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Tormenta

Los cerros que rodeaban la llanura de Yanañahui alzaban hacia el cielo desnudas rocas prietas como puños amenazantes, como bastiones inconmovibles, como torres vigías. O las fraccionaban simulando animales, hombres o vegetales. En todo caso, mostraban un retorcimiento patético o una firmeza que parecía ocultar algo en su mudez profunda. Las faldas más bajas estaban llenas de pedrones y guijas, entre las cuales crecían el ichu silbador y achaparrados arbustos verdinegros. Hacia un lado de la planicie, pegada a la peñolería que miraba a Muncha, espejeaba con su luna de azabache la laguna Yanañahui, que quiere decir ojo negro. Era ancha y profunda y junto a las peñas hacía crecer un totoral verde y rumoroso, donde vivían patos y gallaretas. El cerro Rumi, como ya hemos dicho, se partía, brindándole un cauce de desagüe no muy hondo. En el otro extremo de la planicie, en un terreno un poco más alto, estaban las ruinas de las casas de piedra, y un viento contumaz que soplaba entre sus grietas ayudaba a llorar a los espíritus de los pobladores. El viento entraba por el sur, bordeando las peñas de El Alto, al pie de las cuales se humillaban las crestas que lograban prolongar, avanzando desde el lado fronterizo, el cerro Rumi. Entre las ruinas y la laguna se extendía una ancha meseta de alto pasto y retaceada también de totoras. En verano estaba seca, pero durante el invierno se inundaba, pues la laguna no alcanzaba a desaguarse por el cauce y rebasaba su plétora sobre la pampa, haciéndola así inapta para el cultivo. En otros tiempos, un alcalde progresista quiso ahondar la brecha de desagüe, pero corrió la voz de que el espíritu de la laguna, en forma de una mujer negra y peluda que llevaba pedazos de totora sobre los cabellos, había surgido para oponerse a ese intento.

Era laguna encantada la de Yanañahui. También se decía que una pata de oro, seguida de muchos patitos del mismo metal, salía en algunas ocasiones a las orillas para tentar a los que la vieran y luego correr con su camada al agua y estar allí, dando vueltas casi al alcance de la mano, a fin de que los codiciosos entraran y se sumergieran. También hablaba la laguna con una especie de mugido. Era encantada, pues. Por lo demás, en el derruido poblacho circulaban malos aires, ánimas de difuntos y el famoso Chacho, espíritu avieso que mora en las piedras de las ruinas y es pequeño y prieto, con una cara que parece papa vieja. Chupa el calor del cuerpo y le sopla el frío de las piedras, produciendo una hinchazón casi siempre mortal.

Digamos nosotros, por nuestro lado, que esas ruinas sin duda eran el producto de la ordenanza real de 1551, que impuso a los indios que residían en las alturas muy ariscas abandonarlas para radicarse en valles y hondonadas donde estuvieran más al alcance de los encomenderos. La vida de esos hombres de altura estuvo determinada por el cultivo de la papa y la quinua y la presencia del llama[2] y la vicuña —animales de altiplano— que proporcionaban lana y carne, a la vez que su fuerza para el carguío. Naturalmente que durante el incario también residieron indios en zonas templadas y cálidas. El cultivo preferencial del maíz, que no medra en la misma jalca, y el de la coca, de clima tórrido, prueban su presencia en estas regiones. Tal vez, pues, el caserío de Rumi tenía como antepasado al poblacho de Yanañahui, sin que dejase de existir la posibilidad de que los comuneros estuvieran ya establecidos allí y los de la altura fueran obligados a ir a otro sitio. Esta hipótesis resulta más probable, pues, de ser esclavizados, los hombres del caserío no habrían podido mantener su régimen de comunidad. De todos modos, afrontaban una situación nueva. La incorporación del trigo y del caballo, la vaca y el asno a la vida del indio ha vuelto al del norte del Perú —región con más variedad de zonas— un hombre que vive de preferencia en el clima medio, sin que deje de incursionar a la jalca para sembrar la papa. El trigo, tanto como el maíz, mueren con las heladas de la puna, y los caballos, vacas y asnos se desarrollan poco, debido al rigor del clima y el escaso valor nutritivo de la paja llamada ichu. Los comuneros de Rumi subieron, pues, a una zona que era hostil a su vida y además estaba cargada de ancestrales misterios.

