15
Sangre de caucherías

Tres emociones hondas y poderosas confluían y se mezclaban en el alma de Augusto Maqui durante el viaje por la trocha. Una era la del momento en que se despidió de su caballo en la plaza de Chachapoyas. Con él abandonaba al último comunero. Bien mirado, Benito Castro tuvo más fortuna, puesto que no pasó por la pena de tener que despedirse de Lucero. Augusto palmeó el cuello del bayo, recibió con displicencia los treinta soles que por él le dieron y estuvo viendo cómo su nuevo propietario lo llevaba jalando calle abajo, hasta desaparecer doblando una esquina. Es una tristeza inexplicable la del campesino que se queda a pie, separándose de su caballo, en un mundo desconocido. El animal sufre también. Hay caballos que voltean hacia su dueño y relinchan dolorosamente. Hay hombres que lloran en la hora de la separación. No es un hombre el que se aleja, pero se halla tan ligado a su suerte, lo ha sentido vivir tanto con él, por él, que quisiera retenerlo diciendo la palabra amigo. Mas surgen las discrepancias incontrastables, esas vallas pugnaces que señalan límites a la actividad de todos los seres, y el camino se parte en dos y la vida es otra para cada cual. El caballo no podía ir a la selva. Augusto sí. No relinchó el bayo, sino que encogió nerviosamente su cuerpo duro y pequeño al golpe fraternal de las palmadas y luego miró al mozo con sus dulces ojos negros. Cuando el comprador tiró de la soga, se resistió inquietamente, volteó hacia Augusto como invitándolo a intervenir y por fin, ante el chasquido del látigo, entregado a una dolorosa renuncia, partió con paso tardo y medroso. El muchacho no lloró, sin duda porque estaba presente don Renato, el contratista, quien le fue diciendo desde Cajamarca, donde le adelantó trescientos soles, que la selva necesita corazones de acero. Otra emoción poderosa estaba constituida por la pérdida de los cerros el encuentro del vegetal. Poco a poco, se fueron quedando atrás las cumbres, los riscos, las lomas, las faldas, las laderas. Las mismas piedras quedáronse atrás. Crecían los vegetales en cambio. La paja se hizo arbusto, el arbusto matorral, el matorral manigua y la manigua selva. Augusto volvió la cara al advertir que caía paulatinamente a la sima profunda. Muy lejos, en el horizonte, se extendía una quebrada línea de montañas azules. Ése había sido su mundo. Ahora, tremaba el bosque frente a él, sobre él, como un nuevo mundo, y Augusto lo ignoraba. La tercera emoción poderosa fue la de la carga. Cuando comenzó la floresta, los arrieros que había contratado don Renato se volvieron con sus acémilas y una avanzada de caucheros llegó arreando diez indios selváticos que cargaron los bultos: armas, conservas, ropas, hachuelas. Con fuerza y resignación animal y también con su padecimiento, que apenas daba de cuando en cuando un ronquido, se echaron sobre las espaldas los fardos y partieron. Se hundía en la selva el túnel de una trocha, con piso de lodo, bóveda de ramas y paredes de troncos y llanas. Delante marchaban los indios, detrás don Renato, los muchachos contratados, entre los que se hallaba Augusto, y los caucheros. Era la tarde y sin embargo parecía ya el anochecer. De cuando en cuando, el sol se filtraba dando un violento chicotazo de luz que enceguecía las pupilas. El suelo fangoso estaba dividido en hoyos según el largo del paso. En ellos chapoteaban los caminantes monótona y lentamente: ploch, ploch, ploch. Iban en fila y cada uno miraba las espaldas del compañero, algunos tallos y más allá, la sombra. Les parecía avanzar hacia la noche. Don Renato dijo en cierto momento, sin duda sintiendo sobre sí toda la sugestión dramática del bosque amazónico: «Muchachos, estamos en la selva». Ciertamente. Y el alma de Augusto confundía en una sola emoción al bayo y a la espalda doblada por la carga. Marguicha surgía en cierta zona especial de su intimidad, triunfando de todas las contingencias. El barro les llegaba por las rodillas, pero lentamente fue aflojándose y ahondándose. Uno de los indios cargueros gritó desde adelante: «Mucho hondo». Un cauchero avanzó ciñéndose a los troncos laterales. Augusto no veía bien. Oyó solamente que decían: «Avancen, sí se puede». Siguieron, pues, hundiéndose en un fango aguachento hasta el vientre y luego hasta las axilas. Los cargueros, doblados bajo el peso de los fardos, se enlodaban la cara y los largos pelos colgantes. Atrás, quienes tenían carabinas las levantaban sobre la cabeza con los dos brazos.

A un lado y otro de la trocha, a la incierta luz que perforaba la bóveda de ramas, veíase un aguazal que circundaba los troncos milenarios hasta perderse en una lejanía de sombra. Cuando el barro estuvo otra vez por las rodillas, don Renato dijo:

—Aquí, en este charco que acabamos de pasar, dicen que hay dos caimanes cebados. Yo, a la verdá, nunca los he visto…

—¡Inventan mucho caimán cebao! —gruñó un cauchero.

—¿Y qué es caimán cebao? —preguntó Augusto.

—El que ha comido cristiano y como le ha encontrao buen gusto a la carne humana, eso nomá quiere…

Estaban, pues, en la selva. Ploch, ploch, ploch, ploch… Se hacía cada vez más oscuro. Sobre la noche del bosque caía ya, sin duda, la noche de los cielos. El viento bramó en lo alto, estremeciendo las copas y sacudiendo los tallos. Descendió una lenta y blanda lluvia de hojas sobre las cabezas y los hombros.

Acamparon a la orilla de un riachuelo, llegando a la cual aún pudieron distinguir un ocaso rojo y violeta sobre el sinuoso perfil de la selva, que reemplazaba ya al aristado de los cerros. Se lavaron el lodo en el riachuelo lento. La noche entoldó un cielo bajo, muy negro, donde latían inmensas y cercanas estrellas. Comieron rodeando una hoguera los caucheros —pensando que ya lo eran también Augusto Maqui y los otros muchachos contratados— y más allá junto al riacho, formando un grupo silencioso y mohíno, los indios cargueros. Algunos tenían túnica gris, otros llevaban sólo pantalón de civilizado. A la luz de la hoguera podían distinguirse las mataduras hechas en los torsos bronceados por las sogas y las aristas de la carga. Olían mal las llagas supurantes y de todo el cuerpo salía un hedor de animales sudados.

Parecía que no iba a llover. Se acostaron sobre la arena los cargueros y los demás sobre sus mantas. La hoguera se apagó y las luciérnagas encendieron sus hilos de luz. En el bosque gritaban las fieras y los pájaros. Uno de los caucheros baqueanos aconsejó a Augusto que no cambiara de postura, pues entonces le haría doler la arena moldeada según su anterior posición. Era cuestión de asimilar nuevos conocimientos. Mas todos parecían muy pequeños frente a esa inmensidad de rumores y voces desconocidas y distante y misteriosa entraña. Aviesos zancudos soplaban levemente su cornetín. Los gigantescos árboles llegaban al cielo para florecer estrellas.

