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Valencio en Yanañahui

El vientre de Casiana aumentaba distendiendo la amplia pollera de lana, sus movimientos se volvían pesados y los senos le crecían dándole voluptuosidad y dolor. Toda ella germinaba con seguro y palpitante crecimiento. Se habían quedado muy solos: Paula, ella, los hijos de Doroteo. Latía un nuevo ser preparando su advenimiento y he allí que afuera la vida estaba mala, con pobreza, y una orfandad que parecía también crecer gestándose en el vientre trágico de la vida. ¿Qué sería del Fiero Vásquez? ¿Qué sería de Doroteo Quispe? Las dos hermanas y los niños hacían escasas conjeturas en la soledad del bohío de piedra. Ellas conocían de antiguo el dolor y les era imposible divagar sin que la posibilidad de la desgracia asomara como certidumbre. Clemente Yacu se acercó a hablar con Paula:

—Vos sabes, Paula, los usos de la comunidá. Doroteo se jue sin nombrar reemplazo ni ha pagao los ochenta po día de trabajo que no hizo. Pa peor, ustedes no son comuneros de nacimiento y los muchachitos no pueden trabajar tovía. Yo he tenido que defender mucho, en el consejo, su ración de papas, ocas y ollucos. Los regidores le temen a la asamblea. Verdá que el alejamiento de don Amenábar ha calmao un poco los ánimos, pero no faltan mormuradores. Siguen como potros relinchando po la querencia.

Las hermanas callaban sin saber qué decir ni hacia dónde iba el nuevo alcalde.

—La verdá es triste. Yo dije en el consejo que la situación de Doroteo no es la del hombre que se va de ocioso sino de desesperao. Pero podía mandar algo. ¿No saben de él? Con todo, vayan po la comida. Ustedes han trabajao y si po la parte de los hijos debió trabajar Doroteo, pase esta vez. Yo separé en el reparto su ración. No jue mucha la cosecha, pero será mejor el año que viene. La helada azotó la puna toda y a esta tierra tovía no hemos podido cultivarla bien.

Clemente siguió hablando, en general, de la tierra. Por último dijo:

—Ya sabes, Paula, ve modos de que Doroteo cumpla. Lo mesmo he dicho a las familias de Condorumi y Jerónimo. Otros, claro, se han ido, pero con familia y todo, dejando de ser comuneros, y los más jóvenes sin familia que mantener ellos… Vos, Casiana, ya vas a parir. Mientras unos comuneros se mueren o se van a lejanas tierras, que es lo mesmo que morirse, otros llegan: güeno, güeno. No te diré nada de tu marido, que nunca ha sido comunero. Las aguardo, pues, pa que reciban su parte…

La cosecha de papas, ocas y ollucos se había realizado hacía algún tiempo y Casiana, pese a su embarazo, y Paula, dejando en manos de los niños las menudas tareas de la casa, habían tomado parte en ella arrancando afanosamente las matas y removiendo la tierra con largos garfios de palo. Ahora veían que la comunidad, de rígidas leyes, reclamaba el trabajo de un miembro que no se había desvinculado con familia y todo de ella y por lo tanto no podía hacer pesar sobre los otros sus obligaciones.

Clemente Yacu, después de salir por la pequeña puerta doblando su largo cuerpo, dijo:

—Cuenten conmigo, no se aflijan. Pero será güeno que Doroteo se arregle pa pagar si no viene… Tu caso no es lo mesmo, Casiana, y pienso que tendremos que modificar las costumbres… La situación no es estable pa nadie, ni siquiera pa la mesma comunidá y menos pa las mujeres de marido que está fugao de los gendarmes…

Paula y Casiana pensaron que Yacu era hombre bondadoso y ecuánime, pero que, de todos modos, estaba ante una situación de apremio. Ellas tenían dinero del que les habían dejado sus maridos, pero no lo querían gastar por precaución. ¿Si debían irse? La pelea entre Artemio Chauqui y Porfirio Medrano continuaba y de perder éste, también serían perjudicadas las hermanas en su calidad de foráneas.

