No sabemos con precisión cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vimos a Rosendo Maqui en la cárcel. Quizá un año, quizá dos. Para el caso, podría hacer seis meses solamente. En la prisión el tiempo es muy largo mientras avanza, si uno mira el día que vive y los que tienen que vivir bajo la presión de los muros. Cuando ya ha pasado, el tiempo es una cantidad imposible de medir, llena de dolor, pero vacía de acontecimientos, y ellos son, en buenas cuentas, los hitos del pretérito. La uniformidad de los días tiende a reunirlos en un solo bloque y apenas hay vagas señales formadas por las lentas incidencias del proceso, la salida o la muerte de los prisioneros, también el ingreso de ellos hasta el momento en que son parte, con toda su historia, de la rutina del penal, el dolor especial de alguno, ciertas visitas, ciertas palabras. Pero la vida se advierte fundamentalmente estafada y bien comprende que todo eso no hace ningún caudal válido y los días pasan y pasan y tornan a pasar formando el tiempo de veras perdido. ¿Cuánto? El calendario puede marcar fechas. El hombre siente como que ha dejado atrás un camino largo y nocturno que sólo le marcó la huella de un fatigado padecimiento.
Para los presos, especialmente para Rosendo, el ingreso del Fiero Vásquez fue una fecha memorable. Pero, poco a poco, se lo oyó, se lo conoció, se supo cuánto le había pasado y de todas maneras fue resbalando paulatinamente al camino largo y nocturno.
Rosendo tenía también otros recuerdos del tiempo de prisión. Correa Zavala se batió bravamente defendiéndolo. El peritaje sobre marcas hizo ver que la de Casimiro Rosas era muy nueva y no pudo ser puesta al toro mulato sino en fecha reciente, en cuyo caso la quemadura habría ofrecido otras características. Nadie pudo probar que Rosendo habría incitado a Mardoqueo ni que fuera cómplice y encubridor del Fiero o Vásquez. Entonces, para impedir que saliera, lo enjuiciaron por sedición, sometiéndolo al fuero militar. Correa Zavala se sintió muy abatido. Rosendo le dijo:
—No se apene y pa mí no es sorpresa. Ya le hablé qué pensaba de los enredadores con la ley. Hasta que estuve en la tierra, sobre el campo de labor, de todo hice confianza. Desde que llegué pa acá, güeno… espero que tenga más suerte con los otros indios.
Honorio fue sacado, muerto, sobre un crudo. Estaba hecho una cruz humana. Le habían tapado la cara con el sombrero, pero los pies y las manos, amarillos y descarnados, tenían un gesto clamante. Cuando Correa Zavala llegó con la orden de libertad, feliz de haberla obtenido, ya no lo encontró. Jacinto Prieto salió vivo, por lo menos.
Su hijo hizo grandes esfuerzos y hasta se entendió con el Zurdo para que desistiera de la demanda, pero el juez dijo que estaban en pie otras declaraciones en contra y que debía seguir de oficio la causa porque la ley no daba marcha atrás en la sanción de delitos probados. Un agente llegó a «sugerir» a Jacinto que sin duda obtendría su libertad entregando una carta que sería publicada en La Patria —diario que comenzaba a circular en la provincia obsequiado por Óscar Amenábar—, alabando el correcto comportamiento de las autoridades. Jacinto recordó todo lo que había gritado en contra del juez y el subprefecto denunciando sus injusticias y respondió que no escribiría nada. Se golpeó el pecho con aire de reto y agregó que en él había nacido un hombre que jamás sería cómplice de las tropelías. Entonces, muy optimistamente, se puso a redactar una larga carta para el mismísimo Presidente de la República.
—Ah, Rosendo —le cuchicheaba eludiendo posibles delatores para que la carta no fuera interceptada—, he escrito contando todo mi caso y lo que he visto. Ningún abuso se me ha escapao. El Presidente tiene que leerla ¿no es cierto? También le digo que aconsejé a mi hijo que hiciera su servicio, que siempre he querido a mi patria y más sea aquí, en medio de tanta injusticia, la sigo queriendo aunque a veces me duele ver cómo deja que se abuse de los pobres… ¿No te parece, viejo, que el Presidente oirá una voz sana, honrada, salida del pueblo? Yo creo que vamos a tener cambios, vas a ver. Lo que pasa es que nadie le dice nada al Presidente y él vive creyendo, po lo que le engañan los interesaos, que todo es güeno… Nosotros debemos hacernos oír tamién. Ya verás, ya verás, Rosendo. ¿Tú qué dices? ¿Po qué te quedas callao? Tú te has botao a muerto.