Como túnel y todo, la trocha siempre era un camino por tierra, una conexión con el mundo que se dejó. Sobre la canoa, en medio de una corriente poderosa, Augusto Maqui sintió que entraba de veras a una nueva existencia. Las canoas, largas y angostas, avanzaban en fila, cargadas de fardos y hombres. Algunas tenían un pequeño cobertizo de hojas de palmeras. Cuando el río se precipitaba en el vértigo de un rápido, parecía que iban a zozobrar. Pero allí estaban los indios bogas, inclinados sobre el agua y con un gran remo entre las manos, dando los golpes necesarios, de modo que la embarcación cruzaba entre pedrones y correntadas con la naturalidad de un pez que tuviera el capricho de nadar a flor de agua. Árboles y más árboles, en todos los matices del verde, llegaban hasta las orillas. No se veía sino agua adelante y atrás. Arriba, un cielo de un azul lechoso comenzaba a nublarse. A veces, si había playa, surgía sobre la arena un caimán ganoso de sol que arrojábase al agua con violento chapoteo apenas advertía las embarcaciones. Garzas pardas y bandadas de verdes loros y extraños pájaros pasaban saludando a los viajeros. Los indios bogas eran incansables y, ayudadas por la corriente, sus canoas volaban dejando una estela rauda, en pos de un puerto que, sin embargo, parecía que nunca iba a llegar. El río corría precipitándose, ondulando, arremansándose, creciendo a favor de los afluentes, cercenando recodos terrosos, mordiendo y descuajando tallos, bañando playas anchas de blanca arena, rompiéndose mugidoramente en estrechos rocosos, tornando a veces una paz de lago, enfureciéndose otras con ondulaciones violentas y remolinos de ávido sorbo. El río, pese a su anchura, era abarcable de orilla, pero daba la impresión de que era inalcanzable hasta su término. Llegó un momento en que lo dejaron irse solo. Las canoas voltearon por un afluente y, después de dos horas de surcada, recalaron en el puesto Canuco.

Se conoce recién el bosque cuando, agotada la trocha, el hombre entra a este mundo vegetal donde no hay más huellas que las que él mismo va dejando y que pronto serán borradas por las hojas que caen. Entonces, siente sobre sí el abrazo tentacular de la selva, que debe resistir con lomo firme, pie seguro, brazo fuerte y ojo claro. De lo contrario morirá de un momento a otro, a manos de las fieras o de los salvajes, o lentamente después de dar vueltas y más vueltas en esa confusión inextricable de tallos, de lianas, de plantas parásitas, de helechos, de raíces, de vegetales que caen y vegetales que crecen, que se levantan, que se abrazan, que se contorsionan, que se yerguen.

Unos alzan los brazos clamando en pos de un sol que baña el follaje alto. Otros se han resignado a no verlo nunca y se hunden con furia en los troncos vigorosos para chuparles la savia. Los bejucos y lianas tejen grandes mallas y las palmeras ponen una nota de gracia en el vasto mundo congestionado. Son tantas las palmeras, tantas, que ningún sabio ha logrado conocerlas todas. Femeninas y donairosas, junto al gran árbol severo, a la juncia enredadora o al parásito atormentado y atormentador, ellas elevan sus penachos amables y llaman al hombre para ofrendar cocos, un cogollo carnoso y nutritivo, una fibra elástica apta para hamacas, una hoja con la que téjese el sombrero regional y, por fin, el supremo bien del rumbo si es que lo ha perdido. Para eso inclina su copa en dirección del sol y lo sigue, sabiamente —por mucho que sobre ella haya follaje espeso— desde que nace hasta que se oculta. El caminante extraviado, si sabe apreciar su gesto, tomará la buena dirección y saldrá del océano abismal. La palmera es la brújula apuntada hacia el polo de la selva: el sol.

Augusto Maqui, cauchero del puesto Canuco, entró al bosque con muchos otros, pero teniendo como compañero inmediato a un veterano llamado Carmona. Él le decía:

—Le perderás el miedo a la selva el día que te metas cuatro leguas más allá de las trochas y las señales hechas en los árboles, y vuelvas…

Augusto, por el momento, se advertía incapaz de tal hazaña. Tropezaba en las raíces de los árboles y las lianas y ramas le golpeaban la cara. Apenas veía.

—Conoce el caucho —dijo Carmona.

Detuviéronse ante un martirizado ser de los bosques lleno de cortaduras y lacras. Los tajos habían lacerado su hermoso tallo de blanda corteza y héchole sangrar hasta matarlo. El hombre también sangraba allí: el civilizado, el salvaje. Augusto Maqui, que ya había tenido ocasión de observar lo que pasaba en el puesto Canuco, vio en ese vegetal a un hermano de desgracia. Sin embargo, debía ser implacable. Poco después encontraron un árbol intacto aún, y veterano y novato clavaron en la tibia piel la hoja filuda de las hachuelas y le ciñeron los recipientes de latón que debían almacenar el denso jugo. No podían desperdiciar tiempo en espera de que se llenaran y siguieron adelante. Ya recogerían los depósitos a la vuelta.

La selva creció y creció ante los pasos de Augusto Maqui y su compañero. Y terminado el día, pudieron volver con la tarea hecha. No encontraron más árboles de caucho, pero el sacrificado, a muerte, dio la porción reclamada. Varias barracas de tallos de palmera se levantaban en un campo talado formando el puesto Canuco. En una vivía don Renato y el segundo jefe llamado Custodio Ordóñez. En otra, los caucheros más o menos libres que dominaban a los salvajes y a los peones. En las demás, los indios de la selva y de la sierra, más bien dicho los pobres, porque también había allí blancos y mestizos. Las barracas levantaban sus pisos sobre gruesas pilastras de troncos a fin de eludir la humedad del llano amazónico. En una casa especial, estaban las mujeres, muchas mujeres indias, concubinas de don Renato, Ordóñez y los mandones. Del corazón de la selva traían a las jóvenes salvajes a agonizar en brazos de esos hombres duros y despóticos, lúbricos y violentos.

Ordóñez era un tipo alto y musculoso, de ojos claros y una cara chupada a la que alargaba más la barba en punta. Se tocaba la cabeza con un amplio sombrero de palma y vestía camisa amarilla y pantalón fuerte. Las botas recias tenían hebillas de plata. De su cinturón colgaba siempre un revólver y de su hombro, a veces, un fusil. Don Renato era el dueño y primer jefe del puesto Canuco, pero como Ordóñez tenía el carácter más violento, en ese mundo de violencias resultaba mandando en primer lugar.

No solamente los hombres que estaban en Canuco explotaban el caucho de esa región. También los indios que vivían selva adentro debían llevar todos los sábados su cuota. Eran esclavos del servicio de los caucheros. Los habían reducido por medio del fusilamiento y del látigo. Y he allí que ellos dejaban de cazar, de sembrar, de tejer, para poder cumplir con la obligación. Desde la mañana a la tarde del sábado llegaban, viniendo de todos los lados del territorio de la tribu, los hombres, las mujeres, los niños cargados de negras pelotas de caucho. Cobrizos, de melenas desgreñadas, algunos con túnica gris, otros desnudos. Los caucheros recibían las porciones y los indios que no la entregaban completa eran flagelados. A un árbol se los ataba para darles cincuenta, cien latigazos. Hasta los niños eran azotados bárbaramente y sus madres, para que dejaran de llorar, les soplaban y lamían las nalgas ardorosas y sangrantes. Todos los indios llevaban el trasero lacerado.

