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Historias y lances de minería

Calixto Páucar marcha esa tarde por las punas de Gallayán cumpliendo la última jornada para llegar al asiento minero de Navilca. Hay allí oro, plata, cobre. El último barretero gana un sol al día. Así dicen las voces. Hacia el grueso camino que lleva a Navilca confluyen muchos senderos que serpentean por todas las estribaciones andinas y Calixto ve que se acerca por uno de ellos una extraña procesión de hombres seguidos de caporales y gendarmes. Altos, sobre buenos caballos, haciendo brillar al sol sus fusiles y manchando el pajonal con sus capas y ponchos, marchan los guardianes. Al pie, de dos en fondo, unidos de muñeca a muñeca por las esposas, avanzan trotando penosamente los presos. Calixto no deja de tener miedo, pero luego piensa que nunca ha hecho nada malo ni debe nada a nadie y sigue adelante. Llega un momento en que los raros caminantes, al ingresar a la vía grande, tropiezan con él.

—¡Alto! —le dice uno de los caporales—, ¿cómo te llamas?

—Calixto Páucar.

Otro de los caporales saca un largo papel y se pone a leer, en tanto que los presos miran compasivamente a Calixto, y el caporal que lo detuvo le dice:

—A lo mejor eres prófugo; no hay sino que ver la cara de miedo que tienes…

—No sé ni qué es prófugo, señor.

—¿No sabes, no?

El lector informa al fin, doblando el papel:

—Aquí hay un Calixto Parra…

—¿No ven? Seguro que se está cambiando el nombre…

—Creo recordarlo —afirma un caporal.

—Atráquenlo —ordena el que parece jefe de todos.

Uno de los presos se rebela entonces:

—¿Qué abuso es éste, carajo? Nunca he visto al muchacho en las haciendas y ahora, porque su nombre se parece al de otro, lo quieren fregar. Por la ropa misma se le conoce que no ha estao en la costa. Tovía somos hombres, carajo. Si lo apresan, me tiendo aquí y no me mueve nadie, aunque me maten… Todos lo haremos, ¿no es cierto, compañeros?

Los gendarmes y caporales no estaban para motines ni demoras en ese frío de la puna y continuaron la marcha. Además, cada uno de los presos representaba trabajo y debían llegar con el mayor número de ellos. Calixto se acercó al que, desde su postración de encadenado, supo defenderle su libertad.

—¿Cómo se llama usté?

—¿Nombre? Ah, muchacho, ¿pa qué sirve? Soy prófugo. Así nos dicen a los peones de las haciendas de caña de azúcar que nos escapamos desesperaos de esa esclavitú. Siempre estamos endeudaos y pa vivir tenemos que pedir adelantos a la bodega y nunca logramos desquitar, sin contar el maldito paludismo y lo duro que es el trabajo por tarea y la brutalidad propia de los caporales. Nunca vayas a la costa, muchacho, ¿aura ónde vas?

—Al mineral de Navilca…

—No he estao allí, pero ojalá te vaya bien. Y no te preocupes de mi nombre, que no me verás más. Los patronos lo pueden todo, mandan sus caporales pa que nos apresen y a ellos les ayuda la fuerza pública. Todo por una maldita deuda y la vida se nos va a terminar entre la caña sin haber sabido nunca lo que es comer un pan con tranquilidad. Vaya, muchacho, apártate, que éstos son unos perros…

Calixto siguió de lejos a la desharrapada tropa de aherrojados y no pudo pensar mucho tiempo en ella porque, de pronto, surgieron a la distancia las gigantescas chimeneas de Navilca. Los prisioneros fueron conducidos por otro camino y Calixto siguió hacia el mineral. Un cablecarril que llevaba carbón en sus vagonetas estuvo de repente sobre él. Por un lado se perdía en la altura y por el otro descendía hacia Navilca.

El camino curvose y llegó a Navilca por el lugar en que el cablecarril entregaba el carbón de sus vagonetas a unos obreros ennegrecidos en la tarea de recibirlo. Más abajo estaban las casas de zinc, tejas y paja, y por los cerros inmediatos las minas, viejas y nuevas, abrían sus negras bocas. Pero la fundición quedaba más allá, al otro lado de un barranco que era atravesado por un puente.

Avanzó, pues, Calixto. Tenía miedo y alborozo de ver tanta gente y tanta cosa nueva. Hierros tendidos sobre el suelo, pequeños carros, otros grandes llenos de carga, otros con lunas donde iba gente. Sonaban los carros y, en general, no adivinaba de dónde más salía tanta bulla. El puente de concreto le pareció muy fuerte y esbelto. Al mismo Navilca llegó cuando ya era tarde. Preguntó a un hombre de saco de cuero, que estaba asomado a la puerta de una tienda, con quién se podía hablar para contratarse y le señaló una puerta situada al frente, pasando la calle. Por la calle iban muchos obreros con curiosas herramientas en las manos y algunos con una lámpara en la cabeza. Calixto llegó a la puerta y vio a un hombre que leía y a quien le dijo que deseaba trabajar.

