11
Rosendo Maqui en la cárcel

El viejo alcalde no perdía el corazón. Algo había en su interior que conspiraba en favor de la lucha. Quizá en su sangre palpitaba el ancestro de algún irreductible mitimae, pero es más seguro que cada día sacaba nuevas fuerzas de la tierra. Como las grandes aves de altura había amado siempre las cumbres. Ahora, hasta su misma voluntad de siembra y vida permanente se afirmaba allí con tesón. Las papas no darían mucho, pero estaban en mejores condiciones la quinua, la cebada, las ocas, los ollucos. Nacieron dos niños, a los que nombraron Indalecio y Germán. Nació un ternerito que, a los pocos días, comenzó a corretear lleno de contento; no conocía más tierra que ésa y la encontró excelente. Rosendo pensó que así pasaría con los niños… Cuando crecieran, sin preocuparse de lo que fue y guiados por las sabias fuerzas de la materia, admitirían naturalmente su existencia. Los hombres serían labrados en roca ahora.

El pueblo comunero se ajustaba también, poco a poco, a la nueva vida. Nadie pensaba ya en marcharse hasta que la situación no fuera insostenible. Había pasado el oscuro y enceguecedor pesimismo de los primeros días y, por lo menos, se admitía que era peligroso apurarse mucho. Confirmando la justeza de esta actitud, regresó a la vuelta de dos meses el alarife Pedro Mayta con su mujer y sus cuatro hijos. A pesar de tener oficio, le había ido mal y contaba muchas penas que pasó o vio pasar. Convenía conocer desde adentro el trabajo en las haciendas para darse cuenta de su tristeza. No provenía solamente de la explotación sino también del maltrato. Los pobres colonos parecían acostumbrados ya y, de otro lado, sus deudas no les permitían librarse. Mayta se había gastado todo lo que tenía y emprendió el regreso antes de endeudarse.

Las familias de los otros comuneros emigrantes fueron a preguntarle por ellos. ¿Qué suerte habrían tenido? Mayta lo ignoraba.

Rosendo, sentado junto al quinual, miraba el plantío morado. Estaba hermoso, por mucho que lo hubiera partido en dos el torrente. Las plantas brotaban impetuosamente de la tierra, macollando en toda la anchura de los surcos. Su lila fresco e intenso magnetizaba las pupilas alegrando el corazón. El viento batía y desgreñaba las quinuas sin lograr quebrarlas. Rosendo las comparaba a la comunidad. Se miró la ojota gastada y pensó en la escasez. No había cuero ni con qué comprarlo. En papel sellado, tinterillo y diligencias, la comunidad gastó más de mil soles. En los últimos tiempos, Rosendo tuvo que emplear su propia plata, aunque nunca lo dijo, a fin de que no pensaran que hacía armas para la nueva elección. El consejo de regidores había resuelto invertir los veinte soles que dio Augusto por el bayo en retocar a San Isidro.

No se podía ni siquiera pensar en dar muerte a una vaca para obtener cuero. El rebaño estaba diezmado. Al contrario; al día siguiente debía ir a Umay a rescatar el toro de labor que cayó en un imprevisto rodeo ordenado por don Álvaro. Tendría que hablar con el hacendado. ¿Qué le diría? El alcalde preparábase a hacer frente con educación, pero también con firmeza, a la posible propuesta de que los comuneros trabajaran en la mina, donde, según las voces que corrían por la región, terminaba los preparativos. Rosendo reclamaría el toro convenientemente. Ya se habían perdido varias vacas de cría, dos bueyes de labor y ahora un toro. No se debía callar más, sobre todo tratándose de un animal de trabajo. ¿Cómo labrarían la tierra, en la extensión debida, sin yuntas?

Es así como al día siguiente llega Rosendo a Umay seguido de Artidoro Oteíza, el regidor que más se afana por los vacunos y a quien deja a la entrada diciéndole:

—Quédate vos aquí, pa que avises si me pasa algo…

Rosendo mira inquietamente por los corrales. Huele a boñiga y a sudor. Las vacas acezan, se atacan, sangran algunas que han sido heridas a cornadas. A fin reconoce al toro mulato, arrinconado por allí gacho y con el hambre de los días de encierro marcado en las costillas prominentes. Abunda el ganado de Muncha. Los repunteros calientan la marca de Umay y el viajero les advierte:

—Ese toro mulato es de la comunidá.

—Bah, don Álvaro dijo que es de la hacienda, que lo ha comprao a Casimiro Rosas…

Rosendo se indigna.

—¿Quién no conoce la marca de Rumi? Ésa es…

—Será, pero así dijo él. Casimiro es taita de uno de los caporales…

Rosendo insiste:

—¿Qué sé yo de eso? Lo cierto es que el toro es de la comunidá…

—Será, pero don Álvaro dijo que hay que ponerle la marca de Umay.

Rosendo protesta:

—No, no pueden ponerle esa marca.

Y los repunteros, indiferentemente:

—Él sabrá…

—Vaya a decírselo a él…

Rosendo sufre ante esa indiferencia por una cosa de la comunidad. Hubiera deseado que los repunteros se pusieran de su parte, por lo menos de palabra, y le hicieran sentir su solidaridad de indios y de pobres. Los desprecia en silencio y va donde el hacendado.

Don Álvaro está pulcramente vestido de blanco, parado a la puerta del escritorio, conversando con unos hombres de Muncha que han ido por su ganado. Rosendo lo observa y, más que nunca, le parece insolente y llena de arrogancia la impresión que dan la mirada fiera, el negro bigote de puntas erguidas, la cara blanca y satisfecha, el cuerpo alto y las manos de ademán autoritario.

—He hecho este rodeo —dice don Álvaro a los munchinos— para quitarles las mañas. En los potreros de Rumi crían ustedes más ganado del que aparece en el rodeo anual, pues se lo llevan oportunamente. Ahora, como multa, tienen que pagar diez soles por cada vaca que haya caído…

—Señor, yo…

—Señor, yo tengo diez vacas presas, es muy caro…

—No sé, o pagan o les pongo mi marca. Ya estoy cansado de que me roben…

Los munchinos, unos por su propio ganado y otros por el de sus familiares y amigos, tienen que pagar. El total de las reses subía a cien y don Álvaro recaudó más de mil soles. He allí un rodeo productivo. Rosendo tiene la satisfacción de ver entre los compungidos pagadores a un pariente de Zenobio García. Luego se acerca al hacendado y, después de saludarlo, le dice:

—Señor, he venido po el toro mulato…

Don Álvaro, que ostenta una fusta engarzada en la muñeca, le responde colérico que es de la hacienda.

—Señor, tiene la marca de Rumi…

—¿Qué marca? ¿Te atreves? Es la marca de Casimiro Rosas, a él se lo compré.

—Don Álvaro, tenga compasión, necesitamos ese toro para trabajar…

Don Álvaro se enfurece. Por ahí está un caporal a la expectativa, con aire de perro de presa en espera de que le señalen la víctima.

—Señor, le daré una vaca o dos…

El hacendado lo ataca a fustazos y trompadas:

—¡No friegues más, indio carajo!

Rosendo se va chorreando sangre de la nariz, de la boca, del viejo rostro noble, en el cual su pueblo vio siempre retratados los sentimientos de equidad y de paz. Oteíza lo mira sin decir palabra y el alcalde se pasa de largo y sigue a pie hasta encontrar una acequia, junto a la cual se arrodilla y lava. La sangre tiñe el agua de rojo. Oteíza al ido tras él, jalando los caballos y poseído de una angustia que le ajusta el cuello. El viejo arrodillado y sangrante le parece un símbolo del pueblo. Mejor sería morir. Rosendo se lava con manos trémulas y luego se pone de pie lentamente y monta ayudado por el regidor. Habló después de mucho rato:

—¿Qué te parece, Artidoro?

—¿Qué me va a parecer, taita? Ese don Álvaro es un perro que no respeta ni la vejez. De no saber que me atajan antes de que me le acerque, juera a abrirle la panza de un puntazo…

—¿Y el toro, oye?

—Ya me parece perdido. Sólo que lo rescatáramos de noche.

—Es lo que voy pensando…

Los munchinos estaban por media cuesta, arreando su ganado. Rosendo y el regidor recién la iniciaban. Momentos después, al tomar altura, vieron que los repunteros llevaban las vacas a un potrero cercano, pues ya era tarde para que las condujeran más lejos. Sin duda habían marcado al toro y quién sabe a cuántas reses más. El mulato se confundía con el color del crepúsculo. Rosendo y Artidoro metiéronse en una abra en espera de la noche. Tarde salieron de allí, volviendo hacia la pampa. Al comenzar la llanura, Rosendo volvió a decir al regidor:

—Quédate vos, pa que avises…

—No taita, aura voy yo.

—Vos eres joven y yo soy viejo; a ti te necesita más la comunidá…

—No, taita, ¿quién nos dará un güen consejo si te pasa una desgracia?

—¡Consejos! Los consejos no valen contra la maldá. Quédate y obedece, pues pa este caso vos eres regidor y yo alcalde…

Rosendo puso al tranco su caballo y se perdió despaciosamente en la oscuridad. Temió encontrar la tranquera con candado, pero tenía solamente cerrojo. Apeose y, cuidando de que no chirriara, corrió el largo pasador de hierro y abrió la tranca. El pasto era abundante y las vacas pacían tranquilamente. Otras estaban echadas. Tropezó con el toro, que se dejó enlazar sin resistencia. Rosendo lo miró bien cuando ya lo tuvo preso, por si fuera a equivocarse. Era el mismo mulato, grueso y satisfecho, de cogote potente y astas cortas.