Ordóñez gritaba:

—Indios haraganes: como sigan mermando la entrega, no los voy a latiguear sino a matar…

Desde tiempos viejos, la batalla había sido dura. Hay una historia que vale la pena contar.

Corría el año 1866. Uno de los últimos días de junio, las ruedas de un vapor fluvial azotaban por primera vez las aguas del río Ucayali. El «Putumayo» partió de Iquitos en una de las primeras exploraciones organizadas por la marina de guerra. Las paletas chapoteaban inquietamente en el agua desconocida. A un lado y otro, la selva. Muchos afluentes, muchos tributarios. De cuando en cuando, las casas de los primeros colonizadores, brava gente que entró a disputar al indio salvaje y a la naturaleza su predominio y se abría paso y se hacía lugar, tercamente, a golpe de hacha y de fusil. En esos tiempos se negociaba en maderas, pieles y productos de la tierra. El caucho no había sido descubierto como planta industrial todavía. El «Putumayo» pasó cierto día frente al río Cachiyaco, que quiere decir agua de sal, y era efectivamente de aguas saladas que producían sal por medio de la simple evaporación. La arrastraba desde sus orígenes, pues nacía en medio de grandes montañas de sal de piedra.

En agosto, el empecinado barco, que ya había encontrado muchas palizadas, surcaba el río Pachitea. Los colonizadores iban escaseando. Los mismos expedicionarios tenían que cortar leña para alimentar el fuego de las calderas. La navegación era lenta y la selva, celosa de su salvaje virginidad, enviaba más y más palizadas. Los troncos negros y pesados, flotando a media agua, embestían al barco haciéndolo trepidar. Se aumentaba la presión de las calderas, las ruedas chapoteaban con violencia y el «Putumayo» seguía corriente arriba, indeclinablemente. Una correntada impetuosa arrojó al vapor en medio de un taco de troncos que se habían formado en un recodo del río. La presión fue aumentada inútilmente. El barco prisionero apenas si se balanceaba entre los troncos que le ceñían los costados. Marineros provistos de hachas tuvieron que bajar a cortar los maderos y deshacer paulatinamente la valla, librando los fragmentos a la corriente. Después de un día entero de trabajo, el «Putumayo» quedaba libre. No son hombres de hacerse atrás los que pelean con la selva. Siguieron, pues. Mas la selva no se rinde. Al siguiente día, un palo enorme embiste al vapor y lo quiebra y el agua entra inundando dos secciones de popa. Hay que varar el barco en el primer banco de arena para impedir que se hunda.

El jefe de la expedición, mientras se realizan las reparaciones, va a la boca del Pachitea en busca de víveres. El día 14, aparecen en la orilla cuatro cashibos, los que hacen ademanes y señas amistosas a los expedicionarios. Están desnudos. Son altos, fuertes y empuñan lanzas. Las otras tribus temen a los cashibos y ninguna los ha vencido en la guerra. Pero los civilizados no pueden manifestar miedo. Se arría un bote y van en él los oficiales Távara y West y algunos marineros. Los cashibos los reciben cordialmente y los invitan a seguirlos. Távara y West avanzan tras ellos por la arenosa playa. De pronto, desde los árboles que se levantan al fondo, vuelan mil flechas raudas que derriban a los oficiales y los erizan de varillas. Los cuatro cashibos vuelven y les hunden las lanzas en el pecho. Los marineros habían sacado el bote y, sin tiempo de empujarlo, se tiran al río y ganan a nado el «Putumayo». Entretanto, los indios levantan los cadáveres y entran al bosque. El «Putumayo» vuelve a Iquitos. Los cashibos creen haber ganado la partida.

Son ahora tres barcos, el «Morona», el «Napo» y el «Putumayo», los que ingresan al sinuoso Ucayali viniendo de Iquitos. La vista del cerro Canchahuaya impresiona muy bien por la sencilla razón de que es de piedra. Muchos expedicionarios ven piedras después de años. Otros miran las de gran tamaño por primera vez en su vida. En los llanos amazónicos las piedras son casi desconocidas. Esas rocas del Canchahuaya no tienen nada especial, ningún particular encanto. Son simplemente piedras en un mundo de tierra, vegetales y agua. Así se convierten en piedras preciosas.

Los barcos entran al Pachitea. Los cashibos bravos habitan la margen derecha. El jefe de la expedición, prefecto Arana, despacha indios conibos para que busquen a algunos cashibos mansos que residen en la margen izquierda. Por fin, acampan todos en Setico-Isla, tres millas más abajo de Chonta-Isla, lugar del dramático episodio, a fin de que los salvajes no escuchen el ruido de los vapores y se prevengan.

Al día siguiente, la expedición parte en botes y canoas manejados por indios conversos, y es un atardecer cárdeno y cálido cuando llegan a Chonta-Isla. Los indios conocedores informan que las casas de los buscados deben quedar a dos leguas de allí y que el cabecilla es el feroz Yanacuna. Se encuentra conveniente ir de noche para sorprenderlos durmiendo y hacerlos prisioneros.

Y entran a la selva hombres de tropa, armados de rifles; cuarenta indígenas, de los que algunos son cashibos guías y los demás conibos, provistos de flechas, que quieren vengar viejas derrotas; el prefecto Arana y diez personas de su comitiva, que disponen de carabinas, y el R. P. Calvo, que levanta la cruz.

Guiados por los salvajes, cuyo ojo vence la sombra, avanzan toda la noche sin encontrar otra cosa que árboles y pasadizos obstaculizados por filudas estacas de chonta que los indios han clavado adrede en el suelo para desgarrar los pies de sus enemigos. A las cuatro de la mañana, los expedicionarios descubren el bote que los marineros dejaron en la playa, sorprendiéndose de que los salvajes hayan podido arrastrar una embarcación tan pesada y voluminosa hasta ese apartado lugar a través de la maraña de la selva. Y ya es de día, cuando al fin llegan a unas casas. Están completamente vacías. ¡Adelante! Cruzan un extenso platanar y, de nuevo en el bosque inculto, se dan con unas extrañas chozas, muy pequeñas y alargadas, cubiertas de hojas de palmera que sólo muestran pequeñas troneras. Los cashibos las utilizan para cazar. Como imitan muy bien los gritos y cantos de los animales y pájaros, se ocultan en ellas y lanzan al aire el reclamo del venado o el arrullo de la paloma o el mugido del paujil, que acuden en pos de su ilusorio congénere, acercándose hasta que de la tronera parte la buida flecha que les rinde la vida. Pero tampoco hay nadie allí y por ningún lado aparecen rastros frescos de indios. De pronto se oye el golpe de su tamboril y orientándose por él llegan a un claro del bosque, donde cuarenta o cincuenta indios, acompañados de sus mujeres y sus niños, celebran una orgía. Beben el masato y danzan en torno a una hoguera. Según sus ritos guerreros, los cashibos queman los cadáveres de sus enemigos y luego disuelven las cenizas en masato y se las beben. Los cuerpos de Távara y West corrieron sin duda igual suerte y ésas son las postrimerías de la celebración. Hay una escaramuza y los indios huyen dejando algunos muertos y tres mujeres y catorce muchachos prisioneros. Entre las hembras se encuentra la propia mujer de Yanacuna, quien insultando a sus captores con gritos y ademanes, se arranca del cuello una sarta de dientes calcinados que arroja a los pies del jefe de la expedición. Ésta emprende el regreso y no ha caminado media legua cuando una feroz gritería anuncia la presencia de los indios, que disparan sus flechas y acosan por un lado y otro, acercándose con el ánimo de arrebatar los prisioneros. Caen muchos debido a la temeridad, pero esto, en vez de infundir miedo a los otros, parece acrecentarles el valor y los deseos de venganza. Yanacuna corre hacia adelante, hacia atrás, dando gritos, disparando sus flechas, alentando a sus huestes. Casi a boca de jarro va a tirar sobre un soldado cuando rueda con la frente perforada.

