la vez y se sintió también inquieto y dio unos pasos hasta quedar frente al otro lienzo. El maguey, en primer término, se alzaba airosamente hacia el espacio y parecía otear algo escondido en la inmensidad cruzada de sendas que se extendía al fondo. Las pencas azules imitaban junto a la tierra el alto cielo azul. Suspiró levemente Demetrio. El pintor lo miraba con curiosidad y emoción.

—¿Te gusta?

—Sí.

—¿Por qué?

Demetrio tardó en responder:

—Señor, ¿qué le voy a decir? Como que lo veo todo más claro y a pesar de eso no sé qué es. Aquí, en mi pecho lo siento. No es porque ese hombre rece sino porque es hombre… Y el maguey, güeno, frente a mi casa hay un maguey y aura comprendo que él también mira como éste… Me ha gustao, señor…

El pintor abrazó a Sumallacta:

—¡Y después dicen que éstos son brutos! ¿Hay derecho?… Bueno, mira lo que tienes que hacer: sentarte aquí, para que yo te pinte. Así con tu antara en el pecho. Vienes la otra semana, porque estos días tengo que hacer… ¿Te parece bien dos soles diarios?

—Güeno, señor…

Demetrio quiso irse.

—No, vamos a bebernos unas copas más…

Llamaron a alguien para que trajera las copas. Demetrio fue invitado a sentarse en una silla, el folklorista ocupó otra y el escritor y el pintor sentáronse en el lecho de éste, que se hallaba en un rincón. Sobre un caballete había un lienzo con un paisaje bosquejado.

El folklorista dijo:

—¿Quisieras tocar algo?

Demetrio cogió su instrumento y no sabía qué tocar. El pintor decía por lo bajo al escritor: «Es una cara fea, pero que tiene mucho carácter. Esos ojos están llenos de pasión y esa boca, tan dramática, no necesita hablar para decirnos la tragedia». Demetrio tocó un huainito y después le pidieron la letra.

Soy pajita de la jalca,

que todo el mundo me quema,

pero tengo la esperanza

de retoñar cuando llueva.

—Sí —dijo el escritor—, esa paja es dura y sufrida como el campesino, a quien la comparación le viene bien. Gris paja, segada y quemada por todos y siempre en retoño. ¿Dónde aprendiste este huaino? ¿Quién lo sacó?

—Lo aprendí en este mesmo pueblo, pero no sé quién lo sacó. Entre nosotros, nunca se sabe quién saca los cantos…

—Cantan como los pájaros —dijo el folklorista.

Un sirviente llevó las copas y bebieron. Demetrio Sumallacta, mirando los cuadros una vez más, aceptó regresar el martes de la semana siguiente.

—Bueno, fijate bien dónde es —le dijo el pintor.

Salió a la calle y aceleró el paso. En la plaza relumbraban aún los castillos de fuegos artificiales, pero no fue a verlos. Tuvo la suerte de encontrar la bodega abierta y le entregaron sus dos botellas de cañazo. Pero Amadeo Illas ya no estaba en la casa donde lo dejó y los dueños no le supieron decir adónde se había marchado ni dónde vivía. Bebió unos tragos largos para pasar esta contrariedad y emprendió el camino de su casa. En otra ocasión, se habría quedado en el pueblo, pero ahora no encontraba ningún contento, fuera de sí mismo. ¡Qué fiesta ni fiesta! Su alegría era ahora más profunda e íntima.

Llegó a su casa a la mañana siguiente y la mujer estuvo muy satisfecha de recibir los tres soles y el suegro comenzó a beber inmediatamente su botella de cañazo.

—¿Saben? Me encontré con tres futres lo más raros. Hablaban bien del indio y después me llevaron a ver cuadros pa que sepa el sitio dónde me van a pintar. Y un cuadro es un hombre que reza y el otro un maguey… ¿Cómo lo diré? A ellos les dije algo, pero me he olvidao y… Era ése un hombre tan hombre que lo sentía como yo mesmo… Y el maguey, alzao pa arriba, mirando, como este mesmo maguey… ¿No ven que mira este maguey?

—¡Qué va a mirar! —dijo el suegro—, a ti se te ha subido el cañazo. ¿Y qué decían?

—¡Tanta cosa! Yo casi no les entendía, pero oía «el indio», «justicia», «el hombre» y sentía que se me alegraba el corazón… Me parece güeno que unos futres consideren hombre al indio…

—Éste es medio loco —estimó el suegro.

Demetrio no le hizo caso y se dedicó a beber la parte de cañazo que le sobraba, mirando el maguey que se erguía frente a su casa. Medio borracho, de espaldas sobre el suelo, decía: «maguey, maguey» y no pasaba de allí.

—No ves, éste es loco: «maguey, maguey»… —riose el suegro.

Demetrio, aunque sus labios pudieran únicamente articular el nombre de la planta, decía con las palabras silenciosas de la emoción:

—Sólo tú conoces nuestra confianza y su sabor áspero… ¿qué sabemos los indios peruanos de las rosas?… tú, maguey, desde las lomas nos saludas y nos dices que bueno con tu penacho nimbado de sol y de luna… te levantas como un brazo implorante y en tu gesto reconocemos nuestro afán que no alcanza al cielo… afán angustioso de estirarse, estirarse y querer llegar mientras la vida sigue al pie, muda, y las estrellas se cierran como ojos tristes en la noche… el viento no puede cantar en tu cuerpo enteco y no sabes del trino ni del nido… tienes el corazón sin miel y triste, con la misma tristeza de nosotros los hombres del Perú… y así estás con nosotros, frente a nuestros bohíos, y en las cercas que guardan las siembras de esperanza y martirio… como el indio, no sientes el peso del sol ni de la lluvia y estás desnudo ante la vida, hecho un esbelto silencio… hijo callado de la tierra, atisbas que la vida pasa en el viento como las nubes, y se pierde tras los picachos y sigue… sin embargo, eres dulce, maguey; tus pencas se parecen a nuestras hembras indias, lisas, así sencillas, con un aire de nada, pero alegrando el pecho sin decir ni palabra… maguey peruano, regado por los campos como un centinela para dar aviso… vigilando los caminos, los largos caminos que hasta ahora son iguales a nuestra vida… un día te levantarás más alto, maguey… estamos esperando y esperando hasta sin causa… mientras tú te yergues junto a la angustia prendida al infinito, de los caminos…

Musitando «maguey, maguey», Demetrio rodó lentamente al sueño.