Ésa es la tierra donde su voluntad, todavía afilada, y capaz cual la herramienta de acero nuevo, se convertirá en tala y surco y fruto. Su voluntad sigue siendo fuerte cuando se trata de la tierra.
Solma está situada entre dos quebradas que, desde donde el sol nace, bajan hacia el río Mangos por una de las mil estribaciones de la cordillera. La una es Quebradanegra, la otra Quebradonda. Ésa es la tierra llamada Solma y Juan Medrano la está mirando, mirando —hecho ojos alertas y corazón amoroso— desde la loma a la que nombran Los Paredones. La cubre una nutrida vegetación, pero se la ve. A trechos es negra la tierra, a trechos es roja. Se extiende con blanda suavidad por lomas y faldas y, de pronto, se contorsiona y se desploma violentamente en las encañadas y las márgenes de los arroyos. Y sube, siempre sube, hacia el Oriente, hasta perderse en el horizonte ondulado de las lomas de Tambo. Y baja también, baja siempre, hacia Occidente, hasta desbarrancarse por la peñolería roja y aristada que se superpone tumultuosamente para descender al río Mangos.
Al frente, lejos, lejos por donde se oculta el sol, están los cerros que forman otras haciendas y surgen de la ribera izquierda del río que corre al fondo y desde aquí no se distingue.
Pero Solma llega sólo hasta donde las peñas de este lado, bajando al Mangos, comienzan a danzar su cárdena y alocada cashua. Hacia el sur, flanqueando Solma por Quebradanegra, las lomas de Tambo se prolongan en un cerro llamado Huinto, el que cae también hacia el río alargando una cuchilla poblada de achupallas y magueyes. Y hacia el norte, más allá de Quebradonda y sus abismales barrancos, ondulan hasta perderse en una azul lejanía las faldas cubiertas de arbustos que son los potreros de Chamís.
Desde Los Paredones, no se ve más, a lo lejos.
Y han brotado de esta tierra árboles, arbustos y yerbas, que a ratos dan lugar a una enmarañada confusión y forman un montal lleno de voces susurrantes y penumbras trémulas. La vegetación se inicia abajo, junto a los peñascales, invade una pampa, sube por las faldas hasta esta loma donde ahora se empina Juan Medrano, avanza hacia arriba trepando por cauces de arroyos y hoyadas, pero los tallos vigorosos y las entretejidas copas se van perdiendo luego, a medida que la tierra asciende a zonas frías. Llega a Tambo vestida solamente de arbustos grises.
Ahora está allí, viendo la tierra desde Los Paredones, con sus ya viejos padecimientos y su ansiedad. Ha aprendido el dolor de unas tomas de riego, en una hacienda de cacao y otra de café, en una carretera y en el corazón de los hombres. Ahora está en Solma, hacienda donde el peonaje cultiva la tierra según su gusto y va al partir de los productos con el dueño, que se llama Ricardo. Él lo ha dejado en este sitio. Después de echarle un discurso hablándole del trabajo, de la importancia de esa región para la agricultura y de la forma en que debe proceder, terminó:
—Ésta es la tierra… Trabaja, pues.
Picó espuelas a su mula negra y cogió el sendero que toma la cuesta para retornar a la casa-hacienda de Sorave. Medrano lo vio alejarse hasta que se perdió tras los árboles. Y desde ese momento se halla ahí, de pie, mirando y mirando. Ya ha examinado esa tierra en pasados días, cuando la recorrió para ver si le convenía. Un peón que arreaba un toro le enseñó los nombres. A él le gustó, más que todo, porque le recordaba a la tierra que lleva en su pecho. Se parece un poco a Rumi y otro poco al potrero de Norpa. Sin ser igual, vibra en ella el acento de la comunidad.
Los árboles hacen sonar sus hojas y sus ramas. Vacas y yeguas destacan su color variopinto en medio de la espesura verdegris del montal. A ratos levantan la cabeza y miran inquisitivamente a todos lados. ¿Husmean la presencia del oso o del puma? Solamente la del hombre. Pumas y osos habrá por esas encañadas y riscos abruptos, en perenne y silencioso acechar, las zarpas prestas. Pero ahora ha llegado también el hombre. Vacas y caballos lo miran a distancia y, después de cerciorarse, siguen ramoneando las chamizas o el amarillo pasto de junio, aunque de mala gana y sin dejar de echar, de cuando en cuando, una ojeada al intruso.
Y la naturaleza toda, con sus cerros, sus lomas, sus encañadas, sus árboles y sus animales, llega al despierto amor de Juan Medrano como en los viejos días añorados. Es un nuevo y jubiloso encuentro.
