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Goces y penas de la coca

Los comuneros, naturalmente, conocían la dulce coca. Compraban las fragantes hojas de color verde claro en las tiendas de los pueblos o alguno incursionaba para adquirirlas en los valles cálidos donde se cultivan. Al macerarlas con cal, se endulzan y producen un sutil enervamiento o una grata excitación. La coca es buena para el hambre, para la sed, para la fatiga, para el calor, para el frío, para el dolor, para la alegría, para todo es buena. Es buena para la vida. A la coca preguntan los brujos y quien desee catipar; con la coca se obsequia a los cerros, laguna y ríos encantados; con la coca sanan los enfermos; con la coca viven los vivos; llevando coca entre las manos se van los muertos. La coca es sabia y benéfica.

Amadeo Illas la masticaba habitualmente para solazarse y estar bien, pues su cuerpo no podía pasar sin ella. Ahora, iba a conocerla mejor, pues trabajaría en Calchis, hacienda de coca.

Él y su mujer caminaron leguas para llegar allí. Uno de los caporales los instaló en una casa de adobe situada frente a un maizal por cosechar. La casa tenía dos piezas. El maizal era también para ellos. Además, les dio diez almudes de trigo, diez de papas y cinco de maíz. Por último dijo a Illas:

—Este arriendo fue de un peón que se ha ido de pícaro. Lo pagarás bajando al temple para la rauma y la lampea, cada tres meses. Si trabajas bien, puedes ganar además cincuenta centavos al día…

Amadeo Illas conocía qué era la lampea, también sabía que se llamaba rauma al acto de deshojar la planta de coca, pero ignoraba el significado de temple. Después de vacilar, preguntó:

—¿Y qué es temple?

El caporal sonreía diciendo:

—¡Vaya con la pregunta! Temple es el lugar donde se produce la coca. Los temples de esta hacienda están abajo, en esa abra, al borde del río Calchis.

Se quedó mirándolos y preguntó a su vez:

—¿Y ustedes de dónde son y qué han cultivado que no saben?

—Somos de la comunidá de Rumi y sembramos trigo y maíz y aura último cosas de puna…

—¡Ah, es muy distinto el cultivo de la coca, pero ya te acostumbrarás!

Cuando el caporal se marchó, Amadeo Illas y su mujer inspeccionaron la casa. Las habitaciones eran espaciosas, ancho el corredor. Parecía casa de la comunidad feliz. Después fueron al maizal, ubicado en una ladera. Era grande y dentro de él crecían zapallos, chiclayos, frejoles y pallares. Las mazorcas ya estaban granando. Pronto habría choclos. Tornaron a la casa y la mujer se puso a cocinar en dos ollas que había llevado. Encontró una rota que serviría de tiesto para la cancha. La sal escaseaba y Amadeo dijo que al día siguiente iría por ella a la casa-hacienda. Ya habían estado allí primeramente. Quedaba tras una falda lejana donde humeaban otros bohíos… Fue, pues, y además de la sal, trajo de la bodega ají, unos espejuelos que le habían gustado y agujas e hilo, y trajo también dos camisas de tocuyo, pues le dijeron que las de lana eran muy calurosas para el trabajo de la rauma. Con sus nuevas adquisiciones y los víveres, debía en total treinta soles. No era mucho si podía ganar cincuenta centavos al día. ¡Qué gran salario! Otras haciendas pagaban diez y veinte. Por eso caminaron hasta Calchis.

Corridos unos días, el caporal notificó a Illas que debía bajar al temple. La mujer preparó cancha hasta llenar una alforja con ella y Amadeo marchose de amanecida. Su compañera lo vio partir con pena por la separación e inquietud ante el nuevo trabajo, que sin duda sería rudo. Además, era la primera vez que se quedaba sola en una casa y tenía temor. Nada le dijo, sin embargo, y Amadeo fue cerros abajo, perdiéndose pronto tras un barranco.

Mientras descendía, él recordaba un poco, por los árboles, el potrero de Norpa. Más abajo, las peñas se rompieron en una suerte de graderías y el sendero iba bordeándolas y haciendo cabriolas para no desbarrancarse.