Menos se desalientan los guerreros. La muerte del jefe los enfurece y atacan con redoblado ímpetu, pero los fusiles y carabinas los mantienen a raya y los expedicionarios avanzan regando la selva con sangre y cadáveres. A las cinco de la tarde, Arana y su gente se hallan frente a Chonta-Isla. Todo el día habían acudido cashibos y la playa bullía de hombres desnudos, de gesto feroz y flecha pronta. Pero los tres vapores habían llegado también, pues tenían orden de aguardar a la expedición en ese sitio. Los indios, ignorantes de la artillería, daban por segura su presa. Los expedicionarios no podrían pasar. Los barcos pusiéronse en línea, y en el momento culminante, cuando los indios esperaban ensartar con mil flechas a cada uno de sus enemigos, dispararon los cañones a un tiempo y los ecos y nuevas andanadas repercutieron como truenos en la selva. En esa apretada masa, la metralla arrasó y los cashibos supervivientes corrieron hacia el bosque, dando alaridos, entre cadáveres destrozados, heridos que se retorcían y sangre espesa que empapaba las arenas…

La expedición nombró a este lugar Puerto del Castigo y, para reafirmar su decisión de dominio, continuó aguas arriba por el Pachitea.

Así, con este y otros parecidos episodios, comenzó la conquista de la selva. Continuó con el apogeo del caucho. No ha terminado todavía. En el tiempo de caucho, miles de hombres resueltos penetraron al bosque. Llevaban codicia y valor que fueron exaltados y deformados hasta la barbarie en un mundo donde la ley estaba escrita en el cañón del fusil. Muchas tribus bravas continuaron resistiendo y las masacraron sin piedad. Las mansas y sometidas, no lo fueron menos. Con el agravante de que tuvieron que soportar el peso de la carga. Mas éste era agobiador y a veces solían levantarse para sacudirlo…

Cada día llegaban menos indios llevando caucho al puesto Canuco. Don Renato optó por irse y traspasó el puesto, y desde luego a los hombres con sus respectivas deudas, a Custodio Ordóñez. En vano reclamó Augusto Maqui que lo dejaran partir. Debía cien soles y tenía que quedarse. Él, más que un prisionero de los hombres, se sentía un prisionero de la selva. Era difícil fugar por el bosque sin perderse, y para ir por el río se necesitaba canoa y experiencia en rápidos. La vida en Canuco pasaba lenta y duramente. Tras las barracas quedaban el bosque, delante de ellos el río y otra vez el bosque en la ribera fronteriza. Arriba, un cielo denso de nubes o alumbrado por un sol ardiente.

Cada quince días, cada mes, llegaba de Iquitos una lancha llevando provisiones y noticias y recogía el caucho. La lancha era el único contacto que los caucheros tenían con el mundo. Llevaba también licor y los mandones se embriagaban, especialmente Ordóñez. Entonces Ordóñez echaba tiros a diestra y siniestra y amaba y torturaba a una indiecita de quince años llamada Maibí. El río crecía en tiempo de las grandes tempestades y después se retiraba hacia el centro del cauce, dejando playas anchas donde ponían sus huevos las tortugas. Algún árbol centenario caía desgajado por el rayo y diez comenzaban a subir hacia el sol en su mismo lugar. La selva es inmortal a favor de una gleba honda, de un calor genésico, de una lluvia copiosa y un sol esplendente. Viéndola es fácil comprender que su vida no reside en la raíz ni en el fruto sino en las fuerzas esenciales.

Augusto entraba cada vez más lejos en el bosque, aunque siempre tras Carmona. Paulatinamente fue tomando confianza, pero la impresión misteriosa que le producía la selva no se amenguaba en ningún caso. Le parecía que más allá de los lugares a los cuales llegaba, aún más allá, estaba aguardando un inquietante secreto. Carmona le decía que era así siempre y que aun los caucheros más antiguos y los mismos nativos recelaban al encontrarse solos muy adentro. Y no por las fieras y los salvajes, sino debido a la sobrecogedora llamada de lo desconocido.

Augusto, en la calma del bosque, observó muchos pájaros y le llamaron la atención por su rareza el huancaví, valeroso cazador de víboras; el martín pescador, que se alimenta de pescado y, posado sobre una rama inclinada sobre el agua, deja caer sus excrementos que contienen semillas, a modo de cebo, para zambullirse con presteza y sacar el pez en el pico apenas se acerca; el tucán, que agita las hojas en forma de cálices que contienen agua para que la viertan a su pico grueso y basto o, en momento de lluvia, mira al cielo con el pico abierto, pues no puede beber de otro modo; las mariquiñas, de canto alegre y dulce, que vuelan en bandadas orillando los ríos. Éstas eran las aves más visibles. Las otras vivían en el alto follaje soleado de la selva y, de tarde en tarde, pasaban ante los caucheros como un copo de fuego o de oro o de esmeralda o de nieve. Más se sabía de ellas por su alegre algarabía.

Y una noche en que cantó cerca de Canuco el ayaymama, un cauchero contó una de sus tantas leyendas. Porque en el fondo del bosque tropical, mientras la luna platea las copas de los enormes árboles y las aguas de los ríos inmensos, el ayaymama canta larga y desoladamente. Parece decir: «Ay, ay, mama». Es un pájaro al que nadie ha visto y sólo es conocido por su canto. Y ello se debe al maleficio del Chullachaqui. Sucedió así:

Hace tiempo, mucho tiempo, vivía en las márgenes de un afluente del Napo —río que avanza selva adentro para desembocar en el Amazonas— la tribu secoya del cacique Coranke. Él tenía, como todos los indígenas, una cabaña de tallos de palmera techada con hojas de la misma planta. Allí estaba con su mujer, que se llamaba Nara, y su hijita. Bueno: que estaba es sólo un decir, pues Coranke, precisamente, casi nunca se encontraba en casa. Era un hombre fuerte y valiente que siempre andaba por el riñón del bosque en los trajines de la caza y la guerra. Donde ponía el ojo clavaba la flecha y esgrimía con inigualada potencia el garrote de madera dura como la piedra. Patos silvestres, tapires y venados caían con el cuerpo traspasado y más de un jaguar que trató de saltarle sorpresivamente rodó por el suelo con el cráneo aplastado de un mazazo. Los indios enemigos le huían.