Solma también ha sabido del esfuerzo del hombre. Él fue quien levantó las rojas paredes que ahora están a medio caer —ahí, junto a Juan Medrano—, carcomidas y tasajeadas por las lluvias, el viento y los años. Esos hendidos muros de tierra sólidamente apisonada formaron el amplio caserón del ingenio, pero gualangos y arabiscos han crecido entre ellos y los ocultan a grandes retazos con su follaje y ayudan a su destrucción removiendo los cimientos con sus raíces. La gran piedra azul, plana y acanalada, sobre la cual crujió exprimiendo la caña el trapiche de madera movido por lentos bueyes, desaparece bajo las greñas de un herbazal. Los huecos de los hornos donde borbotearon, despidiendo un meloso olor, las pailas de rojo cobre llenas de jugo, se hallan atestados de malezas. Ningún rastro existe de la sala donde, en establecimientos de esta clase, se enfrían los moldes de la chancaca, y las habitaciones en que residieron los hombres son apenas montículos formados por el amontonamiento de los muros derruidos. Al frente, en esa falda, así como por esas laderas que bajan a la Pampa y en ella misma, creció y amarilleó la caña de azúcar. Mas no queda ya ni la huella de los surcos. La vegetación salvaje y gozosa ha ganado de nuevo toda la tierra para sí. Donde olió a miel, a tierra arada y dulce caña, huele ahora a bosque. Trae y lleva el viento una áspera fragancia de tallos y ramas rezumantes, un rudo perfume de flores voluptuosas, un picante aroma de resinas. Tal vez en ese mismo sitio en que se levanta un alto gualango adurmieron su fatiga los trabajadores. Allí, sin duda, después de la ruda jornada cotidiana, se tendieron haciendo albear sus camisas entre las sombras y amasaron sus esperanzas y sus sueños. Luego, súbitamente, la acequia que venía desde la quebrada de El Sauce se sollamó arriba, muy lejos, más allá de Tambo, en un lugar donde no era posible llevarla por otro lado, y el agua no avanzó más. Quebradonda y Quebradanegra se agostan en verano y la caña murió de sed. Luego surgió el bosque. Todo eso le fue contado por el peón que buscaba al toro. Ahora, lo ve, nada resta ya de la antigua tarea del hombre. Pero queda su voluntad y allí, al pie de los árboles, la fecunda tierra presta al don. No habrá ingenio y todo será mejor porque sembrará maíz y trigo.
Declina la tarde. El sol, cayendo en medio de ágiles nubes arremolinadas, se encuentra a poco trecho de los colmillos del horizonte. Es necesario retornar. Bajo los árboles, al pie de las copas teñidas de crepúsculo, treman cada vez más densas sombras, las lejanas lomas se sumergen en la noche y los pájaros cruzan sobre su cabeza, flechando el cielo en un precipitado volar hacia sus nidos. Es necesario ir en pos de Simona, la buena mujer, quien, con sus dos pequeños hijos, ha venido a compartir su labor y su destino. Toma el sendero por el que se fue don Ricardo. Ondula, blancuzco y serpeante, sorteando los árboles. Las ramas extienden sus garras y arañan su sombrero de junco. Cuando hay alguna demasiado baja y agresiva, saca el machete que cuelga de la cintura. No es un machete como el que tenía Benito Castro, sueño de su adolescencia, hecho de hoja delgada y fina, con mango dorado que remataba en una cabeza de gavilán, pero su severa fortaleza infunde una práctica confianza. Mango de hueso, hoja larga y ancha de reflejos azules. Su padre se lo dio con estas palabras:
—Llévalo siempre con vos; es la prolongación del brazo del hombre, pero con filo.
Y su alargado brazo de acero cae hoy sobre las más obstaculizantes ramas. Es el primer choque con el montal y éste, a trechos, comienza a quejarse desde la mutilación de unos muñones que son blancos o rojos según el corazón del árbol. No es mucho el destrozo, sin embargo, pues el sendero sube a una loma donde sólo hay chamiza baja y pencas. Al otro lado, encuentra a Simona junto a una gran piedra. Cocina en un improvisado fogón, cuyas llamas comienzan a calcinar la roca inmensa, mientras Poli y Elvira, sus hijos, se entretienen quebrando leña. Hay un pequeño hacinamiento de dos sacos que contienen víveres, ollas, herramientas, algunas alforjas. Una linterna de latón que aprisiona entre sus alambres un obeso tubo, es un recuerdo de las tomas de riego. Choco, el perrillo lanudo de color chocolate, observa melancólicamente a los pequeños.
Juan se tiende sobre los costales y, por decir algo, pregunta:
—¿Les gusta esto?
Simona responde, después de echar una mirada a los campos:
—Güena la tierra, Juan.
—Aquí vamos, pues, a vivir —afirma él por gusto.
Y como son campesinos y saben la bondad de la tierra, lo repiten para sus pechos con la seguridad de quien habla del pan que le dará su madre.