Tiempo después, un día domingo, el herrero recibió de manos de su hijo una elegante tarjeta que lucía, en el extremo superior, el escudo peruano grabado en colores sobre la inscripción: «Presidencia de la República». Un secretario decía a Jacinto que el «primer mandatario» había tomado nota de su carta y que las apreciaciones contenidas en ella estaban ya en conocimiento de las autoridades superiores respectivas. Los términos empleados eran atentos, y en general, Prieto se sintió halagado. Tarjeta en mano, dijo a Rosendo:
—¿No ves? Aquí tienes los resultaos de hablar claro y de irse po lo alto. ¿Quiénes son las autoridades superiores? Los Ministros… El Presidente les preguntará: ¿y qué hay del asunto que les encomendé? Límpienme la administración pública de indeseables. Indeseables, claro, dirá po moderación, po no decir ladrones y sinvergüenzas… Ya verás los cambios, Rosendo. Tienen que investigar, en todo caso, y yo enseñaré a la gente para que cante las verdades.
Y el tiempo siguió pasando y nada de lo esperado por Jacinto ocurrió. Uno de los pocos que salieron fue el estafador Absalón Quíñez. Se marchó diciendo que la cárcel era para los zonzos. Días después consiguió libertar al muchacho pastor de cabras, llamado Pedro, con quien había seguido intimando. Prieto, en cambio, recibió notificación de que sería conducido a la capital del departamento para comparecer ante el Tribunal Correccional. Entonces explosionó, clamando furiosamente:
—Mentira… mentira… todo es mentira: no hay justicia, no hay patria. ¿Ónde están los hombres probos que la patria necesita? Todos son unos logreros, unos serviles a las órdenes de los poderosos. Un rico puede matar y nadie le hace nada. Un pobre da un puñete juerte y lo acusan de homicidio frustrao… ¿Ónde está la igualdad ante la ley? No creo en nada, mátenme si quieren…
Los gritos de Jacinto Prieto llenaban la cárcel y salían a la calle.
—Que me condenen. Algún día saldré. Haré cuchillos, haré puñales pa repartir entre el pueblo. Meteré dinamita. ¡Que reviente todo! Apresan al Fiero Vásquez que siquiera se expone. Ellos son más ladrones y criminales, ya que roban desde sus puestos amparados po la juerza, po la ley. Ese subprefecto, ese juez… Explotadores del pueblo, y la patria los consiente y los apoya. ¿Qué es la patria? ¿Pa qué sirve? Es lo que quiero que alguien me explique… Hay que ensartar a los ladrones y logreros: entonces habrá patria. Yo haré mi parte: Yo mataré a unos cuantos bandidos solapaos…
Fueron los gendarmes a hacer que se callara, dándole feroces culatazos. Prieto se defendió en un rincón de la cuadra como un toro acosado por una jauría, pero al fin fue derrotado por el número y cayó exánime. Arrastrado le llevaron al calabozo de la barra y lo torturaron. La barra es un sistema de largueros que impide al supliciado sentarse tanto como estar de pie.
Prieto salió de allí muy abatido y se estuvo varios días sin reunirse con nadie, aislándose en la cuadra y en el patio durante las horas de sol. Su paso ya no era tan firme y daba la impresión de que los zapatones le pesaban. El Fiero Vásquez lo llamó aparte y le dijo:
—Amigo: el asunto ya no se arreglará con una carta en el diario, porque eso le molesta a usté, pero puede pagar. Le doy mil soles y con eso se olvidarán de sus gritos y lo soltarán…
Jacinto admitió:
—Gracias, pero es triste renunciar a obtener justicia…
Se marchó a su casa, una semana más tarde, como un hombre devorado por la cárcel.
La situación de los otros presos no había cambiado. Algunos nuevos ingresaron y, durante algunos días, contaron sus historias. Tenían escuchadores principalmente porque, a través de ellos, entreveían el mundo exterior, el mundo de la libertad. Era ésta muy difícil y parca, pero se la amaba en la vida de igual modo que al rato de sol dentro de los muros. Mas los presos nuevos se iban saturando de cárcel y nada quedaba ya, al cabo de unos días, sino la monotonía.
Rosendo miraba su vida de prisionero encontrándola completamente estéril, negada a toda creación. Una vez llegó a visitarlo la vieja comunera Rosaria, con sus arrugas, con su espalda encorvada, con su fatiga creciente. Diose el pesado trajín en su honor y el anciano alcalde estaba muy agradecido. El pequeño nieto podía ya expresarse y correteaba simulando arrear el ganado…
Un día metieron al Fiero Vásquez a la propia celda de Rosendo. De la 4 pasaba a la 2. Las autoridades los consideraban ya compañeros de proceso y, sobre todo, reuniendo al comunero con el bandido, querían envolver a Rosendo y toda la comunidad en la misma atmósfera delictuosa y culpable. Quienes han sufrido la cárcel saben que los traslados de presos, muchas veces, son signo de lo que está ocurriendo en el papel sellado. El Fiero Vásquez fue acusado de cuanto asalto, robo y homicidio se había cometido en la región desde hacía años. Hasta por la sustracción del expediente lo procesaron. Nada lograban probarle, sin embargo. Sobre las mercaderías encontradas en su poder, declaró que se las había comprado a Julio Contreras, o sea al Mágico. El juez dispuso que éste compareciera, pero no se lo pudo encontrar por ninguna parte. El Fiero declaraba calmadamente y como ordenando con su acento autoritario que le creyeran. El juez, sabiéndolo en sus manos, no se daba el trabajo de acosarlo mucho. Por momentos, hasta tomaba una actitud que quería decir: «Yo no te reclamo sino Amenábar. ¿Para qué te metiste con los comuneros?». Con todo, para mayor seguridad y justificando el proceso por sedición contra Rosendo, acusaron también al Fiero de ese delito. Había cooperado en el «movimiento» de Rumi, donde murió uno de sus secuaces. Entonces fue cuando lo condujeron, después de interrogarlo una vez más, a la celda del viejo alcalde. Eran cómplices.