Por ninguna de las sendas asomaba nadie y la mancha negra del bandido parecía haberse perdido del mundo. ¿Qué sería del Fiero? ¿Qué sería de Doroteo? Corría marzo y las lluvias se espaciaron un tanto, el agua de la pampa disminuyó y las vacas, hundidas hasta la panza, mordían vorazmente las verdes y jugosas totoras. Por las faldas, balaba el rebaño de ovejas envueltas en gruesos vellones, cuyo crecimiento estimuló el frío, y los caballos buscaban los más altos roquedales con sus relinchos.

Daba un fresco brochazo de verdura el cebadal, mientras la quinua tomaba el color gris de la madurez. El espejo negro de la laguna de Yanañahui brillaba al sol. Algunos días los picachos se desembozaban de nubes y el cielo ahondaba a ratos su concavidad azul.

El hombre salía con más frecuencia del bohío de piedra y paseaba por las faldas e incluso entraba a chapotear en los embalses de la llanura. Era ésa una nueva vida ciertamente, dura y áspera como la piedra, y el cuerpo gozaba de haber triunfado, seguro ahora de sus fuerzas y sus aptitudes. Del mismo modo que el hombre de la ciudad se complace de su talento resolviendo los diferentes problemas que se plantea, el del campo celebra la energía física que le permite triunfar de los obstáculos opuestos por la naturaleza. Para Paula y Casiana no hubo nunca problema de altura. Sus cuerpos crecieron en el rigor de la puna y Yanañahui solamente les hizo reencontrar su primer clima. Ellas se dolieron del látigo en otros tiempos y ahora temían perder su sitio en la comunidad. Paula esperaba que su marido tornara a la tierra y amara el surco y Casiana, la noche en que vio al Fiero en la caverna y luego a la cabeza de la cabalgata, dando órdenes, comprendió que ésa era su vida y que la tierra no lo reconquistaría más. Pero los ojos de ambas se prendían ahora, con angustia, de los lejanos cerros donde campeaba la aventura de su existencia. ¿Qué sería de ellos?

Rebotando de cerro en cerro, de picacho en picacho, una tormenta de estampidos llegó una tarde hasta el caserío. Venía evidentemente de muy lejos. Todos los comuneros se asomaron a la puerta de sus casas mirando hacia las cresterías. El viento, por momentos, ayudaba la llegada de los sonidos y la batalla se acercaba. Lloraba la mujer de Jerónimo Cahua, la de Condorumi se puso a trepar el cerro con la esperanza de distinguir algo, y Paula y Casiana callaban con el silencio doloroso que habían aprendido desde su nacimiento. Por primera vez la comunidad se inquietaba ante una distante lucha de bandoleros. Antes, la llegada del Fiero constituyó más bien una nota pintoresca, y del reciente asalto a Umay se supo cuando ya había pasado. En cuanto a la muerte de Mardoqueo y el Manco, estuvo tan envuelta en la desgracia general, que fue dejada atrás con todo el molesto fardo de esos días. He aquí que ahora recomenzaban los tiros y tres comuneros daban sus vidas al azar de la contienda. La misma ametralladora que cosiera al buen Mardoqueo y al bandido comenzó a tostar los cerros.

Después, como una tempestad que se calma, fue apagándose el estruendo para crecer de nuevo y perderse por último en el silencio de la noche. Dura noche de angustia fue ésa para las mujeres, que permanecieron con el oído alerta, pegado al fofo muro de la sombra. Sólo gimió el viento. Amaneció como todos los días, con niebla, y cuando ésta se levantó, a nadie pudo verse por los caminos. A mediodía volvieron a tronar los cerros, pero más apagadamente y con intermitencias. Sin duda, los gendarmes perseguían a la diezmada banda. Y la noche, en el momento de su mayor negrura, sí resonó esta vez con un tiroteo rápido y furioso. Las sombras se estremecieron con un angustiado temblor y en el vientre de Casiana el niño por venir palpitó y agitose presintiendo la lucha.

