17
Lorenzo Medina y otros amigos

Los contados cobres trinan en sus bolsillos, formulando una desagradable advertencia. Dos amigos marchan por un lado de la calle porque las veredas están llenas de gente. Esquivando hermosos autos, ya llegan a la plaza donde la muchedumbre deambula, come, bebe, se divierte.

—Al tiro al blanco argentino… Seis tiros por veinte…

—Aquí, aquí los tamales calientes…

La plaza zumba como un gran moscardón. Entran metiendo el hombro como una quilla y, poco a poco, les van golpeando las retinas caras conocidas.

—¡Hola, viejo Rafa!

El viejo Rafa ha puesto su tenducho de ponche y se desgañita diciendo que es el mejor del mundo. Más allá está Toribio, el ayudante de albañil, mirando bobamente un anuncio de rifa. Y agazapado sobre una mesa, bebiendo pisco a sorbos breves, Gaudencio, el que les quita el apetito en el restorán. Gaudencio es tuerto y de su jeta húmeda se desprende a veces una baba oleaginosa. Ésas son las gentes que ellos reconocen después de dar varias vueltas por el parque. Las que no conocen son las demás, que pasan, vuelven, se topetean, se aglomeran frente a las carpas y hablan y ríen o están simplemente calladas, serias, como si no las entretuviera nada. Los dos amigos toman asiento ante una mesilla de un improvisado bar. Por un lado se agita la multitud; por otro, una pequeña carpa oval blanquea como un globo dejando filtrar por la lona el gemido de un acordeón. Y todo sucede bajo la gran carpa de follaje que forman los centenarios ficus del Parque Neptuno de Lima.

De pronto, dando tumbos y sonriendo ante las pullas, pasa meneando las caderas Rosario, cantante del «Roxy», que una noche le rompió la cabeza a Prositas, de un botellazo.

Prositas era un zambo muy ladino, banderillero a veces, que más servía para tocar el cajón en las farras. Lo mató una bala perdida durante un movimiento revolucionario. Rosario lleva a tirones un chicuelo que se topetea contra las piernas de las gentes.

—¿Rosario, de ónde sacaste el chico?

—Pue de aquí —retruca golpeándose el vientre abultado—, es mi hijo.

—¡Anda, machorra!

Rosario suelta una carcajada y se pierde entre la muchedumbre. De los tendejones que se alinean más allá del bar formando una especie de calleja, sale un fuerte olor de viandas criollas. Sobre las fuentes se acuclillan gallinas fritas y duermen, como ebrias, cabezas de cerdo entre un grito rojo de ajíes. Los amigos comienzan a beber pisco y una mujer obesa les repite las copas advirtiendo que es puro de Ica y parece que ellos lo saben apreciar.

—¡Claro, señora, claro!

—Sólo que debe tener su poco de mostaza po lo que quema…

Si observamos a los dos amigos, notaremos que uno de ellos nos es completamente desconocido. Delgado y fino, tiene gestos medidos y su cara pálida sonríe con circunspección. El otro, grueso y rudo, ocupa todo su lugar con gesto satisfecho y aun obstaculiza a los bebedores vecinos. Nos hace recordar a Benito Castro. Si lo miramos bien tenemos que convenir en que él es. Sólo que lleva sombrero de paño y un vestido azul de casimir barato y zapatos embetunados y camisa de cuello, aunque no lo ciñe corbata. En su cara hay acaso más gravedad, pero sus ojos siguen siendo vivos y el bigotillo se eriza sobre los labios con la misma prestancia chola. La mesonera del puro de Ica, desde que Benito le soltó la alegre apreciación de la mostaza, lo mira con ojos amables y deseosos de intimidad. Cuando ellos beben, se acerca:

—Vaya, les voy a invitar una po mi lao, para que no hablen de mi pisquito…

En estas y las otras, se fueron alegrando. El hombre flaco y circunspecto se llamaba Santiago y era tipógrafo de la Imprenta Gil, donde había conseguido a Benito una pega. Éste descargaba los fardos de papel, barría los recortes y desperdicios, engrasaba las máquinas. Nunca se metía con los tipos, desde la vez en que hizo un empastelamiento. Cuando Benito cayó en Lima, desempeñó todos los oficios —panadero, mozo de bar, diarero, peón en la Escuela de Agricultura— hasta que paró un tiempo en una lechería modelo. Las vacas le parecían más bien máquinas, con una cabeza para la boca y los ojos y un cuerpo que se iba engrosando hasta que todo se volvía ubres. ¡Para qué dañaban así a los animales! ¡Ahora no podían ni correr! Trabajaba con él un muchacho a quien le dijo que estaba harto de recoger el estiércol de esas pobres máquinas de dar leche y pensaba irse. El joven lo envió donde su cuñado, que era Santiago, y así entró a la imprenta. Pero se asfixiaba. No había espacio allí. Con todo, juntando, tuvo hasta para ponerse futre.