Los árboles entregaron sus copas a la sombra y ella está ahí ya, circundándolos, danzando frente al fuego. Juan enciende la linterna con un leño y luego la cuelga del brazo de un árbol por medio de un cordel. Despide una humeante llama rojiza y huele a querosén. A su luz se sirven las viandas —cecinas, mote— y charlan con intermitencias, de esto y aquello. La interna oscila y la sombra del árbol que la sostiene corre, cae y se levanta sobre los pastizales, arbustos y follajes. Más allá, se encrespan también otras sombras. Y el mismo tallo parece animarse y contorsionar sus brazos resistiendo el sorbo tenaz de la noche.
Simona apaga el fogón y luego tienden las camas al pie de la gran piedra que los guardará del viento. Al desplegar sus frazadas y su poncho, le viene a Juan el dulce recuerdo de la madre. Ella se los tejió combinando la multiplicidad armoniosa de sus colores, los cardó para darles suavidad y por fin les puso el brillante ribete de raso. Ya están algo raídos. Simona sabe también hilar y tejer, pero no ha tenido lana. Ahora la madre estará sentada junto a su padre, tal vez teniendo en brazos a otro hermano menor, mientras en su torno se sucederán, rodeando la amplia fogata, los otros hijos y los familiares. La llamarada los enlazará con su tibia luz íntima. Acaso del mismo modo que Juan en ellos estarán pensando en él. Por primera vez en esa jornada lo angustia la ausencia del hogar y apaga la linterna para esconder su pena en el refugio de la sombra. Pero numerosos pájaros nocturnos han comenzado a cantar en el bosque de paucos, chirimoyos e higuerillas que crece cerca, en una hoyada, a favor de la humedad del ojo de agua, y su imaginación va hacia allí.
—Simona, ¿tiene harta agua el ojo?
—Chorrito, Juan… ¡Sote, Choco, vienes echar pulgas!…
Choco se aleja de mala gana y se hace lugar entre unas matas.
Arriba, han surgido algunas estrellas. La tibieza del día va pasando y un viento aleteante y frío, que endurece la piel, lleva el capitoso olor de las flores del chirimoyo. Se escucha el coro de los tucos, el graznido de las lechuzas y el monótono y largo canto de la pacapaca. A pesar de la oscuridad de la noche sin luna, ¡qué cercanas están las estrellas! Surgen cada vez en mayor número y el cielo adquiere una brillante y profunda palpitación. A ratos, las errantes lo signan con largas y rápidas estelas. Y la majestad estrellada de los cielos cae extendiéndose magníficamente sobre la negrura de la tierra, en medio de la cual se puede ver el vago perfil de la vegetación.
Mas es necesario dormir. Arrebuja las mantas y, para eludir las saetas, de luz y el ala batiente del viento, se cubre la cara con su junco. Pero la impresión de la tierra triunfa en él. Lo toma entero penetrándole por los poros hasta llenarle toda la vida. Si aun su más lejano recuerdo es el del surco. El de un día en que su abuelo materno, Antón, lo llevó a la arada, el buen abuelo que ahora, en la ruta penumbrosa de su memoria, se le aparece con sus ojos alegres, su poncho claro y sus gruesas ojotas, yendo y viniendo de las chacras, cultivándolas, haciéndolas buenas. Madrugaba como un zorzal y cuando iba a los potreros para revisar el ganado, retornaba envuelto en la noche. Si estaba en la casa, reparaba las herramientas y los aperos y, en las frías tardes de invierno, lo abrigaba con su poncho teniéndolo sobre las rodillas al mismo tiempo que le invitaba en un matecito su cálida y humeante infusión de matico. Y fue él quien un día, accediendo a su reclamo —no le iba a pedir siempre que le hiciera cabeza a sus caballos de palo—, lo llevó prendido de su diestra a una chacra cuyo final le fue imposible distinguir. Era un barbecho sobre el que pasaban y repasaban rumiantes y vigorosas yuntas, tirando arados cuyas manceras empuñaban rudos gañanes de grito ronco. Su niñez estuvo alegre ese día en que salió por primera vez de la casa a los amplios campos de siembra y golpeó sus oídos el grito de los gañanes y vio cómo la tierra se abría, porosa y fragante, al pie de las manceras, en una suerte de oleajes fecundos. Era muy bello el trajín de las yuntas, su serena y ruda fuerza y ver cómo ante ellas, igual que encerrados entre paréntesis por las cornamentas, aparecían los sembríos, las casas, los árboles y cerros de los alrededores y cómo los bueyes obedecían a las voces y el aguijón de las puyas para voltear o tomar dirección. Pero sobre todo le impresionó la tierra, la prieta tierra pródiga hinchada ya de las lluvias primeras que se aprestaba a dar como siempre y hacía llegar a la comunidad, vez tras vez, la gloria del aumentado grano generoso. Juan, prendido del pantalón azul de su abuelo, caminaba contando las melgas, con su ayuda, hasta llegar a cinco, para volver a contar solo y confundirse y no saber cuántas eran. Allí estaban los surcos innumerables y también la esperanza de ser grande y no tenerlos que contar sino solamente que hacer con la tranquila fe del sembrador.