Por último, llegó hasta la ribera de un río y tomó por una de las márgenes. Encontró a otro indio que llevaba el mismo camino y siguieron juntos en dirección de la corriente. Amadeo le comenzó a preguntar cosas.

—¿Éste es el río Calchis, entón?

—El mesmo…

—¿Y los temples?

—Más abajo. ¿Vaste pa allá?

—Sí, vengo de raumero, ¿y usté?

—Yo tamién raumo…

Luego dijo llamarse Hipólito Campos y haber nacido en la misma hacienda. Hacía un año que bajaba a las raumas. Amadeo lo miró notando que parecía joven, pero daba la impresión de ser viejo. Tenía la piel ajada y, en general, un talante mustio. El río Calchis resonaba poderosamente debido a los abundantes pedrones del lecho y las márgenes, ambos ahondados hasta mostrar antiguos estratos de la tierra.

Más allá de las riberas, a un lado y otro, crecían altas y tupidas fajas de monte donde cantaban pájaros alegres. Uno se hacía notar especialmente por su fuerte y peculiar canto: «Quién, quién, quién, quién». Era el quienquién. Amadeo dijo que nunca lo había escuchado. Hipólito lo miró con extrañeza y luego se puso a hablar del pájaro, alzando un poco la voz, para dominar el rumor del río. En eso apareció el mismo pájaro entre las ramas de un gualango. Era de un amarillo encendido, a pintas negrísimas. Refulgía como un cuajarón de sol y noche.

—¿Bonito, verdá?

—Bonito —dijo Amadeo.

Hipólito refirió que había encontrado nidos de todos los pájaros, menos de quienquién. Los escondía perfectamente, pero él no era muy retrechero. Llegaba a las casas, en especial a las cocinas, a comerse el tocino y las provisiones. También refirió un cuento, y era el de un futrecito que iba por ese camino, en días de rauma, con un grupo de indios. No había oído nunca al quienquién. Cuando el pájaro comenzó a preguntar, el futre, creyéndose aludido, respondió: «Yo, yo». Seguía el canto y el futre pensó que el preguntón no lo individualizaba y gritó: «Yo, Fulano de Tal, el de sombrero negro». Rieron. Amadeo contó la historia de Los rivales y el juez, que encontró más a mano. La risa ya no fue tan fácil, pero, por una de esas claras adivinaciones del corazón, comprendieron que se habían hecho amigos.

El montal seguía creciendo. Por los senderos que trepaban a la altura, descendían más peones.

—Son todos raumeros —explicó Hipólito.

De pronto aparecieron los primeros sembríos de coca. En un momento más llegaron al tambo, situado junto a la casa de los caporales. Era un amplio galpón de paredes de adobe, con una gran puerta y dos ventanas. Muchos peones estaban ya allí. Otros llegaban, colgando su poncho y su alforja en estacas clavadas en los muros. Cada uno tenía su lugar señalado por la costumbre. No cabían todos adentro e Hipólito dormía en el corredor. También había estacas en ese lado de la pared. Sellando su amistad, ambos colgaron sus cosas en la misma estaca. Luego, haciendo tiempo, porque la rauma comenzaría al día siguiente, se fueron a pasear por el campo.

Los plantíos eran inmensos y se extendían a lo largo del valle, hasta un lugar lejano, al cual no alcanzaron a llegar, y a lo ancho, hasta el barranco que caía al río por un lado y las peñas que caían desde el borde de las faldas, por el otro.

La coca, coposo arbusto un poco más alto que el hombre, crecía a la sombra de naranjos, nísperos, guayabos y limoneros, alineando en surcos divididos en cuarteles. Desde la copa de los árboles altos, saludó a Amadeo el canto de las torcaces. ¡Si Demetrio hubiera estado allí! Ése era el tiempo de naranjas y el suelo relucía lleno de ellas, que triunfaban con su amarillo vivo de la verde opulencia del herbazal. La coca ondulaba grácilmente al viento y de los henchidos árboles caían las naranjas chocando en el suelo con un ruido blando. Se pusieron a comer naranjas recién caídas. Estaban muy buenas y las encontraron mejores debido al calor que hacía.