—¿Así que quieres irte? —dijo Santiago.

—Onde sea.

La mujer obesa les invitó otra copa. Santiago estimaba a Benito, pese a que no congeniaban mucho. El tipógrafo se entretenía con lo que contaba su amigo pero éste nunca prestó atención cuándo él quiso decirle algo. Santiago se interesaba por el movimiento sindical y había leído mucho sobre eso, pero Benito apenas le avanzaba algo, respondía: «¡Ah, sí, se parece a mi comunidá, pero mi comunidá es mejor!». Todo lo arreglaba con la comunidad. Santiago se reía. Más gracia le hacía, debido a los gestos y exclamaciones, el relato de la doma de una mula. Benito ya estaba con el pisco en la cabeza y el tipógrafo le removió el asunto.

—¡Ah, mula maldita! Ya te dije que estaba fregao en esa hacienda, durmiendo en un galpón. Cuando velay que pasa un tal Onofre, que era amansador, montando una mula teja. Pa qué, bien hecha la sabida. Con toda suerte pa mí y sin mediar motivo pa que lo haga, la mula corcovea y lo tumba. Se sujetó bien, pero respingaba feo la condenada. Y yo le digo de usté, tovía, que no teníamos amistá: «Don Onofre, déjeme dale una sentadita». Él me dijo que bueno, sin reírse, que no es hombre de avanzar juicios. Monté y la mula, viendo que era otro el jinete, lo hizo pa peor. Corcovo pa atrás, corcovo pa adelante… Y yo: «mula», «mula», clavándole espuela y templando rienda, «mula»…

Benito comenzó a imitar los corcovos y a subir el tono de los gritos. Los bebedores vecinos se pusieron a mirarlo. Realmente, era divertido ver a un hombre tan grande y tan sencillo, aunque su espontaneidad estuviera en buena parte acrecentada por las copas. Pasó a la onomatopeya.

—La mula hasta roncaba… rrrmmm… rrrmmm… y pacatán, pacatán, los corcovos. Metió la cabeza entre las patas y después, la muy bruta, se tiró de espaldas para aplastarme. Rápido me zafé pa un lao y ella jue la que se dio un golpazo con la montura. Volví a montar y siguió corcoveando. Y yo: «so, mula» y dele chicotazo po las orejas y ancas y métale espuela. Cansada y vencida, chorreando, sudor, se paró temblando. Y le di sus dos chicotazos más y su rasgada con las espuelas pa que viera que no le tenía miedo y, como no hizo nada, me bajé… «Se agarra, el hombre», apreció Onofre, «¿ónde aprendió a montar?». Y yo que le digo: «Ónde va a ser: en el lomo de las bestias». Entonces me dijo: «Me gusta su laya de ser hombre… vamos a que me ayude a amansar diez mulas en la hacienda Tumil». «Debo algo aquí», le contesté. Y él: «Pago», y nos juimos…

Benito, que estaba de pie, se marchó, con el gesto, por esos caminos de Dios, pero luego optó por sentarse a la mesa de nuevo. La mujer obesa le sirvió otra copa y los bebedores sonreían complacidamente. También les había gustado su laya de ser hombre.

Una voz sonó sobre ellos:

—Así que celebrando el 28 de julio…

Había allí un hombre bajo y delgado, pero de complexión fuerte, cuyo chato sombrero de paja, inclinado hacia la coronilla, dejaba ver una frente abombada. Los ojos eran penetrantes. La boca desaparecía bajo un bigote que lindaba con una perilla en punta, ambos entrecanos. Vestía un traje de color café y una corbata roja incitaba a verle la gran manzana de Adán que jugaba en un cuello magro. Lo saludaron ambos, Benito sin conocerlo, y el recién llegado tomó asiento.

—Es don Lorenzo Medina —dijo Santiago dirigiéndose a Benito y éste, que ya tenía el pisco bajo los pelos, hizo un gesto. «¿Y cómo sé yo quién diablos es don Lorenzo Medina?».