Y esa noche, con su buen abuelo Antón ya ido, hecho quietud y silencio bajo la tierra, con la familia ausente, penando por la pérdida de la tierra, piensa en el pueblo que ha sido y es de la tierra, en el cotidiano y renovado afán de obtener, con alegría y sin cansancio, el multiplicado milagro de la mazorca y de la espiga.
Y ahora siente que ha de ir por sus huellas, huellas que tiene que recorrer a lo largo, ancho y hondo de la tierra, porque también su destino desde el nacimiento hasta la muerte —y aun antes y después— es de la tierra.
Despiertan en medio de un vasto silencio, pues los pájaros de la noche se han callado sintiendo que la vida va a ser de nuevo luz y forma. A lo largo y alto de los inconmensurables espacios, luchan penumbras fugitivas y luces indecisas todavía. Por fin, las aves diurnas se han puesto a trinar formando una gran algarabía, bajo un cielo rosa y después áureo. Los árboles han desplegado hacia lo alto la amplitud de sus copas y el día todo es una inmensa ave que canta.
El sol, recamando de oro las altas y lejanas cumbres, se extiende hacia abajo dorando las faldas y ya refulge sobre las lomas de Tambo, ya avanza por la pendiente bañando la vegetación y llega a envolverlos en su alegre fulgor. Carece ahora de agresividad el sol; tibio y dulce, se diría que es posible tomarlo entre las manos: naranja madura del amanecer.
Simona ha madrugado a soplar el fogón, y sirve el desayuno. Entre sorbo y sorbo de sopa humeante, Juan piensa en la tarea por realizar. Un abejorro negro a pintas amarillas viene a posarse en su ojota. Pequeñas hormigas rojas circulan afanosamente por el suelo atropellado. De la tierra se levanta un feraz vaho cálido y aun el leve mosquito ha desplegado las alas empeñándose en un terco y menudo vuelo. Al sol refulge como una diminuta chispa de luz.
Simona parla y parla. Es todavía una china fuerte, de rollizas nalgas, vientre abultado y prominentes senos. En su cara de un trigueño claro brillan dulcemente los ojos ingenuos y, bajo la enérgica nariz, los gruesos labios de risa fácil —el inferior le cuelga un tanto— se contraen en un mohín de duda. La exigua trenza rueda de un lado a otro en su ancha espalda. Cubre su cabeza un sombrero de junco de ala corta y ladeada con coquetería, y visten el cuerpo robusto una blusa de percal floreado y amplia pollera de lana roja. Juan Medrano es también fuerte y en su cara la madurez y el dolor han marcado un rictus severo. Viéndolos, a menos de saberlo, no se pensaría que Poli y Elvira son sus hijos. Ésta, que puede tener cuatro años, es menudita y pequeña y la pollera vueluda se le ajusta en una cintura de hormiga. En la carita trigueña, redonda y sudorosa, bizquean los ojitos con un aire cómico. Poli tendrá seis años y su cuerpo frágil cabe holgadamente dentro de la camisa blanca y el calzón gris. La faz ovalada, de un amarillo pálido, tiene una expresión triste. Miran apagadamente sus ojos negros. Simona nos dirá que están así de endebles y atrasados por el paludismo, la miseria y otras desventuras. Por la edad de los niños comprendemos que ya han pasado muchos años desde que los padres salieron de la comunidad. Una vez, se hallaban a punto de volver, pero se encontraron en un camino con Adrián Santos, que se iba a la costa. Les refirió que Amenábar había iniciado un nuevo juicio.
Ahora Juan tomó uno de los senderos de la red que han tejido los animales en el diario trajín por apagar la sed. Bifurcándose entre las malezas y troncos, lo conduce hasta el ojo de agua. Rezuma de la tierra el agua, en la prieta profundidad de una hoyada, y un pequeño pozo y rastros de pezuñas, cascos y ojotas hacen relucir sus cristales. Ésta es la exigua y cariñosa agua clara con la que el hombre y el animal refrescan belfos y entrañas ardorosas y el árbol vive en lozanía de copas y henchimiento de frutos. Raíces se retuercen y por fin se clavan como saetas en la tierra, surgen tallos impetuosos y fuertes, el follaje se extiende negando el sol secador, las flores copulan derramando una intensa fragancia y maduran los frutos —las chirimoyas relucientes— en una pesada oscilación de gravidez. Cruje de cuando en vez una rama, estallan cápsulas de higuerilla y se diría que una vida rumorosa circula por el corazón de los troncos, surgiendo de esta tierra negra y quieta en la cual se hunden blandamente los pies. Hay en los árboles una profunda energía, una próxima y distante música que ahora advierte con sentidos despiertos ya a la voz íntima de la tierra, en la que van ahondándose como renacidas y tenaces raíces.
