Una noche de junio, surgió en el negro cielo una llama palpitante como una estrella. Era que Valencio, cumpliendo la consigna, encendía en la cima del cerro Rumi la fogata que debía anunciar a los ojos de veinte bandidos en acecho el nacimiento del hijo de Casiana.
La llama titiló una, dos horas, pues Valencio había hecho acopio de leños y paja. Quien velaba a la distancia, en ese vasto mundo de riscos envueltos en sombra, y la distinguió por casualidad, pensó que se trataba acaso de un pastor que se defendía del frío o de un viajero extraviado que preparaba su yantar.
El Fiero Vásquez no pudo verla ya. Ninguno de sus hombres pudo verla ya. Él estaba preso y ellos diezmados, dispersos, fugitivos. En su oportunidad veremos más de cerca al Fiero Vásquez. Digamos solamente que, mientras la llama brilla, él duerme entre cuatro muros —bien pudo ser entre cuatro tablas o simplemente al raso para festín de buitres— como todo bandido que pierde la partida. Doroteo, entretanto, jugándola empecinadamente, trota hacia el norte. Lo siguen Eloy Condorumi, uno apodado el Zarco, el Abogao y Emilio Laguna. Ya no está con él Jerónimo Cahua, que rindió su vida en la contienda.
La cabalgata abre una brecha de ruidos en el denso silencio nocturno. Doroteo marcha con la cabeza hundida entre los hombros, lo mismo que sus seguidores. ¿Qué van a distinguir la alta y lejana luz? No les interesa tampoco. Ahora, en sus pechos, hay sitio solamente para el odio. La sombra no permite ver el hondo tajo que signa la frente de Doroteo como un recuerdo de su pelea con el Sapo, pero sí adivinar el fulgor de sus ojos rabiosos y angustiados. Escaparon a última hora, cuando todo parecía perdido. Jerónimo Cahua se le murió entre los brazos y hubo que dejar su cadáver, abandonado en media pampa, pues de otro modo la tropa los cazaba a todos.
Doroteo recuerda al amigo, al buen comunero, al compañero fiel, y el pecho le quema como una llaga que hay que curar con sangre.
Después de dos días de caminata, remudando sus caballos con otros robados en las haciendas, trotaban por las inmediaciones del Rumi. Su primera intención fue la de ir al caserío. ¿Pero qué le iban a decir a la mujer de Jerónimo? ¿Qué, a Casiana? ¿Qué, a sus propias mujeres, Doroteo y Condorumi? Llegarían solamente a contar penas y tal vez, si eran vistos, a comprometer a la comunidad. Habían perdido todos los fardos de mercaderías que el Fiero pensaba vender a un comerciante de cierta provincia. Carecían de dinero. No convenía llegar, pues. Además, tan cerca como el caserío, estaba el distrito de Muncha y allí, uno de los grandes culpables.
Se escondieron en una hondonada y Doroteo ordenó al Zarco:
—Anda vos a Muncha. Te llegas po la tienda de Zenobio García y te pones a beber unas copas. Mientras, miras si él está ahí. Sales tarde pa tener la seguridá de que no se va a mover. Güeno, y ya sin maña, te compras dos botellas de cañazo, que harto necesitamos.
Le dieron el mejor caballo, el Zarco dejó el fusil y a media tarde estaba desmontando, con el aire más bonachón del mundo, ante la casa de Zenobio García. En el yermo pálido y atormentado de sed, maloliente a cañazo y polvo, las macetas de claveles de la señorita Rosa Estela seguían prodigando color y fragancia desde el corredor de su casa. Ella misma continuaba sentada tras las flores mirando hacia la plaza con sus negros ojos hipnóticos, dispuesta siempre a sonreír con su boca de clavel y en la actitud de esperar a alguien. Era el soñado novio que no llegaba. Sus padres la habían educado en la idea de que su belleza le depararía un alto destino que estaba, desde luego, lejos de los jóvenes de Muncha. Ella, anticipándose a su victoria, desdeñaba a todos los munchinos, incluso a las mujeres, con cierta agresividad. Pobres borrachuelos, pobres aguadoras. Las cosas marchaban muy bien para los García cuando se presentó el asunto de Rumi. El mismo don Álvaro Amenábar y Roldán visitó a Zenobio, dos veces, para hablar de sus «trabajos», y un hijo de don Álvaro, don Fernando, visitó a Rosa Estela muchas veces, para hablar de más amables asuntos y cantar. La señorita tocaba la guitarra, el joven entonaba amorosas canciones. Parecía que Fernando, de un momento a otro, iba a declararse. «¿Por qué no?», pensaban los padres de Rosa Estela. Era hermosa y vaya la belleza por el dinero. Ella lo daba todo por hecho.