El Fiero Vásquez, quemado por la intemperie, de negras vestiduras siempre, se habría confundido con la oscuridad de la celda de no brillar su ojo pardo y de no blanquear su ojo de pedernal y su gran dentadura sonriente. Su voz, poderosa y cálida, trabajaba la simpatía de Rosendo y el viejo concluyó por admitir que ese hombre había sido bueno en otro tiempo. A ratos, parecía que se despojaba de todas sus culpas y era de nuevo el muchacho que hasta recogió boñiga para ganar el pan de su madre. De todos modos, la dinámica y violenta personalidad del Fiero Vásquez llenaba la celda de cuatro varas de ancho por cinco de largo, terminando por arrinconar al anciano sobre su lecho. Rosendo comprendió que era una victoria natural de la fuerza y sentábase tranquilamente sobre la cama mascando su coca. Se llevaban bien, pero no sería exacto decir que intimaban.
—Viejo —exclamó el Fiero—, hubieras visto ese asaltito de Umay. Hasta donde estábamos se escuchaban los gritos de doña Leonor y sus hijas y la chinería. Pa decirte la verdá, los caporales jueron los que pararon. A don Álvaro ni lo vimos y eso que parece un propasao…
—Sí —respondía Rosendo—, ¿qué se sacó? Que murieran dos caporales, es decir dos pobres como nosotros, pero extraviaos…
—Vos eres muy humanitario, Rosendo; eso es lo que te ha hecho daño. Debemos atacar sin compasión…
—Pa matar pobres, los ricos se defienden con pobres…
—Que se frieguen los pobres si son zonzos…
La conversación languidecía.
Lo que Rosendo comenzó a admirar en el Fiero era su capacidad para captarse voluntades. Sin necesidad de amenazar con sus secuaces, arma que empleaba en contadas ocasiones, su influencia crecía progresivamente en la cárcel. El alcaide, diciendo que el bandido iba a prestar declaración, lo conducía a su propio despacho para que conversara a solas con sus visitantes. Los gendarmes le llevaban recados y le hacían compras. Uno le confió que, entre ellos, había varios que recibían dinero de Óscar Amenábar para que lo vigilaran de modo especial. El Fiero Vásquez, más que con su dinero, conquistaba a todos con su coraje, su serenidad en la desgracia y una corriente de simpatía que sin duda circulaba por su sangre. Aclaramos de una vez que no tenía mucha plata. Siempre la compartió generosamente con su banda, derrochando por su lado la parte que le tocaba. De los cuatro mil soles que le envió Doroteo, obsequió mil a Jacinto Prieto, otros mil dio a Correa Zavala para que lo defendiera y el resto se le fue de las manos entre los presos, algunos gendarmes y cierta gente de la calle que le hacía servicios. Después recibió mil soles y la noticia de la muerte del Mágico. Corrieron igual suerte los soles, pero la noticia le duró más, saboreándola durante muchos días. Bueno es advertir que una parte de este dinero fue dado a Casiana, que iba de visita, cada cierto tiempo, llevando a su hijo. De una nueva remesa más pequeña, defendió a todo trance doscientos soles que destinaba a una finalidad muy importante.
—Viejo, necesito esta plata pa algo güeno.
Un día fue el alcaide a sacarlo para que recibiera una visita nueva.
—¿Mujer? —inquirió el Fiero.
—Mujer, pero no le pregunté su nombre…
El bandido dijo a Rosendo, muy emocionado:
—Se me ha puesto que es la Gumercinda.
Volvió a las dos horas.
—Jue la Gumercinda, Rosendo, mi mujer, mi propia mujer, la que tuve en el Tuco. ¿Te acuerdas? Creo haberte dicho. Esa mujer que tamién estuvo en la cárcel. Al saber mi prisión, desde Cajabamba se ha venido. ¿Qué voy a contarte todo lo que me ha dicho? Menos mal que sanó de su enfermedá y, saliendo de la casa del juez, se enmaridó con un zapatero. Está muy acabada, mucho ha padecido. Lloraba la pobrecita y a mí me faltó poco pa llorar tamién. Y al abrazarla, sentía como que abrazaba al tiempo de felicidá que viví con ella. Se quiso quedar, servirme, separarse del hombre que tiene de marido. Yo no la dejé, yo le dije que se juera, que viviera tranquila sabiendo que la quería siempre, pero sin volver conmigo, ya que sería más desgraciada. Le di los doscientos soles y se jue. Me ha costao trabajo dejala irse, pues es cierto que la quiero, así acabada como está, no importa…
Estuvo pensando en Gumercinda obstinadamente y en un momento manifestó que iba a ordenar que la llamaran, pero el domingo, junto con los comuneros, llegó Casiana llevando al niño. El Fiero jugó con su hijo, que comenzaba a caminar, y lo alabó diciendo que sería un hombre alto, fuerte y valiente. Al siguiente día, lo que ordenó fue que le consiguieran plata, porque, «viejo Rosendo estoy preparando algo muy güeno».
