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La cabeza del Fiero Vásquez

El sol matinal doraba alegremente los campos y un rebaño pastaba por los alrededores de Las Tunas, distrito situado a legua y media de la capital de la provincia. Una oveja quedó enredada en un matorral de zarzas y pencas y la pastorcilla que fue a libertarla retrocedió, gritando:

—¡La cabeza de un muerto!, ¡la cabeza de un muerto!

Acudieron algunos campesinos de las casas cercanas. En el centro del matorral, entre zarzas y onduladas pencas azules, había ciertamente una cabeza humana. Un cholo sacó su machete y, cortando las zarzas, logró acercarse.

—¡Parece la cabeza del Fiero Vásquez! —dijo.

—¡Del Fiero Vásquez!

—¡Naides la toque porque puede comprometerse!

—¿Quién lo habrá matao?

—¿Ónde estará el cuerpo?

Y como en otra ocasión ya muy lejana, hubo alguien que también dijo:

—Habrá que dar parte al juez…

El juez y el subprefecto de la provincia, acompañados de algunos gendarmes, llegaron poco después, encontrando junto al matorral una gran aglomeración de campesinos. Un guardia tomó la cabeza, que llenó el aire de un hedor penetrante, y la depositó en el suelo a los pies de las autoridades. La examinaron con curiosidad y satisfacción. El juez dijo:

—Sí, es la cabeza del Fiero Vásquez.

Los campesinos la miraban asustados.

Torva, tumefacta, la piel se había amoratado y distendido dilatando las huellas de la viruela y del escopetazo. Los ojos se entrecerraban debido a la hinchazón de los párpados, pero todavía miraban por las rayas viscosas, con dura fijeza, la pupila parda y la pupila de pedernal.

La nariz crecía hacia la disgregación y la gran sonrisa de otrora estaba reducida a una mueca que no se sabía si era de dolor o de desprecio. Entre los labios abultados y violáceos se filtraba el reflejo de los dientes níveos, el cabello desgreñado caía sobre la frente y las sienes y en el cuello negreaba la sangre coagulada. Daba asco y pavor. Un bromista cruel exclamó:

—¡Se levanta!

Los campesinos retrocedieron un paso, se miraron unos a otros y no pudieron sonreír. El subprefecto gruñó:

—Ésta no es hora de chanzas. Busquemos el cadáver…

Talaron ese matorral y otros próximos y registraron arroyos, quebradas y cuanto sitio podía ocultar un cadáver, sin que estuviera en ninguno. De reposar a flor de tierra, ya se vería alguna bandada de gallinazos dándose un festín. En cierto sitio, al pie de una gran piedra, había una sepultura a medio hacer. Eso dijeron los que más deseaban alborotar. Otros manifestaron que podía tratarse de un hoyo nuevo de los usados para fabricar el carbón y que quien lo excavó no decía nada a fin de no comprometerse. ¿Pero fue asesinado en Las Tunas? Quién sabe lo asesinaron lejos y, para despistar, condujeron la cabeza hasta allí. O tal vez se trataba de una venganza y quien lo mandó matar reclamó que le llevaran la cabeza para verificar el hecho antes de pagar lo estipulado. Las conjeturas aumentaban mientras disminuían los sitios sospechosos por registrar. El juez, entretanto, tomaba declaración a la pastorcilla y los campesinos que primero llegaron al matorral. La muchacha, temiendo que la comprometieran, lloraba. El subprefecto volvió de la inútil búsqueda y dijo:

—Hay que llevar la cabeza para el reconocimiento médico legal.

—Es de ley —asintió el juez.

La cabalgata partió. Un gendarme llevaba la cabeza del Fiero Vásquez, en alto, ensartada en la punta de su sable. Cerraba la marcha a fin de que la fetidez no molestara a los otros jinetes.

En la capital de la provincia, el médico titular declaró sabiamente que la cabeza había sido separada del tronco mediante hábiles tajos. La pusieron en la puerta de la subprefectura y la gente del pueblo se anotició, acudiendo a verla. Entre los concurrentes estaba una chichera, quien lloró diciendo que ésa era ciertamente la cabeza de su compadre, el Fiero Vásquez. El desfile de curiosos duró hasta las seis de la tarde, hora en que la ya famosa cabeza fue conducida al panteón y enterrada.

La noticia llegó hasta Yanañahui y Casiana lloró abrazando a su hijito, que ya tenía tres años. Ella no quiso ni pudo hacer ninguna conjetura. Quería al hombre y no a la leyenda.

La noticia llegó al seno de la banda y todos blasfemaron amarga y rabiosamente. Doroteo lloraba mascullando: «Y aura me doy cuenta de que lo quería al maldito…». Tenía que saber quién lo mató y entonces… Pero no existían siquiera indicios. El Fiero se marchó solo diciendo que regresaría dentro de una semana, pero sin especificar adónde iba.

La noticia circuló por toda la comarca y hubo un derroche de comentarios, conjeturas y hasta de versiones. Desde luego que las suposiciones, hechas por los campesinos de Las Tunas el día del hallazgo, fueron repetidas y ampliadas. Además, unos colegían que era don Álvaro Amenábar quien lo mandó matar. Pero don Álvaro no habría hecho arrojar al matorral la cabeza. De desear que el fallecimiento se hiciera público, don Álvaro o quienes fueran, la habrían dejado en algún camino. En el matorral estuvo a punto de pasar inadvertida. Era evidente que quien la tiró allí lo hizo por ocultarla.

Otros decían que los gendarmes mataron al Fiero. Hasta circuló la versión de que un arriero retrasado que andaba de noche oyó que decía: «No me maten así preso, gendarmes cobardes». Pero eso no era posible. Los gendarmes, en caso de apresar al Fiero, lo habrían voceado a todos los vientos justificando la muerte con razones de fuga o de pelea. El mismo subprefecto habría dicho que él dirigió o por lo menos fraguó certeramente la captura. Por último, se decía que fue una mujer quien lo mató, por celos. Pero tampoco tenía motivo para hacer esa división. En todo caso, quien oculta un cadáver lo oculta con cabeza y todo y quien desea lucir una cabeza la pone en una parte visible y no la avienta a un apartado y tupido matorral de zarzas… Pero quizá la pastora fue aconsejada para que fingiera encontrarla. No, que la pobre era una muchachita ingenua a la que después acosaron las autoridades y seguramente, amedrentada como se hallaba, habría revelado la complicación en caso de existir.

Creció la leyenda y por los caminos, a eso de la medianoche o al alba, comenzó a circular una sombra galopante.

El hallazgo marcó época y los campesinos de la comarca solían decir por ejemplo: «Poco tiempo antes de que se hallara la cabeza del Fiero Vásquez…».