El tipógrafo agregó:

—El gran dirigente sindical…

Benito no dijo que era mejor su comunidad, pero movió la mano: «ya sé en lo que terminan las historias esas». Como que Medina y Santiago se pusieron a conversar por su lado. Llegó un chofer de plaza que terció en la charla. A sus objeciones, don Lorenzo respondía:

—No, no, yo no soy político. Sólo estoy diciendo una verdad. Cuando los pobres sepamos ser pobres, acabarán nuestras desgracias. Los pobres tenemos el deber de la unión. No la unión casual, sino la unión organizada, el sindicato…

Benito consideraba que la mujer obesa no era tan fea, inclusive tenía bonitos ojos. Santiago le habló para atraerlo a la conversación:

—Podría ser que don Lorenzo te consiga algo allá. ¿No es cierto, don Lorenzo?

—¿Quiere trabajar en el Callao?

—Onde sea, le he dicho…

—Yo tengo un bote y, precisamente, mi compañero en el remo se ha embarcado para Piura…

—Nos vamos —terminó Benito.

Se fueron en primer lugar del Parque, dejando atrás las gentes, los gritos y una diana que ejecutaba una banda de cachimbos con gran decisión. Benito hubiera querido entrar en la carpa, en cuya puerta había un hombre voceando bailes y pruebas. La función duraba quince minutos y costaba veinte centavos, pero los acompañantes no desearían sin duda. Continuaban hablando de enrevesados asuntos y diciendo nombres que nunca oyó. El gritón se desgañitaba: «Vengan a ver bailar a la gitana Yorka». Benito afirmó en alta voz: «Los gitanos roban caballos». Quería contar el caso de Frontino, pero sus amigos no le prestaron atención. Entonces pensó en la mujer obesa del bar. Se negó a cobrarle la parte que le correspondía. El chofer de plaza no estaba ya. ¿Y quién podía entender a esos dos habladores? «No crean que me he mareao, ¿ah?».

A los dos meses, Benito llegó a ser un fletero hábil. Don Lorenzo habría estado muy contento de él si hubiera demostrado mayor interés por los problemas sindicales. Según había observado, los entendía, pero no le importaban. Mejor resultaba la comunidad. Tampoco gustaba de las lecturas que don Lorenzo hacía en alta voz. Hasta que una mañana, el punto crítico fue tocado. Afirmaba el semanario La Autonomía por medio de la voz dura y monótona de Medina:

—En otra sección de este número insertamos un telegrama enviado por un indígena de Llaucán, que denuncia la situación gravísima en que se hallan los sobrevivientes de la horrenda masacre que consumó allí la fuerza pública. Uno de esos infelices sobrevivientes ha sido asesinado por haberse negado a desocupar el terreno que le estaba asignado. Hay que suponer que los que no han pagado con su vida por carecer de medios para saldar los tributos que con el nombre de arriendos abonaban, a causa de la falta de trabajo, han tenido que huir y se hallan hoy en la más cruel orfandad, sin hogar y sin pan…

—¿Y por qué los mataron? —preguntó Benito.

—Por reclamar del alza de arriendos.

Benito blasfemó y se puso a contar de injusticias vistas en su propia provincia y en muchos otros sitios por los cuales había pasado.

—Pero debes saber que uno de esos gamonales a que te refieres, un Óscar Amenábar, salió de diputado. Para que ganara la elección, según ha dicho la prensa opositora, consiguieron que sus haciendas fueran declaradas distritos y pusieran en ellas mesas receptoras de sufragios. Dos mil analfabetos, que según ley no tienen derecho a voto y que nunca hubieran votado por él libremente, figuraron en las actas aumentando el número de sus electores. En la capital de la provincia, sin embargo, ganó Florencio Córdova. Pero los Amenábar falsificaron una firma del acta muy bien. Tan bien que cuando el presunto firmante vino a Lima a reconocer su firma, porque hubo bulla, le mostraron una firma que hizo ahí mismo y la otra, falsificada, después de esconderlas y ponerlas en un aparato especial. El reclamador reconoció la firma falsificada como suya. Fue apabullado…

Y ahí está la mar verdosa y mansa y Benito desatraca el bote y rema. Lorenzo va de pie, viendo que echa el ancla el vapor «Urubamba». Los botes lo rodean. Gritan los fleteros. El barco se bambolea blandamente mientras cae la escala. Los pasajeros prefieren las lanchas automóviles. Las confianzudas gaviotas pasan sobre las cabezas. Lorenzo y Benito logran servir a tres pasajeros de tercera. El bote se llama criollamente «Porsiaca» o sea por si acaso