—Ah —le contestó el hombre, que hacía temblar su bigote mientras hablaba—, llegas a tiempo. Son unos fregaos estos mineros. Así que vente con toda seguridad el lunes para meterte en alguna cuadrilla. Ahora, anda, alójate en el campamento, en la sección 3…

El hombre salió a la puerta y señaló con la mano:

—Doblas esa esquina, caminas una cuadra y al voltear, a mano derecha, ahí está la sección 3.

Calixto caminó en la forma indicada y ya debía estar ante la sección 3, pero no sabía leer y vacilaba. Una voz salió puertas afuera:

—Entra, éste es el buque…

—¿La sección 3? —preguntó Calixto.

—Claro, pasa…

Calixto entró. Era una sala angosta y larga, junto a cuyas paredes, desde el suelo al techo, se superponían tarimas de madera. Algunas de ellas se hallaban ocupadas por hombres que dormían, otras mostraban un modesto lecho y las menos sólo la desnudez de las tablas. Calixto no sabía a quién dirigirse, hasta que una risa sonó junto al techo. El hombre se descolgó por unas pisaderas de hierro y le dijo:

—No podía dormir. ¿Vienes de barretero?

—Será, recién pedí trabajo…

—Haz tu cama en una de las tarimas sin nada. En ésta, no, mira… ahí estuvo el pobre Cavas, que murió el otro día echando sangre y pus por la boca. ¡Los malditos hornos! Han regao un poco de creso, pero creo que no es suficiente. En ésa puedes hacer, sí, aunque ahí, según dice el bruto de Ricardo, el que está dormido, pena el difunto Rufas.

Calixto pensó que era poco amistosa una acogida tan pródiga en difuntos, pero el tono sonaba franco y sin asomo de hostilidad.

Hizo, pues, su cama, en una tarima no muy alta, pues le pareció que ese hombre bajaba de un gallinero. Tenía por lo pronto dos ponchos y una frazada, que sacó de su alforja. Con el que llevaba encima, podía aguantar el frío. Había una estufa a carbón en el centro del dormitorio. El recepcionante, que dijo llamarse Alberto y vestía ropas de poblano, estaba con ganas de hablar y dijo señalando la estufa:

—Hace una semana que nos están poniendo estufa pa enamorarnos, pero no se escapan de una grande. Antes, el carbón era pa los hornos y los gringos, pero no se escapan…

—¿De qué?

—Huelga… Haremos una seriona y mañana comienza.

—¿Y qué es huelga?

—Se para el trabajo hasta que acepten el pliego de reivindicaciones…

Calixto había terminado de arreglar su lecho. No sabía tampoco lo que eran reivindicaciones y estaba por preguntar cuando salió una voz de las tarimas:

—¿Van a dejar dormir, papagayos?

Como ni Alberto ni Calixto querían dormir, salieron a dar una vuelta. Ya había anochecido y, sin embargo, las calles estaban alumbradas por una luz que no se consumía ni temblaba. Calixto fue informado del nombre de esa y otras muchas cosas raras. Al fondo de las casas se levantaba la enorme masa albirroja de la fundición, rayando el cielo con sus chimeneas humeantes. Pasaron frente a unas piezas de donde salían canciones un poco gangosas, de gramófonos, según supo Calixto. Él quiso entrar y Alberto le dijo:

—Ahí hay putas, ¿quieres pescar una purgación celebrando la llegada?

¡Cuántas cosas nuevas! Tuvo que recibir una explicación muy larga. Su amigo se reía:

—Así llegué yo y ahora porque sé todas esas porquerías y encima me friego sorbiendo gases, puedo decir que soy civilizado…

Más allá había un baile y sonaban cantos y guitarras:

Ayayay, que me maltrata

y no me guarda decoro,

yo tengo una mina de oro,

paisana, y una de plata…

—Aprende, pa que lleves a tu tierra: son marineras de esta región de mineros, ésas…

Qué haré con la mina de oro

y la gran mina de plata

si no puedo conseguir

el corazón de una ingrata…

Se había hecho tarde y el conocedor dijo:

—Vamos al «Prince»…

Era un gran salón lleno de mesas de madera oscura, rodeadas de gentes que comían, bebían y conversaban. Calixto no quería entrar, avergonzado de unas ojotas y un pantalón de bayeta que sólo él llevaba.

—Entra flojo, nadie dirá nada. Así se llega acá…

Alberto lo cogió de un brazo y lo arrastró. Considerándolo, eligió una mesa situada en un ángulo. Pero nadie se extrañaba de Calixto y éste comenzó a perder el miedo. Comieron y luego Alberto pidió pisco y sacó cigarrillos. Calixto vio que las paredes estaban mugrientas y las mesas llenas de sebo y tajos. Los mineros entraban y salían. Otros se quedaban bebiendo y conversando. El humo comenzaba a atosigar al novato.

Llegó un hombre al parecer muy viejo, al que todos saludaban, «¡don Sheque!», «¡don Sheque!», acompañado de dos futres. Sentose en una mesa próxima a la de Calixto y pidieron de beber.