Correa Zavala entró con la noticia de que Óscar Amenábar había lanzado su candidatura a la diputación por la provincia. Su padre, don Álvaro, continuaba en Lima y seguiría allí, nadie sabía hasta cuándo. Bien visto, quien debía saber era una amante francesa con la cual estaba enredado. Ostensiblemente, simulaba dedicarse a la salvación de la provincia, pero las cartas a sus amigos y a su familia eran cada vez más escasas. Sus enemigos decían que lo único que había hecho era conseguir el envío de la tropa que batió y apresó al Fiero Vásquez y desarrollar todo género de intrigas en favor de sus intereses, terminando por lograr el apoyo oficial a la candidatura de su hijo. La señora Leonor, que estaba enterada por amigos de las veleidades de su marido, se disponía a viajar a Lima, acompañada de una de sus hijas. En realidad, don Álvaro debió volver hacía mucho tiempo, pues consiguió todo lo que le convenía con prontitud. Ahora, escribía de vez en cuando diciendo que vigilaba los estudios de José Gonzalo —interno en un colegio— y preparaba volantes para la campaña eleccionaria. Tan poderosas razones terminaron por convencer a doña Leonor y el viaje era un hecho.
Cuando Correa Zavala se fue, el Fiero dijo a su compañero de celda:
—¿Qué te parece? ¡Lo que es la suerte! Ustedes, los comuneros, deben agradecer a esa francesa propasada que tovía no los hayan liquidao. Pero ya se cansará cualquiera de los dos y don Álvaro ha de regresar a ocuparse de sus asuntos y su ideal, que es hundir a los Córdova. Con el hijo diputado, peor… Pero Correa Zavala no sabe una cosa que yo sé: los Córdova están ya en movimiento y son cuatro decididos. Van a lanzar la candidatura de Florencio Córdova. Ya verás, Rosendo…
Esa misma noche crepitó un violento tiroteo en la plaza. La puerta de la tienda de don Segundo Pérez, capitulero de los Amenábar, quedó convertida en un harnero. A los pocos días anunciose la candidatura de Florencio Córdova. En la noche, la puerta de calle de la casona de los Montes, grandes amigos de los Córdova, fue volada con dinamita. La campaña electoral había comenzado.
La señora Leonor partió en viaje a Lima, llevándose a todas sus hijas.
Gente armada se encerró en las casas de los Amenábar y los Córdova. De noche, ambos bandos destacaban patrullas con el propósito de proteger a sus amigos y, al encontrarse, causábanse bajas. Los gendarmes tenían órdenes de ayudar a los Amenábar, pero, debido a que no había alumbrado público, pues los faroles fueron rotos a tiros, una vez sufrieron bajas ocasionadas por sus mismos favorecidos.
La capital de la provincia ardía bajo el plomo, los viva, los muera y los pronósticos. El Fiero Vásquez, al escuchar los tiros, se cogía de los barrotes de la ventanilla y gritaba con todas sus fuerzas: «¡Viva Florencio Córdova!». El estrépito de la lucha lo excitaba y enardecía. Los presos comenzaron a sospechar que el Fiero Vásquez podía escaparse. Tanto como ellos, recelaban los Amenábar y las autoridades. La guardia nocturna de la cárcel fue doblada. Ocho gendarmes eran ahora los que torturaban con sus gritos la vigilia de los prisioneros.
De día, el Fiero hablaba con calor de sus luchas.