Hipólito contaba que la coca, ahí donde se la veía, tan oronda, era una planta delicada. Se tenía que regarla de noche, pues de día las raíces sufrían con el agua calentada por el sol. A veces, el medidor, un gusano verde que se alimenta de las hojas, prosperaba mucho y entonces había que sahumar los árboles, también de noche, para que el gusano cayera al agua y se ahogara. Esos árboles no crecían allí por la fruta: la sombra era imprescindible para la coca. Por último, no duraba sino unos años, y por cualquier cosa se secaba. Había que estar resembrando siempre. Amadeo miraba la planta y encontraba comprensible todo eso. Sabía Dios qué secretos encerraba en su organismo ese delicado vegetal para extraer, de las fuerzas oscuras de la vida, la sustancia que hacía de sus hojas las más preciadas por el hombre del Ande.

Cuando regresaban, ya en las últimas horas de la tarde, había arreciado el calor. El sol reverberaba sobre las rojas peñas del cañón y se filtraba agresivamente a través de las ramas. Amadeo tocó una piedra soleada: ardía. Las peñas debían ser una parrilla. De la tierra ascendía un vaho húmedo y todo olía a azahar, a naranja podrida, a coca verde, a gleba, a bosque lujurioso. Amadeo sintió que había caído en una coyuntura activa, más bien en una caliente axila de la tierra.

Al día siguiente, muy temprano, los caporales hicieron formar a la gente. Cien hombres alinearon sus camisas blancas y sus pantalones negros, sus ojotas de cuero y sus sombreros de junco, y también sus caras que mal se veían a la incierta luz del amanecer templino y bajo la ancha falda del junco sombrador. Pasaron lista y fueron anotando los nombres de los peones que faltaban. Luego, el jefe de caporales llamó a unos que parecían muy enfermos, y les ordenó que podaran árboles junto con Amadeo, a quien explicó:

—Tú vas a ir con ellos hasta que te aclimates.

Envió a los demás a la rauma, dándoles una manta grande llamada pullo, y ordenó a dos caporales:

—Vayan ustedes a traer a los remisos. Se hacen los enfermos estos haraganes. Dejen sólo al que esté en cama y con fiebre.

Amadeo y los podadores fueron provistos de serruchos y se pusieron a trabajar frente a las casas, a fin de no entorpecer la rauma. Los otros peones desaparecieron a lo lejos, yendo al primer borde de los plantíos. Comenzaba a quemar el sol. Los podadores debían cortar las ramas inferiores de los árboles de sombra, a fin de que sobre la coca quedara un ancho espacio de aire y luz. ¡Consentido era el arbusto! Cuando las ramas eran muy gruesas y coposas, tenían que descenderlas con sogas para que no maltrataran el cocal. Los raumeros pasaban llevando grandes atados hechos con la manta. En el buitrón, un lugar plano, de tierra apisonada, que se extendía al sol frente a la casa de caporales, los abrían soltando la coca. Los peones secadores extendían las hojas formando una delgada capa. Sus compañeros de poda contaron a Amadeo que las hojas debían secarse muy bien, pues de lo contrario se malograban tomando un color habano orlado de blanco.

Ocurría igual si las humedecía el más ligero chaparrón. Los secadores tenían que saber mirar el cielo a fin de prevenir cualquier lluvia y meter la coca en los depósitos en momento oportuno. ¡Vaya! Amadeo pensaba que eran abundantes los remilgos de la coca.

Un día apareció el contador, cholo alto y fuerte, de grandes manos, que contó noventa surcos en el cuartel donde los podadores se hallaban y comenzó a raumar el noventa y uno. Amadeo supo que los otros peones venían atrás y llamaban contador a cualquier raumero que, debido a su pericia y resistencia, fuera adelante, contando a la vez los surcos para dejar a cada peón el respectivo. La rauma le pareció fácil. El hombre doblaba el arbusto y corriendo las manos cerradas sobre las delgadas ramas, hacía caer las hojas al pullo que había colocado previamente al pie de la planta. El contador, terminado el surco, pasó a otro cuartel y repitió la operación. Al siguiente día comenzaron a llegar los adelantados y, varios después, el grueso de raumeros. Raumaban lentamente, con aspecto de hombres fatigados. Amadeo creía que iba a hacerlo bien. Se tenía por fuerte y ágil.