—Ése es don Sheque —dijo Alberto— y los otros periodistas que están desde ayer aquí po lo de la huelga… Don Sheque es uno de los dos viejos que hay en todo Navilca y, bien visto, es un mendigo: vive de lo que le regalan y le invitan…

El viejo paladeó el whisky:

—Tchc, güeno es el güisqui. Sí, señores, yo soy el mesmo Ezequiel Urgoitia, aunque po esta tierra de güecos y metales me digan más bien don Sheque… ¡Nombres que le pegan a uno como el chicle de los gringos! Ustedes acaban de llegar y no conocen esto, aunque, a la verdá, nadie conoce porque viejos quedamos dos. Yo, que tovía ando, y el Barreno, que le pusieron así de duro que era, pero que hoy está postrao con reumatismo. Si a alguno lo vomita el socavón, y raro es al que no lo traga pa siempre, ya tiene barba llorona sobre el pecho. Kaj… kaj…, ya ven ustedes: una feya tos. Uno vive tragando mugres y después no se alcanza a botarlas…

El viejo tenía los ojos turbios y una barba entre plomiza y herrumbrosa. Su piel marchita y ocre parecía untada de óxidos y el pelo escaso y enmarañado crecía en largos flecos sobre un cuello mugriento. El poncho negruzco y sucio escondía el canijo cuerpo mal vestido. Mostraba, en general, un aire inquieto y atormentado. Calixto comparaba a ese viejo con los de la comunidad, de mirada limpia y cara tranquila y saludable, pese a sus arrugas, y comenzó a comprender la diferencia que existía entre las vidas y los oficios. No tuvo tiempo de reflexionar mucho por su cuenta. El viejo, requerido por los periodistas, comenzó a hablar, después de beberse otra copa.

—Tchc, güeno es el güisqui… Ha encarecido, pero antes se lo bebía lo mesmo que agua. La verdá que pasaban muchas cosas. Sí, amigos, como ustedes quieren, yo les voy contar. Desde aquí, po ejemplo, no se veían esas chimeneas. Mera tierra parda nomá y el güeco hambriento de la mina. No había Minin… Sí, ya sé que es Mining, pero uno se acostumbra y se acabó… la lengua no estudia… Güeno, tampoco había esos hornos endemoniaos ni esa fundición grandota. Todo era querer oro, nadita de cobre. Ni este salón grande había, ventanas con vidrios menos. ¡Qué decir de billares! A la verdá, bolitas y choc… choc… choc…, nomá: no me gusta. Demen a mí los daos, demen barajas. Pero ¿saben qué había, bien legal? Hombres, machazos. Aquí está mi pecho, con su corazón. Bajo este viejo poncho late tovía. Con un desierto po compañía, con un socavón po cuarto, así vivimos. ¡Qué recordar de mi taita! Él murió lejos de aquí, reventao po la pólvora. Yo estaba chico, pero me acuerdo. Y era po los tiempos en que mi patrón Linche (ya sé que es Lynch, no se avancen) estaba encaprichao con un roquerío. ¡Gringo loco! Tenía oro pa dar y botar. Con los Vélez eran rivales. Quién les dice que pa la fiesta de la Virgen del Rosario, que era una fiesta grande, amigos, con corrida de toros y todo lo demás, pa esa fiesta los Vélez soltaron una vez toros bravos con cascos y cuernos forraos en plata. ¡Qué se iba a quedar atrás mi patrón Linche! Les metió toros con cascos y cuernos forraos de oro. Pero les diré que la mina ayudaba. Eso era sacar metal: no se brociaba. Mi taita, como les contaba, murió. Cuando yo fui creciendo, me jalaba el socavón. Y un día le dije a mi patrón Linche que me dejara entrar y él me dijo: «Entra». Queriendo y no queriendo, entré; porque así es el destino del minero. Ahí estuve trabajando cuando pasó lo que les digo del roquerío. Mi patrón Linche, tiro y tiro con la mina. Había que hacer un desagüe rompiendo un peñón a fin de poder seguir la veta y qué sé yo… Y métale barreta, y métale picota, y métale taladro, y métale pólvora. Tiempo tras tiempo, no sabría decirle cuánto. ¡Querer tumbar un peñón con pólvora! Y un día, desgraciao día, murió mi patrón Linche y por todo dejar, dejó en su casa, a su señora y sus hijos, dos cucharitas de plata. Esa herencia de un hombre como él. ¡Se había arruinao en el empeño! ¡Gringo loco! Aunque es cierto que naide puede llamar loco a otro sin pensarlo primero. Puede que sea más loco el que, sabiendo que puede encontrar, no corre el riesgo de la busca. Ése será loco manso o zonzo, que es peor. ¡Aura que me acuerdo!, el que buscaba y siempre encontraba era el viejo Melitón. Cateador fino, daba siempre en boya, pero trabajaba solo, sin nada de compañía, y velay que era un mero diablo para sacar el oro y botaba más plata que un hacendao. ¿Qué tenía en los ojos, cómo es que veía tanto? Nadie lo sabe. Porque, como ustedes conocen, hay buscadores de oro po los cerros, hay lavadores de oro po los ríos y ellos encuentran como cualquier cristiano unas veces mucho de casualidá, otras veces poco de mala suerte y nada más. Pero ahí está el viejo Melitón que sacaba siempre mucho, mucho y naides sabía cómo, salvo él mesmo. Entonces la gente se puso a mormurar que Melitón tenía pacto con el Shápiro (así le dicen al diablo po allá en Pataz) porque sólo el rabudo podía dar tanto oro. Llegao que estuvo el chisme a oídos de Melitón, se rió y dijo: «¿Shápiros conmigo? Al saber le dice Shápiro la gente. Y para que vean que no hay nada de pacto, seré mayordomo de la fiesta de la Virgen del Carmen mientras Dios me dé vida». Como dijo, así lo hizo y todos los años se celebraba en el distrito de Polloc la fiesta de la Virgen del Carmen, con lo que es de uso en una fiesta que valga. Melitón gastaba la plata a dos manos, porque no tenía más que dos, que de tener tres con las tres habría gastao. Y velay que la gente ya no podía decir que tenía pacto con el Diablo y él murió llevándose su saber. Después salieron otros boyeros finos (siempre hay uno que otro, cómo no), pero naides como Melitón pa mentao. Su fama de platudo rodó por un lao y otro y cuando alguien pedía po una cosa precio que no era su precio, se decía: «¿Crees que soy Melitón?». Pero yo estaba contándoles de mi patrón Linche y cómo llegué pa acá. Murió pobre, como les digo, y la mina esa, que se llama «La Deseada», quedó sola y toditos los mineros nos vinimos a Navilca. En esos tiempos estaban aquí los gringos Gofrey, apellido que nunca supe cómo se escribía ni se decía… creo que era Godffiedt o algo así… ¿ven ustedes? Pa que no me corrijan de balde. Pero no teníamos tranquilidá pa trabajar, pue en esas punas de Gallayán había una banda de bandoleros muy mentaos y entre ellos un tal Fiero Vásquez, que después ha dao mucho que hablar.