En ese tiempo los barcos no atracaban a los muelles, o mejor dicho los muelles no avanzaban aún hasta los barcos. El Callao estaba lleno de botes, mucha gente de mar, tabernas vocingleras y humeantes, burdeles escandalosos, tatuajes en los brazos y la angulosa y gris fortaleza del Real Felipe, sobreviviente de la colonia, no era mirada desde arriba por ningún incipiente rascacielos. Y el mar, sobre todo, era todavía un artículo portuario…

Días después, la voz de Lorenzo Medina, leyendo La Autonomía:

—Señor Secretario de la Asociación Pro-Indígena, don Pedro S. Zulen. Los suscritos, naturales y vecinos del pueblo de Utao, comprensión del distrito del valle de la provincia de Huánuco, ante usted respetuosamente nos presentamos y decimos: que el teniente gobernador del pueblo don Juan Márquez, por orden del subprefecto don Roque Pérez, nos obliga a que nos dirijamos a las selvas de El Rápido para que trabajemos en calidad de peones, en el fundo «El Progreso», de propiedad del señor Justo Morán. Hemos puesto resistencia a dicha orden por cuanto es perjudicial a nuestros intereses y no es posible que nos comprometamos a trabajar en un lugar selvático por la mísera suma de treinta centavos diarios, y por el anticipo que, por la fuerza, nos meten en el bolsillo; anticipo ignominioso de dos soles cincuenta centavos. En tal virtud: a usted rogamos se digne gestionar del Supremo Gobierno la adopción de medidas radicales para contener el abuso de las autoridades y defender los derechos de la raza indígena. No somos deudores de ninguno de los señores Morán ni menos a las autoridades políticas. Somos unos humildes trabajadores agrícolas que tenemos nuestros intereses, libres de compromisos y deudas. Deseamos que se hagan efectivas las garantías que la Constitución acuerda a todos los ciudadanos. Utao, 12 de octubre de 1915. Nicolás Rufino, y otras firmas.

—¿Eso, no? —gruñó Benito.

—Ahora verás que no todo es comunidad.

—Ya lo sé; todo no es comunidá. Pero yo, cuando vuelva a mi comunidá…

En el callejón vivían negros, indios, cholos y un italiano. En las noches de sábado se armaban farras en los cuartos del callejón. Guitarras y cajones acompasaban las marineras:

Estaba yo preparando

la azúcar blanca

de mi señor,

y vino una chiquitita

muy remolona:

le hablé de amor…

Yo le dije: —Mi negrita,

quiéreme un poco

por compasión.

Pero la negra bonita,

la picarona, no contestó.

—El cajón —decía Lorenzo— es en este caso una variante del tam-tam africano…

Al final del callejón había un patio y en el patio un caño de agua que caía a una taza de hierro. Ahí se lavaban Lorenzo y Benito, por las mañanas. Ahí lavaban la ropa las mujeres, tendiéndola a secar en cordeles que cruzaban el patio de un lado a otro. Una negra ampulosa solía cantar ciertos valses mientras enjabonaba.

Tenía un marido borracho y se llamaba Pancha. De tarde, vendía buñuelos en la dársena…

Y la voz de Lorenzo Medina:

—Huancayo, 18 de octubre —Secretario Pro-Indígena. Lima.— Pida garantías para los indígenas de Parihuanca. Gobernador Carlos Serna[3] comete atropellos varios, robos. Nuestras quejas en provincias son desatendidas; se nos arrebata animales y dinero. Manuel Gamarra.

—Ah, po allá hay tamién un Zenobio García que es un fregao, aunque a la comunidá nunca le ha hecho nada…

El Callao y Lima tienen las casas achatadas porque nunca llueve, lo mismo que en toda la costa peruana, lo que a Benito le producía una extraña impresión. Realmente, casi todo le parecía raro y había muchas cosas que ver y en qué pensar. Más allá de las zonas pobladas y regadas en las cuales surgían cúpulas de iglesias y árboles, el inmenso arenal se extendía, pardo y ondulado, imitando la piel de un puma. Al fondo alzábanse unos cerros duros y herrumbrosos como el hierro oxidado, bajo un cielo lechoso. Al otro lado, el mar de azul recluso, el gran mar solo, avanzaba a lamer la tierra eriaza y luego volvía hacia el horizonte para traer algún barco.