Su amigo Hipólito estaba entre los que seguían de cerca al contador. Él dormía a su lado y casi no conversaban. Nadie conversaba. Llegaban muy cansados y se dormían después de masticar con tesón su trigo hervido. La comida era lo que molestaba a Amadeo, además de los zancudos. Daban tres mates de trigo al día. Como las naranjas habían comenzado a escasear y la cancha que llevó se le terminaba ya, ese trigo apenas salado empezaba a aburrirle. Los otros peones no se aburrían. Calladamente comían su ración. En cuanto a las víboras, que dan mala reputación a los temples, no había visto ninguna. Quien las temía era su amigo Hipólito. Él refería que vio morir a un hermano bajo los efectos de la picada. Los peones le decían:

—No tengas miedo, Hipólito, que es pa peor…

Pero él siempre tenía miedo. Para mayor seguridad hacía su cama dentro de un cerco formado por la faja, la misma larga y coloreada faja que durante el día ceñía su cintura. Como todas las fajas, era gruesa, y él formaba con ella una especie de valla sosteniéndola de filo por medio de guijarros. Es fama que las víboras, que van reptando en la noche, vuelven atrás al tropezar con un objeto extraño, en tal caso el tejido de lana. Mas, a pesar de todo, Hipólito fue picado. Se despertó llamando a Amadeo, que estaba a su lado, y corrió a la casa de caporales seguido de su amigo.

Se encontraron con todos ellos y además el patrón, que se llamaba Cosme, y había llegado ese día a dar un vistazo al trabajo. Don Cosme encendió una vela y miró la pequeña herida, allí, en medio del pecho, donde la camisa se abría mostrando el tórax potente, y casi gritó: «Víbora». Hubiera sido una suerte que la picadura fuera de alacrán o de cualquier insecto. Hipólito emitió un gemido ronco y don Cosme se prendió de la campana que colgaba del brazo de un mango… ¡Lan, lan, lan, lan! Ni que se quemara la casa de caporales. Después cortó la herida en forma de cruz y brotó sangre. Ya estaban allí muchos peones, a medio despertar por los campanazos, laxos de sueño, calor y sombra. «Víbora, víbora», les dijo por todo decir don Cosme, y cholos e indios se alivianaron de un solo golpe, con su solo gesto. «¡Tizones!», gritó don Cosme, sin recordar que era media noche, pero ahí mismo lanzó un juramento, agregando: «¡Qué tizones va a haber! ¡Prendan la fragua y calienten dos fierros! ¡Luego, luego!». Todo estaba pasando muy ligero. «Esperen… otros traigan limones, hartos limones». Los peones, que habían echado a correr, se detuvieron para escuchar la última orden y luego prosiguieron, sumergiéndose en la sombra. Entretanto Amadeo observaba calladamente y su amigo Hipólito gemía con voz de altas y bajas inflexiones, con la propia voz del espanto: «Me moriré, patrón». «No me dejen morir, patrón». Don Cosme le ordenó: «Ven al agua, pronto». No lejos de la casa pasaba una gran acequia, siempre repleta, que daba de beber a las huertas. «Métete», ordenó de nuevo don Cosme. Hipólito se tendió en la acequia, hundiéndose hasta el cogote. «Sostenle la cabeza», dijo don Cosme a Amadeo y éste entró también y sujetó la hirsuta cabeza para que no se sumergiera. El agua estaba muy fría o acaso era solamente el susto, porque Amadeo sintió que la gelidez se le extendía hasta los sesos. Don Cosme dejó la vela a un lado de la acequia, tras una piedra para defenderla del viento, y arrancó la camisa ensangrentada del cuerpo tembloroso de Hipólito.

«Diablos —dijo—, se está hinchando. Pellízcate. ¿Sientes?». Hipólito se pellizcó el pecho y dijo casi aullando: «No siento nada. Me moriré. No me deje morir, patrón». Era una noche densa, cálida, llena de trémulas oquedades. Apenas se distinguían las siluetas rectangulares de las casas y las redondas de los árboles cercanos. Pasaba alguna luciérnaga hilando luz. «No me deje morir, patrón». A lo lejos comenzó a sonar el resoplido poderoso del fuelle de la fragua y una llama surgió dando esperanzas. «Cholos, apúrense», gritó don Cosme.