Calixto informó a su amigo, por lo bajo, que conocía al Fiero Vásquez y se sintió muy importante por sus relaciones con personaje tan famoso y tremendo.

—Los bandoleros asaltaban a los arrieros y traficantes y ningún cristiano podía pasar seguro po la puna. Cuando llega la noticia, que después he pensao que tal vez juera de mentira, de que los bandidos iban a juntarse pa caer sobre la mera Navilca. ¡Juera plata de los Gofrey! ¡Juera güisqui y pisco! ¡Juera nuestras chinas! ¡Juera todo! Ésos iban a saquear. Entonces los Gofrey llamaron a veinte hombres bien contaos y había un tal Mora a quien ellos le decían Moga y a ése lo hicieron jefe. Yo estaba en medio de la comisión tomándole peso a las carabinotas y las balas que nos dieron y velay que un gringo dice po todo decir: «Váyanse pa las cuevas de Gallayán y tráiganme a los bandoleros vivos o muertos». Natural es que no lo dijo con esta laya de parla sino usando un habla de gringo que más era pa la risa. Nos dieron tamién un caballo y una botella de güisqui a cada uno y así jue que salimos en una noche más prieta que mi poncho. Camina y camina, en fila, po esas punas. No hablábamos pa no hacernos notar y tamién porque naides habla cuando va a acontecer algo que suene. Velay que alborea el día, entre dos luces, cuando estamos cerca de las cuevas. Bebíamos el güisqui a trago largo. El tal Mora, que era hombre templao, iba adelante y por fin se abajó de su bestia sin hacer bulla, haciéndonos señas que nos abajáramos tamién. Así jue que lo hicimos y nos juntamos con él. Pa silencios, ése. Sólo un vientito quería silbar entre las pajas y un liclic pasó gritando y velay que a un caballo se le ocurre dar un relincho y otro le contesta. Algunos se hicieron la señal de la cruz en el pecho, pero no sonó ni un balazo. El sol estaba entre que asomaba y no asomaba. ¿Y qué les parece si nos bebemos otro güisqui? ¡Tchc, es güeno el güisqui!

En torno a don Sheque y los periodistas se habían reunido varios mineros, jóvenes, maduros, que escuchaban atentamente bebiendo por su lado. En las otras mesas, jugaban al póker o a los dados.