Pero pasó el tiempo, se produjo el despojo y la realidad golpeó con saña. Don Álvaro no cumplió con ninguna de sus promesas y, por el contrario, desdeñó a Zenobio y luego ordenó el rodeo sorpresivo y extorsionador. Don Fernando no volvió más por Muncha. A esto hay que agregar el desencanto de los vecinos a quienes prometió Zenobio pastos gratis para su ganado y después tuvieron que pagar diez veces más. Apenas lo toleraban como gobernador y una comisión fue a la capital de la provincia a gestionar que fuera removido. De todos modos, lo aislaban y hasta lo odiaban. Rosa Estela tenía dificultades con su sirvienta. La había amenazado con no acarrear agua para los claveles. ¡Era el colmo! La señora García rezaba y ponía velas a Santa Rita de Casia, Zenobio se emborrachaba y Rosa Estela zapateaba repicando en el suelo con sus tacones altos. Pero lograba serenarse y sentada tras sus claveles, se mecía blandamente. Esa tarde, al oír el trote, preparó la más dulce de sus sonrisas, pero hubo de convertirla en desdeñoso rictus cuando el jinete, doblando la esquina, llegó ante la casa y desmontó. ¡Qué individuo repugnante, pese a la belleza de sus ojos azules! Tenía los cabellos muy largos y empolvados y el vestido rotoso y sucio. El Zarco la miró admirativamente, cruzó el corredor haciendo sonar sus espuelas y entró a la tienda. Allí sentose, ante el mostrador, en un viejo cajón de los que hacían de sillas y pidió media botella de cañazo y una copa. Se puso a beber concienzudamente, a tragos cortos, saboreando el licor y diciendo que estaba bueno. El empleado que expendía el cañazo, y dos parroquianos, sentados al otro extremo del mostrador, no dejaron de sorprenderse de la extraña catadura del nuevo cliente.
—¿De dónde es usted? —preguntó comedidamente el empleado.
—De Uyumi, pero faltaba de ahí desde hace años. Aura estoy trajinando po estos laos en busca de trabajo. Don Álvaro me ofreció algo…
—Hum…
—¿Estará don Zenobio? —preguntó a su vez el forastero, después de beber otro trago—. Me han dicho que destila mucho y yo algo entiendo de alambiques…
—Lo llamaré —dijo el empleado, desapareciendo por una puerta que daba al interior.
Al poco rato llegó Zenobio García, en mangas de camisa, sudoroso, rojizo, con acentuada prestancia de cántaro. Conversó detenidamente sobre destilación con el recién llegado, escuchó su propuesta y le dijo que no. Por el momento tenía operarios, pero ya sabía que andaba por esos lados y lo iba a llamar en caso necesario. El Zarco dio un nombre.
La señora García, que era muy fisgona, se había asomado a la puerta de la trastienda. El bandido comprendió inmediatamente la razón de la belleza de la señorita del corredor. Esa mujer marchita, de hermosura en ruinas, hacía presumir una espléndida juventud. Lo extraño resultaba su casamiento con Zenobio. Él no sabía que éste la enamoró en Celendín, donde hay mujeres muy hermosas, engañándola con que era hacendado y tenía mucho dinero. La señora miró al bebedor con una insistencia que sabía disimularse haciendo al empleado indicaciones sobre el arreglo de la tienda. «Allí, donde está el señor, podría poner más asientos», en fin. La señorita Rosa Estela, llamada por su madre, pasó hacia su pieza cimbrando el talle envuelto en un pañolón de flecos. Zenobio marchose a sus labores y el Zarco, como ya era tarde y había terminado el cañazo, pidió dos botellas y se fue manifestando que pensaba ser cliente de la tienda. Cuando, a su tiempo, el dependiente y los operarios de la destilería se marcharon, los García comenzaron a hablar del sospechoso bebedor.