Y en eso llegaron los que traían limones. De un machetazo partían los áureos frutos y luego los exprimían en la boca abierta de Hipólito. La cara demacrada, cadavérica, cerraba la boca para tragar el jugo encrespando los tendones… «Cálmate —decía don Cosme—. El agua enfría el cuerpo y el veneno no avanza. Los limones harán lo suyo. Ya vendrán los fierros». En eso recordó y quiso quemar la hinchazón con la vela e indicó a Hipólito que hiciera asomar el pecho. No consiguió otra cosa que embadurnarlo de sebo. Brillaba el tórax húmedo mostrando una hinchazón repelente. Después sacó fósforos y apagaba los chasquidos llameantes en las proximidades de la herida. El veneno ya había progresado mucho. Hipólito no sentía ni el fuego. «No me dejen morir…, más limoncito, compañeros… Así…». Todas las caras se curvaban sobre la del envenenado y manos morenas llegaban a su boca, una y otra vez, dejando enjutos los limones. Los otros cholos acudieron con los fierros al fin. «Dejen uno y sigan calentando el otro», dijo contrariado el patrón, al ver que portaban las dos barras. Así lo hicieron y don Cosme cogió la barra enrojecida, dilatada, y la clavó de un solo golpe, en medio pecho. Chasqueó la carne expediendo un humillo de olor penetrante. Algunos recordaron para sus adentros, con disgusto, la fritanga del cerdo y todos tuvieron una verdadera lástima del pobre Hipólito. En tanto don Cosme removía la barra hacia un lado y otro, y carne y hierro rechinaron devorándose mutuamente la dilatación, el veneno y el fuego. «Así, patrón… Dios se lo pague… Quémelo, patroncito». No sentía ningún dolor el herido. El hierro se apagó completamente y don Cosme gritó pidiendo el otro. Y nuevamente el extremo de una vara candente, agrandada y casi blanca de calor, se hundió royendo la tumefacta carne emponzoñada. «¡Quémelo, patroncito, quémelo!». El patrón recorrió con ella toda la hinchazón, hasta sus mismos bordes, llegando allí donde la vida se manifestaba en dolor. «Poray no… ayay… me arde». Y luego musitaba: «Más al medio, quémelo bien, patrón», defendiéndose de sí mismo. El veneno no circularía más por esa carne asada, muerta, y don Cosme dio por terminada la cura. No era prudente volver al lecho y Amadeo, Hipólito y todos los que dormían por ese lado, amanecieron junto a la acequia, acompañados de algunos noveleros. Los pájaros despertaron alegremente con su felicidad natural, pero en aquella ocasión su voz pareció insólita a los hombres, como si también las aves no debieran ser ajenas a la desgracia de la noche. Su alegre fanfarria, sin embargo, creció en el alba como la misma luz y el pobre Hipólito se alegró mucho de vivir.

Los peones hurgaron el lecho y las cercanías, encontrando a la víbora escondida en un jaral. Era ocre, a manchas blancuzcas. Una atuncuyana. Cada peón quiso cobrar con una pedrada su espanto y su propia posibilidad de muerte y el grácil cuerpo contorneado quedó hecho una piltrafa. «Quémenla», ordenó don Cosme. En la punta de un palo condujéronla a la improvisada pira. Y era de ver cómo ese cuerpo magullado, de cabeza aplastada, aún se contorsionó entre las llamas prodigando furiosos latigazos.

Don Cosme obsequió a Hipólito una pomada. Amadeo contemplaba atónito la feroz herida. Ni en el jumento más aporreado había visto una matadura como ésa. Lo peor fue que Hipólito quedó mal. Empalideció hasta la transparencia y le temblaba un brazo. Lo mandaron a su casa y todos presagiaban que moriría.