—Como les digo, sólo silencio. Y a la luz del sol que iba asomando, no se veía nada. Ahí estaban las cuevas entre las peñas, como bocas grandotas, negriando. Naides parecía estar en ellas. Algunos dijeron que nos volviéramos, porque no había naides, pero el tal Mora nos desplegó en fila y nos dijo: «Vamos». Todos llevábamos la carabina lista pa disparar. Yo decía entre mí: «Pa hoy naciste, Sheque; pa hoy naciste», y seguro que los demás también se decían algo así, pero todos seguían no más porque el tal Mora iba como veinte pasos avanzao. ¡Era hombre templao, ya les digo! De repente se para y ajusta la carabina como pa disparar y velay que no lo hace y voltea y nos dice con señas que lo sigamos, pero más callao tovía. Y llegando que estamos a la cueva más grande, tras el tal Mora, ¡qué vemos! Toditos los bandoleros en un profundo sueño, en medio de latas de alcohol. Sus rifles y carabinas estaban pegaos contra la cueva y los empuñamos y después el tal Mora soltó un tiro. ¡Despertarse esos pobres cristianos, con un brinco de venao! Cristianos digo, que así es la costumbre, aunque ellos sabe Dios si lo eran. Nunca, nunquita he visto ojos más espantaos. Algunos les metían el cañón po las costillas y los injuriaban y ellos no sabían decir ni «qué», ni «cómo», ni una palabra. Les amarramos los brazos a la espalda y contamos que eran catorce. El Fiero Vásquez y cuatro más se habían ido un día antes, según dijeron volviendo de su muda sorpresa. ¡Esa suerte! Los desgraciaos, a las preguntas, respondieron tamién que asaltaron a unos arrieros que llevaban alcohol y se lo bebieron todo. Lo que jue fatalidá pa ellos resultó fortuna pa nosotros. Así es la vida. De lo contrario, cuántos mineros habríamos muerto. ¡Vaya con los cristianos! ¡Pobre gente! De tanto andar remontaos, peor que fieras, tenían el pelo crecidazo, po los meros hombros, y hasta las orejas les tapaba. Montamos y pusimos a los bandidos en medio de la cabalgata, caminando de dos en fondo, y así llegamos pa acá. ¡Ese recibimiento! Naides quería creer lo que veía. Se imaginaron que volveríamos muertos casi todos, amarraos boca abajo sobre las monturas, y vernos llegar más bien llevando presos a catorce forajidos. Los Gofrey los metieron en el depósito de herramientas, que era el más grande, pues en ese tiempo no había comisario ni gobernador y menos policía ni cárcel. Y uno de los Gofrey dijo: «Hay que fusilarlos» y el otro, el nombrao Estanislao dijo: «Hay que colgarlos». Los colgaron de las vigas del techo, amarraos de los pelos, esos pelos largos y crinudos que se prestaban pa eso, con una soga. «Mátennos más bien», decían ellos. El cuero de la cabeza no se ha hecho pa aguantar el peso de un cristiano y velay que el de ellos se despegó y se jue estirando. Los güecos pa los ojos se veían más arriba como güecos de una bolsa. Algunos murieron luego y a los más resistentes les dieron un balazo en el pecho. ¡Pero jue escarmiento! Ya no hubo otra pandilla como ésa y se pudo trabajar.

—Bueno, bebamos otro whisky —dijo un periodista.

El viejo rió:

—Ah, aura son ustedes los que quieren otro güisqui. Bebamos, pue… Tchc… ¡Es güeno el güisqui!

Calixto y su amigo, por su parte, bebieron pisco. El viejo dijo:

—Ese escape dio el Fiero Vásquez, que después cobró fama po otros laos, pero a Gallayán nunca volvió…

—Pero ya fue apresado —apuntó un periodista—, la víspera de nuestra partida llegó un telegrama informando de su captura…

Calixto pensó en la comunidad. Acaso el Fiero cayó defendiéndola, quizá se habrían complicado las cosas. Tuvo mucha pena y pidió más pisco.

—Entonces jue el trabajo a firme. A pata pelada caminábamos, con la capacha al hombro y tovía medio jorobaos por la angostura y engeridos de frío con el agua que goteaba. Ésos eran tiempos fieros po esos socavones, po esas galerías. En uno de esos socavones, mis amigos, viví el momento más juerte de toda mi vida. Nunca pasé otro rato igual y eso que la existencia del minero es peliada. El pique se había ido pa adentro y con el fin de seguilo, yo y mi ayudante bajamos descolgándonos po una soga. Mi ayudante se llamaba Eliodoro, mucho me acuerdo, y era un muchacho recién llegao. Golpe y golpe: la peña era dura. Había que poner una buena carga de dinamita que ya estaba en uso y así que, llegao el momento, la pusimos bien puesta. ¡A salir! Yo subía con la linterna en los dientes, que no tuve tiempo de amarrármela en la cabeza, y con las manos empuñándome de la soga, como es natural. Y velay que Eliodoro, novato como era, se empuña tamién de la soga y comienza a subir, que se impresionó viendo correr la mecha. Había tiempo de que subiéramos uno po uno, pero él se precipitó nomá. Entonces, mis amigos, ¡chac!, se revienta la soga y vamos a dar al fondo. Quién sabe po qué, yo dije: «Se rompió la soga». Aura, pensándolo, ¿no es pa reírse que yo dijera eso? Visto estaba que se había roto. Eliodoro dijo: «Sagrao Corazón de Jesús». Y los dos miramos el güeco y la mecha ya se había consumido, metiéndose pa adentro y no había cómo jalala. Iba a reventar la dinamita haciéndonos volar en pedazos junto con esa porción de peña. Quise gritar pa que vinieran, pero ahí nomá pensé que hasta que llegaran y echaran otra soga, tiempo había de sobra pa que seamos añicos. ¡Qué luego se piensa! ¡Lo que se imagina uno! Mi linterna había caído pa un lao y, al vela, se me ocurrió que con la reventazón se iba a apagar y todo quedaría a oscuras, y eso me dio más miedo tovía. ¿Por qué? Es lo que pregunto aura. Muerte es muerte con luz o en la oscuridá, pero así jue. Eliodoro se había arrodillado y clamaba: «Sagrao Corazón de Jesús». Lo que cuento pasaría en muy poco tiempo, pero a nosotros nos parecía tanto. Salía humito por la boca del güeco. Y velay que me miro el pie desnudo y se me ocurre lo que nunca pensé. Puse el talón en la boca del güeco y lo ajusté, ajusté duro. No salía ni un hilo de humo. ¿Se ahogaría el tiro? Pasaba el tiempo, ¡qué tiempo largo!, y no reventaba. Sucede tamién que los tiros no revienten aunque naides los pise. Parece que ya pasó su tiempo y de repente revientan y matan al que se acercó, engañao po la demora. Yo pensaba en eso y Eliodoro quién sabe en qué. Así pasó el tiempo (tiempo largo, largo) y el tiro no reventó. Quité el talón, salió un borbotón de humo y después nada. Con mi linterna miré bien el güeco: era verdá que no salía nada de humo. ¡Ah, la vida, amigos, la vida! Recién notamos que teníamos la cara desencajada y brillosa de sudor. ¡La vida, amigos! Puede ser mala, pero en esos ratos se da uno cuenta de que la quiere. Al otro día taladramos y pusimos una nueva carga. Pa más seguridá, cortamos mecha bien larga y salimos. Con esas dos cargas, ¡la reventazón!, ¡el estruendo! Todo el cerro se remecía. Y nosotros quedamos tranquilos como quien se libra de un enemigo solapao. Pero ese momento, el rato de la espera… No sé si jueron uno o diez minutos. Yo sólo sé que morí y resucité en uno o mil siglos. Se ve entonces que la eternidá no está en el tiempo sino en lo que siente el corazón…