—Ah, viejo Rosendo. Me mandaron tropa, pero yo la burlé dos meses. ¿No me hicieron aparecer robando el expediente? Fue una idea. Cinco hombres de vestido negro, en caballo negro, armados de fusil y seguidos de otros carabinudos, trotaron po un lao y otro. El Fiero Vásquez está po Uyumi, el Fiero Vásquez está po Huarca, está po Sumi, está por Callarí, está po… más lejos: lo han visto yéndose al sur… Eran mis gentes. Los aporreados gendarmes y los cien hombres de tropa no sabían qué hacer. Hasta que mataron a un Fiero —¡pobre Obdulio!— y se vinieron a dar cuenta. Entonces la suerte se puso de su lao y cayeron al sitio que menos se podía escoger pa guarida. Allí estaba yo. Menos mal que escaparon Doroteo y otros seis. Aura se han reunido y, viejo, como sabes, estoy preparando algo güeno. Con las elecciones se ha puesto mejor la cosa. Lo que todo el mundo pregunta es por qué no me mataron esos propasaos, como mataron a varios de mis compañeros. Yo, valgan verdades, estaba rezando la oración del Justo Juez, que creo que es güena porque Doroteo salvó, y mejor. Pero pienso que tamién jue que la muerte del pobre Obdulio ayudó a la oración. La tropa cazó ese Fiero y dio la noticia, que voló. Cuando llegaron los gendarmes, al reconocer el cadáver, aclararon la cosa: no era ése el Fiero de verdá. El dijunto era más güenmocito. Pero ya la nueva se había esparcido y la gente se rió. Después, pa que no creyera el pueblo que era mentira que me habían cazao, me llevaron vivo… ¡Pa todo hay que tener suerte!…
El Fiero recibió plata cierto domingo y el herrero le envió, por medio de Correa Zavala, un pequeño paquete que el bandido se apresuró a guardar diciendo que eran unos aros para que jugara su hijo. A la hora del sol, un cholo se le acercó a pedirle un cigarrillo y se pusieron a conversar paseando. Caminaron hacia allá —poncho negro, poncho habano— y llegaron hasta el zaguán. En la celda, el Fiero escondió entre sus cobijas un revólver.
—Ya ves —le dijo a Rosendo—, el alcaide sigue de amigo, pero se ha puesto algo saltón y registra mucho a todas mis visitas…
El Fiero mascaba con cuidado las presas de gallina y los churrascos enviados por la dueña de una chichería, comadre suya, que lo atendía con la comida. Durante un almuerzo se extrajo de entre los dientes un pequeño rollo de papel. Brilló su ojo pardo mientras leía a la incierta luz de la ventanilla, y luego la boca floreció toda la albura de su sonrisa. Fea y hermosa era la faz, resuelto el ceño.
—Aura —le dijo a Rosendo—, aura es. Vámonos. En la noche, aprovechando la oscuridá, Doroteo y seis más vendrán a la casa vecina, la que da al muro viejo del patio del sol. Tendrán callaos a los habitantes, claro. En este paquete, el que nos trajo el dotor, hay ganzúas hechas por Jacinto. Po la ventanilla se alcanza al candao. Salgo y le ajusto el pescuezo al gendarme que pasa po acá y lo mato. Luego corremos al zaguán y pasamos al patio del sol. Aura, con la doblada de guardia, ponen un gendarme abajo en ese patio. Le doy un tiro con el revólver si no lo puedo sorprender. De la casa vecina sueltan una soga po la que me trepo. Los dos gendarmes del lao izquierdo del techo están compraos y dispararán al aire. Contra los dos del otro lao, tirarán Doroteo y su gente a matalos. Claro que ellos pueden matarme primero mientras trepo, pero la noche es oscura y los compañeros romperán el farol de ese patio apenas me vean… Vámonos, Rosendo. Te dejaré subir primero…
—Soy muy viejo… no podré trepar…
—Ellos te jalarán…
—Falta ver si sirven las ganzúas…
—En el caso que sirvan…
—¿Y si por casualidá no han asaltao la casa y vas y no encuentras soga?
—La asaltarán de todos modos y si les falla, harán unos tiros pa que yo sepa…
—Pueden ser tiros de los políticos y, si no vas, ellos se pasarían la noche esperando de balde…
—Esto sería mucha mala suerte… Vámonos.
Ambos hablaban con vehemencia.
—Pero al oír el tiro que le das al gendarme, irán los de la puerta… y otros saldrán a rodear la manzana…
—Pa eso está el fuego de Doroteo, pa contenelos en el zaguán y habrá que ir luego antes que rodeen y en todo caso, abrirse paso metiendo bala. Con la oscuridá de las calles todo se facilita…
—Yo estoy muy viejo, te atraparán po mi causa, debido a mi debilidá y calma pa moverme. Esa trepada y los tiros sobre ti, que estarás abajo…
—No me importa, oye. Siempre me has parecido un güen viejo y en tu comunidá me han recibido. Ésa ha sido la segunda parte onde encontré amistá. Con algo te corresponderé… si muero al pie del muro, no importa…
—Déjame pensalo —terminó Rosendo.
Los dos prisioneros, después de almorzar, se retiraron a sus lechos. Los rincones eran oscuros y apenas podían verse las siluetas. Rosendo se puso a mascar su coca. El Fiero prendió un cigarrillo y revisó las ganzúas y la carga del revólver. El viejo consideraba lo que podía sucederle en caso de que lograran escapar. El bandido sólo se preocupaba del éxito de la fuga misma. Más allá del muro, quedaba su mundo de riscos, cavernas y balazos. ¿Qué le importaba lo demás? Correa Zavala ignoraba completamente el plan, pese a que llevó, sin saberlo, las ganzúas. El Fiero, durante todo su proceso, jamás le habló de fugar. Lo único que le dijo fue, que no se hacía ilusiones y deseaba permanecer en la provincia el mayor tiempo posible para arreglar ciertos asuntos familiares. Correa Zavala pidió una diligencia y otra a fin de demorar el traslado del Fiero a la capital del departamento. Entretanto, Vásquez preparaba su evasión.