—¿No ves, Zenobio? —reprochaba a su marido la señora—, ese hombre parece un desalmado, un bandido…
—Oh, ya comienzas de nuevo. Hace meses que estás viendo bandidos en todos los bebedores… Ese hombre, por lo que conversé, veo que sabe de destilería y debe querer trabajar realmente…
—¿Y si es de la banda del Fiero? Tiene trazas de bandido.
—Al Fiero lo corrieron hacia el sur. El otro día llegó tropa de línea y a la fecha debe estar muerto el forajido ese…
—No sé, no sé… pero yo temo una desgracia…
—Déjate de molestar más, conmigo no se meten.
—¡Ay, Zenobio! Se metieron con Umay…
—Eso ya pasó… y después de todo, ahí tengo mi carabina, triste pero útil recuerdo de Amenábar. Ya verás que yo solo tiendo a tres o cuatro y los demás vecinos algo harán también…
—¡Ay, Zenobio, Zenobio!…
—No friegues más —gritó Zenobio, ya colérico y un poco atemorizado, a la vez que apagaba el caldero de su alambique de metal.
Era la medianoche cuando los bandidos se acercaron al poblado. Doroteo sofrenó su caballo y dijo:
—Por si me pasa algo, sepamos lo que han de hacer. Vos, Abogao, y vos, Emilio Laguna, se van al pueblo, a esa chichería que conocemos y entran en relación con el jefe. Condorumi y el Zarco sigan pa el norte, a hacer algo de plata, y si el compañero muere no importa, el que viva debe ir nomá pa onde se ha dicho. Si salvo iré tamién con el Zarco y Condorumi y ustedes mandan las órdenes del Fiero. Aura, entremos soltando tiros seguidos para que crean que somos muchos, asaltamos la casa, matamos a Zenobio y robamos todo. A la Rosa Estela déjenmela a mí primero…
Doroteo partió al galope y sus secuaces lo siguieron. Los tiros atronaban la noche y los asustados vecinos de Muncha creían que se trataba de una banda nutrida. Los bandidos cayeron sobre la casa de Zenobio rompiendo a culatazos la puerta de la tienda. Por todo el pueblo se oyó el salto sonoro de las tablas. El gobernador no atinó siquiera a coger la carabina sino que, alcanzando a ponerse los pantalones, fugó hacia el corral. Dos bandidos se precipitaron sobre la mancha blancuzca y fugitiva, haciéndole disparos. Zenobio saltó la pared del corral, otra más y comenzó a correr hacia el campo. Sus perseguidores continuaban tras él y ya estaba por una falda polvorosa, tropezando en ásperos y achaparrados arbustos. Las balas zumbaban por su lado y comenzaba a fatigarse. El corazón le retumbaba dentro del pecho obeso y respiraba ahogándose, jadeando, y ya no podía correr. La falda tomó declive, se llenó de rocas y pedruscos y los pies le dolían sobre ellos. Una bala rompió una roca azotándolo con un puñado de fragmentos y él dio un salto y resbaló por una hoyada. Cayó en un hueco rodeado de grandes pedrones y allí se acurrucó, sangrando de la cara y el cuerpo por las rasmilladuras que se hizo en la aspereza de las rocas. Padecía una gran angustia, y los hombres ya estaban allí, y lo buscaban, y hacían más tiros. Comprendió que no lo veían y tuvo alguna esperanza. Se ciñó a una oquedad conteniendo la respiración y ellos caminaron por la falda haciendo crujir y rodar guijarros y terminaron por volverse. La noche estaba muy negra y a lo lejos sonaban más tiros. Él no se atrevía a salir y por otra parte se inquietaba por su familia y sus bienes. Allí, en la casa, la señorita había prendido la luz y se disponía a vestirse para fugar, cuando la puerta de su pieza fue empujada ruidosamente y apareció en ella el hombre más horrible. Un grito de pánico se ahogó en la garganta de Rosa Estela. El bandolero Doroteo Quispe mostraba su cabeza hirsuta, su angosta frente signada por el gran tajo, y sus ojuelos llenos de odio y deseo, y la nariz ganchuda como en acecho y la boca prominente contraída en forma que dejaba ver una dentadura voraz flanqueada por agudos colmillos. Era una fiera a punto de clavar las zarpas. Doroteo avanzó puñal en mano y Rosa Estela, abatida por el miedo, cayó sobre el lecho. La luz de la lámpara daba dorados reflejos al hermoso cuerpo levemente moreno. En las otras piezas, sonaban tiros y ayes de la señora García y la sirvienta.