Nada se escuchó ya durante dos días y al tercero, apareció un hombre descendiendo por las faldas de El Alto. No venía por el sendero sino que había avanzado por las cresterías hasta quedar frente al caserío y ahora bajaba hacia la pampa casi rectamente, sin hacer más rodeos que los que le imponía la verticalidad de algunos peñascos. Casiana dijo a Paula:

—Es Valencio, es Valencio… Él anda así, juera del camino…

Dio gritos llamando a las mujeres de Jerónimo y Condorumi y las cuatro, formando un grupo con sus hijos y familiares, se pusieron a esperar. Otros comuneros fueron llegando a ver de qué se trataba y el grupo crecía. Los demás, a los que el barullo había llamado la atención, miraban desde la puerta de sus casas. El hombre llegó a la pampa y luego penetró tranquilamente al agua. A trechos le daba por la cintura, a trechos por los tobillos. Se detuvo un momento a ver un totoral, arrancó un manojo de espadañas que arrojó por los aires y siguió su camino, dando, al pasar, una amistosa palmada en el anca a una vaca que estaba por allí. Era demasiada calma y exceso de humor en un momento de tanta inquietud, y la mujer de Jerónimo se puso a gritar:

—Apureee… Apureee…

Valencio levantó la cara, vio el grupo que se había formado y aceleró el paso. Iba dejando círculos y burbujas en el agua. Trepó la falda a grandes zancadas y Casiana y Paula se adelantaron hacia él. Valencio parecía muy extrañado del recibimiento que se le tributaba, no dijo nada a sus hermanas y miró al grupo y a los comuneros parados en las puertas con evidente sorpresa. ¿Qué significaba toda esa alharaca? Con las hermanas prendidas de sus brazos, avanzó hasta el grupo. Llevaba fusil en un hombro y alforjas en el otro.

—¿Están vivos? —le gritó la mujer de Condorumi, refiriéndole a los comuneros.

—Hay unos muertos —contestó Valencio, mirando fijamente con sus ojuelos grises, sobre los que caía la sombra de su viejo sombrero rotoso.

—¿Quiénes?, ¿quiénes? —preguntaron varios parientes.

—Varios hay…

Casiana lo conocía más y comenzó a preguntarle en la debida forma:

—¿El Fiero Vásquez?

—Vivo.

—¿Doroteo Quispe?

—Vivo tamién.

—¿Jerónimo Cahua?

—Vivo tamién, con herida en la pierna.

—¿Eloy Condorumi?

—Vivo tamién.

Se había reunido mucha gente; los rostros recobraban su calma.

—¿Y los muertos?

—Varios entre nosotros y entre los caporales…

Algunos de los que habían escuchado desde el principio se echaron a reír.

—¿Y cómo es la herida? —preguntó la mujer de Jerónimo.

—No tan mala y quedará cojo…

Las hermanas, abriéndose paso, condujeron a Valencio al bohío e ingresaron a él seguidas de las mujeres de Jerónimo y Condorumi. Valencio dejó el fusil en un rincón, buscó en las alforjas y extrajo un atado azul.

—¿Mujer de Condorumi? —La aludida extendió las manos y él se lo entregó diciendo—: Manda su marido pa los gastos.

—¿Qué gastos?

—Gastos, dijo.

Con las mismas palabras entregó a la mujer de Jerónimo un atado rojo y a sus hermanas les dio las alforjas.

—¿Y qué ha habido, qué es lo que ha pasao?

—Pelea, pue, con caporales gendarmes…

Valencio recibió un gran mate de papas y otro de ocas y se puso a comer pausadamente, mirando a los numerosos fisgones y noveleros que lo observaban desde fuera. Cuando dejó los mates vacíos, tendiose en el mismo sitio donde se hallaba, sobre el suelo desnudo, con gran asombro de los curiosos, y pronto estuvo dormido.

Valencio tenía sueño atrasado evidentemente porque aún no era de noche. Los mirones se fueron por fin y ellas pudieron registrar la alforja. Pañuelos finos, género y dinero, mucho dinero en libras de oro y soles de plata. Lo escondieron todo en un rincón, bajo una batea volcada, y en la noche mandaron llamar a Clemente Yacu. Ante el dormido conversaron, pues no tenía trazas de despertar, y el alcalde dijo que Doroteo debía a la comunidad treinta soles. Paula sacó la plata a puñados y como Clemente era el que más sabía de números, contó los treinta soles de la deuda y además cincuenta que las hermanas obsequiaron «pa la defensa del querido viejo Rosendo».

Valencio tenía el poncho ensangrentado y despedía un olor nauseabundo. Respiraba sonoramente y a ratos decía: «ah, ah, caporal azul». Su cara estaba casi negra y la impresión de salvajismo y estupidez que solía dar desaparecía cuando, como ahora, tenía los ojos cerrados. Se despertó en la tarde del siguiente día y Casiana le preguntó:

—¿Te vas a ir?