—Fíjate, Rosendo —musitó en cierto momento el Fiero, interrumpiendo las cavilaciones del viejo—, todo está en llegar a la calle. La falta de luces ha facilitao todo. Po más que salgan los gendarmes a perseguirnos, a la güelta de una esquina ya no nos verán. Esos mismos gendarmes no podrán perseguirnos po el campo, debido a que están ocupaos en las elecciones. ¿Y si gana Florencio Córdova? Mejor. Yo ordené que el Abogao le hablara y él jue una noche y don Florencio le dijo que me podía necesitar si la cosa apuraba. Estas elecciones las ganará el que más pueda intimidar a los votantes.
—Lo estoy pensando —respondió el alcalde.
En el patio del sol, el Fiero conversaba tranquilamente, como todos los días, y Rosendo, sentado en el banco que le dejó de recuerdo Jacinto Prieto, callaba con obstinación. Uno de los presos trató de sonsacar al Fiero, por curiosidad propia o por cuenta ajena, preguntando:
—¿Y qué le parecen, don Vásquez, las elecciones? ¿Quién ganará?
El Fiero respondió:
—Las elecciones me parecen igual que siempre. Mis simpatías, claro, están con don Florencio Córdova, pero creo que ganará Óscar Amenábar. Es decir, debido al padre. El padre es un gallazo. Yo tendré pa pudrirme en prisión, aunque no me puedan probar nada…
Rosendo Maqui tuvo que contenerse para no sonreír. Algunos presos opinaron que estaba corriendo más bala que en otras ocasiones. El cholo del barrio de Nuestra Señora manifestó que él, de hallarse libre, repetiría su acción de guerra contra el campo de Amenábar, porque no podía ver a ese tagarote. Se armaron grandes discusiones sobre cuál de los candidatos era más malo. El recuerdo de tropelías fue largo y bastante confuso. Camino de las celdas y cuadras, llegaron a la conclusión de que Amenábar era el peor, pues los Córdova hacía como ocho años que no despojaban a nadie, en tanto que estaba fresco el recuerdo de lo ocurrido en Rumi y ahí, entre ellos, tenían al buen viejo Rosendo como un ejemplo…
En la celda, Rosendo, habló:
—Te agradezco, amigo. Vos no crees del todo que ganará Amenábar y yo sí. ¿Qué sería de mí en este caso? Vos tienes la puna, las cuevas, los caminos, la salú y la juerza pa irte po, un lao y otro. Yo soy un viejo inútil pa la lucha con el cuerpo. Al triunfar Amenábar, me perseguirán y agarrarán y si no, peor. Con el pretexto de buscarme, cometerán mil abusos con la comunidá. No arreglo nada fugándome. Si salgo de aquí, que no creo, saldré pa ver la tierra cultivada, pa alegrarme con su contacto… La fuga y el escondite son pa mí como la cárcel y peores… ¡Y tanto comunero que puede morir y padecer po mí sin que sea necesario!
El Fiero Vásquez entendió la voz del hombre de su pueblo y de su tierra, y contestó:
—Güeno…
No podían hablarse. Estaban definitivamente separados, como ausentes, tal si ya se hubiera producido la fuga. El Fiero se paseaba de pared a pared y Rosendo, acuclillado sobre su lecho, lo miraba. El uno pensaba en lo que debía hacer. El otro, en lo que no haría. A ratos se encontraban razón, pero a la vez sentíanse muy lejos el uno de otro. Así pasaron las últimas horas del día y llegó la comida y el anochecer. Rosendo, mientras sorbía su sopa pensando que desde esa noche se quedaría solo de nuevo y después, sin la charla del Fiero, mascaría todas las ausencias junto con la comida y la coca, pudo decir:
—Tengo pena de que te vayas.
—Tengo pena de dejarte —respondió el Fiero.
A las ocho, cuando pasaba el relevo, el Fiero llamó a uno de los gendarmes:
—Guardia, ¿quiere hacerme un bien?
El gendarme se acercó y puso, como al descuido, la mano sobre la ventanilla.
—¿Podía comprarme una cajetilla de cigarros?
—Lástima que no —respondió el gendarme—, ya ve que voy al relevo.
Mientras tanto, el Fiero le metió entre los dedos un pequeño rollo y luego el gendarme siguió su camino diciendo que había presos muy exigentes a los que se debía poner en su sitio.
—Aura, Rosendo, son cuatrocientos soles pa él y su compañero. Estos pobres ganan treinta soles mensuales…
La noche avanzó lentamente. Sonaron unos tiros lejanos. Doroteo sabía que, en caso de fallar, debía hacerlos cerca. Rosendo escuchaba con tanta atención como el Fiero. En las cuadras sollozó durante mucho rato un yaraví. Después se hizo el silencio. El gendarme del primer patio se paseaba de preferencia por el corredor que daba a las celdas. Sin duda era uno de los pagados por Amenábar. Los guardianes de los patios resultaban siempre los mismos y esto hizo sospechar al Fiero, de modo que no trató de sobornarlos.