Cuando todo ruido cesó y Zenobio atreviose a volver, encontró que las mujeres gemían, del arcón abierto habían desaparecido los cinco mil soles que guardaba y todo estaba en desorden y destrozado. Los barriles agujereados a tiros dejaban correr el cañazo por el suelo.
Los vecinos, que nada quisieron hacer por temor a los bandidos y aversión a García y sus familiares, acudieron con cara hipócritamente compungida llevando el solapado propósito de enterarse de todo. ¡Qué desgracia! Los alambiques tenían roto el serpentín, no quedaba licor en los toneles, el lecho de Rosa Estela estaba manchado de sangre. ¿Perdieron también su dinero? ¡Qué fatalidad!
La sirvienta marchose. Un día después, por la mañana, la señora García, arrodillada al pie de la efigie de Santa Rita de Casia, oraba con transido acento. Rosa Estela, provista de un cántaro, callada y pálida, esperaba su turno ante el chorro de agua, y Zenobio empezaba la compostura de los alambiques y barriles. Sus apesarados pensamientos no le permitían laborar con eficacia. Perdería la gobernación por huir, no le quedaba un centavo, sus elementos de trabajo estaban arruinados. Rosa Estela no podría hacer un buen matrimonio. Toda la vida había luchado en ese yermo acumulando su fortuna centavo a centavo, sufriendo a una mujer que nunca le perdonó su mentira, esperanzado en la hija y la propia habilidad para las trampas. He allí que todo había resultado inútil y lo peor era que el corazón se le fue secando como la misma tierra agostada y ya no encontraba contento en cosa alguna. En un rincón se erguían, como únicas invictas, varias botellas de cañazo. Zenobio se bebió rumorosamente la mitad de una y, pasado un momento continuó bebiendo la otra mitad. ¿De qué servía luchar en la perra vida? Tiró el serpentín que arreglaba, dio un puntapié a una barrica y siguió bebiendo…
Días y días llevaban Doroteo Quispe y sus segundos por las punas a donde huyeron, acechando inútilmente. Pasaban indios, indefensas mujeres, gente de apariencia desvalida.
Quispe, por mucho qué necesitara dinero, respetaba sobre todo a los indios, en lo cual no seguía el ejemplo de su maestro el Fiero Vásquez, quien, como se recordará, asaltó al mismo Doroteo cierta vez. El dolor indio estaba todavía azotándole los flancos y podía comprender. De los cinco mil soles que produjo el asalto, enviaron cuatro mil al Fiero, que necesitaba defenderse y, si era posible, escapar. El resto se lo repartieron entre todos para ir pasando. A veces, acercábanse a algún viajero reclamándole su fiambre y lo pagaban. A veces, acudían a la choza de un pastor para solicitar una olla de papas hervidas y la pagaban también. Viajeros y pastores pasaban del espanto a la sorpresa preguntándose: ¿qué gente es ésta? A simple vista colegíase que eran bandoleros y cuatreros y, sin embargo, tenían el gesto honrado de pagar. ¿Por qué? Nada tranquilizadoras eran sus figuras, pues uno parecía un oso de feo y pesado, otro era muy grande y tosco y el Zarco extremadamente sucio y rotoso. Iban bien montados y armados y sabía Dios qué les pasaba cuando procedían así. ¡En la vida hay que ver de todo! El Zarco, en realidad, no habría dado lugar a tales cavilaciones e interiormente se reía de lo que consideraba el sentimentalismo de sus compañeros. Pero Doroteo estaba ya muy diestro en el cuchillo y Condorumi era un toro, de modo que ocultaba sus discrepancias. Entretanto, pasaban los viajeros pobres, pasaban los cóndores, pasaba el viento, pasaba el tiempo y ellos continuaban aguardando una oportunidad que parecía que no iba a llegar nunca mientras tuvieran tantos escrúpulos. Cuando una tarde, el oso dio un gruñido:
—Miren…
A la distancia, por un ondulante sendero, apareció un jinete largo entre dos enormes alforjas.