—Quedar.

—¿Qué dijo el Fiero?

—Que acompañe y trabaje.

Sus hermanas, sometiéndolo a un interrogatorio muy largo y minucioso, consiguieron saber que los gendarmes acometieron furiosamente el primer día, haciendo huir a los bandoleros, quienes, en el momento del ataque, ya no acampaban en las cuevas que conoció Casiana. Luego se reunieron, formando, por iniciativa del Fiero Vásquez, dos grupos. Uno simuló avanzar por cierto sector contra los gendarmes. Éstos se prepararon para resistir por ese lado durante la noche y el otro grupo les cayó por la espalda, en una rápida y contundente acometida. El forzudo Condorumi se había robado la ametralladora, que arrojaron a una laguna un poco más chica que la de Yanañahui. Huyeron hacia el sur, dejando cinco muertos y llevándose cuatro heridos. Entonces lo mandaron a la comunidad. No sabía cuántos muertos tuvieron los gendarmes. Eso era todo. Agreguemos nosotros que Valencio, desde luego, ignoraba que lo alejaron porque había probado, una vez más, su absoluto desprecio del peligro y una temeridad inconveniente no sólo para él sino para todos.

Valencio envolvió el rifle en una manta y lo ocultó entre la paja del techo. Después fue a la laguna, lavó su poncho y lo tendió sobre una roca para que se secara. Tornó al caserío dando al viento el ancho tronco de músculos prominentes y piel oscura, y los comuneros se decían al verlo pasar: «¡Cómo está Valencio!».

Y así, con el tronco desnudo, comenzó a vivir en Yanañahui. Su cabeza dura entendió algunas cosas y otras solamente le rozaron los oídos y los ojos sin que él penetrara su significación.