Y la voz de Lorenzo Medina:

—El Delegado de la Pro-Indígena en Panao comunica a la Secretaría General de esta Asociación que, a mérito de su intervención, se ha conseguido la libertad del indígena Vicente Ramos, que sufría un casi perpetuo secuestro en la hacienda «La Pava». La familia de Ramos encarga hacer presente a la Asociación su más reconocida gratitud por el inmenso bien que acaba de recibir, mediante el cual circula en su choza humilde el aire de la libertad y de la alegría.

—Conozco muchos casos de esclavitud.

Benito Castro supo que Lorenzo, el «gran dirigente sindical», no dirigía nada y ni siquiera formaba parte de ningún sindicato. Por intrigas de las autoridades portuarias lo habían expulsado: primero de la directiva y después del mismo gremio de fleteros, acusándolo de disociador.

—Es cierto —le dijo Lorenzo—, ¿quién te lo contó?

—Carbonelli.

Carbonelli era el italiano que vivía en uno de los cuartuchos del callejón. Tarareaba músicas que Benito jamás había escuchado y se decía anarquista. Estaba sin trabajo y muy pobre y recogía conchas en la playa.

Y la voz de Lorenzo:

—En la obra del ferrocarril del Cuzco a Santa Ana se han cometido atropellos con los indígenas allí empleados, debido a la poca escrupulosidad de la empresa constructora y de las autoridades precisamente encargadas de hacer efectivas las garantías constitucionales. Un numeroso grupo de indígenas de la parcialidad de Huancangalla, distrito de Chichaypucio de la provincia de Anta, manifiesta que el teniente gobernador de aquel lugar los sorprendió una noche cuando dormían en sus eras de trigo y, con los envarados de su dependencia, los hizo mancornar y conducir atados codo con codo, a la cárcel del pueblo, de donde al día siguiente fueron llevados, en la misma forma vejatoria, hasta el lugar de los trabajos y durante el tiempo de ellos no les dieron un centavo siquiera para que atendieran a su subsistencia. Mientras tanto, sus quehaceres, que son muchos en época de cosecha, quedaron totalmente abandonados, y expuestos a perderse y tal vez ya perdidos los productos de sus afanes de todo un año, lo único con que contaban para el sostenimiento de su familia. En esta forma, con pequeñas variantes, son tratados todos los indígenas que las autoridades, convertidas en agentes de los empresarios, mandan al trabajo del ferrocarril a La Convención. Se trata de una reproducción de las tropelías y especulaciones realizadas en anterior ocasión, para llevar la línea férrea de Juliaca al Cuzco, como también en la obra de canalización del Huatanay. Es natural, pues, que los indígenas se manifiesten reacios para concurrir hoy a la construcción del ferrocarril a Santa Ana; la experiencia les ha dado duras lecciones. Nadie niega que los ferrocarriles son elementos de progreso. ¿Pero en nombre del progreso aceptaremos que se veje y se explote a los ciudadanos de un país, por el solo hecho de ser indígenas?

Y Benito:

—Pobres, es duro tener que trabajar a malas. Ya conozco La Autonomía po la forma de las letras grandes. Yo la voy a comprar. Cuando vendía periódicos me pedían El Comercio, La Crónica, El Tiempo y yo entregaba como si hubiera sabido leer…

—¿Por qué no aprendes a leer?

—Si tú me enseñas…

—Te voy a enseñar…

—A… B… C… CH… D…

Mientras tanto, la gente hablaba de que pasaban muchas cosas en el mundo, lejos. Había guerra grande y los hombres morían como hormigas.

Y la voz:

—No concluiré sin manifestarle que la situación de los indígenas en las provincias sublevadas, especialmente en Azángaro, ha sido durante el último quinquenio clamorosa y desesperante. La usurpación de los terrenos de comunidades por el gamonalismo, ahí, ha sido más desvergonzada que en ninguna otra parte. Se han improvisado fincas o ensanchado muchas de las existentes, mediante esa usurpación contra la que ha levantado la voz continuamente la prensa y últimamente ha atraído la atención de los hombres de estudio y aun de las Cámaras. Se han saqueado, incendiado y talado las propiedades de los indígenas y se ha asesinado a éstos sin distinción de mujeres ni de niños. Se les ha sometido a martirios por las autoridades, y la fuerza enviada para mantener el orden no ha servido sino para hacer obra de barbarie en pro de los gamonales, que se apoyan en el centralismo como éste estriba en aquéllos. Actualmente hay aquí un indígena de Potosí que presenta las huellas de los torturantes cepos y de haber sido colgado de los índices por una autoridad subprefectural. Y hay aquí personas de Huancané que no son indígenas, que narran todas las exacciones escandalosísimas del subprefecto Sosa, aun con las personas acomodadas, lo que hace colegir que con el desamparado indio han debido colmar el extremo. Tales horrores se han perpetrado contra el indígena, que a la región de Saman, Achaya y Arapa se la ha denominado el nuevo Putumayo, digno de que la Sociedad Antiesclavista de Londres envíe otro Delegado para que al grito de horror que levante la humanidad, nuestros gobiernos se dejen de remedios anodinos o contraproducentes y adopten una actitud digna de la civilización, que no puede admitir la explotación innominada que se consuma con el indígena.