Se instalaron en las faldas de Rumi, echando los ganados a la pampa. Nasha Suro, sin miedo al Chacho y seguramente en connivencia con él, quedose en una habitación de las menos ruinosas que pudo encontrar entre el abatido poblacho. La situación de Nasha, si hemos de seguir ocupándonos de ella, era de franca decadencia. Los comuneros habían recibido una prueba práctica de la ineficacia de sus brujerías. No, no era tan fina como se pensaba. Dar yerbas para esta o aquella enfermedad, cualquiera lo hace. Lo importante habría sido derribar al gamonal maldito. Inútilmente Nasha se había encerrado en su cubil del caserío para dar una impresión de misterio aun después de su fracaso. Inútilmente había presagiado sangre con éxito. La desgracia colectiva, simbolizada por la existencia del hacendado, era más grande que todo eso. Y Nasha no había podido con él. Estaba allí, pues, entre ruinas de piedra y de prestigio y, si no la olvidaban del todo y algunos esperaban aún que se hiciera temible con el apoyo del Chacho, no recibía la atención debida a su rango. Antes, el primer techo armado por los comuneros habría sido el de su pieza. Ahora levantaban casas enteras y su cuarto continuaba abierto al rigor del sereno y, lo que era peor, luciendo una indiscreción impropia de los ocultos ritos. Un misterioso atado, que ella misma cargó, esperaba mejores tiempos en un rincón lleno de moho.

Nuevas casas de paja y piedra comenzaban a equilibrar su pequeñez en las faldas de Rumi. Si bien la piedra y la paja abundaban, la madera para la armazón del techo era muy escasa y había que traerla al hombro, pues las yuntas no podían operar en el áspero terreno, desde los sitios en que la Quebrada de Rumi hacía crecer paucos y alisos, y de otras profundas y distantes cañadas. Los hombres parecían hormigas portando sus presas de horcones, cumbreras y vigas sobre las abruptas peñas. Ya habría ocasión de hacer casas mejores. Ahora era necesario tenerlas de cualquier modo porque el invierno se venía encima. Pasaban los días. Comenzaron a caer las primeras lluvias…

Y el indio, con sencillez y tesón, domó de nuevo la resistencia de la materia y en la desolación de los pajonales y las rocas, bajo el azote persistente del viento, brotaron las habitaciones, manteniendo sus paredes combas y su techo filudo con un gesto vigoroso y pugnaz.

Los comuneros comenzaron entonces a barbechar las tierras mejores, que eligió Clemente Yacu en los sitios menos pedregosos. Con todo, los arados llegaban a hacer bulla al roturar la gleba cascajosa, y las rejas que aceró Evaristo o don Jacinto Prieto —se sabía que continuaba en la cárcel— pronto se quedaban romas.

Pero ya macollaría un papal y, en el tiempo debido, extendería su alegre manto de verdor en la ladera situada al pie de las casas. Echarían quinua por cierto sitio de más allá, donde la tierra también triunfaba, en un largo espacio del roquerío. Sería hermoso ver ondular el morado intenso del quinual. En fin, que también sembrarían cebada, ocas y hasta ollucos y mashuas. Todo lo que se diera en la jalca. Semilla de papas tenían, que las cultivaron al otro lado, en las faldas situadas más arriba de la chacra de trigo. Grupos de comuneros fueron a comprar la de las otras sementeras a diferentes lugares de la región. Se araba y se iba a sembrar. La vida recomenzaba una vez más…

Ese de Yanañahui y sus contornos era un país de niebla y viento. La niebla surgía de la laguna y del río Ocros, todas las mañanas, tan densa, tan húmeda, que se arrastraba pesadamente por toda la planicie y las faldas de los cerros antes de decidirse a subir. Lo hacía del todo cuando llegaba el viento, un viento rezongón y activo, que tomaba cortos descansos y no se iba sino pasada la media noche o en las proximidades del alba. Parecía entenderse con la niebla o por lo menos darle una oportunidad, pero a veces se encontraba sin duda de mal humor y llegaba desde temprano a sus dominios. Entonces reventaba a la niebla contra las rocas, la deshilachaba con zarpazos furiosos y la barría de todos los recovecos hasta expulsarla cumbres arriba. La niebla huía por el cielo como un alocado rebaño, pero después criaba coraje y se afirmaba y reunía amenazando con una tormenta.