Abandonó el potrero con su animal y ya cerraba la tranca. Todo estaba saliendo muy sencillo. Montar no lo iba a ser tanto, que resultaba un engorro la vejez. Al fin consiguió hacerlo y, cuando ya comenzaba a caminar, sonó un grito:

—¡Alto!

Se le acercaron dos hombres armados, quienes lo llamaron ladrón, cogiendo al caballo de las bridas. Rosendo fue conducido a la casa-hacienda y encerrado en un calabozo.

Oteíza esperó mucho rato y luego avanzó hasta llegar a la puerta del potrero. Era indudable que Rosendo había sido capturado. ¿Ir a las casas? Nada se compondría porque cayeran dos presos. Con gran congoja, viendo venir el derrumbe, se encaminó hacia la comunidad.

Por su parte, Amenábar pensó detenidamente en lo que debía hacer con Rosendo. El hacendado quería matarlo. Como sucede con los litigantes y ambiciosos, se había llegado a convencer de su derecho y odiaba todo lo que se oponía a sus planes. En momentos de cinismo, solía alardear de sus victorias desenmascaradamente, pero era más frecuente que se engañara y tratara a la vez de engañar a los demás. De otro lado recordó la galga, la banda del Fiero Vásquez, la nerviosidad de su mujer y la cara asustada de sus hijas. No mataría a Rosendo. La cárcel es también una manera de eliminar a la gente. Sin pérdida de tiempo, llamó a un caporal y lo despachó con un oficio. Pedía a la subprefectura dos gendarmes para que se llevaran a un ladrón de ganado.

El patio de la cárcel era ancho y estaba bordeado por terrosos corredores, a los cuales daban las cuadras de presos. Cuando Rosendo pasaba por el zaguán de entrada, rodeado de gendarmes, sonó una voz a sus espaldas:

—Métanlo en la celda 2. Ése es peligroso…

Una cuadra había sido dividida en celdas. A la 2 lo metieron. La puerta era pequeña, de gruesa madera, con una ventanilla cruzada de barrotes. Los gendarmes le registraron todo el cuerpo, viendo si acaso llevaba un arma oculta entre las ropas, y luego su alforja, sus ponchos, sus frazadas.

—Viejo, tú eres un fregao…

Se marcharon cerrando la puerta estrepitosamente y asegurándola por fuera con un grueso candado.

Rosendo se asomó a la ventanilla y escuchó las voces de Abram Maqui, de Juanacha, de Goyo Auca y otros comuneros. Pedían hablar con Rosendo para saber sus necesidades. Los gendarmes les respondían que volvieran el domingo, que era día de visita, y las voces se apagaron después de insistir un poco todavía. Avisados por Oteíza, los comuneros fueron a ver a Rosendo, siguiéndolo hasta el pueblo, por consideración y afecto y también porque es costumbre de indios acompañar a sus presos en los caminos. Casos se dan en que los gendarmes, de orden superior o sobornados por los enemigos del conducido, lo matan aplicándole ficticiamente la ley de fuga. Al bajar ante la puerta de la cárcel, Rosendo no tuvo tiempo de despedirse, pues fue introducido inmediatamente. Nada precisaba, en realidad. Ahí tenía las cosas necesarias, que le fueron llevadas por Juanacha. Habría deseado decirles algo, sí. Estaba muy emocionado. Como faltaban caballos, algunos comuneros lo siguieron a pie.

No escuchaba palabra alguna ya, sino voces extrañas a su corazón, ruidos inútiles. Podía ver una fracción de corredor polvoso. Un pilar pintado de azul, un retazo de patio empedrado, otro pilar, otra porción de corredor al pie de un muro blanco. Volviose a reconocer su celda. Nada había allí, sino cuatro paredes y una puerta. Era simple todo eso y, sin embargo, todo eso era la prisión, la desgracia.

Un viejo de nariz ganchuda, que dijo ser el alcaide, la asomó entre los barrotes.

—Estás incomunicado.

—¿Qué es eso?

—Que no podrás hablar con nadie antes de declarar ante el juez.

—¿Y quién me va a dar de comer?

—Es otra cosa; ahora te mando un gendarme para que te arregle.

—Mándelo luego, hágame el bien…

Rosendo, por hacer algo, se puso a acomodar su lecho con las frazadas y ponchos. Luego renovó la bola de coca y se asomó otra vez a la ventanilla. Era bien poco lo que podía mirar, ciertamente. De pronto, sonó una voz y fue como si hablaran el corredor, los muros, el espacio:

—Rosendo, Rosendo Maqui…

Tenía un acento apagado adrede. Rosendo creyó reconocerlo y preguntó lleno de inquietud:

—¿Jacinto Prieto?

—El mesmo…

—¿Tovía po acá?

—Tovía: estuve oyendo de la comida, ¿quiere que se la traigan de mi casa, junto con la mía?

—Güeno, Dios se lo pague…

—Oiga: lo que se le ofrezca, yo estoy en la celda 4.

—Dios se lo pague, yo…

El alcaide llegó olisqueando como si oyera con la nariz.

—Te dije que estaba prohibido conversar. Ya viene el gendarme por lo de la comida…

—Gracias, ya conseguí con don Jacinto.

—Ah, lo conoces… parece que todos ustedes son gente que se entiende…

El alcaide pasó a decir a Jacinto Prieto que estaba terminantemente prohibido hablar con Rosendo y que, de seguir haciéndolo, lo metería a la barra.

Resueltas sus preocupaciones inmediatas, Rosendo se sintió caer en el vacío. Como a todo preso que carece de confianza en la justicia de los hombres, nada le quedaba ya sino los días.

El diario La Patria se alborozaba en primera plana: «Noticias enviadas por telégrafo a la prefectura del departamento informan de la captura del famoso agitador y cabecilla indio Rosendo Maqui. Se sabe que las fuerzas de gendarmería, después de tenaz persecución, lograron apresarlo sin derramamiento de sangre, lo que prueba el tino y la sagacidad con que las autoridades afrontan el problema del apaciguamiento de las indiadas. Como recordarán nuestros lectores, Maqui encabezó el movimiento sedicioso en el cual murió el conocido caballero Roque Iñiguez y últimamente ha estado merodeando por la región, siendo muchas las depredaciones que ha ocasionado a los ganaderos.

»Si bien la captura del subversivo Rosendo Maqui es una victoria legítima de las autoridades, ella no dará todos sus frutos mientras otros peligrosos incitadores y secuaces continúen en la impunidad. Insistimos en la necesidad de que se envíe un batallón que, cooperando con las fuerzas de gendarmería, libre a la próspera región azotada por el bandolerismo y la revuelta, de tan malos elementos. Lo reclaman así el progreso de la patria y la tranquilidad de los ciudadanos».

Rosendo Maqui tomó contacto con el muro. Cuando al día siguiente abrió los ojos y se encontró en el modesto lecho tendido sobre el suelo, se sintió de veras preso. He allí los cuatro muros impertérritos; el suelo gastado, maloliente, dolido del peso de la desgracia; la puerta recia, negada aun a la voz del hombre; la ventanilla de gruesos barrotes que apenas dejaban filtrar la luz. Palpó el muro. Era sólido para su ancianidad y más aún para sus manos inermes. Ningún preso, así sea el más culpable, deja de sentir en el muro la dureza del corazón humano. Rosendo no se encontraba culpable de nada y veía en el muro la negación de la misma vida. El más triste animal, el bicho más mezquino, podían utilizar libremente sus patas o sus alas, en tanto que el que se creía superior a todos sepultaba a su igual, sin misericordia, en un hueco lóbrego. Rosendo concebía la vida hecha de espacios, perspectivas, paisajes, sol, aire. He allí que todo caía al pie del muro. El hombre mismo caía. El encerrado; el encerrador. ¿Qué significaba la justicia? ¿Qué significaba la ley? Siempre las despreció por conocerlas a través de abusos y de impuestos: despojos, multas, recaudaciones. Ahora sentía en carne propia que también atacaban a la más lograda expresión de la existencia, al cuerpo del hombre. El cuerpo del hombre representaba para Rosendo, aunque no lo supiera expresar, toda la armonía de la vida y era el producto de la tierra, del fruto, del trabajo del animal, de los mejores dones del entendimiento y la energía. ¿Por qué lo oprimían? Las manos del hombre ensuciaban la tierra al convertirla en muro de prisión. He allí de todos modos el muro, callado, prieto, mostrando a retazos una vacilante cáscara de cal. Ni un paso más allá ni un paso más acá. El más triste animal pasta soles. La más triste planta camina tierra con sus raíces. El prisionero debía tragar sombra y podrirse sobre un suelo esterilizado por la desgracia. He allí el muro. ¿Justicia? ¿Qué había hecho Rosendo, vamos? ¿Qué había hecho su cuerpo para que lo encerraran?

Rosendo tomó también contacto con la soledad. En dos días, no trató a nadie como no fuera un gendarme que lo sacó para que satisfaciera sus necesidades primarias o le dio los platos de comida. Naturalmente que oyó voces, vio pasar algunos presos y sus guardianes; de noche escuchó un canto. Todo eso forma parte de una existencia extraña a la suya todavía. A Jacinto Prieto lo habían llevado a una cuadra alejada.