Nara era tan bella y hacendosa como Coranke fuerte y valiente. Sus ojos tenían la profundidad de los ríos, en su boca brillaba el rojo encendido de los frutos maduros, su cabellera lucía la negrura del ala del paujil y su piel la suavidad de la madera del cedro. Y sabía hacer túnicas y mantas de hilo de algodón, y trenzar hamacas con la fibra de la palmera shambira, que es muy elástica, y modelar ollas y cántaros de arcilla, y cultivar una chacra —próxima a su cabaña— donde prosperaban el maíz, la yuca y el plátano.

La hijita, muy pequeña aún, crecía con el vigor de Coranke y la belleza de Nara, y era como una hermosa flor de la selva.

Pero he allí que el Chullachaqui se había de entrometer. Es el genio malo de la selva, con figura de hombre, pero que se diferencia en que tiene un pie humano y una pata de cabra o de venado. No hay ser más perverso. Es el azote de los indígenas y también de los trabajadores blancos que van al bosque a cortar caoba o cedro, o a cazar lagartos y anacondas para aprovechar la piel, o a extraer el caucho del árbol del mismo nombre. El Chullachaqui los ahoga en lagunas o ríos, los extravía en la intrincada inmensidad de la floresta o los ataca por medio de las fieras. Es malo cruzarse en su camino, pero resulta peor que él se cruce en el de uno.

Cierto día, el Chullachaqui pasó por las inmediaciones de la cabaña del cacique y distinguió a Nara. Verla y quedarse enamorado de ella fue todo uno. Y como puede tomar la forma del animal que se le antoja, se transformaba algunas veces en pájaro y otras en insecto para estar cerca de ella y contemplarla a su gusto sin que se alarmara.

Mas pronto se cansó y quiso llevarse consigo a Nara. Se internó entonces en la espesura, recuperó su forma y, para no presentarse desnudo, consiguió cubrirse matando a un pobre indio que estaba por allí de caza y robándole la túnica, que era larga y le ocultaba la pata de venado. Así disfrazado, se dirigió al río y cogió la canoa que un niño, a quien sus padres ordenaron recoger algunas plantas medicinales, había dejado a la orilla. Tan malo como es, no le importó la vida del indio ni tampoco la del niño, que se iba a quedar en el bosque sin poder volver. Fue bogando hasta llegar a la casa del cacique, que estaba en una de las riberas.

—Nara, hermosa Nara, mujer del cacique Coranke —dijo mientras arribaba—, soy un viajero hambriento. Dame de comer…

La hermosa Nara le sirvió, en la mitad de una calabaza, yucas y choclos cocidos y también plátanos. Sentado a la puerta de la cabaña, comió lentamente el Chullachaqui, mirando a Nara, y después dijo:

—Hermosa Nara, no soy un viajero hambriento, como has podido creer, y he venido únicamente por ti. Adoro tu belleza y no puedo vivir lejos de ella. Ven conmigo…

Nara le respondió:

—No puedo dejar al cacique Coranke…

Y entonces el Chullachaqui se puso a rogar y a llorar, a llorar y a rogar para que Nara se fuera con él.

—No dejaré al cacique Coranke —dijo por último Nara.

El Chullachaqui fue hacia la canoa, muy triste, muy triste, subió a ella y se perdió en la lejanía bogando río abajo.

Nara se fijó en el rastro que el visitante había dejado al caminar por la arena de la ribera y al advertir una huella de hombre y otra de venado, exclamó: «¡Es el Chullachaqui!». Pero calló el hecho al cacique Coranke, cuando éste volvió de sus correrías, para evitar que se expusiera a las iras del Malo. Y pasaron seis meses y al caer la tarde del último día de los seis meses, un potentado atracó su gran canoa frente a la cabaña. Vestía una rica túnica y se adornaba la cabeza con vistosas plumas y el cuello con grandes collares.

—Nara, hermosa Nara —dijo saliendo a tierra y mostrando mil regalos—, ya verás por esto que soy poderoso. Tengo la selva a mi merced. Ven conmigo y todo será tuyo.

Y estaban ante él todas las más bellas flores del bosque, y todos los más dulces frutos del bosque, y todos los más hermosos objetos —mantas, vasijas, hamacas, túnicas, collares de dientes y semillas— que fabrican todas las tribus del bosque. En una mano del Chullachaqui se posaba un guacamayo blanco y en la otra un paujil del color de la noche.

—Veo y sé que eres poderoso —respondió Nara, después de echar un vistazo a la huella, que confirmó sus sospechas—, pero por nada del mundo dejaré al cacique Coranke…

Entonces el Chullachaqui dio un grito y salió la anaconda del río, y dio otro grito y salió el jaguar del bosque. Y la anaconda enroscó su enorme y elástico cuerpo a un lado y el jaguar enarcó su lomo felino al otro.

—¿Ves ahora? —dijo el Chullachaqui—, mando en toda la selva y los animales de la selva. Te haré morir si no vienes conmigo.

—No me importa —respondió Nara.

—Haré morir al cacique Coranke —replicó el Chullachaqui.

—Él preferirá morir —insistió Nara.

Entonces el Malo pensó un momento y dijo:

—Podría llevarte a la fuerza, pero no quiero que vivas triste conmigo, pues eso sería desagradable. Retornaré, como ahora, dentro de seis meses y si rehúsas acompañarme te daré el más duro castigo…

Volvió la anaconda al río y el jaguar al bosque y el Chullachaqui a la canoa, llevando todos sus regalos, muy triste, muy triste subió a ella y se perdió otra vez en la lejanía bogando río abajo.

Cuando Coranke retornó de la cacería, Nara le refirió todo, pues era imprescindible que lo hiciera, y el cacique resolvió quedarse en su casa para el tiempo en que el Chullachaqui ofreció regresar, a fin de defender a Nara y su hija.

Así lo hizo. Coranke templó su arco con nueva cuerda, aguzó mucho las flechas y estuvo rondando por los contornos de la cabaña todos esos días. Y una tarde en que Nara se hallaba en la chacra de maíz, se le presentó de improviso el Chullachaqui.

—Ven conmigo —le dijo—, es la última vez que te lo pido. Si no vienes, convertiré a tu hija en un pájaro que se quejará eternamente en el bosque y será tan arisco que nadie podrá verlo, pues el día en que sea visto, el maleficio acabará, tornando a ser humana… Ven, ven conmigo, te lo pido por última vez, si no…

Pero Nara, sobreponiéndose a la impresión que la amenaza le produjo, en vez de ir con él se puso a llamar:

—Coranke, Coranke…

El cacique llegó rápidamente con el arco en tensión y lista la buida flecha para atravesar el pecho del Chullachaqui, pero éste ya había huido desapareciendo en la espesura.

Corrieron los padres hacia el lugar donde dormía su hijita y encontraron la hamaca vacía. Y desde la rumorosa verdura de la selva les llegó por primera vez el doliente alarido: «Ay, ay, mamá», que dio nombre al ave hechizada.

Nara y Coranke envejecieron pronto y murieron de pena oyendo la voz transida de la hijita, convertida en un arisco pájaro inalcanzable aun con la mirada.