El viejo bebía su whisky sin hacer comentarios esta vez y los periodistas lo imitaron. Calixto se sentía un poco mareado y pensando en la comunidad, le daban ganas de llorar.

—Bueno, don Sheque —dijo un periodista—, pero todo lo que nos ha dicho no nos sirve para una información de actualidad. Háblenos de las huelgas mineras…

—Ah, mis amigos, güelgas he visto muchas. Una vez me dio el naipe po irme a los minerales del cerro, po Cerro de Pasco y toda esa zona, y vi la güelga más extraña. Una de las minas era en ese tiempo y no sé si hasta hoy con la avalancha de gringada, de propiedá de la millonaria Salirrosas. Esta señora vivía en Lima y era muy religiosa. Quién les dice que un día manda una imagen de la Virgen para que la entronicen dentro de la mina. Del tren jue bajada la gran imagen, muy bonita a la verdá, y llevada al campamento. Como es sabido, los mineros no admiten que entren mujeres a las minas porque dan desgracia y esa vez se opusieron a que entrara la Virgen. La señora Salirrosas dio orden de que se cumpliera su voluntá, diciendo que la Virgen no era una mujer cualquiera, pero los mineros dijeron que de todas maneras era mujer y no quisieron, declarándose en güelga. Los ingenieros, pa transar, cavaron un altar al lao de la bocamina y ahí la pusieron. ¿Qué les parece esa güelguita? Esos mineros del centro son más supersticiosos que los del norte, que ya semos harto. Fíjense que creen en Muqui, un enano panzón y enclenque, que está po los socavones y galerías al acecho de los perros y mineros dormidos. A ellos los mata, y la leyenda viene de los gases mortales que llegan hasta cierta altura y envenenan a los animales de poco tamaño y a los hombres acostaos. Cuando yo me reí de tal enano echándole sus cuatro malditadas, los mineros casi me pegan y entonces yo dije que las peleas debían ser po cosas mejores que un ridículo enano y me volví pa el norte. Pero me estoy saliendo de su pregunta. He visto como veinte güelgas y rara jue la vez que los obreros no salimos con la cabeza rota. Estas minas de Navilca han sido de peruanos, después de los Gofrey, que eran unos gringos medios acriollaos (eslavos, decían, y yo no sé bien qué es eso), luego fueron de un solo peruano, ¡ah, maldito!, para caer en manos de una sociedá cabeceada entre italianos y peruanos y por último ser de Minin. Estos gringos yanquis han metido técnica y sistema y se trabaja mejor el mineral, pero el obrero vive medio apachurrao. En tiempos antiguos, el carácter del minero era distinto, más libre. Aura está arrebañao y al fin y al cabo no se gana más porque todo ha encarecido. ¡Güelgas!, ¡güelgas! Está bien, yo no diré que no. Pero los gringos están allá en sus bonitas casas (mírenlas, desde aquí se las ve tan iluminadas, cómodas y alegres) y no sabrán nunca lo que es el dolor del pobre. Yo también supe güelguizar, hasta jui dirigente. Resistamos, pue. Veinte, treinta días de güelga. Ellos tienen la plata y los trabajadores tienen hambre. La güelga se acababa, y esto, en el mejor de los casos. En otros, la tropa disparaba po cualquier cosa y ahí quedaba la tendalada de tiesos…

Las últimas palabras del viejo se perdieron en un barullo: «Alemparte», «ahí viene Alemparte», «sale en el turno de las doce». Entraron varios hombres vistiendo casacas de cuero. Alberto le dijo a Calixto:

—El que va adelante es Alemparte, Secretario General del Sindicato de Navilca…

Era un hombre grueso y joven todavía, que se quitó el sombrero mostrando una cabeza de pelo corto. Sentose a una mesa junto con sus acompañantes. El «Prince» bullía. Muchos se acercaron a saludarlo, otros le dirigían la palabra desde lejos: «Salú, Alemparte». Se detuvieron los juegos y las conversaciones.

—¿Qué hay? —le preguntó alguien.