—¡Parece el Mágico! —dijo el Zarco.
—Él es —afirmó Condorumi.
Montaron y salieron al galope, tragándose las distancias y los vientos. Era de veras el Mágico y ya estaban cerca de él y ya llegaban. Al percibirlos, detuvo su jamelgo.
—¡Hola, Mágico! —dijo Doroteo, con acento amistoso, haciendo tiempo para que sus segundos se apostaran a ambos lados del mercachifle—, te hemos estao esperando y no llegabas…
—¿Quién, pa qué? —preguntó el Mágico, tratando de orientarse, pues por las carabinas y la cicatriz en la frente comenzaba a sospechar.
—El Fiero Vásquez, pa darte a vender unas mercaderías. Aura, nosotros semos de la banda…
El Mágico descansó un tanto y veía que la posición suya ante los comuneros era distinta de la que sospechó. Acaso no habían dado importancia a su declaración. Tal vez el Fiero consiguió que la olvidaran, en vista de la utilidad de sus servicios. Porque el Mágico, ciertamente, se entendió con el Fiero para vender las mercaderías robadas a los arrieros. Cuando supo de la muerte de Iñiguez y algunos detalles como la desaparición súbita del caporal considerado espía, le hicieron comprender que corría peligro con los indios y acaso los bandidos sabían de la revelación de sus planes a Amenábar, consideró prudente alejarse hasta que se aclarara la situación. Se fue más al norte. Ahora, parecía que todo se arreglaba.
—Güeno, puedo ir —respondió el Mágico.
—Sí, luego vas a ir —agregó Doroteo.
El Mágico notó que la cara cazurra de Doroteo no estaba en relación con la que ponían Condorumi, francamente hostil, y el Zarco, decididamente sarcástica. El mismo Doroteo, considerando que ya era tiempo de terminar la ficción, se echó a reír con malevolencia. El Mágico se hallaba rodeado por los bandoleros y al verse preso empalideció de modo que su faz, en lugar de lonja de sebo, parecía una piedra blanca. Sus vivos ojos de pájaro iban de una cara a otra, tratando de sorprender una expresión favorable, algo que le impidiera una actitud desesperada que podría serle fatal. No vio sino odio y desprecio y, resolviendo defenderse hasta el último, se llevó la mano al revólver. Pero la de Condorumi caía ya como una tenaza y la apresaba sin permitirle llegar a la funda. El Zarco, desde el otro lado, conseguía extraerle el arma que llevaba colgada del cinto. Por último Condorumi con un violento jalón, lo hizo azotar el suelo con su largo cuerpo mientras su caballo, asustado, echaba a correr y se detenía poco más allá, orejeando. Púsose de pie el Mágico y, con rápida determinación, resolvió impresionar a sus asaltantes adoptando una actitud valerosa.
—No sean cobardes —les increpó—. Uno a uno con cualquiera. Ustedes son unos cobardes…
Tiró el poncho que llevaba terciado sobre el hombro, disponiéndose a pelear, pero Quispe le metió el caballo dándole a la vez dos riendazos por la espalda.