Los recuerdos de picadas y muertos por la víbora menudearon. Un caso muy triste fue el del franchute Lafí —el patrón don Cosme afirmaba que debía pronunciarse Lafit y se escribía de otra laya… sabíanlo Dios y los letrados, pues los peones ignoraban cosas de escritura—, quien murió. ¡Vaya gringo trajinador el tal Lafí! De un lado para otro iba haciendo números y mirando con tubos y escarbando el suelo. En Condormarca se juntó con una chinita, en la que tuvo dos hijos, y los cuatro se encontraban cierta vez en Chumán, lugar ubicado frente al sitio en que el Chusgón, río alborotadito, desemboca en el más serio Marañón. Una intihuaraca, escondida en un gualango, picó al franchute Lafí. ¿Qué iban a hacer la chinita y sus dos críos en esas soledades? Nada más que llorar frente al herido. Él ni los veía. El pobre gringo, en sus últimos instantes, comenzó a parlar en su lengua, sabe Dios qué cosas, y murió dando voces, como llamando a alguien… ¿Quién iba a entenderle, quién le iba a responder? La chinita y los hijos lloraban a gritos, acompañados por las peñas… Años después un peón encontró a la mujer y sus vástagos en el lugar llamado Angashllancha. Allí vivían. Y era en cierto modo raro ver a dos muchachos de pelo rubio vistiendo trajes nativos.

Pero los comentarios sobre víboras terminaron y las noches del tambo fueron de nuevo silenciosas. Sólo se oía el zumbar de los zancudos, algún inquieto jadeo, tal o cual palabra. En cualquier momento que se despertara, podía escucharse la trompetilla gimiente. La piel quemaba, llena de ronchas ardorosas, y el paludismo comenzaba a entrar en la sangre. Amadeo temía ahora a las víboras y no podía dormir bien. El zumbido lo exasperaba haciéndole dar inútiles manotadas en la sombra.

A la semana de poda, en el transcurso de la cual encontró en un naranjo una amarilla intihuaraca a la que partió de un serruchazo, Amadeo Illas fue notificado de que debía salir a raumar.

Lo pusieron junto con diez peones remisos que llevaron los caporales, al lado del contador, que ya estaba por medio plantío.

—Contador, deja once surcos más para éstos. Agradezcan que los ponemos aquí, a uno por nuevo y a los otros por inútiles. Debíamos ponerlos en tarea aparte para sacarles la pereza…

Amadeo ignoraba que esos dos caporales habían abusado de su mujer. Cuando fueron por los faltantes, uno dijo al otro: «Por aquí ha llegao una chinita buenamoza y el marido está en la rauma». Se apearon ante el fogón donde preparaba su comida. «Venimos a probarte», dijo uno. Cuando ella se dio cuenta de sus intenciones y quiso correr, ya estaba cogida de la muñeca. La arrastraron a una de las piezas y allí la violaron. La muchacha, vejada por primera vez en su vida, se quedó llorando su humillación: «Porque una es pobre abusan, porque una es pobre y no se puede defender… cobardes». Los caporales rieron, diciendo que se notaba que era una tonta.

El nuevo trabajador, según había visto, colocó la manta y luego inclinó el arbusto comenzando a raumar con todo empeño. ¿De eso se trataba? Era fácil. Bastaba darse un poco de maña para no dejar ninguna hoja. Encontró el famoso medidor, un gusano verde que avanzaba contrayéndose y alargándose con todo su cuerpo, tal si estuviera midiendo.

En poco tiempo terminó un surco. El contador ya estaba adelante y Amadeo fue en busca de la hilera que le correspondía enseguida. «Sabe raumar», le dijo el contador. Pero a medio surco empezó a notar que las manos le ardían un poco. Las ramas eran ásperas, de una prieta corteza de la que brotaban, contrastando, las ovaladas hojas verdes y blandas. Para arrancarlas todas era necesario ajustar la rama y así la mano se iba irritando. La postura agachada y el movimiento de los brazos pesan poco a poco en las espaldas. El sol principió a calentar. Ya no avanzaba tanto. Los peones remisos llegaron a su lado. Estaban muy pálidos a consecuencia del paludismo y uno de ellos tosía. «No se apure mucho», le dijeron. Ya llegaban los adelantados también. Lejos, blanqueaban las camisas de los retrasados.