Estaba solo, pues. El hombre no sabía más del hombre. La palabra, si acaso cambiaba alguna con el gendarme, estaba desvinculada de toda dignidad, era apenas un elemento sonoro para explicar y ordenar acciones simples. «Recibe tu comida». Pero la soledad no provenía solamente de la ausencia de la palabra. Reposaba también en el cuerpo. Aun sin hablar nada, se habría sentido bien teniendo a su lado a Goyo Auca, a Abram, a su pequeño nieto, a cualquiera de los comuneros. Quién sabe qué secretas correspondencias forman el mudo diálogo de los cuerpos. Cuando ellas se establecen, la lengua calla con comodidad. Rosendo recordaba ahora a Candela. Candela también lo habría acompañado. No era sólo el cuerpo del hombre, entonces. Era vida orgánica lo que se necesitaba. Sí, ciertamente, puesto que el hombre prefería vivir en un campo arbolado y no en un desierto. Bueno; él, Rosendo, gustaba en ciertas horas de la soledad. Por eso trepaba cumbres. Bien mirado, había en su voluntad de altura un afán de más grande compañía. ¿Cuándo el hombre está realmente solo? Vivir es apetecer. Quien dispone de su soledad obedece a sus apetencias que lo llevan a buscar la satisfacción de ellas. Era en la cárcel donde el hombre estaba realmente solo, porque no disponía de su soledad. Sin comprender su caso en el del hombre cuyo cuerpo necesita a la mujer, pues para Rosendo eso había terminado. Mas el varón de energía alerta, de sexo vivo, tenía que sentir más rudamente lo que era la soledad de la prisión, ese monólogo encendido y torturante de las más fuertes corrientes de la vida. Rosendo consideraba únicamente la soledad que le correspondía. Cierta vez planteó el asunto de la compañía silenciosa al cura y éste le dijo: «¿Cómo se te ocurren esas cosas siendo un indio?», tal si a un indio no se le pudieran ocurrir cosas. Luego sentenció: «Es la comunión de las almas». Pero ahora pensaba en Candela y el campo arbolado. Acompañaban y sin embargo el cura decía que ni animales ni plantas tenían alma. Rosendo creía en el espíritu de Rumi, de la tierra, en fin. Su pobre cabeza estaba ya muy vieja para explicarse todas esas cosas. Ahora sólo sentía de veras la soledad. Ese dar vueltas dentro de sí mismo y salir para chocar con los muros. Y sabía claramente que un hombre, un perro, un pájaro o tan sólo una planta de trigo, una mazorca, una rama de úñico, lo habrían acompañado.

El muro, la soledad. El tiempo lo arrastraba por el suelo, llegaba a su lecho a buscarlo, lo ponía de pie, lo alimentaba, volvía a rendirlo y todo era lo mismo: el muro, la soledad…

Los regidores llamaron a asamblea para elegir alcalde, en la mañana, previendo la tempestad de la tarde. Como si estuviera allí Rosendo todavía, se realizó frente a su casa.

Goyo Auca, Clemente Yacu, Artidoro Oteíza y Antonio Huilca sentáronse esta vez dejando en medio una vacía banqueta de maguey. Entre el bohío de piedra y la pampa estaba la blanda falda, en la cual se sentaron o estacionaron los comuneros. Viendo la banqueta de maguey, los hombres murmuraban algo y las mujeres lloraban.

Goyo Auca se paró y expuso, con quejumbroso acento, la situación. El viento soplaba con bravura agitando los rebozos y ponchos. Algunos concurrentes tosían. El cielo estaba oscuro de nubes y parecía una bóveda de piedra. La voz de Goyo Auca lloraba como un hilo de agua en la inmensidad dramática de la puna.

No hubo gran debate. Salió elegido alcalde Clemente Yacu. Seguía teniendo buen sentido y su conocimiento de las tierras no había fallado. En cuanto a arrogancia, debemos decir que continuaba llevando el sombrero de paja a la pedrada, pero ya no el poncho terciado al hombro. La necesidad de protegerse del viento y el frío puneños imponía que se lo dejara caer naturalmente sobre el pecho. En realidad, su elección se debió a la idea, que había pasado a ser lugar común de la sabiduría colectiva, de que él reemplazaría a Rosendo como alcalde. De haberse producido una confrontación rigurosa de méritos, también pudieron triunfar Goyo Auca o Artidoro Oteíza. Pero ellos tenían la batalla perdida de antemano. Goyo, por ser tan adicto al alcalde, dio siempre la impresión de que no pensaba por su cuenta. El nombre de Artidoro estaba ligado, aunque aparentemente sin culpa, a la pérdida del ganado y a la prisión del alcalde. La prudencia aconsejaba reservar todo juicio. Desde luego, si hemos de mencionar a Antonio Huilca como candidato, diremos que la idea peregrina de que fuera alcalde sólo pudo pasar por la cabeza de algunos alocados jóvenes que no se atrevieron a exponerla. En el corto tiempo que estaba de regidor, se había portado muy bien, no cabía duda, pero nadie hubiera podido asegurar que seguiría en ese camino. Le faltaba rendir la severa prueba de la constancia.

Clemente Yacu, con sencillez y calma, ocupó el lugar vacío. Era un hombre de unos cincuenta años, alto y de faz pálida, muy maltratada ahora por el azote del viento, donde unos ojos oscuros miraban al hombre como a la tierra cuando la examinaba y decía: «güena pa papas», «güena pa ollucos»… Sus primeras palabras fueron para pedir que se eligiera un nuevo regidor.

Nadie tenía ganas de discutir mucho, pero, a pesar de todo, se debatió. Propúsose el nombre de Artemio Chauqui. Varias voces se levantaron para apoyarlo. Artemio era descendiente del «viejo Chauqui», varón sabio y casi legendario, ejemplo de espíritu indio, cuyo recuerdo surgía del pasado como un picacho entre las nubes. De Artemio no podía decirse que fuera muy sabio. Arisco, cerril, desconfiado, trataba de responder al prestigio de su antecesor oponiéndose sistemáticamente a todo, fiscalizándolo todo. No siempre tenía éxito y eso lo amargaba. Se creía injustamente postergado. Naturalmente, como ya hemos visto, era enemigo implacable de los foráneos. Habría deseado expulsar a Porfirio Medrano. Éste, según recordamos, perdió el cargo de regidor debido a la iniciativa de Chauqui.

Porfirio pidió permiso para hablar, se paró, púsose a meditar espectacularmente y dijo:

—Me gustaría ver de regidor a Artemio Chauqui. Es un güen hombre y además de güeno es severo: nada se le escapa…

Había una soterrada ironía en sus palabras y a pesar de que la hora no era para reír, algunos rieron. Porfirio siguió:

—Pero lo que yo pregunto es esto: ¿Qué necesitamos más que nada? Es fácil contestar: el trabajo. Pa los asuntos de juicios y demás, tenemos al nuevo alcalde y a los experimentados regidores. Yo propongo a un comunero que ha trabajado como nadie, que ha demostrado valor y juerza: es el comunero Ambrosio Luma.

Éste se hallaba sentado entre su mujer y sus hijos, hasta cierto punto extraño al debate, mascando tranquilamente su coca. Al oír su nombre, dio una mirada de sorpresa a Porfirio.

—¡Que se pare! —gritaron algunos.

—Párate, Ambrosio Luma —le ordenó el nuevo alcalde, que le tenía simpatía y además no deseaba mucho que fuera regidor el incómodo Chauqui.

Ambrosio se hizo de rogar un poco, pero terminó por pararse. Tenía la cara muy oscura, llena, y los ojos casi no se veían. Usaba un sombrero prieto de vejez y un poncho de escasas listas sobre fondo morado. Gran trabajador, era muy sencillo y modesto. Porfirio y algunos otros comenzaban a notar su espíritu práctico. Ahora, seguía agitando la calabaza de cal y llevándose el alambre a la boca, calmadamente, como si nada le ocurriera. Acaso pensaba: «Me hagan o no me hagan regidor, lo único que contará siempre es el trabajo». Esa indiferencia exenta de vanidad acabó por despertar simpatías unánimes.

—Véanlo —continuó Porfirio—, este hombre que no es ostentoso tiene una cabeza que sabe lo que hay que hacer. Acuérdense lo que dijo en la asamblea pasada, que jue más o menos así: «Si hay que irnos, que sea luego pa que no nos encuentre el aguacero sin casa». Estas pocas palabras convencieron a todos más que los discursos insultativos de algunos… (nuevamente sonaron risas). ¿Y después? Se puso a trabajar. Nunca se lamentó po la desgracia ni murmuró inútilmente. ¿Casas? Jue el primero cargando piedras, cortando palos. Él sabía ónde hay güenos. «En tal sitio he visto alisos», «en tal sitio hay paucos», «en tal sitio abundan las varas», decía, como si lo hubiera dispuesto de antes. Es que él es hombre alvertido y ya sabemos el dicho: «Hombre alvertido vale por dos». Lo mesmo jue en la barbechada y siembras nuevas. Y también jue en la buscada de semilla. Güeno, todos lo han visto, acuérdense de cómo lo han visto. Éste es el hombre de trabajo y valor callao que se necesita como regidor aura…

—Cierto…

—Cierto —gritaron varias voces.

Ahora todos recordaban a Ambrosio Luma. De veras, había laborado con tenacidad y firmeza, sin vanos lamentos, dando a la vez pruebas de capacidad. Clemente Yacu ordenó la votación. La candidatura de Ambrosio Luma había progresado tanto en tan poco tiempo, que para nadie fue una sorpresa que saliera elegido, ni para él mismo. Ambrosio pensó sin duda: «Claro, el trabajo es lo que vale». Ocupó la banqueta respectiva y miraba a todos con el aire amistoso que le era peculiar.

Goyo Auca, después de conversar con Clemente Yacu, se puso de pie para hablar. Parecía que su adhesión al alcalde se había trasladado inmediatamente.