—¿Cobardes, dices? Tú has sido el gran cobarde. Después de pasar como amigo, te volteaste y tamién juiste a sonsacar a la gente del Fiero pa ir con el cuento a tu gamonal. Aura sabemos todo: te has fregao…
El Mágico miró el suelo y no había siquiera una piedra en el sendero ni entre las pajas.
—¿Lo mato? —preguntó el Zarco apuntando su revólver.
—No, éste no merece esa muerte. Vamos —dijo Quispe, metiendo al Mágico la carabina por las costillas. Luego ordenó a Condorumi—: Jala vos su caballo…
Salieron del sendero caminando a campo traviesa. Quispe arreaba al mercachifle como a un animal a fin de que se apurara. Y el Mágico no deseaba apurarse. Quizá asomaría alguien a la distancia. En ocasiones los viajeros se agrupaban para cruzar los sitios peligrosos. Podrían defenderlo. Pero nadie aparecía. El camino estaba solo. Toda la puna estaba sola. Hacíanle gestos trágicos los negros picachos y alargaban un llanto gemidor los pajonales. Sólo el cielo de junio estaba serenamente azul… Se acercaron a una falda abundosa de rocas y guijarros y el Mágico pensó derribar de una pedrada en la frente a Doroteo, por lo menos, antes de morir. Pero Quispe orientó la marcha hacia otro lado y penetraron en una hoyada. Ahora ya no se veía el camino y toda esperanza se esfumaba. ¿Hacia dónde lo conducían? Al principio el Mágico creyó que lo iban a desbarrancar de algún cerro alto, pero ya asomaba una meseta y hacia ella entraron.
—¿Tienes plata? —preguntó Doroteo.
—En la alforja algo hay, pero mi plata en cantidá está en un banco de Trujillo.
El Mágico tuvo una idea.
—No me maten —pidió—, y si quieren, ténganme preso hasta que yo mande por esa plata del banco. Será mi rescate: veinte mil soles… no pierdan.
—Hum —gruñó Doroteo y, después de pensarlo, respondió—: A lo mejor nos armas una trampa y en vez de plata llega la policía. Con lo de la alforja y las mercaderías que llevas ahí, es suficiente…
La paja crecía dura y alta y la meseta brillaba al sol. De cuando en vez, algún pedrón rojinegro, como una verruga gigantesca, rompía la uniformidad de la llanura. A lo lejos, los cerros se afilaban en procesión. De pronto, hacia un lado de la planicie, aparecieron unos pantanos y la tropa marchó hacia ellos. ¿Irían a sepultarlo allí? El Mágico pensó correr y morir abaleado antes que en el fango pero, al echar una rápida ojeada a sus conductores, se dio cuenta de que el Zarco había desenrollado un lazo. Los ojos azules se clavaron en él, torvos como un pantano. Pero ya llegaban ante el mismo barrizal negro, millonario de hoyuelos en donde brillaba un agua espesa. Hacia el medio, el agua tomaba profundidad y hasta azuleaba un poco.
Había blancos huesos en la orilla y una calavera de vaca unos pasos más adentro, restos de los animales que se introdujeron con la esperanza de beber agua azulina. Las aves carniceras, devorando sus presas, llevaron sin duda los huesos hacia afuera y los desperdigaron por la pampa. El Mágico tuvo asco y miedo y una anticipada sensación de frío le subió por las piernas hasta el cuello. Los tres bandidos estaban a sus espaldas y él se detuvo en la orilla y se volvió, mirándolos con ojos suplicantes.
—Entra —le gritó Doroteo.
—Denme más bien un tiro —clamó el Mágico.