El ayaymama ha seguido cantando, sobre todo en las noches de luna, y los hombres del bosque acechan siempre la espesura con la esperanza de liberar a ese desgraciado ser humano. Y es bien triste que nadie haya logrado verlo todavía…

Llegó el tiempo de la vainilla y Augusto se dio cuenta, debido al intenso olor, de que tras las barracas, en el comienzo de la selva, había un gran matorral. Al comienzo se esparció un olor suave que perfumaba gratamente el viento, pero después fue creciendo e intensificándose hasta marear. Hacía doler la cabeza y daba náuseas. El matorral sarmentoso, de hojas grandes, estaba pletórico de cápsulas que se movían blandamente prodigando su aroma denso. ¡Y pensar que en la selva atosigaba al hombre lo que allá en el mundo lejano era buscado para perfumar pastas y bebidas que dieran gozo al hombre! El bosque sobrecarga hasta sus olores. Ordóñez gritó:

—Boten esa vaina…

Diez caucheros, machete en mano, talaron la vainilla. Y a favor de la corriente avanzaron verdes islas aromáticas perfumando el río de orilla a orilla.

De noche, Augusto pensaba en Marguicha. El día estaba lleno de afanes y en medio del bosque había que tener todos los sentidos alertas y orientados a lo inmediato; en cambio, acurrucado en la hamaca, oyendo la voz de los caucheros o solamente la de los zancudos cuando aquéllos se callaban, podía entregarse con libertad a sus recuerdos.

Al principio la extrañó mucho y deseaba impacientemente volver. Después, los días y la desesperanza le enredaban la voluntad como ceñidas lianas y ella era ya, apenas, una incierta promesa. ¿Qué iba a hacer, preso como estaba de la deuda, del bosque y del agua? Además, no quería retornar derrotado. Carmona dijo que podían cambiar de patrón, dándose a la fuga. ¿Cuándo, cómo?, ahí estaba la cosa. El hombre no puede vivir todo el tiempo en la espesura y, saliendo de ella, hay siempre contratistas, capataces y jefes de caucheros que se entienden perfectamente. Una tarde, llegó al puesto Canuco, en una pequeña canoa, un cauchero al que llamaban el Chino. Sin deber a nadie, había trabajado selva adentro y llevó sus negras bolas de caucho por el mismo río. Desde la canoa —palada aquí, palada allá— las manejaba. Parecía el pastor de un raro rebaño acuático. Solamente había perdido dos piezas en un carrizal. El Chino sacó su caucho y se puso a esperar la llegada de la lancha. Ordóñez echó al jebe listo ávidas miradas, propuso ridículos precios y hasta amenazó al Chino. Él no durmió vigilando su tesoro, fusil en mano y al otro día llegó la lancha. Durante la noche, conversó con Carmona y Augusto y les prometió ayudarlos en su fuga. Cuando volviera, la próxima vez…

Un cauchero tenía una especie de guitarra hecha de caparazón de armadillo y acompañándose con ella —sus notas eran cortas y punzantes— solía cantar. Entonaba, adosado a la noche, yaravíes, valses y tonadas doliéndose de los padecimientos del trabajador de la selva. Cuando se bebía unos tragos, bailoteaba en su boca una marinera entusiasta:

Ofrécele a esa niña

una corona:

la bandera peruana,

señora del Amazonas…

Oído,

me voy al Yaraví…

Quiebra,

me voy al Caquetá…

guayayay

y sigo andando…

Se refería a incursiones llevadas a cabo en los ríos y las tierras de otros países. Los caucheros peruanos habían conquistado a sangre y fuego el Caquetá y estaban llenos de entusiasmo, aunque todo resultara en beneficio del empresario Arriaza y su compañía Amazon River.

El Caquetá se hallaba lejos y Augusto ignoraba o comprendía mal esas cosas. Le placía la canción, por su optimismo, flor del alma tan rara en la selva como cierta victoria regia que surgía de lagos y lagunas. Decían que ésta era la expresión más hermosa del bosque y él no había logrado verla aún.

De todos modos, le agradaban los cantos, así fueran tristes. Augusto no podía cantar y menos explicarse cuál o cuáles eran las causas que se lo impedían…

Nara se parecía a Marguicha, pero más se parecía a Maibí. Augusto, cuidando de que no lo notara Ordóñez, solía mirarla cuando ella iba de la cabaña de las mujeres a la del patrón. Unas veces pasaba vestida con túnica y otras desnuda. Era hermoso su cuerpo moreno y fuerte, todavía lozano a despecho de los castigos y padecimientos… Los senos se erguían con naturalidad, el vientre manteníase terso y las caderas se movían con blando y voluptuoso ritmo. En la cara ancha, enmarcada por la cabellera endrina, negreaban dos ojos de ave azorada y la boca tenía un leve gesto de tristeza. Nara se parecía a Maibí. Todos los caucheros la deseaban y acaso la amaban en sus sueños. No eran hermosas sus concubinas y otros ni las tenían. Carmona y Augusto solían encontrar mujer por el bosque, entre las indias que buscaban, como ellos, el caucho. Pero no las había siempre y estaban laceradas por el látigo y de todos modos eran muy tristes. Carmona, a propósito, le contaba del tiempo en que estuvo con el gringo Mc Kenzie, misionero entre los aguarunas. Bueno, Mc Kenzie y Carmona, que era su asistente, corrieron verdadero peligro en las serranías de Cajamarca, donde casi los mata una poblada que armó un cura diciendo que el gringo era el Anticristo. Felizmente disponían de buenos caballos y no fue galope, sino vuelo el que echaron. Eso les hizo llegar más pronto a la misión. Los aguarunas trataban a Mc Kenzie con cordialidad, oían las misas protestantes y, sobre todo, le ayudaban a consumir las provisiones. Eran muy piadosos. Después, en el tiempo del caucho, defendieron su territorio del Bajo Marañón a punta de flecha y lanza. Una vez, hasta masacraron a todos los habitantes de un puesto de caucheros porque el jefe de ellos no pudo devolverles una sansa, o sea una cabeza reducida, de uno de sus curacas, que le cambiaron por un fusil y que el cauchero envió a Lima. Pero vaya, estaban hablando de las mujeres. Los aguarunas, cuando un hombre de su tribu les birla mujer, lo castigan con un medido machetazo en la cabeza. Hay tenorios cuyos parietales tienen más surcos que una chacra. Pero cuando se trata de un extranjero, lo matan. Lo peor es que los indios conocen la infidelidad por el olfato y entonces la mujer tiene que declarar. Carmona se consiguió una amante a la cual poseía, a la orilla del río, sobre un lecho de hojas de palmera que luego arrojaban al mismo río. Ésos eran tiempos. Ahora, en Canuco, las hembras estaban laceradas y marchitas y Maibí, Maibí…

Maibí era amada bárbaramente por Ordóñez. La lancha llega, como de costumbre, llevando licor y el jefe de caucheros se embriagaba más que nadie. Ruge en su cabaña barbotando injurias y luego llama a Maibí o va él mismo por ella. La posee y después la insulta:

—No me quieres porque eres una puta. Te entregas a los otros caucheros. Ahora te voy a componer…

La lleva al lindero del bosque y la ata, desnuda, a un árbol. Toda la noche la pican los zancudos, los mosquitos y los mil insectos de la selva, de modo que amanece con la piel llena de ronchas ardientes y sangre. Entonces, Ordóñez, que ha seguido bebiendo, le amarra una soga al cuello y la arroja al río. Maibí lucha por no hundirse a la vez que coge la soga para impedir que le ajuste el cuello. El agua le lava la sangre y Ordóñez, después de haberse solazado viendo su terror, la saca por fin y le dice:

—Vete, puta, y la próxima vez te voy a matar…

La muchacha va a su hamaca y las otras mujeres le ponen emplastos y yerbas que le curan la piel. No llora ni se queja. Parece que se ha rendido a la desgracia.