Las lluvias terminaron y vino el cura Mestas a hacer la fiesta de San Isidro, y los comuneros levantaron junto a la capilla dos columnas de piedra y sobre ellas colocaron un palo y de allí colgaron la campana, y la campana sonaba: lan, lan, lan, lan, con entusiasmo, y los cerros respondían, ¿o era también que allí tocaban campanas?, y se bebió la chicha en la fiesta y Valencio también bebió, quedándose dormido, y su hermana Paula le dijo: «Vamos a misa», y él fue y se arrodilló, porque así hacían todos, y el cura tomó algo en una copa grande y después regañó porque no pintaban a San Isidro y no le hacían una casa grande donde entraran los oyentes, y le aseguraron que ya la harían, que tuvieron muchos gastos en la nueva desgracia de la prisión de Rosendo, y el cura dijo: «Dios les ayude», y Valencio no sabía quién era Dios y pensaba que tal vez era un jefe más poderoso que el Fiero Vásquez, y un día llegaron los caporales gendarmes y él quiso sacar el fusil y Paula le dijo: «No hagas nada», y se quedó sentado a la puerta de la choza y los caporales registraron todo el caserío buscando bandoleros y no encontraron ninguno, y al pasar junto a Valencio uno le miró y dijo: «¿Qué van a hacer estos indios cretinos?», y él no sabía lo que era eso de cretinos, pero estaba seguro de que no quiso ofender, porque si no hubiera dicho burro. Y resultaba que su sexo le pedía mujer y ahora entendía todo eso porque una noche encontró a una pareja de comuneros gimiendo entre un pajonal, y el vaquero Inocencio le había explicado más, porque estaban de amigos, y él quería empreñar ahora a Tadea, así como a Casiana la había empreñado el Fiero, y Tadea era hermana de Inocencio y apenas se alejara del caserío la iba a tumbar. Ya pariría Casiana y por eso lo mandó el Fiero y él tenía un encargo que a nadie había dicho, ni al mismo Inocencio, a quien le contaba todo mientras gobernaban las vacas; y las vacas le gustaban más que las ovejas, y ahora la pampa se había secado y él saltaba sobre un caballo, en pelo y sin soga, y corría reuniendo el ganado y los comuneros decían: «ése es jinete»; y también le gustaba irse por el lado de la laguna donde estaba el gran totoral y había patos, y lo hacía de noche para que no se volaran, y cuando cogía alguno del pescuezo, le daba una vuelta y le quebraba el gañote o, si no, lo mataba de un mordisco en el mismo gañote y chupaba la sangre, y era rica la sangre del pato, y sus hermanas le decían: «Esa laguna está encantada, no te vaya a pasar algo por meterte», pero cocinaban los patos y estaban buenos con papas, y también decían que era malo ir por las casas tumbadas a causa de un tal Chacho, y él iba por allí para conocerlo y nunca lo vio, y seguro que el Chacho era un haragán que nunca salía porque se la pasaba durmiendo. Y lo que más le gustaba era subirse al Rumi y mirar y mirar, y así también conocer las subidas; y apenas chillara el hijo de Casiana… es lo que le había dicho el Fiero, y ya cosecharon la quinua y ahora llegaba el tiempo de cosechar la cebada, y resultó bonita la trilla y todos decían que no era como la del trigo y faltaban caballos y chicha, y él galopó en pelo gritando y tomó su poco de chicha y todo lo encontró bueno, sino que la gente se quejaba por gusto, y una tarde, ya bien oscuro, vio que Tadea iba con una calabaza amarilla por agua a una acequia que entraba a las viejas casas tumbadas, y ella dio una vuelta para no pasar las casas y él la derribó en una hondonada y ella se resistió, pero después quiso y él supo que era caliente y tierna la mujer, y su cuerpo tuvo gusto y después se quedó tranquilo, y ella dijo que ya eran marido y mujer y había que decirle a Inocencio, y el vaquero se rió y dijo que bueno, y tenían que esperar que llegara la fiesta otra vez para que el cura los casara, y la comunidad les hiciera casa, y así era porque ahora estaban haciendo cinco casas nuevas para los que se habían casado y él también ayudaba, y en la noche se veía con Tadea en cierta concavidad del cerro y todo era bueno. Y hubo una asamblea y el gentío se puso a parlar y quisieron botar a Porfirio y todos los vecinos de otro lado y Valencio dijo: «¿Conmigo es la cosa?» y se rieron y el resultado fue que no botaron a nadie. Y Porfirio dijo que había visto que el canal de desagüe de la laguna se podía ahondar y que por la pampa había que hacer una acequia, pues la pampa se llenaba de agua por falta de camino para el agua más que por el aumento de la laguna y que en la pampa se podía sembrar, y el tal Chauqui dijo que había que dejar las cosas como siempre habían sido y que Porfirio deseaba el daño de la comunidad enojando a la laguna, y aquella mujer prieta podría salir, y Valencio pensó que nunca salía cuando iba a cazar los patos, aunque quizá estaba en parte más honda, pues él se metía por el lado de las piedras que daban a Muncha y ahí había nidos, y ninguna mujer, porque sin duda vivía más adentro, pero eran muy cobardes si le tenían miedo a una mujer y él seguiría yendo a cazar los patos, y si mucho apuraba la iba a tumbar como a Tadea, y el tiempo era muy bonito, sólo que algunos comuneros penaban por Rosendo, que no tenía cuándo salir, y Ambrosio Luma dijo que había que hacer esteras y quemar cal para vender y todos se pusieron a tejer totoras y quemar piedras casi azules y así salían las esteras y la cal y las llevaban al pueblo, y Valencio también aprendió a tejer y quemar y dijo que no quería plata sino su pan, y le trajeron una alforja llena de pan y él convidó a Tadea y el pan era muy rico, y de noche el cielo se despejaba y pasaba la luna y tiritaban las estrellas y los chicos se iban a la pampa y gritaban alegremente: «Luna, Lunaaaaa», y él recordaba sus penas de niño y veía que aquí nunca daban latigazos y que todo era bueno, y llegó el tiempo de la trasquila y él también trasquiló y ningún caporal se llevaba la lana sino que quedaba en la comunidad, y Tadea le dijo que iba a hacerle un poncho y él lo quiso morado con rayas coloradas y verdes y así lo hizo y quedó muy bonito y todo era bueno y el que se quejaba era porque quería molestar, y Casiana iba a parir ya, y él estaba muy contento con Tadea y su poncho nuevo y haciendo más esteras porque deseaba regalar a Tadea una percalita, y los cerros estaban muy altos y el cielo muy limpio y la laguna brillaba como los ojos de Tadea y todo era bueno…