—Pero vos no sabes, Lorenzo, de la sublevación de Atusparia.

—Sí, sí conozco…

—Pero no con detalles. Jue así…

Benito hizo un largo y animado relato de la jornada. En la pieza estaba también un muchacho que admiraba en Lorenzo al gran dirigente sindical. Medina, cuando Benito terminó, dijo:

—Y todo lo hacen por civilizar al pueblo.

El visitante contó un cuento.

Una muchacha se quedó huérfana y fue a caer en manos de una madrina que era muy mala. Al maltratarla daba el pretexto de que lo hacía para su bien y debido al cariño que le tenía. No bien la muchacha se descuidaba de algo, la madrina tomaba el látigo y se le iba encima. La madrina decía, sonándole: «Te pego porque te quiero, te pego porque te quiero»… Hasta que un día la ahijada, en medio de sus ayes de dolor, le rogó: «Basta de amor, madrinita, basta de amor»…

Y la voz:

—Ayer ha hecho un año que la fuerza pública al mando del coronel Revilla, entonces prefecto de Cajamarca, se constituyó en Llaucán y realizó allí la más horrorosa hecatombe que registra el martirologio nacional de la raza indígena en los últimos años. La bala y el sable del oficialismo criminal acribilló o ultimó, el 3 de diciembre de 1914, a los indígenas de Llaucán, no bastándole masacrar a los que halló reunidos en actitud indefensa y pacífica, esperando la llegada de la primera autoridad departamental, sino que todavía fue de hogar en hogar, no respetando edad ni sexo ni condición, pues niños, ancianos y hasta mujeres en inminencia de dar a luz, o que acababan de ser madres, fueron victimados en sus propios lechos…

—Basta de amor, basta de amor…

También dijo igual la negra Pancha, arrojando al marido borracho a trancazos.

Lorenzo Medina desapareció durante dos días y cuando estuvo de vuelta, casi nadie lo conoció. Se había afeitado el bigote y la perilla, sacrificio inmenso si se comprende que los cultivó durante veinte años después de aprendérselos a cierto dirigente cuyo retrato encontró en cierto libro… A Benito contole que lo hizo para asistir a una importante reunión y a fin de no ser identificado si las cosas salían mal. Había tenido que darse yodo, pues la piel estaba menos atezada en el lugar donde florecieron sus queridos bigotes y perilla…

Y la voz:

—Señor Ministro de Justicia: Los suscritos, indígenas del fundo Llaucán por sí y nuestros hermanos que no saben firmar, ante US. respetuosamente decimos: La tantas veces mencionada matanza de nuestros miembros de familia por la fuerza pública, el 3 de diciembre del año último, nos ha colocado en la imposibilidad de poder satisfacer los arrendamientos vencidos de los lotes que ocupamos en el referido fundo, y conforme a nuestros reclamos precedentes, reiteramos nuevamente ante la justicia de US. se nos exonere del referido pago siquiera para reparar en algo aquella horrenda masacre de que fuimos víctimas, ya que la justicia anda con pies de plomo en tan monstruoso acontecimiento. Como anteriormente hemos gestionado ante US., esperamos nuestra libertad en no lejano día y mientras tanto rogamos rendidamente atienda nuestra solicitud. Por tanto: a US. suplicamos provea en justicia. Hacienda Llaucán, noviembre 8 de 1915 (Firmado): Eulogio Guamán, Basilio Chiza, Manuel Palma, Catalino Atalaya, Dolores Llamoctanta, Eugenio Guamán, Eduardo Mejía, Sebastián Eugenio, José Carrillo, Tomás Cotrina, Vicente Espinoza, Cruz Yacupaico, a ruego de Rómulo Quinto, que no sabe firmar.

Benito interrumpió al lector:

—¿Qué cosa? ¿Rómulo Quinto?

—Así dice: «A ruego de Rómulo Quinto, que no sabe firmar»…

—Rómulo Quinto es un comunero de Rumi…

—Ya no lo será cuando está en Llaucán.