Ahora todas sus experiencias tienen dentro de Juan una más viva categoría y ve la naturaleza a plena luz a entera y cercana verdad. El árbol y la tierra están de nuevo dentro de él y no sólo próximos. Yendo hacia el ojo de agua, un úñico le ha ofrecido sus hojas. Sus manos cogen una y los dientes la mordisquean. Su acre sabor parece venirle del recogimiento de su redondo follaje apretado y de la dureza del tallo retorcido, donde el hacha se abolla. Pero —hijo de la tierra— sabe dar en el tiempo debido y es una mancha granate la ofrenda dulce de sus moras. Junto al ojo, crece un pauco, gigante de las arboledas de clima medio. Su poderoso tallo rojo se eleva manteniendo su grosor fácilmente para abrirse en muchos brazos donde tiemblan las hojas largas y rojizas. Entrega al campesino su madera apta para horcones y vigas y, a veces, curvada ya con la intención de hacerse arado. También hay chirimoyos e higuerillas y otros árboles que aman la humedad de las encañadas. La chirimoya está llena de gracia. Ondula suavemente el tallo de cetrina piel pálida y sus ramas se hallan cubiertas de grandes y suaves hojas, de un verde fresco. Las flores albas, carnosas, de penetrante olor, son como un anticipo del fruto grande y redondo, de piel lustrosa que cubre a una pulpa blanca y dulce, entre la cual las pepitas brillan como gemas negras. La higuerilla tiene brazos quebradizos y es fácil troncharle aun el tallo cenizo. Pero así como de las delgadas ramas de la chirimoya brota un fruto grande y lleno de dones, de las frágiles de la higuerilla surgen hojas enormes, puntudas, abiertas como manos. Racimos de cápsulas espinosas contienen las lustrosas pepitas de bellos jaspes negros y grises. Abriéndola, blanquea una dura pasta aceitosa. Faltando velas o el candil, se ensartan las pepitas peladas en delgados palillos y entonces arden con luz rojiza alumbrando las noches del pobre. Fuera de la hoyada, allá por los campos, está el arabisco de tallo fuerte y hojas finísimas, entre las cuales resaltan grandes flores moradas y duras cápsulas. Al golpe del hacha y la azuela, muestra una madera fina y áurea. También alza su sombrilla chata el gualango, se contorsiona el rojo lloque nudoso, apunta sus espinas el uña de gato y se amontona una muchedumbre de árboles que son el fondo sobre el cual se destacan los otros, de igual modo que Rosendo se destacaba entre los hombres de la comunidad. Por el cerro Huinto crecen achupallas y cactos triunfando de la sequedad de los roquedales, y los magueyes de penca azul, por un lado y otro, elevan su cara vigilante oteando las lejanías.
Crecen los vegetales sobre la tierra y dentro de Juan Medrano. Quien no los vio nunca en el camino de sus pasos, quien no enfrentó ante ellos la realidad de su vida, puede sentirlos lejanos a su ser y a su esencia. Pero Medrano, que se los trae en el pasado desde la niñez, de nuevo los ha reconocido y amado incorporándolos a su peripecia viviente… Todavía ha de ver de regreso, frente a su provisional refugio, en un lugar donde la lluvia almacenó blando y negro limo, a la contoya y al chamico, arbustos que forman allí un matorral. La contoya es una delgada vara de hojas largas, cuyas flores provocan el estornudo. El peciolo desgajado rezuma una leche blanca y tres gotas de ella purgan el vientre del hombre. El chamico es un árbol enano. Sus tallos violáceos se abren en brazos que sostienen anchas hojas y las acampanadas flores cuajan en cápsulas que estallan esparciendo innumerables y menudas pepitas negras. Comerlas provoca el envenenamiento o la locura, pero en pequeña cantidad tórnase un eficaz filtro de amor. He allí, pues, todos los vegetales reencontrados, desde los que le servirán para hacer la vivienda hasta los que pueden alimentarlo, curarlo o asegurarle el amor. Si ayer fue día de tierra, hoy ha sido día de árbol. Juan Medrano y Simona toman nueva fuerza de la naturaleza y los pequeños parecen alegres también. El hombre coge su barreta y lleva una delgada acequia desde el ojo de agua hasta un barranco, pasando frente al lugar donde alzará la casa. A diez pasos de la proyectada puerta, un cristalino chorrito cae de la azul canaleta de penca a un pozo redondo en donde flota una calabaza amarilla. Se va, pues, a vivir…
Es bello levantar una casa. El constructor siente una íntima complacencia mientras planta un horcón, tiende una viga, ata las varas, techa. Mira tranquilamente el cielo. Él puede hacer brillar un sol fustigante o desatar un vendaval furioso, pero allí, ocupando un pequeño lugar de la tierra, frente a todas las violencias, resistirá la casa firme. Juan y Simona han hecho la suya de los más recios y livianos materiales. Los horcones y las cumbreras son de grueso pauco, las vigas de fuerte arabisco, que soportan otras de liviano maguey, en las cuales descansan fofas cañas. Los horcones se hunden dos varas en la tierra y las vigas y varas se hallan trabadas mediante muescas y para mayor seguridad atadas con recios y elásticos bejucos. El techo es de paja y la pared de maguey partido. Ahí está la casa que defenderá del viento, del sol, de la lluvia y del punzante y desvelador brillo de las estrellas. El hombre, en verdad, los resiste cuando es necesario, pero todo el tiempo no puede estar abandonado como un animal al embate de los elementos. Es la casa precisamente el necesario lindero, el justo límite. Por ello mismo defiende y retiene al hombre tanto como puede y debe.