Alemparte, comenzando a morder un pan con carne, respondió:

—Hasta las diez era el plazo pa que contestaran el pliego. Stanley, en vez de responder, ha pedido más policía. Acaban de llegar otros cincuenta gendarmes. He pasao por el local del Sindicato y no hay respuesta. Son más de las doce. Eso es todo. Se cumplirá el acuerdo: mañana, nadie entra al trabajo desde el turno de las seis…

—¡Viva la huelga!

—Vivaaaa…

—¡Viva Alemparte!

—Vivaaaa…

Todo el mundo se puso a conversar de la huelga y el pliego de reivindicaciones.

—¿Qué se pide? —preguntó Calixto.

—Muchas cosas —respondió Alberto—, pero las principales son que den máscaras protectoras a los que trabajan en los hornos, pues ahora se vuelven tísicos; que den botas impermeables a los que trabajan en zonas inundadas; aumento de salario mínimo a un sol cincuenta, pues un sol no alcanza para nada. Estos salones abren crédito y uno vive más endeudado cada día. Que construyan dormitorios amplios con menos camas, pues ahora vivimos, como has visto uno sobre otro; que se refuercen los andamios para disminuir accidentes y sobre todo, ¿sabes?, lo de la maldita residencia legal. En vez de fijala aquí cerca, en la capital de la provincia, la compañía la ha fijao en la capital del departamento. Eso es una leguleyada de las más sucias y no creas que es cosa de los gringos. La han aconsejado los abogaos peruanos que defienden a la compañía y son los peores enemigos de su pueblo. Los gringos, claro, aceptan, ¿qué más quieren? Resulta que la compañía, en cualquier conflicto que tenga con un pobre obrero, se ríe largo. El obrero, pa poder demandala, debido a la maldita residencia legal, tiene que ir hasta la capital del departamento y hacer un mundo de gastos, ¿con qué? Ahí está la cosa. Por eso pedimos que fije su residencia legal en la capital de provincia…

Calixto, a quien el ambiente había caldeado tanto como el pisco, dijo que él, a pesar de no haber trabajado aún en las minas se adhería con todo gusto a la huelga, pues tenía una triste experiencia de la ley y ahora veía que en Navilca debían pasar cosas muy malas si los mineros estaban enredados en la ley. Alberto le estrechó la mano felicitándolo y le dijo que debían irse a dormir. Pagaron su consumo, que había subido bastante con el pisco, y se fueron dejando mucho entusiasmo en el «Prince». El más tranquilo parecía Alemparte, quien estaba conversando con los periodistas. Calixto se lo hizo notar a su amigo y él le respondió:

—Es muy sereno y de fibra. Quisiera ser como él algún día. Tiene treinta y cinco años y comenzó a los dieciocho en el socavón, como simple barretero, sin saber ni siquiera leer. Estudiaba por las noches y jue subiendo. Ahora es capataz y en muchas cosas conversa mano a mano con los ingenieros, es decir que entiende. Todo eso no es lo mejor, hay otros que también suben. Pero él no se ha olvidao de cuando jue peón y no trata mal a sus compañeros. Al contrario, los defiende. Todos lo queremos y ahí lo tienes de Secretario General del Sindicato…

Soplaba un viento helado por las callejas de Navilca. Alberto comenzó a toser.

—¡Los malditos hornos! Si no conceden las máscaras, me voy a fregar… pobre Cavas…

Habían llegado al «buque», o sea la sección 3. Pequeños focos pegados al techo daban una luz rojiza. Treparon con cierta dificultad a sus camastros y se durmieron.

Al otro día, Navilca contempló a toda su población a flor de tierra. Era un espectáculo inusitado. Los hombres de los socavones y galerías, tanto como los de la fundición y el cablecarril, estaban allí, musculosos y un tanto encorvados, con la flacura que trabaja el fuego, con la negrura que pega el carbón, con la lividez que da la sombra. Para muchos —los que iniciaban sus labores a las seis o salían de ellas a esa hora para dormir— la mañana constituía casi una bella sorpresa de sol y aire diáfano. Todo habría estado excelente para los obreros si los gendarmes no hubieran clausurado los restoranes, el club deportivo, el local del sindicato, los burdeles y cuanto edificio podía ser utilizado como lugar de reunión.

También montaban guardia sobre el puente impidiendo el tránsito de un lado a otro de la población. Los obreros caminaban en grupos haciendo resonar las callejas con sus gruesos zapatones, y los gendarmes les interceptaban el paso: «Disuélvanse, está prohibido formar grupos. Váyanse a sus casas y sus campamentos». Era evidente que deseaban anularlos por la desunión. No podían reunirse a deliberar y, por otra parte, la Mining estimulaba a los rompehuelgas. Contratistas rodeados de policías recorrían el poblado gritando al pie de los techos de calamina, para eludir las pedradas: «Dos soles diarios, mínimo, al que quiera trabajar y cancelación de todos sus créditos». Las calaminas resonaban violentamente al golpe de las piedras y el aire deflagraba de gritos: «¡So adulones!». «¡Viva la huelga!». «¡No somos traidores!». Alemparte parecía multiplicarse, yendo de arriba abajo, seguido del comité directivo. Arengaba a los obreros, increpaba a los gendarmes y contratistas. La compañía no lograba hacer trabajar a nadie. «¡Viva Alemparte!», «¡Viva!». Alberto y Calixto salieron a mediodía y se echaron a caminar sin rumbo fijo. Tropezaron con un contratista que gritaba. Alberto dijo:

—No vas a trabajar, ¿no es cierto?, ni hoy ni mañana, ni en veinte días… hasta que termine la güelga…

—No voy a trabajar —respondió Calixto.