—No tenemos plata —dijo—, en el juicio se gastó la plata de la comunidá. Nuestro abogao, el doctor Correa Zavala, no nos cobraba, pero aura resulta que se ha quedao sin clientes po defendernos a los indios. Debemos, pues, dale algo. Pedimos una erogación a los comuneros, pa eso y los gastos que se presenten po la prisión de nuestro querido alcalde Rosendo…

La voz de Goyo se quebró de emoción. Ambrosio dio una prueba inmediata de su espíritu práctico. Con el renegrido sombrero en las manos, pasó entre los asambleístas demandando su óbolo y recogió más de ochenta soles.

Clemente Yacu se puso de pie y habló con voz firme y pausada:

—Yo digo que soy alcalde mientras dure la prisión de nuestro güen Rosendo Maqui. La situación es triste, pero no pierdo la esperanza de sacalo. No debemos perder la esperanza de nada, así quede preso, y él se alegrará. Como él luchó po la comunidá, así lucharemos nosotros…

Clemente disolvió la asamblea. Las mujeres iban secándose las lágrimas con el rebozo. Una estaba satisfecha ese día: era la de Ambrosio. Había tenido a su marido por un excelente comunero y ahora por fin le hacían justicia. Se acercó a Porfirio diciéndole:

—Eres un güen hombre…

Porfirio, franco cual un surco, le respondió:

—Te aclararé que lo principal jue pa ladear a ese deslenguao y liero de Artemio. Aura que tamién me gusta haber destacao a tu marido, hombre de trabajo y valor.

En general la asamblea dejó una impresión de tristeza, pero todos admitían que los gobernantes, inclusive el nuevo, prestaban confianza y por lo tanto se podía esperar.

La cárcel pesaba de silencio y monotonía cuando creció una voz, desde el zaguán:

—Alcaide: saque al preso Rosendo Maqui para que rinda su instructiva…

Era en el quinto día de prisión cuando lo llamaban a declarar. Rosendo se cambió de poncho, poniéndose uno más nuevo, y siguió al alcaide. El zaguán tenía puerta a ambos lados. Ingresaron por una de ellas a una pieza amplia. El juez estaba sentado ante una larga mesa flanqueada por el amanuense y Correa Zavala. En la puerta montaba guardia un gendarme con bayoneta calada, sabia precaución de las autoridades en vista de la peligrosidad del delincuente.

Rosendo fue invitado a ocupar una alta silla, frente al juez, y como no estaba acostumbrado a esa clase de asientos, se sentía incómodo.

Correa Zavala le dijo:

—Estoy aquí en calidad de su defensor.

El juez exhortó al procesado para que dijera la verdad y comenzó su largo interrogatorio. Rosendo estaba acusado no sólo de abigeato sino también de instigación al homicidio de don Roque Iñiguez, de tentativa de homicidio de don Álvaro Amenábar y de complicidad y encubrimiento de los delitos del Fiero Vásquez.

Cinco horas duró la instructiva. Rosendo aplicó su natural buen sentido al responder y triunfó de las preguntas capciosas del juez, ayudado a veces por Correa Zavala que decía:

—Pido al señor juez que aclare el sentido de su pregunta.

El juez le echaba una mirada de reojo, se retorcía el bigote entrecano y no podía hacer otra cosa que volver a preguntar. Habría deseado fulminar al defensor con un solo inciso.

Cuando la diligencia terminó, Correa Zavala fue acompañando a su defendido hasta la celda. Allí se quedó hablando mucho rato con él, a través de las barras de hierro.

—Usted sabe, Rosendo Maqui, la influencia de Amenábar. El juez lo estuvo esperando y por eso no venía a tomarle instructiva. Tuve que presentar un recurso de habeas corpus y entonces, a regañadientes, aceptó. Es ilegal tener a un hombre preso más de veinticuatro horas, sin juicio. La cosa está que arde en las punas de Umay y por eso don Álvaro no ha podido venir. Dicen que corre mucha bala y que es la gente del Fiero. Una noche, hasta atacaron la hacienda y murieron dos caporales.

Rosendo callaba sin saber qué decir.

—De mi parte, Maqui, le aconsejaría que ejerciera su influencia para que terminara esta agitación. Usted es el perjudicado…

—¿Cree que puedo salir?

—Sí, si se cumple la ley.

—Usté es muy güeno, don Correa, y cree tovía en la ley. Ya verá cómo nos enredan…

—Vaya, Maqui, no se desaliente, ahora. Su instructiva ha estado muy buena y no debe flaquear.

—Me defiendo por costumbre y tamién porque la verdá se defiende sola, pero cuando comience esa tramposería de los testigos, ya lo verá…

—De todos modos se necesitan pruebas.

—Será, don Correa; aura sólo le pido que les dé confianza a los comuneros más que a mí. He pensao mucho en esta cueva y encuentro que estoy fregao.

Comenzaba a anochecer y la sombra crecía desde los corredores al patio.

—Quisiera que me reclamara un poco de sol. Con el pretexto de la incomunicación, ni al sol me sacan.

—Bueno, Rosendo. Ahora mismo voy a reclamar eso, también que lo pongan en una cuadra. Esa celda es de castigo y «las cárceles son lugares de seguridad y no de castigo» —dijo Correa recordando un párrafo de cierto tratadista.

—Dios se lo pagará…

—No se preocupe de nada. Yo me entiendo con los comuneros. Y confianza, ¿ah…? Mi estudio está cerca, en la calle de la iglesia. Mándeme llamar si algo necesita.

El abogado se marchó y el rumor de sus pisadas apagose pronto en los corredores terrosos. Rosendo guardó su imagen, cruzada de barrotes, en las retinas. Era joven y ligeramente moreno, de ojos francos y una sonrisa un poco triste. ¿Qué se proponía? ¿No veía los gigantescos poderes contra los que trataba de enfrentarse sin más arma que la tergiversable ley? De todos modos, consolaba pensar que todavía quedaba gente de buen corazón.

Al día siguiente, después del almuerzo, Rosendo tuvo sol. La cárcel era una casa antigua con dos patios y al interior lo llevaron. Había muchos presos allí. Otros llegaban a través de un zaguán descascarado. Indios y cholos de toda edad y condición, de toda pinta. Los más estaban emponchados. Jacinto Prieto se presentó de pronto y abrazó a Rosendo: «Viejo, hermano». El anciano rugoso desapareció entre los brazos del herrero. Éste lucía su misma gorra de siempre y su mismo vestido de dril y sus mismos zapatones bastos. La cara, debido a la sombra y el alejamiento de la fragua, estaba menos atezada.

—Rosendo, siéntate en este banco… siéntate, hazme el favor…

El herrero llevaba un pequeño banco en las manos.

—No, si así está bien, mas seya en el suelo.

—No, aquí en el banco y yo parao, poque pa algo soy más tierno…

Sentose Rosendo, pero Jacinto no permaneció de pie, pues, viendo por allí un pedrón, lo condujo en brazos hasta el lugar donde estaba su amigo. Los otros presos lo miraban admirativamente. Hombre fuerte era don Jacinto.

—Mira, Rosendo, este patio de tierra, ese lao lleno de fango y pestilencia. ¿Sabes po qué estamos aquí? Po el robo. Antes nos sacaban al patio empedrao pa tomar el sol, y delante del zaguán, pa que no vieran desde la calle, había un biombo de madera, grandazo así, era grueso. Quién te dice, Rosendo, que el subprefecto se da cuenta de que era de nogal y lo vende a medias con el alcaide. Entonces, po una miseria de diez o veinte soles, nos traen po acá. Pa que no se vea de la calle la desgracia de los presos, nos botaron pa acá a este suelo húmedo y fangoso.

Esa sección de la cárcel estaba muy ruinosa. Los techos dejaban filtrar el agua por sus numerosas goteras y los corredores y cuadras, todas abiertas o inhabitables, exhalaban humedad. El mismo patio sólo contaba con un sector oreado por el sol donde se sentaban o paseaban los presos. El otro estaba lleno de fango y agua podrida, sobre la que flotaba una verde nata. Hacia el fondo, un techo derrumbado dejaba al descubierto una vieja pared corroída por la lluvia. Era muy triste todo lo que podía verse ahí y más si se contemplaba a los hombres. Indios sin ojotas, de ponchos deshilachados, lentos y flacos como animales hambreados. A los que estaban dentro de la órbita del señor juez, se les asignaban veinte centavos diarios para que atendieran a su alimentación y demás gastos. ¿Cómo podía operarse ese milagro? Los que carecían de familia que los ayudara se mantenían con cancha, coca y las escasas sobras de los otros. A los que estaban a disposición del subprefecto les iba peor aún. No recibían nada y para salir, si acaso era posible, debían pagar el carcelaje. Si no contaban con el dinero necesario, el subprefecto dejaba entrar a algún contratista de haciendas o minas para que les hiciera un adelanto a cuenta de trabajo. Los mestizos esos, salvo uno o dos, no estaban en mejor condición. Casi todos eran poblanos y por ello y por su ropa de dril, «hecha en fábrica», se sentían superiores a los campesinos.

—¿Y no te pasa nada hablando así contra ellos? —preguntó Rosendo a su amigo.

—¿Qué me va a pasar? Aquí, entre estos desgraciados, hay algunos soplones, pero yo de intento hablo, pa que me oigan, pa que sepan.

—No, Jacinto, yo creo que estás haciendo mal…

Hermanados por la desgracia, habían comenzado a tutearse espontáneamente.

—Ya me tienen bien empapelao, ¡qué más me han de hacer!

Mientras tanto, el sol caía sobre las espaldas y entibiaba las carnes, agilizando los goznes enmohecidos de los huesos. La cárcel enseña muchas cosas. También enseña lo que es una ración de sol, o aunque sea una ración de luz filtrada a través de un cielo nublado. La luz amiga de la existencia y de la amada claridad de los ojos. Saliendo de la sombra se advierte netamente cuánto le fue negado a las pupilas. Bajo la luz están la forma y el color y por lo tanto toda la amplitud del mundo, aunque por el momento se lo tenga tras la valla negra de los muros.