Juan Medrano, Simona y sus hijos descansan en la casa nueva y fresca, llena todavía de los olores del bosque. A lo lejos, cantan los pájaros nocturnos, y Choco, que en días pasados no hizo más que husmear y dormir, corre en torno al bohío dando agudos ladridos.
Juan Medrano luchó duramente con el montal, pero al fin lo redujo. Verdad que los árboles gruesos eran escasos, pero los pequeños se tupían a ratos y la chacra debía ser grande. El hombre estaba haciendo muchos proyectos en relación con una chacra grande. Al terminar la tala, apartó los troncos y las ramas que le servirían para el cerco y reunió los demás en piras y los prendió. Altas llamaradas nocturnas iluminaron Solma y Medrano gozaba como quien es capaz de dar color propio a la vida. Justo es apuntar que esta vegetación no produce el mismo efecto que la encontrada por Augusto Maqui. La selva agobia y ofusca por su monstruosidad, en tanto que los matorrales arbolados de la sierra de clima medio, más bien acicatean.
Juan hizo el cerco y esperó noviembre, que ya llegaba. Y cuando llegó noviembre, cayeron abundantes lluvias. Aró y sembró. El patrón Ricardo le dio yuntas y semillas como antes le proporcionó herramientas y víveres. El caso es que salió trigo en media chacra y en la otra media, maíz. La misma Simona había ido tras la yunta regando la simiente. Los cuatro pobladores, los cinco diremos más bien contando a Choco, estaban muy contentos. Seguía cayendo la lluvia y la tierra crecía más y más, en plantas vigorosas. Como la de la comunidad, ésa era también una magnífica tierra.
Una tarde, al oscurecer, llegó a Solma una mujer que dijo llamarse Rita, y pidió posada. ¿Por qué no habían de dársela? Se quedó. Pero no se fue al otro día sino que se puso a ayudar a Simona en los quehaceres. Refirió que estuvo viviendo en casa de una comadre suya, con la cual se había peleado. Ahora buscaba dónde vivir. No, no era ella una carga. Hilaba y tejía y en vez de plata cobraba granos. Tenía los suyos encargados y además algunas gallinas. Simona, después de cambiar una mirada con su marido, la invitó a estar con ellos. Rita marchose y a los dos días regresó arreando un jumento cargado con los granos y las gallinas. Ella fue la primera amiga que hicieron en Solma. Obsequió a Elvira una pequeña olla de barro vidriado y a Poli un sombrero que perteneció a un hijito que se le había muerto.
El trigo creció mucho y Juan Medrano tuvo que segarlo. Entonces recordó con más cariño al buen viejo Rosendo. Casi no tuvo que limpiar, pues es sabido que la mala yerba es muy escasa en las chacras nuevas. De tiempo en tiempo, alguna vaca dañina abría un portillo y el hombre reforzaba el cerco. Lo demás, estaba encargado a la tierra y a la lluvia. Juan entretenía sus ocios labrando bateas y cucharas.
Rita solía irse a una pampa situada más arriba de Tambo, donde vivían muchos colonos, y regresaba llevando lana para hilar o hilos para tejer. Cuando tenía mucho trabajo lo compartía con Simona. Un día llegó con la noticia de que había por allí un velorio, agregando que, según su opinión, ellos debían ir. Simona regañó a Juan diciéndole que en vez de labrar bateas y cucharas debía hacer la puerta de la casa, pues ahora no podían abandonar a los pequeños en una casa sin puerta. Juan gruñó que no les pasaría nada dejándolos con Choco. En el velorio comieron mote y mazamorra, bebieron chicha y cañazo —poco de todo en comparación con lo que se acostumbraba en la comunidad— y conocieron a mucha gente de esa zona. De vuelta, preguntaron a Poli y Elvira si habían tenido miedo y ellos dijeron que no. Desde las lomas de Tambo, se advertía muy hermosa la gran chacra de trigo y maíz. Juan, lleno de orgullo, manifestaba que ya verían…
Las siembras seguían muy lozanas y Juan dijo a Simona que, en caso de ser bueno el año, iría a traer a los padres de ambos. Quién sabe qué suerte habían corrido, pero, de todos modos, él los sabría encontrar. Ése era el proyecto que acariciaba desde mucho tiempo antes. Simona se puso feliz y todos, inclusive Rita, comenzaron a tirar planes.