Una angustia profunda sobrecogió el alma de Benito. Entonces contó a su amigo cómo es que salió de la comunidad y por qué no podía volver aún.

Su padrastro se emborrachó durante la fiesta de San Isidro y se puso a gritar: «Aquí, en esta comunidá, no debemos consentir ningún indio mala casta. Yo botaré al primer mala casta». Entonces fue a acogotar a Benito, quien, de un solo empellón, lo tiró al suelo. Su padrastro sacó su cuchilla y él la suya. Benito se asombró de manejar tan bien la hoja filuda. De primera intención se la hundió en medio del pecho. Entonces, como no había cárcel y la iglesia, donde solían poner a los escasos presos, estaba ocupada por los devotos, Benito fue encerrado en uno de los cuartos de Rosendo Maqui. La comunidad debía juzgarlo, pero, por otra parte, el Estado también reivindicaría su sagrado derecho de administrar justicia sobre los «gobernados». A eso de las cuatro de la mañana, Rosendo lo llevó a las afueras del caserío. El caballo blanco, al que después llamó Lucero —«hasta aura tengo pena po mi animal»—, estaba allí ensillado. Rosendo le dijo: «Únicamente vos, yo y la pobre Pascuala, que está llorando, sabemos esto. Te suelto, hijo, ya que el Estao no sé por qué tenga que castigar a los indios cuando no les enseña sus deberes. Lo que me pone intranquilo es la comunidá. Ella sí tiene derecho a juzgarte y quién sabe te absolvería porque vos no has buscao. Pero si demoras aquí, vendrán del pueblo a llevarte preso. Ya lo sabe seguro Zenobio García. De todos modos, quisiera cumplir con mi comunidá, pero tamién me duele el corazón y te suelto. Vete, pues, hijo. Un caballo se puede perder y si algo merezco de ti, que sea un ofrecimiento: no meterte en lo que no convenga. ¿Me ofreces?». «Sí, taita». «Vete, pues, y vuelve cuando haya prescrito el juicio». Le dio una alforja conteniendo sus ropas y el fiambre que había preparado Pascuala, se abrazaron y Benito partió. Volvía la cara de rato en rato, y notaba que Rosendo seguía allá, de pie, en medio del camino, sin duda viéndolo alejarse. Así salió de su comunidad a penar por el mundo. Desde que conoció a Onofre debido a la doma de la mula, fueron juntos por mucho tiempo. Amansaron en Tumil, arrearon ganado, de arrieros llegaron hasta Huánuco y de ahí pasaron a Junín. El tren de la sierra los dejó un día en la estación de Desamparados. ¡Lima! Benito la consideró siempre muy lejana y ya estaba pisando sus calles. Onofre sabía leer y consiguió un puesto en las salinas de Huacho. Él entró en la panadería…

Nosotros, por nuestro lado, debemos recordar que aplazamos la explicación de la actitud del alcalde ante Benito en relación con su alejamiento de la comunidad. Ahora, después de haber visto sus vidas de muchos años, creemos que el asunto es aclarado por los mismos hechos en todas sus proyecciones y orígenes.

Benito dijo luego:

—En todo tiempo, he recordao a mi güen viejo Rosendo. Espero encontrarlo tovía. Es juerte y durará cien años. Lo que te cuento sucedió en 1910. Ahora volveré sabiendo leer. ¿Quieres repasarme la lección? No creas que desoigo todo lo que hablas, pero, a lo mejor, si te acepto mucho, me metes en cosa que no convenga… Yo quiero volver a mi comunidá.

—¿Así que por eso te has estao haciendo el tonto?

—Y tamién, ¡tanta cosa! Uno no puede pensar en todo. Tanto asunto nuevo, el puerto, el callejón. Carbonelli, la negra Pancha, que te aclararé que me gusta, y tú con el sindicalismo y la lectura, y las crónicas con el dolor del pueblo y eso de Rómulo Quinto, que debe ser otro, y la guerra que hay po el mundo y lo demás… A veces me ha dao vueltas la cabeza y mi ignorancia me causó mucha pena…

—Hombre, Benito, ya sé te aclararán los asuntos. En pocos meses no se puede estudiar todo. Ven: ¿estamos en Pato o en La fruta verde?

Lorenzo Medina abría el Libro Primero de Lectura.

—Estamos en Rosita y Pepito

—¿Ah, te adelantaste solo? Bien, bien…

Benito caminaba por las palabras como por altas montañas a las que es grato vencer.