De noche, los presos solían cantar, especialmente los cholos. Los indios preferían tocar sus antaras y sus flautas. Un cholo del mismo pueblo, oriundo del barrio de Nuestra Señora, entonaba largos tristes.

El veinticinco de agosto

me tomaron prisionero,

a la cárcel me llevaron,

al calabozo primero,

ayayay,

al calabozo primero…

Rosendo escuchaba pegado a la ventanilla, mascando su coca. Esas canciones lo arrancaban de sus lares para avecindarlo espiritualmente en el pueblo. Poco las había escuchado antes, pues prefería los huainos de dulce lirismo.

Calabozo de mis penas,

sepultura de hombres vivos,

donde se muestran ingratos

los amigos más queridos,

ayayay,

los amigos más queridos…

La voz, amplia y trémula, hería la noche. Fluía acompasada y un poco monótona al principio, pero luego se arrebataba para desgarrarse en el largo ayayay y caer deplorando la desgracia con un acento desolado.

Penitenciaría de Lima,

de cal y canto y ladrillo,

donde se amansan los bravos

y lloran los afligidos,

ayayay,

y lloran los afligidos…

Ese triste era uno de los favoritos de los presos. Todos encontraban reflejada allí, más o menos, su peripecia. Y la Penitenciaría de Lima, el establecimiento capitalino que más renombre tiene en las provincias del Perú, levantaba al fin su mole trágica.

A las nueve era ordenado el silencio. Y a las doce comenzaba el grito de los centinelas: «uno»… «dos»…, «tres»… «cuatro». Tres voceaban sus números por los techos. El «cuatro» resonaba en los corredores, paseando frente a las cuadras y celdas. Cuando alguno dejaba de responder, era que lo había vencido el sueño y entonces iban a despertarlo. En el silencio de la noche, los gritos alargaban, ayudados por el eco, un lúgubre aullido que torturaba una vigilia con sueños de libertad.

Una tarde, Jacinto Prieto llegó lleno de alborozo al patio del sol.

—¿Sabes, Rosendo? Ha güelto mi hijo. Ya era tiempo. Sus dos años bien servidos en el ejército. ¿Quién sabe qué le dijo al alcaide que me sacó a verlo sin ser domingo? Está bien derecho y fuerte y con los galones de sargento segundo en la manga. Es muy hombre. Ahora trabajará en la herrería, quién sabe si hasta me sacará. Su pobre madre estará feliz. ¡Mi hijo, qué gusto me ha dao que güelva mi hijo!

Rosendo, debido a la incomunicación, perdió la visita de un domingo. Los comuneros habían tenido que regresarse después de rogar inútilmente que los dejaran pasar. Pero ya estaba allí un nuevo domingo. Y la espera inquieta de que fuera hora y, por fin, corrido el mediodía, la entrada de los visitantes.

Rosendo abrazó a Juanacha, a su pequeño nieto, a Abram, Nicasio, Clemente Yacu, Goyo Auca, Adrián Santos y algunos más. Un retazo de la querida comunidad estaba allí, mirándolo, hablándole, ofrendándole modestos presentes.

Clemente le informó de la asamblea y todo lo que pasó en ella. Nada sabían en detalle del ataque a Umay y la muerte de los dos caporales. Corrían voces de que iba a salir la gendarmería a batir al Fiero Vásquez.

Juanacha, sin reparar en la gravedad de los informes de Clemente, hablaba por su lado contando que habían madrugado mucho para llegar oportunamente y que se quedaron, por falta de caballo, otros que vendrían el próximo domingo y que… Rosendo, pendiente de las palabras de Yacu, no le entendía, pero el acento de esa voz querida, clara y alegremente metálica, le hacía bien como esos retazos de música que nos asaltan a veces para llevarnos a gratas estancias del pasado.

Sentáronse formando rueda y el viejo se puso a jugar con su nieto. Era el más pequeño de todos, pero ya caminaba y decía «Taita». Correa Zavala había referido a los comuneros los detalles de la instructiva y demostraban un renacido optimismo que Rosendo se cuidó de tronchar. Jacinto apareció acompañado de su hijo:

—¿No es cierto que está bien el muchacho? Le dije que viniera con su uniforme y me ha obedecido. Saluda, Enrique. ¿No te acuerdas de nuestros amigos comuneros?

—Sí, claro; no se levante, don Rosendo…

Le estrechó la mano y el padre se lo llevó, cogido del brazo, feliz del mocetón recio e importante, que lucía con aplomo el uniforme verdegris rayado de dos galones rojos en las mangas.

Las dos horas se pasaron muy pronto. Rosendo dijo a Clemente:

—No den pretexto pa que destruyan la comunidá po la juerza.

Cuando sus visitantes se iban, Rosendo notó la soledad de un indio, huérfano de afectos y bienes, que estaba sentado en el suelo, hurtando al frío y a las miradas, bajo un poncho raído, sus magras carnes mal vestidas.

—Oye —le dijo—, ven a comer…

Descubrió las viandas que le habían llevado y el indio se puso a comer con voracidad. Rosendo también comió algo, pero el astroso no paró hasta dejar limpios los mates. Luego, el alcaide realizó el cotidiano encierro. Rosendo, pese a las gestiones de su defensor, continuaba en la celda. El tiempo volvió a ser el mismo y quién sabe más largo.

Don Álvaro Amenábar y Roldán llegó al pueblo, llevando a toda su familia, de un momento a otro. La noticia entró a la cárcel por boca de un gendarme.

—Llegó el gallazo con la pollada. Alardeaba que al Fiero Vásquez lo iba a hacer lacear con sus caporales y aura corre. Dicen que se ha venido por caminos extraviados y seguro que pedirá que nos manden contra el Fiero…

Lo primero que pidió el hacendado fue la prisión del Loco Pierolista. Al enterarse de las coplas que éste había lanzado en su contra, no dejó de reír un poco, pero demandó al subprefecto:

—Eso merece un carcelazo.

—¿Cuántos días, señor?

—Los que usted tenga a bien…

El Loco Pierolista fue a dar con sus huesos en una celda próxima a la de Rosendo, pero chilló tanto para que lo sacaran de allí, que tuvieron que pasarlo a una cuadra. Los presos lo recibieron en triunfo y no pasó mucho rato sin que comenzara a cantar, con música de huaino, los delictuosos versos:

Dicen que hay un hacendado,

hombre de gran condición,

al que sin embargo falta

un poco de corazón.

—Bravo. Este Loco es un hacha —gritaban los presos.

Le faltará corazón,

pero le sobran razones

pa convertir hombres libres

en miserables peones.

—Mejor tovía…

—Sigue, Loco, que tus versos algo consuelan.

A unos los mata el susto,

a otros la enfermedá.

Dicen que va a morir uno

de comer comunidá.

—Bravísimo…

—¡Viva el Loco! ¡Que viva!

Los aplausos y hurras se hicieron estruendosos y un gendarme gritó a los presos que se callaran porque ése era un establecimiento carcelario y no un corral. Cuando se hizo el silencio, el Loco lanzó su estentóreo: «¡Viva Piérola!». Una vez le preguntaron por qué gritaba así y él respondió sencillamente: «Porque me gusta», sin dar más explicaciones. Acaso ignoraba al caudillo del año 95.

El día siguiente, «en el sol», Rosendo conoció al Loco. Era un hombre de mediana estatura, flaco, de ojos enrojecidos y barba rala, que lo saludó muy atentamente, presentándole además su protesta por el inicuo abuso. Vivía de lo que le daban en las chicherías los entretenidos parroquianos, de escribir dedicatorias en las tarjetas postales y de anunciar los remates que efectuaba el municipio. La misma voz que vivaba a Piérola solía pregonar a grito pelado: «Se remata toro y vacaaa… Ochenta soleeess… ¿No hay quién dé más? Que se presenteeee». Era una fórmula. Los interesados en el remate estaban generalmente en el local edilicio y no necesitaban de tales alaridos para enterarse. Cuando subía la puja, alguien avisaba al Loco que, desde la puerta, repetía su pregón con la única variante del precio. El Loco era también el campeón de los poetas perseguidos. A lo largo de su existencia y a causa de sus coplas, había ingresado ochenta y cuatro veces en la cárcel. La conocía mucho, en todos sus secretos, y gozaba de gran ascendencia entre los gendarmes. Casualmente, a poco de estar en el sol armando barullo y contando chistes, se presentó un gendarme con una tarjeta postal donde una blanca paloma cruzaba el cielo glauco llevando una carta en el pico.

—Ella, ¿te hace caso o no te hace caso?

—No se deja caer del todo…

—Ah, entonces aquí va la definidora…

El Loco sacó del bolsillo un tintero y una pluma de mango corto y escribió:

Esta palomita blanca,

lleva una carta de amor.

Quiere que tú la respondas

con tu cariño mejor.

Oye mi triste gemido,

mis ruegos y mi clamor.

Amor no correspondido

es el más grande dolor…

—Güeno, esto vale más que un balde de agua del güen querer, pero no te cobro nada porque somos amigos.

El Loco entretuvo a los presos durante cinco días y al ser puesto en libertad se despidió desde la puerta: «¡Viva Piérola!».

«Uno»… «dos»… «tres»… «cuatro»…

Rosendo se había acostumbrado ya a la monótona cuenta nocturna. A veces, pensaba en la maldita culebra que encontró un ya lejano día. Evidentemente, todo lo ocurrido era mucha desgracia para que pudiera anunciarla una pobre culebra sola. ¿Y la respuesta favorable del Rumi? Sin duda le contestó su propio corazón. Ahora era una montaña roja de cima apuntada hacia el suelo. Rosendo se acercaba cada vez más a Pascuala, a Anselmo. Le daban ganas de decir: «¿Qué será de ellos?». Los sentía muy próximos, como si estuvieran tendidos junto a él, cabecera a cabecera. Con ellos resultaba fácil la sombra.