Mientras pasa el tiempo, Rita cuenta lo que sabe de la vida de los vecinos —bastante apartados de Solma, en realidad— y a muchos de los cuales, en velorios y rezos, han ido conociendo los Medrano. La casa ya tiene puerta y pueden dejar a los pequeños confiadamente.
Javier Aguilar es reservado y sombrío. Mira sesgadamente, paseando los ojos por el suelo, baja la frente. Parece que algo escondiera en el fondo de su pecho. «Ese indio no es santo —dice el patrón Ricardo—. Ahí está la cara».
Pero, en verdad, nunca se le ha podido achacar concretamente nada. Vive en un lugar llamado Yango, en compañía de sus hijos Sixto y Bashi, y de una mujer que trajo de la feria de Sauco. Su anterior mujer, la madre de sus hijos, murió. Y esto dio lugar a un largo enredo.
A poca distancia de Yango, al doblar un cerro, reside el viejo Modesto, cuya fama de avaro es sólo comparable a la de brujo que también lo circunda. No trabaja en las tareas propias del hombre. Posee un rebaño de ovejas que él mismo pastea, trajinando tras él con un trote blanco y menudo. Hila con ágiles dedos el gran copo de lana que lleva sujeto a la rueca engarzada en la faja que rodea su cintura. Sobre sus espaldas, en un enorme atado, están los hilos, ya urdidos, que extenderá en el campo desde la rama de un árbol y se pondrá a tejer. Retorna al atardecer y después de encerrar su ganado en el redil, entra en su pequeña casa de piedra. Está solo allí. Ni hombres ni mujeres lo han acompañado jamás. Cultiva un huerto de cerco pétreo situado al frente del redil, donde prosperan coles, rocotos y cebollas. Lo guarda una culebra ceniza, de dos varas de largo, de la clase de las colambos y a la que él ha nombrado también Colambo. El viejo, antes de partir al pastoreo todas las mañanas, va hacia ella llevándole residuos de comida. «Colambo, Colambo», la llama con su voz cascada. Colambo se le acerca reptando sin darse mucha prisa y él la toma, se la envuelve por los brazos y el cuello, la acaricia. Por fin se marcha dejándole la comida. Cuando quiere halagarla mucho le da leche o huevos frescos. Nadie entrará al huerto. Colambo está allí para dar, a quien no sea el viejo Modesto, rápidos y feroces coletazos. Los domingos, las ovejas se quedan en el redil y el viejo en casa. A veces, sale a escarbar un poco en el huerto. Atiende también a las gentes que van a comprarle lana y bayetas o cambiárselas por menestras. Cuenta la plata codiciosamente. En el tiempo debido esquila, ayudado por su hermana Vishe y otras mujeres que llama para esa única ocasión. Teje las bayetas, como se ha visto, él mismo. Cuentan que hay domingos en que, con el pretexto de asolearlas, las saca y coloca sobre el cerco del huerto y algunos arbustos que rodean su morada. Quedan allí coloreando alegremente los ponchos negros, habanos y plomos a listas verdes y amarillas, las granates frazadas con grecas blancas y azules, el cordellate gris, la alba y cardada bayeta para camisas, la azul oscuro para calzones, la roja para polleras. Él se pasea frente a sus bienes, mirándolos fijamente y diciendo por todo decir con su voz nasal: «Güeno, güeno, güeno…». Modesto es menudo, de cara descarnada e impasible, cuya larga boca se comprime con desdén. No se sabría decir cuándo está triste o alegre. Quizá, por las chispas fugaces que le han visto brillar en los ojillos al tiempo que mira y dice: «güeno, güeno», se podría afirmar que en ese momento está alegre. También cuando acaricia a Colambo. Por todas estas circunstancias, la fama de avaro y brujo le cayó fácilmente. Hombre que no conoce mujer, vive solo y se entiende con culebras, no puede ser buen cristiano. «Brujo nomá, pue». Y es así como en casa de Javier Aguilar se dijo que él había «comido» a la Peta —éste era el nombre de la difunta—, pues ella no murió de buena muerte. Se le hinchó el vientre y un gato le arañaba las entrañas. Al expirar, le quedaron encogidos brazos y piernas. Y un día, en venganza, Sixto y Bashi incendiaron la casa del viejo. No se metieron con la culebra. Modesto llegó clamoreando a la casa-hacienda y el patrón Ricardo trató de aclarar las cosas. Los muchachos eran muy jóvenes todavía y se sospechaba que el padre los hubiera mandado.