Un perro se puso a ladrar insistentemente en la vecindad. Tal vez Doroteo y su gente entraban ya a la casa. Con ayuda de la comadre chichera y algunos soles, habían logrado convencer a una sirvienta para que les abriera la puerta. La luz era escasa en los corredores y, cuando el gendarme estaba lejos, el Fiero probaba las ganzúas. Rosendo escuchaba con pena el leve e inútil traqueteo. La gruesa mano apenas lograba pasar entre los barrotes. El Fiero, que ahora hablaba ya fácilmente con Rosendo, dijo que le quedaban por probar sólo cuatro ganzúas. Pero el candado, en una de ésas, cedió. Era la primera victoria. Ambos se escondieron tras los muros cuando el gendarme pasó. A las once, debido a las precauciones que imponía el oscurecimiento de la ciudad y por si hubiera algún gendarme demasiado soñoliento, los vigilantes comenzaron a gritar sus números. Ocho gritos, uno tras otro, vibraban estremeciendo la noche, con intervalos de diez o quince minutos entre serie y serie. Rosendo cayó en una dolorosa angustia y el mismo Fiero Vásquez se sintió vigilado por los sonidos alertas y monótonos que morían después de repercutir sordamente en los muros. Ya era tiempo de ponerse en acecho de la oportunidad. Abrió la funda del revólver ceñido al cinturón y aprisionó un corto puñal con los dientes. Pasó el gendarme. Comenzaron a gritar los números. Rosendo temblaba y el Fiero contenía su respiración sofocada. El gendarme del primer patio voceó su número, que era el tres. El Fiero sacó el candado, lo puso en el suelo y luego corrió blandamente el cerrojo. Ya volvía el gendarme. Transcurrirían diez o quince minutos antes de que tuviera que gritar de nuevo. Era tiempo ahora. ¡Qué pronto había llegado la oportunidad! ¿Y si notaba la falta del candado y se prevenía? Pasó, y en el momento mismo en que pasaba, el Fiero abrió rápidamente la puerta y le saltó al cuello. No pudo hablar el gendarme, pero emitió una especie de gemido. Rodaron al suelo y el Fiero le clavó el puñal en el corazón. Al correr hacia el zaguán que daba al patio interior sus botas sonaron demasiado en el silencio de la noche. Algún guardia gritó desde la puerta: «¡Se escapan!». Rosendo tendiose en su lecho. Ya sonaba el tiro de revólver en el patio del sol y ya pasaba hacia allá el estrépito de muchos gendarmes que corrían, a la vez que retumbaban tiros de carabinas y de rifles. Los presos despertaron y daban gritos aumentando la confusión. Pero el tiroteo duró muy poco. Los guardias retornaron gritando: «¡A la calle!».
Sonaron unos cuantos tiros lejanos y al poco rato los gendarmes, lanzando maldiciones y provistos de una linterna, revisaron todas las cuadras y celdas. ¡Condenado Fiero Vásquez! Después examinaron el patio del sol. Había dos gendarmes muertos allí y otro en el techo. Pero al pie del muro se veía sangre. Sin duda, el Fiero Vásquez fue herido. Los vecinos de la casa asaltada gritaron que un bandido acababa de morir y ya conducían su cadáver otros gendarmes. Era el Zarco. Jurando matar al Fiero Vásquez, llegaron todos al patio principal y unos cuantos entraron a la celda de Rosendo. Éste se encontraba junto a la puerta, en actitud de hombre sorprendido:
—¿Y por qué no gritaste tú, indio babieca?
—Me desperté recién con los tiros…
—¡Te haces el zonzo!
La furia de los gendarmes encontró un cauce y cuatro culatas inmisericordes cayeron, vez tras vez, sobre el cuerpo del anciano. De las cuadras gritaban: «¡Abuso!, ¡cobardes!». Los gendarmes seguían golpeando. Rosendo quejose ajustando las quijadas, en tanto que sobre todo su cuerpo, que dio en tierra, caían los golpes secos y pesados. Duro era el suelo bajo su pecho, más duros los golpes en sus espaldas. Un intenso dolor, que cruzó como un hierro frío desde la cabeza hasta los pies, le hizo dar un largo alarido. Creyó que moría. Era que rodaba al abismo silencioso del desvanecimiento.