«Uno»… «dos»… «tres»… «cuatro»…

Era necesario dormir. ¿Alguien gemía a lo lejos?

Rosendo fue intimando, poco a poco, con los otros presos. Los indios se sentían un poco distantes de Jacinto Prieto. El viejo alcalde les inspiraba respeto primero y luego, cuando lo trataban, veneración. «Eres güeno, taita». El más andrajoso de todos, ese a quien invitó a yantar, le contó su historia.

Se llamaba Honorio y estaba solo en el mundo. No tenía más bienes que sus harapos, ni más casa que la cárcel. ¿Veía Rosendo esa cara flaca, esas manos nudosas, esa espalda encorvada? No siempre fueron así. Tiempo hubo en que tuvieron lozanía y fortaleza y su cuerpo se alzó, bajo el sol o la lluvia, como un árbol fuerte. ¡Para qué recordar la mujer! También la gustó y cuando al fin escogió una, fue querendona y diligente. El caso era que una vez se necesitó hacer un puente en el río Palumi y el tal puente fue considerado obra pública y comenzó el reclutamiento. El que quería iba de buenas y el que no, amarrado y a palos. Honorio fue, pues. Puente grande, señor, de mera piedra, y el trabajo no tenía cuándo acabar. Laboraban de sol a sol, comiendo mal, y al fin terminaron el puente en seis meses. «¡Váyanse, pues!». A unos les dieron diez soles y a otros cinco. Un pedazo de la vida se había quedado entre las piedras y les pagaban con tal miseria. Lo peor no fue eso para Honorio. Cuando volvió a sus tierras, no encontró ni siquiera casa. Había llegado la peste por allí y unos colonos se fueron huyendo de la enfermedad y otros murieron.

El hacendado había hecho quemar las casas para no dejar ni siquiera rastros del mal. Nadie supo dar razón a Honorio de si sus padres y su mujer se habían marchado o muerto. Él vio las cenizas de su pobre choza y dijo: «Seguro que se han ido. ¿Por qué iban a morirse todos?». El corazón que quiere suele esperanzarse a ciegas. Entonces se marchó por la cordillera, anda y anda, buscando a sus padres y a su mujer. De repente, veía a lo lejos una casa nueva, con la paja amarilla todavía, y pensaba que tal vez ellos la habían levantado, que sin duda estaban allí. Al llegar, se daba cuenta de que eran otros los habitantes. Según su pobreza, le daban un mate de comida o lo dejaban partir con hambre. Caminó mucho tiempo, por aquí y por allá, sin perder la esperanza. Cuando lo llevaron al puente, su mujer tenía pollerón colorado. En los días de búsqueda, se le puso que debía estar con ese pollerón y apenas veía a la distancia una mujer que lo llevaba de tal color, corría hasta alcanzarla. No, no era su mujer. Era otra que lo miraba con cierto recelo, creyendo que quería faltarle. A todos les daba el nombre de su mujer y de sus padres y les preguntaba si habían oído hablar de ellos o los habían visto. Nadie, nadie los había visto y menos había oído hablar de ellos. Considerando la inutilidad de sus esfuerzos, resolvió emprender viaje de regreso a las tierras que siempre cultivó, porque le gustaban y todavía guardaba esperanza en su corazón. Alzaría una nueva casa, araría, sembraría. Sus padres y su mujer, al saber el fin de la construcción del puente, volverían a la hacienda pensando encontrarlo. No se resignaba a perderlos. De regreso ya, tropezó en un tambo con unos hombres que gobernaban una punta de reses. Tomó su lugar en el ancho tambo y se durmió. Al amanecer se encontró preso. «¡Ah, ladrón forajido!». «¿Yo qué he hecho?». «Vas preso; te quieres hacer el zonzo, so ladrón». Los ladrones, que sin duda estaban vigilando las vacas, se dieron cuenta de la llegada de los perseguidores y fugaron. Honorio fue conducido a la cárcel. No pudo probar a qué actividad se dedicaba desde que terminó el trabajo del puente hasta que lo capturaron. Cuando decía que estuvo buscando a su mujer y sus padres, comentaban: «¿Un indio va a tener esos sentimientos? Se quedaba tan tranquilo de no dedicarse al cuatreraje». ¿Cómo iba a poner testigos? No sabía los nombres de las gentes a quienes preguntó y sin duda ellos no lo recordaban, que nadie va a fijarse en un pobre forastero que pasa. Una vez un gendarme fue en comisión a otra provincia y Honorio le encargó que por favor, al pasar por tal sitio, viera a unos indios que vivían en dos casitas, una de quincha y otra de adobes, quienes lo alojaron una noche, y les rogara que fueran a declarar.

De vuelta, el gendarme le refirió lo que ellos dijeron: «Sí, aquí estuvo una noche un pobre que buscaba a su familia y nos dio pena, pero no recordamos cómo era. ¿Quién se mete, en declaraciones? De repente nos empapelan por apañar ladrones». Lo acusaban del robo de veinte reses. Si no le podían probar su culpabilidad, Honorio tampoco podía probar su inocencia. Todos los detalles le eran desfavorables y un rodeador lo había reconocido como uno de los cuatreros a quienes vio arreando el ganado mientras lo sacaban de los potreros. Un indio se parece a otro indio y podía ser una equivocación, pero mientras tanto ahí quedaba Honorio. Se esperaba la captura de los cómplices. ¿Cuándo? Ya llevaba tres años preso, sin tener ni qué remudar ni qué comer. Sus viejos trapos se le caían del cuerpo. Con los veinte centavos al día compraba a veces maíz, a veces papas y a veces coca. Se sentía un perro husmeador de sobras. Ahora sí creía que su mujer y sus padres habían muerto, porque a su corazón ya no le quedaban fuerzas para esperar nada. El frío de la cárcel se le había metido a los huesos. Estaba muy débil y enfermo y pensaba que pronto moriría…

Rosendo fue llamado a ampliar su instructiva. Casimiro Rosas había declarado admitiendo que vendió a don Álvaro Amenábar un toro mulato de su propiedad y luego, en presencia del juez, lo reconoció en el que quitaron a Rosendo cuando salía del potrero. Había dicho además que la marca CR era su propia marca. Rosendo ratificó su declaración anterior y afirmó que, aunque no sabía leer, conocía por la forma la marca de la comunidad. Ésa era la que llevaba el mulato. Correa Zavala pidió inmediatamente un peritaje sobre las marcas.

El cholo del barrio de Nuestra Señora que cantaba los tristes estaba en la cárcel por acción de guerra. Era un retaco que usaba sombrero blanco adornado con cinta peruana y camisa amarilla de cuello arrugado. Parecía fuerte y su proceso lo probaba.

—Güeno, qué diablo, uno suele aleonarse a veces y cuando el brazo responde hace barrisolas…

Siempre estaba contando su aventura.

Una noche, él y otros amigos se encontraban bebiendo en la chichería de una mujer apodada la Perdiz. Guitarreo va, canto viene y los potos menudeaban. Se emborracharon y les dio por bailar: ¡Esas marineras! La Perdiz y otras mujeres que aparecieron oportunamente eran como unas perinolas. A ellos les faltaban pies para zapatear. Chicha y chicha. En eso se presentaron como veinte cholos del barrio del Santo Cristo. «¿No les parece, amigos —decía el procesado mientras contaba—, que era una lisura y una sinvergüencería que se metieran onde nosotros estábamos bailando? Pa eso tienen sus chicherías ellos y es sabido que hay guerra entre los barrios del Santo Cristo y Nuestra Señora desque el pueblo es pueblo». El reo y sus compañeros eran sólo diez en ese momento, pero ¿qué les quedaba por hacer tratándose del honor?: pedir a los santocristinos que se retiraran. Es lo que hicieron. «¿Irnos? —dijo el más insolente ellos—. Toditos los barrios son de nosotros». Eso era más de lo que los nuestraseñorenses podían tolerar. Se armó la bolina. Puñetazos, patadas, cabezazos. Las mujeres chillaban. Los hombres bramaban. Rompiose una mesa y es cuando el procesado cogió una pata. Provisto de su maza, atacó a las huestes contrarias. Golpe que asestaba era hombre al suelo. Se cegó, borracho de chicha y furia bélica y comenzó a repartir cachiporrazos a diestra y siniestra. Todos los que estaban en pie huyeron, inclusive las mujeres, y la Perdiz, que no lo hizo por defender su casa, cayó también y después lució durante muchos días un enorme chichón en la cabeza. El reo, viéndose solo, la emprendió con cántaros, botijas y ollas y no dejó recipiente entero. Cuando los gendarmes llegaron, algunos caídos proferían ayes de dolor y otros bebían la chicha que corría por el suelo. Así fue a parar a la cárcel. La suerte de él estuvo en que la pata no era muy gruesa y «solamente rompió dos cabezas, tres clavículas, dos antebrazos y una mano». Otros libraron con simples chichones. La Perdiz se había portado bien, pues no le cobró los recipientes rotos y ni siquiera la chicha derramada. Verdad que, según decían, estaba con la conciencia un poco sucia, pues aceptaba halagos del insolente respondón y lo recibía en su establecimiento, proceder que, en buenas cuentas, era una traición al barrio de Nuestra Señora. Menos mal que el atrevido sacó una clavícula rota y la nariz torcida de la contienda. Todos esos detalles de la pelea los sabía el procesado por lo que le contaron y las aclaraciones del juicio. Él recordaba solamente hasta el momento en que cogió la pata y acometió… «¿Pero no creen ustedes, amigos, que jue acción de guerra y no debían tenerme preso?».