Se le había llenado la manta ya y Amadeo hubo de ir a dejar la coca al buitrón. Al volver, encontró a más raumeros por su lado. Con blando rumor arrancaban las hojas, agachados sobre la planta, atentos solamente a su faena. La cara les brillaba de sudor y la camisa empapada se les pegaba al cuerpo. Amadeo reinició su trabajo. Cuando tomó un nuevo surco, ya el contador estaba en el cuartel siguiente. Había otros peones haciendo los suyos. Él quedaba agrupado. Pasó de pronto una racha de raumeros y él y los remisos se quedaron atrás, pero no tanto como para ser últimos. A medida que corría el tiempo, Amadeo sentía sus manos más ardientes. Las miró, encontrándolas llenas de ampollas acuosas. Felizmente, la campana llamaba a almorzar. Se alineó con su mate ante la paila y recibió a su turno el gran cucharón de trigo. El cocinero era un palúdico crónico que ya no podía raumar. Comieron silenciosamente, armaron las bolas de coca y volvieron. Amadeo sintió que las manos le dolían más. También le dolían los hombros y las espaldas. Las ampollas se reventaron y pedazos de piel blancuzca quedáronse prendidos en las asperezas de las ramas. Un líquido viscoso le bañaba las palmas aumentándole el ardor y así tenía que seguir oprimiendo, una por una, las varillas coposas que ahora le parecían armadas de garfios. Ya estaba muy atrasado, lejos de los remisos inclusive, pero todavía no tanto como los últimos, que tardarían varios días en llegar por allí. Las manos comenzaron a sangrarle. El dolor le nubló los ojos y dejó la tarea, sentándose en el pequeño muro de una toma de agua. Un peón fatigado estaba sacando mal su surco, pues dejaba las hojas en los arbustos. Un caporal lo vio y, caminando agazapado, acercose y le dio con un palo en la inclinada espalda, tumbándolo al suelo. Barbotó: «Ya he dicho que nadie shambaree; ¡esas plantas a medio raumar! ¡Párate ahí, antes de que te deje en el sitio!». El peón se paró pujando y se prendió otra vez de la planta. Amadeo se incorporó para seguir su faena. «¿Qué hacías allí?», gritó el caporal, que se acercaba ya. Amadeo se puso a raumar, sintiéndose muy humillado. Le pareció que iba hacia él un palo, más que un hombre, y deploró su condición. El caporal llegó. Amadeo pujaba de dolor. Caía sobre la manta una lluvia verde a pintas rojas. «Ah, ya te fregaste: ésa es cosa de hombres. Vete al galpón por hoy día». Hizo el atado de la coca que tenía raumada y se fue.

Vació las hojas en el buitrón y luego no supo qué hacer. El ardor le crecía y en el galpón no había nadie que pudiera curarlo. ¡Si al menos su amigo Hipólito no se hubiera ido! El cocinero llegó después de mucho rato, a mover la paila con un hurgonero, y viéndole las manos al aire, con el dorso apoyado sobre las rodillas, sacó de un hueco de la pared una vela de sebo y le dijo:

—Frótese. Es cosa feya ésta: yo la tuve, todos, hasta acostumbrarse. Le pasará así tres o cuatro raumas, hasta que le salga un callo fuerte. ¡Mucho se pena aquí! Lo más malo es la terciana. Yo ando fregao y po eso me tienen en la cocina. Dejando un día me sacude y todo el tiempo estoy muy débil. Mucho se pena aquí…

Amadeo se frotó las manos con el sebo y el ardor le disminuyó un tanto.

—¿Y po qué no se va? —preguntó.

—¿Irme? ¿Y quién paga por mí? Estoy endeudado hasta el cogote y tovía la quinina, que ya no me hace nada, me la cobran. Porque la quinina hace bien al principio. Después es lo mesmo que nada…

El cocinero se fue con paso macilento. Tenía la cara amarilla como cáscara de plátano.

Ese día anocheció para Amadeo de un modo muy triste. Ni siquiera escuchó el canto de las torcaces, cuyo plumaje azul moteaba el rojo crepúsculo que envolvía los árboles. Amadeo no podía ni coger el mate de comida, ni empuñar la calabaza de cal, ni armar la bola. Ni manotear los zancudos podía. Estuvo despierto hasta muy tarde. La espalda comenzó a dolerle de nuevo. Alguien tosía. Otro dijo a media voz que le estaba entrando fiebre. El sueño de los demás era un lúgubre sueño. Él se puso coca a ambos lados de los carrillos y se fue adormeciendo.