Ésta era la escena que se repetía, con más o menos variantes, cada vez que Ordóñez se embriagaba. Parecía que el alcohol le hacía aflorar toda la fuerza genésica y destructora que contagia la selva. Pero en una oportunidad, el bárbaro cambió de táctica y dijo a Maibí:

—Ahora te dejaré enflaquecer, para que no gustes a nadie… Te has fregao conmigo…

La encerró en un pequeño cuarto que había junto a la barraca de mujeres y a ellas las hizo vivir al raso. Nadie debía dar nada a Maibí, ni agua ni alimentos.

Ordóñez seguía borracho y salía a rondar en torno al cuarto, echando tiros.

—Al que encuentre por acá, lo mato —gritaba.

Augusto tenía mucha pena por Maibí. A la segunda noche, en un momento en que Ordóñez entró a su cabaña para beber, le llevó a la muchacha un jarro de agua y unos plátanos. Maibí, al recibírselos, le dijo: «Bueno, muchacho bueno», con el acento profundo y trémulo que tenía a veces la selva. Al tercer día, Ordóñez dejó de beber y la libertó.

Augusto fue dejado en el puesto a fin de que ahumara caucho. Junto al fuego formado por las humeantes hojas de la palmera shapaja, mojaba un palo en la cubeta de caucho y luego lo metía al humo para que el jebe que se iba pegando tomara densidad. Hubiera realizado muy bien su tarea de no estar al acecho de Maibí. Ella también lo miraba. Era hermosa Maibí. Era bueno y fuerte Augusto.

No siempre podían verse y lo hacían disimulando la dirección de sus miradas. Otras veces, debían contemplar horribles cuadros. No abundaba el caucho y Ordóñez reclamaba siempre más. Un sábado, al atardecer, llegaron dos indios atemorizados llevando solamente una bola por todo. Los que acudieron durante el día tampoco habían entregado su porción completa y fueron flagelados. Pero a la vista de esa pequeñez, la codicia de Ordóñez se exasperó gritando:

—¿Por qué, indios haraganes, por qué?

Le temblaba la barba y los ojos claros, relampagueaban bajo el ala del sombrero de palma.

—No hay caucho… no hay caucho —repitieron los indios mirando desoladamente la selva. En realidad, el bosque estaba lleno de árboles, pero de caucho comenzaba a quedarse exhausto.

—¿Cómo no va a haber? De pereza no traen…

Ordóñez desenvainó un largo y filudo machete, que más parecía un sable y, abalanzándose sobre el que estaba más próximo, le voló la cabeza de un solo tajo. El cuerpo se derrumbó pesadamente y el cuello mutilado parecía un surtidor de sangre. La cabeza también sangraba y antes de inmovilizarse con los ojos muy abiertos, le temblaron los labios en un tic espantoso, tal como si hubiera querido hablar. Los otros indios habían huido al bosque mientras tanto y Ordóñez, agitando su machete como si buscara contra quién descargarlo, ordenó:

—Boten el cuerpo al río y la cabeza clávenla en una pica a la entrada del bosque, para ejemplo de haraganes…

Así lo hicieron y la cabeza estuvo en alto mirando e hinchándose, hasta que olió demasiado mal y fue arrojada al río a su vez.

Algo oscuro y trágico parecía arrastrarse por la selva como una culebra. Augusto seguía ahumando el caucho, sentado al pie de un árbol y Carmona, de vuelta de sus tareas, se le acercaba diciéndole:

—La cosa está fregada, oye. He encontrado muy poco indio sangrando caucho, aunque a la verdá, hay que ir muy lejos y dispersarse. A uno lo vi aguzando flechas y me dijo que iba a matar paujil. ¡Qué paujil ni vainas!, pa eso no se labran cincuenta flechas. Lo más malo es que la desgracia les ha hecho entender la necesidad de unirse y están amigos de la tribu vecina, que conoce el curare.

Augusto ya había oído hablar de esa sustancia que paraliza los nervios. Carmona siguió hablando:

—Ordóñez lo sabe, pues otros caucheros lo han puesto al corriente de todo. Se ha encorajinado diciendo que quiere que se levanten para matar él solo a todos los sublevados.

Pero otra desgracia, solapada y próxima, acechaba a Augusto desde la pelota de caucho. Ya había notado que el caucho estallaba al contacto del fuego y saltaban leves gotas de jebe que producíanle pequeñas lacras en las manos. Mas una vez, acaso porque pusiera la bola muy abajo o se alargara una llamarada súbita o la misma goma estuviera mezclada con una sustancia resinosa y propicia al estallido, explosionó arrojándole una gran cantidad de caucho hirviente sobre la cara. Sintió como si se le clavaran puñales en los ojos y cayó hacia un lado, yerto. Cuando volvió en sí, ululando de dolor, le habían echado agua a la cara y le retiraban de ella una suerte de antifaz que llevaba adherida su piel. No podía ver y le pusieron un emplasto de hierbas calmantes, amarrándoselo con un género. El dolor era tan fuerte que hasta le impedía escuchar. Sin embargo, en su desesperación, aguzó el oído y percibió unas voces que decían, como viniendo de muy lejos:

—Ya ha pasao eso varias veces y sigue la desatención…

—Debían dar antiparras a los sahumadores…

—¿Qué les importa? Aquí tienen su fábrica de ciegos…

¡Ciego! Augusto gimió:

—¿Me voy a quedar ciego?

Se extendió un pesado silencio sobre su cabeza y, haciendo un gran esfuerzo, pudo percibir el lejano rumor del bosque. Lo llevaron a su hamaca y se puso a esperar angustiadamente a Carmona, sin saber ya del tiempo según la luz, siendo por primera vez un ciego.

Pero deseaba esperanzarse todavía y aguardaba a Carmona con una vaga confianza. Carmona le manifestó:

—Es triste. Habrá que esperar a que te cures de las heridas pa ver…

—¿Po qué no me dijiste? —sollozó Augusto.

—Cierto —murmuró Carmona tristemente—, pero estamos tan preocupados que no consideré si sabías o no de esta mala acción del caucho…

Los días que vinieron fueron azarosos e inquietos. Una vieja mujer —sabía que era vieja por el tono de su voz— lo curaba, pero después nadie solía preocuparse de él. Comía cuando Carmona regresaba de la selva. Comenzaron a faltar caucheros. Acaso los indios los mataban en el bosque. Un día jueves no llegó Carmona, y Augusto se sintió definitivamente solo y perdido. Pensando en sí mismo, comprendió que el error más grande que cometió en su vida fue el de abandonar su comunidad. Por lo demás, si se endeudó y perdió su libertad, por lo menos nunca fue flagelado como los otros peones ni se enfermó jamás y hasta parecía que iba a fugar con Carmona y el Chino. Pero nadie vive en la selva sin recibir su marca de látigo, bala, zarpa, víbora, flecha, caucho. A él le había tocado ahora la del caucho y del modo más duro e irremediable. No fue una sorpresa cuando la mujer le quitó la venda y se quedó, netamente, de cara a la sombra.