—Entra, te digo. Tú, Condorumi, bájate y machetéale los brazos, si no quiere meterse…
Condorumi echó pie a tierra haciendo relucir un largo machete y se acercó al Mágico manteniendo en alto la hoja afilada. El tembloroso mercachifle comenzó a entrar chapoteando en el fango. Su largo cuerpo vestido de dril amarillo se iba hundiendo, hundiendo, y los alocados ojos miraban ora al barro, ora los hombres, sin encontrar consuelo para su terror. Los hombres lo contemplaban con un gesto de feroz satisfacción y el fango era cada vez más blando y ávido. En un momento, cuando ya estuvo fuera del alcance del machete de Condorumi, quien se quedó en la orilla, el Mágico se detuvo. Pero a pesar de todo, el barro cedía siempre y ya le llegaba a la cintura. En vano trató de hacerse a un lado o de salir, así el machete lo tasajeara. Las piernas estaban aprisionadas por el fango y no podía manejarlas. Se hundía, lenta y seguramente. Mientras más movimientos hacía, era peor. Doroteo pensó que el sombrero iba a quedar en el aire como una señal y le ordenó:
—Sácate el sombrero y húndelo…
En su desesperación, el Mágico se sacó su blanco sombrero de paja y lo hizo desaparecer bajo el fango, creyendo acaso que al complacer a sus enemigos iba a despertar su piedad o solamente porque ya había perdido toda la voluntad y obedecía como un autómata. El barro burbujeante y hediondo subía con voracidad implacable por su pecho. Miró a los bandidos por última vez. Quiso hablar y no pudo, porque los labios y las quijadas le temblaban.
—Adiós —bromeó con cruel acento el Zarco.
El Mágico chapaleaba con las palmas de las manos, tratando puerilmente de sostenerse. Y he allí que, de repente, cuando el barro le daba por los hombros, cesó de subir. Algo duro tocaron sus pies, acaso una roca, tal vez una arcilla muy resistente. Los bandidos se miraron entre sí, después de advertir que no proseguía el hundimiento.
Un hombre menos alto que el Mágico habría tenido, en ese momento, el barro por las narices en el más espantoso de los suplicios, pero a él le sobresalía la cabeza entera, una cabeza blanca y desgreñada, tal si ya estuviera muerta, donde únicamente los ojos manifestaban todo el desesperado terror de una consciente agonía. Las quijadas estaban ya inmóviles, pues los nervios se habían paralizado.
—Echale lazo y sácalo —ordenó Doroteo al Zarco.
Con diestro tiro aprisionó el cuello y Condorumi arrastró al Mágico a la orilla, dejando un surco acuoso en el barrizal. Le sacó la soga y el largo cuerpo permaneció inerte, tal una enlodada piltrafa de carne. Era un hombre que vivía, sin embargo. Alzó los ojos hacia los bandoleros y lloró.
—Tengan compasión —rogó luego.
—¿Compasión? ¿Tuviste vos compasión de algo en tu vida?
El Mágico examinó rápidamente su vida, acusándose con toda ella: jamás había tenido compasión. Desde la vez en que torturó a la pequeña tórtola del ala rota hasta el tiempo en que intervenía en la búsqueda de los indios fugitivos y contribuyó a que un pueblo entero fuera lanzado a la miseria y sin duda a la muerte en el trabajo de las minas, nunca, nunca supo lo que era compasión. Entonces, la idea de perecer le fue más asequible, aunque, de todos modos, no podía resignarse a ella. Había flaqueado completamente ya, no le quedaba el más pequeño resto de valor y seguía llorando. Lloraba sombríamente.
—Vos, Condorumi, a ver tu juerza —dijo Doroteo—, tíralo bien adentro…
Condorumi lo levantó cogiéndolo del cogote y el cinturón, lo balanceó dos veces y, con violento y rápido esfuerzo, lo arrojó. El Mágico cayó diez varas más adentro, con golpe sordo, y en la blanda gleba que había allí se hundió rápidamente. El barro, sobre él, se convulsionaba burbujeando. Hasta pareció que salía un grito que se frustró formando un ronquido. Pero terminó pronto y la misma agitación del lodo se fue aquietando. Un momento después, salían sólo unas burbujas que demoraban en reventar y, por último, todo el barrizal negro y acuoso volvió a quedar en calma.
Los bandoleros, sin decir nada, emprendieron la marcha. Una coriquinga buscaba su alimento volteando la bosta, silbaban las pajas y los lejanos picachos hurgaban el cielo azul. Sobre la meseta y los pantanos, caía el tiempo con una lentitud de miles de años.