No salió a trabajar al día siguiente. Ni los otros. El contador terminó, en quince días, por llegar al final del plantío. Luego comenzó, con el mismo sistema, la lampea. El contador hizo su parte en veinte días. Desde ese momento podía ganar cincuenta centavos por jornada, lo mismo que los que fueron sacando sus tareas. Cuando Amadeo manejó la lampa, le volvieron a sangrar las manos. Esa mala yerba no era como la del trigo y el maíz. Crecía en hojas y raíces con toda la fuerza que le daba una gleba humosa y un calor tropical. Había que clavar hondo la lampa para voltear la yerba y ahogarla entre su propia tierra. Por más que se apuraban, pocos eran los que conseguían ganar algo.

Amadeo, esperando que las manos se le sanaran, pudo ver en los otros peones la rudeza del esfuerzo y los estragos que él causaba en los cuerpos palúdicos. Cuando las labores finalizaron, la tierra y los arbustos formaban una sola mancha gris bajo un toldo de verdura. En los depósitos, verdeaban colinas de las aromáticas hojas que eran empacadas en crudo o encestadas en carapa de plátano con destino al mercado de los pueblos. Allí compraban la coca los gozadores sin saber nada de sus penas, tal Amadeo en otro tiempo.

El contador y una docena de los peones más sanos y expertos sacaron quince o diez soles a la hora del tareaje. Los demás, apenas habían alcanzado a realizar su parte de trabajo. Otros ni eso. Éstos, que eran los enfermos o muy débiles, quedaban más endeudados. Como Amadeo no pudo trabajar sino en la poda, vio aumentar su deuda en veinte soles.

La cuesta le resultó muy dura. Su mujer lo recibió mirándolo tristemente.

—¿Cómo te fue?

Él le mostró las manos desolladas y enrojecidas hasta reventar en sangre. Ella nada le dijo del abuso de los caporales.

Los días siguientes, la mujer curaba a su marido alentándolo. Ya podía trabajar y ganar. No solamente haría su faena en pago de la tierra sino que también podría perfeccionarse para ir con el contador. Entonces hasta tendrían que darle plata. Amadeo, que vio la tarea de cerca, nada decía. Parecía fácil, pero era de las más duras. Para peor, cayó con las fiebres palúdicas. Primero le daba un frío que le hacía castañetear los dientes y temblar todo el cuerpo. Después le subía la fiebre, azotándolo como una candela asfixiante. Sudaba a chorros y deliraba. El ataque duraba de dos a tres horas. Ella fue a la casa-hacienda y trajo un frasco de quinina que le costó diez soles. Con todo, Amadeo estuvo treinta días haciendo crujir la barbacoa con las convulsiones de su cuerpo y asustando a su pobre mujer con las alucinaciones y delirios. Cuando mejoró tenía crisis de tristeza, no podía comer y enflaquecía cada vez más. Solamente la coca lo aletargaba un poco y le hacía olvidar sus penas. Ella fue a uno de los bohíos que se veían a la distancia, por una gallina, y allí le dijeron que así era el paludismo. Si su marido seguía bajando al temple, no lo soltaría nunca. De paludismo murió el anterior colono a quien reemplazó Amadeo…

Éste fue a hablar con el jefe de caporales para que le diera trabajo en la altura. Se negó en redondo diciendo que no podía establecer un mal precedente.

Ya llegaba la otra rauma y volvería la enfermedad. No quedaba sino marcharse. ¿Adónde? Debía ya sesenta soles y como sabían que era de Rumi, irían a buscarlo allá. A otra hacienda, entonces…

Llegaron a la hacienda Lamas. No le dieron casa ni tierra sembrada porque no las había disponibles. Hasta que Amadeo y su mujer levantaran su propia casa, debían dormir en el cobertizo de ovejas y comer en la cocina con los pongos. A los pocos días, aparecieron dos caporales de Calchis, persiguiéndolos. El hacendado de Lamas pagó la deuda y pudieron quedarse. Pero ya estaban amarrados otra vez. Qué iban a hacer.

Era pequeño el pedazo de tierra que se necesitaba para vivir y costaba tanto…