Y la voz:

—La quincena pasada ha sido trágica en este asiento minero de Morococha. Se han sucedido los accidentes con resultados fatales en los distintos trabajos que se hacen aquí. No son, en una gran mayoría de los casos, culpa ni ignorancia del trabajador la que los produce ni las casualidades intervienen en ellos, sino que ocurre por la ninguna seguridad de que se rodean las labores de las minas. Ricardo González fue una de las víctimas de accidente del trabajo en la mina «San Francisco». El disparo de uno de los taladros le cortó la vida instantáneamente. Antonio Munguía, que trabajaba como contratista en la mina «Ombla», perdió la existencia aplastado por una piedra. Lorenzo Maya, en la mina «Gertrudis», sufrió quemaduras en las manos por una corriente eléctrica. Una sencilla india chacania, de Pucará, fue cogida por el tren y dejó la vida y su cuerpo mutilado sobre los rieles. En la mina «San José», que corre a cargo de los señores Tárrega e hijo, el operario Santos Alfaro cayose a un pique y ahí quedó yerto. La viuda de este hombre que deja siete hijos en la orfandad, al cancelar la deuda de Alfaro, además de los gastos de entierro, recibió como indemnización diez soles.

—Y ésas son minas de peruanos.

—De peruanos son.

Lorenzo Medina no pudo disertar sobre la necesidad del sindicato esa noche. Una formidable explosión conmovió al puerto. De las paredes del cuarto de nuestros amigos cayeron algunos terrones. Lorenzo y Benito salieron a la calle. Se habían roto los vidrios de las tiendas. La gente corría hacia el mar diciendo: «Fue en la bahía». Ellos acudieron también. Los muelles de fleteros y de guerra hervían de gente. Un lanchón cargado de dinamita había estallado, nadie sabía por qué. Faltaba vigilancia. Acaso un pescador de los que emplean dinamita la estuvo hurtando y dio un mal golpe. Lo peor era que se habían hundido muchos botes. ¿Por qué atracaron al lanchón entre todos? Lorenzo y Benito buscaron mucho su bote. El «Porsiaca» no estaba por ningún lado. Tal vez se había desamarrado solamente. Prestaron una falúa y bogaron en la noche por la bahía. Potentes reflectores iluminaban el mar, que ondulaba con reflejos plateados. Los pasajeros de dos grandes barcos se agolpaban en las barandillas mirando con curiosidad. Otros fleteros buscaban también sus embarcaciones. No había sino pedazos de tablas. Benito se inclinó levantando una. En letras blancas sobre el fondo verde se leía: «Porsiaca».

Entonces comenzaron muy malos tiempos. Nunca produjo mucho el pequeño «Porsiaca», debido a la competencia de las lanchas automóviles, pero por lo menos les dio para comer. En un restaurante japonés pagaban un sol al día. Ahora…

Lorenzo vendió algunos libros y algunas ropas. Benito su vestido de casimir. Caminaban por calles apartadas buscando los figones más baratos. Los japoneses, en cuchitriles llenos de humo y olor a fritura, vendían un trozo de pescado y una yuca por cinco centavos. Benito quiso contratarse de estibador, pero, por andar en compañía de Lorenzo, también estaba fichado como agitador peligroso. Fue a Lima en busca de Santiago. Ya no había lugar en la imprenta. De vuelta, bromeó:

—Si acaso hubiera salido por algún lao la mujer gorda del parque. Pero las mujeres gordas nunca aparecen cuando se las necesita…

Quien pasaba todos los días frente al cuarto era Pancha, la buñuelera, de ida a la dársena o también de vuelta, con su sartén y su brasero y sus andares rítmicos y su sonrisa de brillantes nácares…

Llegó el tiempo en que Lorenzo y Benito padecieron hambre. Entonces Carbonelli los llevó a la playa y se pusieron a recoger conchas, como todos los que no tenían qué llevarse a la boca. En un muro bajo, frente al mar de lento oleaje, prepararon su comida. Las conchas fueron abiertas y colocadas a lo largo y ancho del muro, como en un azafate de cuatro o cinco metros. Después, uno cogió los limones, otro la sal y otro la pimienta —Carbonelli tenía estos ingredientes en una bolsa— y avanzaron rociando las almejas sensibles y vibrátiles. El crepúsculo se encargó de guisar mejor el humilde potaje. Y los tres hombres comenzaron, por un extremo, a servirse fraternalmente. A medida que avanzaban, las pequeñas conchas vacías iban cayendo al mar. Un mar verdoso y mansurrón, sobre el cual ondulaba un blanco vuelo de pájaros…