El día sábado no arribó ningún salvaje llevando caucho y Ordóñez sentenció:

—Mañana iremos en expedición punitiva…

Pero esa misma noche el bosque comenzó a palpitar con un retumbo profundo, colérico y majestuoso. Todos los indios selváticos que había en el puesto, inclusive Maibí, fugaron. El maguaré, como en los tiempos viejos, llamaba a las tribus al combate. Es un gran timbal hecho de un tronco ahuecado a fuego que cuelga entre dos vigas y retumba al golpe de un duro mazo. Sin duda estaba muy lejos, a mucha distancia de allí, pero su sonido poderoso camina leguas de leguas y sonaba en los oídos como si estuviera muy próximo. Ordóñez dijo:

—Vamos a juntarnos con los del puesto Sachayacu, donde será la concentración.

Todos los caucheros, hasta el más humilde peón, arreglaban precipitadamente sus cosas y se iban al embarcadero. Augusto gritaba, lleno de desesperación: «No me dejen, llévenme». Pero nadie le hacía caso.

Y ya parecía que se embarcaban en las canoas. El ciego salió de la barraca y tropezando caminó hacia el río. Alguien dijo: «Pa qué llevar estorbos». Los remos chapotearon y su rumor fue apagándose a la distancia. Augusto gritó por última vez: «No me dejen». Pero su voz se disolvió bajo el sonoro golpe del maguaré. Volvió a su barraca, equivocándose, tanteando aquí y allá. Pudo dar con su hamaca porque era la única que continuaba tendida en la amplia cabaña. Tenía miedo y no podía dormir. Él también era un explotado, pero los indios de la selva nada sabían de eso. Según contaban, solían matar a todos los cobrizos que no respondieran en su dialecto.

La palpitación del maguaré seguía conmoviendo la noche.

Pasaron muchas horas y una voz temblorosa y honda lo sacó de su angustiada soledad.

—¡Augusto!

Era Maibí. Augusto profirió un alegre grito y le tendió las manos. Ella dijo que había vuelto porque sin duda las tribus perderían, como ocurrió cuando estaba muy niña, y no quería ver morir. Ya estaba cansada de ver muertos. También, también tuvo la impresión de que encontraría a Augusto. El mozo, por primera vez, pensó que su cara debía estar horrible, pero se puso de pie y abrazó a Maibí. Los desgraciados se tomaron con un amor poderoso en el que se conjugaban la angustia, el gozo y el padecimiento.

Al otro día, la selva escuchó que al retumbo majestuoso del maguaré se unía la crepitación nerviosa de los fusiles. Primero un jaguar, luego dos venados y por último un tapir pasaron corriendo a través del campo talado. Huían del terreno de lucha. Maibí informaba de todo lo que veía a Augusto y éste hacía conjeturas sobre el combate. Acaso tuvieran ametralladoras. Él vio lo que era eso un día.

Entretanto, allá lejos, avanzando metódicamente, iban trescientos caucheros que se habían reunido en Sachayacu. Otros tantos se concentraron en un puesto más avanzado y marchaban realizando una maniobra envolvente. Ahora verían los indios lo que era encontrarse entre dos fuegos. Custodio Ordóñez caminaba a la cabeza de la gente de Canuco, temerario y certero, derribando a los indios desde las copas en las cuales se ocultaban. A los que caían heridos los ultimaba de un culatazo en la cabeza. Las flechas parecían eludirlo hasta que una vibró hundiéndose en el hombro. Después de arrancársela con un violento tirón y mirarla, gritó:

—Curare, curare… escarmienten a los salvajes…

Disparó y quiso seguir haciéndolo, pero ya no fue obedecido por la mano cuando trataba de correr el cerrojo del máuser. Dio unos cuantos pasos tambaleándose y cayó. Sus últimas palabras fueron:

—Avancen… maten…

Los caucheros avanzaron y se quedó solo. Más allá estaba el cadáver de un indio que, con la cabeza recostada sobre un tronco, parecía dormitar. Por más que Ordóñez se agitaba, la mano izquierda se inmovilizó también y las piernas terminaron por quedar fuera de control, como si no pertenecieran a su cuerpo. El tóxico curare, hecho de yerbas, le estaba paralizando los nervios motores. Sabía eso Ordóñez y tenía terror y cólera de morir así. Hubiera querido machacar una cabeza de salvaje, morder un cuello. Pero hasta sus dedos estaban ya rígidos y en vano trató de ceñírselos al tórax para probar a pellizcos si se le adormecía también. Sí, sin duda ya le costaba trabajo respirar y el cerebro se le nublaba y comenzaba a ver sombras. Sus ojos vacilantes deformaron la selva, que comenzó a contorsionarse fantásticamente, doblando y enroscando sus tallos y tornándolos a estirar como si en vez de palos duros fueran inmensas y elásticas serpientes. Pero ya crecía la sombra, y el postrado, por mucho que dilatara las pupilas, no conseguía ver nada sino sombra, sombra…

Ordóñez perdió el sentido. Con los pulmones paralizados, se asfixió rápidamente, dando cortos ronquidos. Su cara estaba amoratada, casi negra. Cayó al pie de la selva, derribado por su esencia mortal.

Tres días duró el estruendo. Al fin se calla el maguaré y las descargas van espaciándose. Maibí y Augusto coligen que han perdido a los indios, pues de otro modo el retumbo continuaría y los caucheros sobrevivientes bogarían abajo, fugando. Suenan nuevas e intermitentes descargas. Se trata sin duda de los fusilamientos. Sin embargo, rodeando el puesto Canuco, la selva se alza silenciosa y tranquila. Son señas engañosas. Con silencio y tranquilidad de selva están envueltos, desde los más viejos tiempos, los grandes dramas amazónicos.

Un día después llegaron a su puesto los caucheros de Canuco. Los principales jefes y mandones habían muerto y los sobrevivientes traían más de treinta mujeres prisioneras.

Desde luego que, según contaban, decapitaron o fusilaron a los principales cabecillas indios y los otros tuvieron que aceptar la obligación de entregar caucho aunque sudaran sangre para obtenerlo. Con Ordóñez habían terminado las deudas y todos estaban satisfechos aunque exhaustos por las fatigas del combate.

Como sobraban mujeres jóvenes, Maibí fue dejada con Augusto. Y pasó el tiempo y el trabajo tornó a ser duro y cruento en las caucherías. La ley del más fuerte es la ley de la selva. En el puesto Canuco comenzaron a pelear por la preeminencia y nuevos Ordóñez se anunciaban a la impotencia rabiosa de sus rivales y al corazón transido de los indios.

Maibí y Augusto fuéronse a vivir en una cabaña levantada a la orilla del bosque. Ella cultivaba una chacra de yuca y plátanos. El ciego tejía hamacas y petates de palmera que vendía o canjeaba por objetos útiles a los hombres de la lancha.

En las noches calmas, mientras la inmensa luna del trópico pasa lentamente por los cielos, los bosques y los ríos, Maibí cuenta a su marido ingenuas historias o le entona dulces canciones. Oyéndola, Augusto recuerda al pájaro hechizado que canta en la noche. Maibí es también como un ave invisible que canta en la noche. En su noche.