Estas observaciones estaba haciendo Rosendo una mañana, mientras desayunaba su sopa y su cancha junto al tosco muro de su nueva vivienda. Además, había vuelto a ver a Candela, a su pequeño nieto y a Anselmo, cuya existencia no había notado en los últimos días. ¡Vaya! Después de mucho tiempo, un sentimiento alegre se asomó a su corazón con la lozanía ingenua de la planta que recién mira entre los terrones. Así estaban mirando también las siembras. Ya aparecían entre la negra tierra pedregosa y se disponían a vivir imitando la pertinacia de sus cultivadores. Un corral de ovejas y otro de vacas crecían también con paredes apuntaladas a rocas verticales. Había mucho que hacer. Los repunteros, y especialmente Inocencio, tenían que bregar para que las vacas y caballos no se volvieran a los potreros de su querencia. Era cuestión de vigilarlos y retenerlos hasta que se acostumbraran al nuevo pasto y al clima frígido. Se sabía que el caporal Ramón Briceño estaba ya instalado en el caserío con la misión de impedir que pastaran en los potreros ganados que no fueran de Umay.

La luna se puso blanca y redonda y una noche se desnudó el cielo de nubes y la luz cayó abarcando todos los horizontes. Rosendo acechaba una oportunidad como ésa para subir a Taita Rumi, hacerle ofrendas, inquirir a la coca en el recogimiento de la catipa y preguntar al mismo cerro por el destino.

Trepó, pues, llevando al hombro la alforja llena de coca, panes morenos y una calabaza de chicha guardada desde el tiempo de la trilla. En los últimos días, Rosendo había gozado nuevamente del cariño y el respeto unánimes de la comunidad. Su prudencia y sus medidas fueron aquilatadas en todo su valor. La triste suerte de Mardoqueo y el Manco, bajo los tiros de un arma tan poderosa, contribuyeron también a que no surgieran reproches ni de parte de los mismos belicistas. Esos muertos fueron los últimos que la comunidad enterró en el antiguo panteón. Rosendo subía afanosamente, sintiéndose muy viejo, pues nunca se había cansado tanto. Se detuvo al pie de la cónica cima de roca para descansar y luego siguió trepando. Y a medida que trepaba iban surgiendo cerros por un lado y otro y el viento se hacía más fuerte y él tenía que cogerse con pies y manos de las grietas para no rodar. Así llegó muy alto, junto a una agrietada boca, más bien una hendidura, donde se detuvo finalmente. La roca azulenca continuaba trepando aún. Rosendo miró. En la lejanía, bajo la luna, estaban sus viejos conocidos. El blanco y sabio Urpillau, el Huilloc de perfil indio, el acechante Puma que no se decidía nunca a dar su zarpazo al nevado, el obeso y sedentario Suni, el Huarca de hábitos guerreros, el agrario Mamay, ahora albeante de rastrojos. Y otros más próximos y otros más distantes, muchedumbre amorfa que parecía escuchar a los maestros. Porque en la noche, a la luz de la luna, los grandes cerros, sin renunciar a su especial carácter, celebraban un solemne consejo, dueños como eran de los secretos de la vida. Desde este lado, el Rumi decía su voluntariosa verdad de piedra vuelta lanza para apuntar al cielo. Y por el cielo, esa noche, avanzaba lentamente la luna en plenitud y brillaban nítidas estrellas. Rosendo se sintió grande y pequeño.