Una noche, el portón de la casa de los Amenábar se abrió, dejando salir a cinco jinetes que cruzaron la plaza al galope y rápidamente se alejaron del pueblo. Eran don Álvaro Amenábar, su hijo menor, José Gonzalo, y tres caporales. El hacendado llevaba a «Pepito» a un colegio de Lima y además gestionaría en la capital el apoyo del Gobierno a la candidatura de su hijo Óscar.

Cuando, al día siguiente, la noticia se extendiera por el pueblo, ya los viajeros estarían más allá de las punas de Huarca, quién sabe entrando a otra provincia. Correa Zavala visitó a Rosendo y éste le dijo:

—Es una escampada…

Jacinto Prieto pensó que su libertad estaba próxima. Durante la visita del domingo, los comuneros se alborozaron y cuando la nueva se esparció por el caserío, el mismo Artemio Chauqui dijo que sería buena la cosecha de cebada.

Uno de los presos poblanos se llamaba Absalón Quíñez y tenía cara redonda y cazurra, de ojos vivos y labios gordos. Siempre estaba muy bien peinado y luciendo su viejo terno plomo, al que de tanto escobillar había sacado lustre. Sus zapatos vacilaban entre romperse y no romperse y su sombrero de paño negro extendía lacias alas de pájaro engerido. Absalón conocía la costa y alardeaba de ser hombre jugado y capaz, si quería, de engañar a todo el mundo. Gozaba de excelente humor y, como todo preso de causa original, gustaba de referirla para deslumbrar al vulgo del delito. Tenía muy acogotado a un cholo de corta edad y novato como preso. Todos le aconseja que no se juntara con Absalón, porque éste le pegaría sus mañas. El muchacho llamábase Pedro y estaba acusado de robo de cabras.

Una tarde el viejo alcalde oyó que Quíñez hacía a Pedro el relato de sus habilidades.

—Güeno, pa que sepas, uno no es hombre sino cuando llega a «mear en arena», es decir, cuando conoce la costa. Yo era así como ustedes, un serrano zonzo, hasta que me di mi salto po allá. Una vez estuve de ayudante de un colombiano, un tal González, y caminaba tras él llevando una maleta. Cuánta cosa metía en la tal maleta. Parecía que se iba reventar. Mantas, papeles, botellas de tinta, porque uno de sus negocios era la tinta, muestras de remedios y mercaderías, porque era vendedor viajero también. Y lo que nunca faltaba, envuelta en diarios, era una maquinita. ¿Sabes pa qué era? Pa fabricar cheques. Güeno, no servía pa eso de veras sino de mentiras y pa que no te confundas ya vas a ver. Con el pretexto de los negocios, mi patrón González iba de aquí pa allá y yo po atrás con la maleta. Como tenía güen ojo, no se le escapaba nadie que pudiera creer. Charlaban largo y luego pasaban a estudiar el «negocio», casi siempre de noche, porque la noche, pa que sepas, es el ambiente adecuao pa ciertas cosas. Una cosa que no gusta a mediodía puede gustar a las dos o tres de la mañana. González entintaba la maquinita, metía unos cuantos papeles blancos entre los rodillos, luego le daba a la manija y, de repente, ya está saliendo el cheque falsificao, de los de a cinco libras, y tan claro que parecía verdadero cheque. Güeno, a veces no empleaba lo de la entintada sino que decía que imprimía los cheques falsos con un cheque verdadero; todo era según la zoncera del marchante. La verdá es que pa sacar el cheque bonito hacía nada más que un juego de manos. Los demás, los verdaderamente falsificados, salían pálidos y sólo un ciego los hubiera podido recibir. González decía con un tono convencedor que tenía, y una seria mirada y una boca que hacía un gesto de hombre que está en el secreto pa hacer fortuna: «Los otros billetes salieron malos, porque este papel que uso es malo. Si el primero salió bien es que jue hecho con la última hoja del papel fino». Hablaba muy claro y después seguía: «El papel fino es de una clase especial y hay que pedirlo a Lima: es muy caro». El socio se quedaba disgustao, meditativo, y él, pasao un momento, decía: «Yo no tengo mucha plata y esto de ser vendedor viajero, con la competencia que existe, usted sabe, no da siquiera pa vivir. Estoy buscando un hombre que me ayude en los primeros gastos; ese hombre es usted». Dejaba pasar un momento y decía, si el otro era comerciante: «Usted podría pasarlos, poco a poco, en su tienda. Si no quiere meterse en esto, yo conozco gente que puede hacerlo. De lo que se trata es de conseguir los materiales». González seguía hablando, a pausas, dirigiendo la conversación según la cara que ponía el otro. El oyente preguntaba: «¿Y cuánto se necesitaría?». Entonces González, que por el aspecto del negocio había considerado las posibilidades del dueño, pedía quinientos soles, trescientos o doscientos. Nunca bajaba de doscientos y a veces subió hasta mil. Una vez dimos un grueso golpe de más. Luego advertía que tan pronto hiciera pasar los primeros cheques, se encargaría más papel y la producción de riquezas aumentaría. Daba palabra de honor y el socio entregaba la plata pedida. Desde luego, no le veía la pinta más. O si se le veía, igual. Que esta dificultad, que la otra.

Hubo casos en que el socio hasta entregaba más dinero…

Pedro se atrevió a preguntar:

—¿Y la policía?

—¡Qué policía ni policía! Se ve que eres un serrano zonzo y no te das cuenta de nada. El socio era tan delincuente como él y no se atrevía a abrir la boca ni pa saludar a la policía. De ir González a la cárcel tenía que ir también el socio por complicidad en la falsificación de billetes. Mi patrón trajinaba con la maquinita, de pueblo en pueblo. No pasaba mes sin que hallara uno o dos mansos. Una vez no resultaron tan mansos y la policía iba a caer echada por González mismo. Nos tropezamos con unos ricachos del distrito de Lucma y no necesito decirte que los lucminos son de mucha bala y en toda la sierra se los conoce…

—¡Muy mentaos son! —exclamó Pedro y su voz, por primera vez, tenía un acento de admiración.

—Los encontramos en Trujillo y mi patrón se hizo presentar como al descuido y se tomó unas cuantas copas con ellos. Después, un amigo de él les dijo a los otros, como en secreto, que ese señor podía hacerles ganar mucha plata y siguió la amistad y hoy se insinuó algo y mañana se respondió. Hasta que, al fin, los socios entregaron dos mil soles y quedaron en que pronto harían los billetes. Como apuraban, González les pidió mil soles más. Se iban poniendo saltones y amenazaban con matar a González. Dos se fueron al hotel donde estábamos y ya no tuvimos lugar de marcharnos. No había caso; era cuestión de jugarse. Así que juimos a la fabricación y González le dijo a un gancho: «Si no salgo hasta las tres, echa a la policía encima». La maleta estaba repleta como nunca. Tenía la máquina, mucho papel y varias botellas de diferentes líquidos. En un cuarto de arrabal jue la cosa. Luego de cerrar la puerta con llave, los lucminos sacaron sus revólveres. Pa qué, güenos Smith Wesson niquelados. Yo vi que a mi patrón le temblaban un poco las manos. Nunca le ocurría eso y yo tamién me asusté. Estaba serio el asunto… González jue sacando y poniendo en una mesa todo el contenido: la dichosa máquina, el papel, ya recortao del tamaño de los cheques de cinco libras, las botellas. Lo hacía con calma. Era que se demoraba de propósito pa que todo pareciera muy natural y el desengaño no viniera tan pronto, pues si no, hubieran pensao en una estafa. Mi patrón era un gallazo y eso que apenas si sabía leer y escribir. Tamién había que dar tiempo pa que llegara la policía si los asuntos salían mal. En un lavador vació los líquidos y luego metía las hojas de papel, con gran cuidao, pa humedecerlas, y las sacaba y ponía a un lao. Los otros miraban sin decir palabra, revólver en mano. Brillaban los cañones. González contó después que en ese momento le amargaba la boca. ¿De dónde diablos iba a hacer salir cheques? Pero él tenía ya su plan preparao y de rato en rato le echaba un vistazo a su reló de pulsera. Si le fallaba el plan y no llegaba la policía, era hombre muerto y yo tamién. En eso llamó a uno de los accionistas de la fabricación. «Mire, estamos en la primera parte del procedimiento» y que no sé qué y que no sé cuántos. De repente, ¡blum!… El papel y los líquidos se prendieron formando una llamarada que llegó hasta el techo e hizo correr a todos a la puerta. Los materiales se quemaron en un santiamén. Apenas se acabó la candela, González explicó todo: cayó alguna chispa del cigarrillo que el accionista tenía entre los dedos, produciendo el incendio. Una verdadera lástima. Los otros no dejaron de regañar, diciendo que debió haberles recomendao que no fumaran. Él aceptó amablemente todas las censuras y propuso que le dieran otros dos mil soles para encargar nuevos materiales a Lima. El más vivo de ellos, o quién sabe el más tacaño, dijo que debían irse a su pueblo por sus negocios y que después verían. La cosa quedó aplazada pa otra ocasión. Mi patrón guardó la maquinita y salimos. Al llegar a una esquina se despidió y, doblando otras muchas, encontramos al gancho. Miraron sus relojes. Faltaban cinco minutos pa las tres. Suspiramos con descanso y nos juimos a tomar unos tragos…

—¡Las cosas que ha pasao! —dijo Pedro comenzando a admirar a Quíñez.