—No, patrón; no, taita —negaba Javier—. Yo no los mandé… Yo nadita sabía… Los muchachos jueron con su propio albedrío… —y miraba sombríamente a los pies de don Ricardo. Éste insistía:
—¿Pero cómo se entiende que los muchachos hagan eso porque sí? ¿Cómo se les va a ocurrir a ellos que este infeliz de Modesto mate a su madre? ¿Por qué?
Los muchachos se echaron a llorar:
—Es brujo… La ha «comido» onde ella, la ha «comido»…
Y Modesto, desde un lado, más menudo aún bajo el enorme atado que llevaba sobre las espaldas, imploraba:
—No, taita, no soy brujo… Me aborrecen sin causa, sin ni una causa.
Don Ricardo, pese a sus sospechas, tuvo que dejar de lado a Javier Aguilar, el que solamente fue obligado a pagar los perjuicios a Modesto, pero castigó a los hijos. Tres meses estuvieron apilando café en el temple de Santa, situado en una hacienda lejana. En un enorme pilón hay que chancar el café, para descascararlo, con un grueso émbolo de madera.
Éste no fue el único lío en que estuvo metido Javier Aguilar. Solían contarse otros. Nunca se le pudo probar nada. Hacía poco, ocurrió uno que lo pinta. Quien mate un puma recibe de la hacienda, en calidad de premio, un potro o una potranca, según el sexo de la fiera. El Cayo Shirana encontró un burro muerto por el león en los potreros y llegó a la casa-hacienda demandando veneno. Lo colocó, según las aclaraciones posteriores, en el pecho del asno, que ya había sido devorado en parte. Pero, a fin de cuentas, Javier resultó siendo el cazador. Cayo lo había encontrado cuando pistaba el puma. Los dos cholos se presentaron a litigar ante don Ricardo. Javier exhibía la piel atravesada por un balazo en la parte de la panza.
—Si el cuerpo quedó al lado de una quebrada. Ahí dejuro se fue a beber con la sed que da el veneno y murió. He cazado cuatro… Los pumas envenenaos mueren siempre al lao del agua… El Javier le dio el tiro sobre muerto, tieso que estaba… —afirmaba Cayo Shirana.
—Tuviera el fogonazo —argumentaba Javier.
Y Cayo:
—¿Quién no sabe eso? Seguro que le diste el tiro de lejos, pa que no parezca…
—Claro que bien lejos… pero estaba vivo. Yo jui a buscar un güey y encontré el puma vivo. Ni vi yo el burro…
—Y en ese montal de la quebrada no te iba a sentir la bulla… Seguro que al estar vivo, el puma se iba… No lo mirabas, hom…
Era imposible aclarar nada. Quizá dando un pedazo de la carne del puma a un perro para ver si estaba o no envenenada…, pero una investigación sobre el terreno no dio resultado. Los buitres y los gallinazos habían dado cuenta del puma, tanto como del burro, dejando limpios los huesos. Entonces tuvo que ser Javier Aguilar quien recibiera el potro.
Todas las historias que contaba Rita eran por el estilo. Las buenas gentes escaseaban en Sorave y, en general, las buenas y las malas no lograban vivir en paz.
Y pasaron los meses y floreció el maíz y amarilleó el trigo. En el tiempo debido, los cinco se pusieron a cosechar el maíz. Al atardecer, cuando Rita y los pequeños habían vuelto ya a la casa, Juan y Simona se pusieron a retozar por la chacra.
—¿A que te tumbo, china?
—A que no me tumbas…
Todo era de nuevo como en una época querida y distante: la tierra, la cosecha, el amor. Les parecía que estaban en Rumi y se sintieron muy felices…
Para la trilla, los campesinos se dieron la mano unos a otros, según la costumbre llamada minga. Juan, Simona y Rita fueron a otras trillas y los favorecidos les correspondieron yendo a la suya.
La chicha preparada por las mujeres se puso roja y madura y Juan llamó a la faena o más bien a la fiesta…
Todos, hasta el sombrío Javier Aguilar, se alegraron dando vueltas, corriendo, gritando en el júbilo de la trilla, olvidados de sus penas y de que la tierra no era de ellos y debían compartir la cosecha.
Cuando el maíz estuvo desgranado y el trigo venteado, llegó a Solma el patrón Ricardo para arreglar cuentas. Después de separar su mitad de la cosecha, reclamó casi otro tanto por las facilidades prestadas. El resultado fue que los nuevos colonos se quedaron con los granos necesarios para el sustento. Rita les dijo:
—Yo les oía hablar y no decía nada pa no amargarles la vida cuando ya estaba el trabajo hecho. Así es don Ricardo. Y si le sobra grano al peón, tiene que vendérselo al precio que él fija…
¿Qué iban a hacer, pues? Ya estaban cansados de trajinar sin sosiego. Cuando volvieron las lluvias, Juan Medrano unció la yunta, trazó los surcos y arrojó la simiente. Quería a la tierra y encontraba que, pese a todo, cultivarla era la mejor manera de ser hombre.