No supo claramente cuándo volvió en sí. Su conciencia era una flotante niebla. Oyó vagamente que decían: «échale más agua» y el agua, como un chicotazo helado, cayó sobre su cabeza y su pecho. Entonces pudo moverse y las voces dijeron: «ya volvió» y otras cosas y sonó la puerta y retumbaron pasos que se alejaban. El suelo estaba muy húmedo allí. Amanecía. ¿Cantaba un gorrión? Mucho tiempo llevaba sin escuchar el canto de los pájaros y encontró en la pequeña voz una cariñosa dulzura. Después se arrastró hasta el lecho y envolvió su cuerpo helado entre las cobijas. De la ventanilla cayó una leve franja de luz. Llegaba un nuevo día, otra jornada para los hombres, posibilidad de contento y trabajo, por lo menos de esfuerzo, de búsqueda, afuera, en el mundo. La laguna Yanañahui espejearía a un lado de la llanura, ojo hermoso, ojo mágico de la tierra, mirando los pastos, las rocas, los hombres, los animales, los cielos. El erguido Rumi engarzaría las ágiles nubes viajeras y su espíritu sabría lo bueno y lo malo; solamente que una vez los viejos oídos de Rosendo no le supieron escuchar. En las faldas del cerro los surcos son largos y anchos y huelen a bien, porque huelen a tierra.
La celda no huele a tierra. Huele a barro podrido, a sudor, a orines, a desgracia. El suelo está tumefacto y yerto. Ese olor lo atormenta como las hinchazones de su cuerpo. Tal vez el cuerpo de Rosendo es también como un suelo profanado. Le duele mucho, dándole un padecimiento que le oprime el pecho. ¡Si pudiera llorar! Pero no puede llorar, pues adentro se le ha secado, como a los troncos viejos, el corazón. Los troncos también tienen corazón y mientras él resiste hay posibilidad de que retoñen y vivan. ¡Corazón de hombre! ¡Corazón de tronco! El suyo late doliéndole. Tal vez se va a morir. ¿Y qué? Lo malo es que los comuneros tendrán pena y dirán llorando: «¡Pobre taita Rosendo!». Habría deseado vivir hasta el tiempo del retorno de su querido hijo Benito. Pero ya que no se ha podido… Ahora está satisfecho de haber favorecido a Benito; si algún escrúpulo tuvo antes por haberle facilitado la fuga, no le quedaba ninguno ahora. Benito es fuerte. ¡Pobre vieja, que se murió también sin verlo más! Debe ir en busca de Pascuala. ¿Qué le queda a él en la vida? Dolor, dolor más grande porque con él está mezclada la humillación. La tierra queda lejos, lejos. Ahora, en su poncho morado vive un quinual. Esos surcos de la quinua, tan porosos, tan anchos, tan prietos y la misma quinua, de potente brote, ávida de espacio, macollada de tenacidad y fortaleza, crecida al frío, la tempestad y el viento, en virtud de la tierra puneña, dura y espaciosa para la esperanza del fuerte. Él ya no es fuerte. Es un tronco yerto en tierra profanada. La ancha tierra puneña, con su paja brava, domada por el hombre. Ahí está el verde rebozo del cebadal; cerca relinchan los potros; un recental ronda a la orgullosa madre; en la puerta de la casa, Juanacha conversa con su hijito; humean los bohíos y por las faldas de El Alto pasta el rebaño de ovejas y por las del cielo, las nubes. Desde la piedra donde se ha sentado, el caserío es más hermoso. El maizal luce barba de hombre y el trigo echa espigas de sol. La campana de la capilla canta. Pascuala teje una bella frazada de colores… El buey Mosco ha ido por sal y ya lengüetea el bloque de sal de piedra… El viejo Chauqui cuenta que todo era comunidad y que los comuneros de Rumi decían ser descendientes de los cóndores. Ésa es la flauta de Demetrio Sumallacta, como el canto de las torcaces. Revolotean las torcaces sobre la quebraba fila de moras. De la quebraba baja la acequia de agua que brilla al sol en cierta curva. En el arpa de Anselmo canta una bandada de pájaros amanecidos… «¡No me peguen!». «¡No me peguen!». «¿Por qué lo golpean así?». «¡No me peguen!».
A mediodía, un gendarme llamó a Rosendo para que recibiera su comida y no obtuvo respuesta. Rosendo estaba muerto.
Se produjeron las consiguientes entradas y salidas de los guardias, del alcaide, del juez, del subprefecto, del médico titular. Correa Zavala se hallaba ausente, en diligencias, por un caserío. El médico miró el cadáver y sin descubrirlo siquiera diagnosticó que el fallecimiento se debía a un ataque cardiaco. El juez, con gran compostura, levantó el acta de defunción. Y el subprefecto dijo a los gendarmes:
—Como ya se han cumplido los trámites de ley, esta misma noche lo entierran. Si se entrega el cadáver a los indios, van a estar armando bulla y no quiero desórdenes… Que no corra la noticia…
Apenas anocheció ataron al cadáver los pies y las manos poniendo en medio de ellos un largo palo que los gendarmes cargaron sobre los hombres. El cuerpo magro balanceábase tristemente, mientras el lúgubre cortejo avanzaba en pos del panteón. Los blancos cabellos se desflecaban hacia el suelo. La faz desencajada colgaba del cuello sorbiendo sombra con los grandes ojos abiertos.