—¡Y las que pasaré! Todo me dice que no han terminao mis andanzas. No soy hombre de amilanarse. Ése es el cuento de los billetes. Sé tamién el cuento del entierro, el del alquiler de casas, el de la plata encargada y otros más. El de los billetes me lo enseñó, como ves, mi patrón González, que en mala hora se jue pa su tierra, y los otros un peruano que él me presentó. Yo sé hacer en debida forma el cuento del entierro, pero cuando se topa uno con ayudantes brutos, falla todo. El cuento del entierro se lo quise hacer al cura de este mismo pueblo. Llegué, dándomela de beato, y le dije: «Señor cura, ayer estuve oyendo mi misa, con usté, y se me ha puesto que en esta vieja iglesia hay entierro. Quién sabe de jesuitas». Te diré que es güeno mentar a los jesuitas cuando se trata de tapaos en iglesia; ellos tienen fama de haber enterrao mucho. «¿Qué?», dijo el cura. Le hablé de entierros, informándole que hasta diez había hallao y él aceptó buscar de noche, pue de día la iglesia está llena de viejas beatas. Las primeras noches me acompañó, pero después le dio sueño y me dejó solo. «Ésta es la tuya, Absalón», dije. Yo tenía preparao un cajón viejo, forrao en cuero, con cosas que parecían de oro y eran de tumbaga. Cavé un hueco bien profundo, zampé el cajón y volví a tapar el hueco, no del todo, sino dejando ver que había cavao algo. Al otro día me le acerqué al cura. «Señor cura, aura sí que damos con el tapao; la tierra está suelta y parece que vamos bien». El cura me acompañó esa noche y él mismo alumbraba con una linterna. Yo barreteaba y luego botaba la tierra con una pala, sudando y encomendando nuestra fortuna a todos los santos. A su tiempo, la barreta sonó en el cajón. «¡Virgen Santísima!». Yo me persigné y junté las manos mirando al cielo y el cura hizo lo mismo. Güeno, total que sacamos el cajón y lo llevamos a la casa del cura. Asomaron dos azafates labraos, un cáliz y algunas cosas más, todo de oro. Tapamos el hueco y le dije al cura, haciéndome el honrao: «Habrá que dale su participación al Estao, según ley». El cura me respondió: «No, hijo, qué se te ocurre. Estas riquezas, como tú dices, han sido de los jesuitas y el Estado no tiene por qué participar indebidamente. Yo tengo amigos, venderé las cosas en secreto y nos repartiremos». Todo me iba saliendo bien. Entonces le dije a mi ayudante: «Anda a la capital de la provincia vecina y hazme un telegrama diciéndome que me esperas urgentemente pa hacer el negocio de mercaderías que convinimos». Yo pensaba llegarme con el telegrama onde el cura y decile que se me presentaba un buen negocio en el pueblo vecino y no podía quedarme aquí hasta que vendiera, de modo que tenía que darme mi parte en dinero. Seguro que hubiera pensao explotarme y yo le iba a recibir hasta quinientos soles en último caso. Pero el bruto de mi ayudante, pa hacelo mejor o porque no me entendió bien, le puso el telegrama al mismo cura, diciendo: «Avise Quíñez espérolo negocio urgente mercaderías». ¿Has visto bruto? El cura pensó que nadie tenía por qué saber que estábamos en relación y entró en sospechas. Como antes ya le había sacao doscientos soles, me denunció haciéndose el honrao y entregando el entierro a las autoridades. Después he sabido que primero llamó al platero y probaron las cosas y el ácido las carcomía como a miga. Las autoridades tamién probaron y yo me defendí diciendo que no tenía la culpa de que el entierro fuera malo, pero vinieron peritajes sobre el cajón y el mismo cuero y los clavos y no tenían señales de estar enterraos ni una semana… Quedé empapelao po estafa… Pero ya saldré, ya saldré… Yo tengo unas muy grandes con varios señores y tamién le sé cosas al cura… Si no me sueltan, canto cuanto hay en el expediente. Vas a ver, Pedro. El cuento de la plata encargada necesita que el marchante sea muy zonzo, pero hay de esa laya de gente: fijate que una vez…

El tiempo de tomar el sol terminó esa tarde y los presos fueron llevados a las cuadras y celdas.

La lluvia nocturna es lo único que tiene el mismo acento en la cárcel o fuera de ella. Caía allí sobre las tejas, sobre los patios, sobre los charcos, según su manera universal y parlera. De día, resultaba diferente. Los presos no eran sacados al patio y se estaban viéndola desde su redoblada reclusión, a través de las barras. Parecía una madeja plomiza que jamás terminaría de desflecarse, y su rumor resultaba un tartamudeo desgraciado y de todas maneras inútil y hasta estúpido. El hastío, ayudado por un frío húmedo, encogía los cuerpos.

Una tarde, un indio angustiado fue a mirarse en los ojos de Rosendo como si quisiera preguntarle por sí mismo. Parecía loco. El atormentado dijo: «ya, ya», y luego, «chorro de sangre». Recordó la casita puneña y «qué se hará». Ese poncho abrigaba, sí, y era de otro; por eso le daba por los tobillos. El muerto, el muerto, no se lo podía sacar de encima y estaba en la coca. Entre la bola de coca había sangre o si no un muerto chico, pero con la traza del grande. El muerto grande se le echaba encima de noche para aplastarlo y él decía: «quita, muerto». Le habían dado un palo en la cabeza y vio luces. Tenía dos ovejas en el pastito, y el muerto no caminaba sino volaba. También tenía un burrito que comía sal en su mano, y el muerto miraba. «Taita, me quiere matar por mi ovejita negra». «El muerto, el muerto». El angustiado se pegó al pecho de Rosendo y éste le abrió los brazos y lo protegió del muerto estrechándolo contra su pecho. El pobre indio lloraba y Rosendo también lloró.

Había seis indios, entre ellos dos mujeres, acusados de sedición y ataque a la fuerza armada. Eran oriundos de las faldas del Suni y comían una vez al día trigo hervido, que las mujeres preparaban en el fogón levantado en un ángulo del patio terroso.

Muy unidos, muy juntos siempre, parecían un haz de desgracia.

Cuatro gendarmes fueron por el Suni en el tiempo de la leva y se estaban llevando a otros tantos mozos. Los procesados, en cierto lugar propicio del camino, tiraron sus lazos sobre los gendarmes y los derribaron de los caballos, facilitando la fuga de los capturados.

Los atacantes llevaban ya dos años presos. Para que se viera su causa debían ser trasladados a Piura, donde estaba la jefatura de la Zona Militar del Norte. «¿Ónde será la Piura?», preguntaban a menudo. Quienes sabían decíanles que Piura quedaba más allá de los últimos cerros, después de cruzar un gran desierto de arena. Estaba, pues, muy lejos. No querían convencerse y, en la primera oportunidad, preguntaban a otro, que conociera. La respuesta era la misma. ¡Qué lejos!

De todos modos, deseaban que los llevaran de una vez. Ellos no pensaron nunca que cometían un delito de tanto castigo. No había quién cultivara las chacritas, sus familias sufrían toda clase de penas y sus animales se perdían o morían. Deseaban que los llevaran de una vez para conocer su suerte, pero nadie se acordaba de ellos.

Un indio le decía a otro, procesado por lesiones, durante la visita dominical:

—He pensao que la Filomena venga a llorar delante del juez, mientras estés dando tu declaración. Que llore mucho a ver si el juez se compadece…

Días después llamaron a declarar al indio procesado por lesiones y se oyó surgir de la puerta de la cárcel un llanto sostenido, agudo y largo, clamante…

Al viejo alcalde le dio un poco de vergüenza ese llanto y también comprendió lo que era la esclavitud.

Una noche resonaron cascos de caballos en el patio empedrado. Luego repiquetearon con más violencia, saliendo a la calle y alejándose. Al día siguiente, los presos no fueron llevados al sol con el pretexto de que pronto llovería. Correa Zavala entró a ver a Rosendo y le dijo:

—No los sacan por precaución, pues han quedado pocos gendarmes a pesar de que la dotación ha sido aumentada. Anoche partieron cuarenta y se dice que van a perseguir al Fiero Vásquez…

La noticia voló de celda en celda, de cuadra a cuadra. Los presos alentaban una abierta simpatía por el Fiero Vásquez, a quien juzgaban el vengador de todas las tropelías e injusticias.

—¡Viva el Fiero Vásquez!

—¡Que venga el Fiero Vásquez!

Remecían las puertas, lanzando gritos e interjecciones. Crujían los maderos. Rechinaban los cerrojos y las cadenas. Los gendarmes de guardia entraron soltando tiros y los presos se guarecieron tras de las paredes. Las balas perforaban las puertas hundiéndose en los muros fronterizos con golpe sordo.

Los días pasaban con más tristeza y monotonía pues el riguroso encierro continuó. Nada se sabía de los perseguidores del Fiero Vásquez. Entretanto el subprefecto, con el pretexto de que la provincia estaba agitada, metía presos por docenas. A cada recluso le cobraba cinco soles para dejarlo en libertad. ¡Y cuidado con seguir alterando el orden público! Jacinto Prieto protestaba en alta voz desde la cuadra a que lo habían conducido para que no conversara con Rosendo. Sus gritos resonaban un tanto en los viejos muros y se perdían…

Rosendo terminó por escuchar la afirmación solemne del muro, calmado golpe según el cual el hombre sufre el contacto de la vida y la muerte. El muro es un mudo vigía, un guardián gélido, que encierra en su callada verdad el dramatismo oscuro de un inmóvil combate. Para entenderlo es preciso estar en silencio y en perenne trance de morir y no morir. Rosendo pudo comprenderlo al fin con su voz vencida, sus ojos sin caminos y su gran estatura derribada.