—Entonces, eres un buen compañero…

Más allá Alemparte, en medio de un grupo de obreros, decía clavando los ojos conminatorios en todos y cada uno de sus oyentes:

—No importa que nos cierren los restaurantes: los obreros que tienen casa cocinarán para los que no tienen y también hay conservas y ya hemos mandado una comisión por víveres. Hay que resistir, compañeros…

—¡Viva Alemparte!

—¡Vivaaaaa!

El Secretario General tomó calle abajo, seguido de un grupo entusiasta al que se plegaron Calixto y su amigo. Calixto sentíase muy importante por ser ya «un buen compañero» y marchar con Alemparte. Un mecánico yanqui llamado Jack se acercó al Secretario General y le estrechó la mano:

—Oh, Alemparte, mucho bueno, mí también obrero, mí con ustedes…

Producía una rara impresión ver al hombre blanco y al hombre moreno, mano a mano, mirándose jubilosamente. Todos sabían que ese gringo Jack no tenía las ideas consideradas propias de los gringos, sino otras, pero nadie pensó que se uniría a los huelguistas.

Los otros yanquis estaban en sus casas, allá en el bonito barrio de chalets, y ahora Jack, bueno…

—¡Viva el gringo Jack!

El ayudante de Jack en el taller de mecánica, un muchacho criollo que chapurreaba el inglés tanto como Jack el castellano, dijo:

—¿Qué se han creído que es Jack? Ya me convenció: somos socialistas…

Pero no hubo tiempo de hablar sobre eso. Desde la población del otro lado, comenzaron a dar gritos llamando a Alemparte. Éste marchó hacia allá, seguido de cuantos lo acompañaban. Dos obreros, en el filo del barranco, se treparon a una piedra. Uno de ellos, haciendo bocina con las manos, gritó:

—Alemparte: están rompiendo la huelga…, vengan a ver qué se hace…

El puente azuleaba de los gendarmes que tenían la consigna de impedir el paso. Los mineros avanzaron resueltamente y el sargento que mandaba el pelotón se adelantó diez pasos, desenvainando el sable:

—¡Atrás!

—Voy a pasar —arguyó Alemparte con voz enérgica—, soy un ciudadano libre y, además, como Secretario General del Sindicato debo pasar…

—¡Atrás!

—Yo paso —terminó Alemparte, avanzando resueltamente y sin mirar si los demás le seguían o no. Contagiados de su resolución, tras él iban. Los gendarmes habían encarado los fusiles. «¡Fuego!». Cayó Alemparte de bruces y cuatro más se desplomaron igualmente, lanzando injurias y quejidos. El gringo Jack quedó rodeado de muertos. Con súbito impuso se lanzó hacia adelante y un gendarme lo derribó de un culatazo en la frente. Una nueva descarga dio en tierra con algunos más y los que continuaban en pie retrocedieron. Calixto había rodado, cogiéndose el pecho. Alcanzó a percibir los gritos, el olor de la pólvora, la tibieza de la sangre que empapaba su piel. ¡Cuánta sangre! Pero ya el cerebro se le nublaba como en el sueño.

Al otro día, los obreros del asiento minero de Navilca enterraron a sus muertos.

Ocho féretros blancos, de rústica factura, balanceábanse sobre los duros hombros de los cargadores. Tras ellos marchaban los mineros ceñudos y callados, envueltos en una fría bruma y un pesado rumor de zapatos claveteados. Jack y su ayudante encabezaban el desfile.

—¡Nuestra bandera y cantemos! —gritó Jack, sin saber cómo expresarse. Desplegaron un gran trapo rojo y comenzaron a cantar.

Nadie, sino Jack y su ayudante, sabía lo que significaba esa bandera. Nadie, sino Jack y su ayudante, sabía entonar ese canto. Era un canto bronco y poderoso que azotaba el desfile como un viento cargado de mundos.

El entierro cruzó por las calles del poblado, siguió por un angosto camino que bordeaba una falda y entró al panteón. Desolado panteón de prietas cruces desfallecientes y tumbas perdidas entre el pajonal. En una sola y maternal zanja fueron metiendo los blancos ataúdes. Una voz ronca saludaba por última vez a los caídos, diciendo sus nombres a medida que iban quedando en su lugar. «Braulio Alemparte»… «Ernesto Campos»… «Moisés López»… Jack, con la cabeza vendada debido al culatazo, y su ayudante, encendido de fervor, casi gritaban la solemne canción. El trapo rojo, en la punta de una caña, flameaba sobre las cabezas desgreñadas y un fondo gris de puna.

La voz ronca no pudo rendir homenaje al último de los sepultados porque nadie lo conocía. Un joven obrero se destacó del conglomerado para decir que ese muerto era un muchacho llegado la tarde anterior, a quien no preguntó su nombre. La canción y la tierra caían rítmicamente sobre los féretros…