Grande de una dimensión cósmica y pequeño de una exigüidad de guijarro, arrodillándose luego ante la roca y ofrendando por la hendidura, al espíritu de Taita Rumi, los panes morenos, coca y un poco de chicha que vació de la calabaza. Después se sentó en cuclillas, bebió también chicha y armó una gran bola de coca para catipar. La fuerza del viento fue disminuyendo y cuajó en el aire un silencio duro y neto, que parecía sensible al tacto como la piedra. Los grandes cerros meditaban y parlaban y, hacia abajo, se veía muy confuso, muy pequeño el mundo. Los amarillentos rastrojos que rodeaban el caserío por un lado, la espejeante lámina de Yanañahui por otro. ¿Ese conglomerado lejano era acaso el distrito de Muncha? ¿Aquellas manchas eran las chacras cosechadas de Rumi? Las abras negras de los arroyos y quebradas sí se distinguían, bajando con el rumoroso regalo del agua que los cerros vaciaban de las nubes. La catipa no era muy buena. Rosendo echaba a la bola, para que se macerara, cal que extraía con un alambre húmedo de una pequeña calabaza. La coca continuaba amarga o más bien insípida. No tenía esa amargura de la negación, pero tampoco estaba dulce. «Coca, coca, ¿debo preguntar?». Y la coca proseguía sin hablar, por mucho que Rosendo la humedecía con saliva y daba al bollo sabias vueltas con la lengua. Mas al fin la faz del viejo se fue adormeciendo sutilmente y el cuerpo entero sintió un gozo leve y tranquilo. La lengua probó dulce la coca y el mismo sabor invadió la boca entera. Rosendo entendió. La coca había hablado con su dulzura y podía preguntar. Se levantó, pues, y miró los lejanos cerros, que le parecieron más grandes que nunca, y luego la cima erguida del Rumi. Gritó entonces con voz potente: «Taita Rumi, Taita Rumi, ¿nos irá bien en Yanañahui?». El silencio devolvió una ráfaga de multiplicados ecos. Rosendo no los entendió bien y volvió gritar: «Contesta, Taita Rumi; te he hecho ofrendas de pan, coca y chicha». Los ecos murmuraron de nuevo en forma confusa. Tardaba una respuesta, que debió llegar pronto, de ser favorable. «Contesta, Taita Rumi, ¿nos irá bien?». ¿Era que no quería responder? ¿O se metían malos espíritus de la peñolería que miraba a Muncha? Parecía negar la inmensidad entera de la noche. «¿Nos irá bien?», insistió. Los ecos rebotaban como mofándose y luego se extendía el gran silencio de piedra. Rosendo estaba medroso y atormentado y preguntó por última vez, con temblón acento: «Contesta, Taita Rumi, ¿sí o no?». Los ecos jugaron por aquí y por allá y sopló un poco de viento, sonando entre las oquedades una confidencial palabra: «Bueno». Rosendo se esperanzó: «¿Bien?», dijo casi clamando.

Y la palabra pareció resbalar de los mismos labios del espíritu de Taita Rumi: «Bien». Estaba seguro de que no era un eco. El mismo cerro, el padre, había hablado. Descendió, pues, después de vaciar en la hendidura la coca y la chicha que le quedaban. Le pareció muy pequeña la cuesta y llegó al nuevo caserío con la impresión de que había vivido en él mucho tiempo. Antes de entrar a su habitación de piedra, miró de nuevo al Rumi. La cumbre sabia continuaba en su parla cósmica… ¡Taita Rumi!

De nuestro lado, no nos permitimos la más leve sonrisa ante Rosendo. Más si consideramos que muchos sacerdotes de grandes y evolucionadas religiones terminaron por creer, por un fenómeno de autosugestión, en ritos que en un principio destinaron a la simpleza de los fieles.

Nos explicamos entonces, seriamente, que el ingenuo y panteísta Rosendo se haya acostado esa noche poseído de una inefable confianza.

Rosendo, los regidores y los comuneros estaban cansados de juicios. Habían visto que era imposible conseguir nada. ¡Que los dejaran en paz ya! Mas el Fiero habló de la posibilidad de apelar y el asunto fue tratado en consejo. El deber estaba por encima de la fatiga. Además era necesario dar pruebas de alguna energía, así fuera por medio de la ley, que de otro modo Amenábar terminaría por esclavizarlos. Con mucha suerte, encontraron en el pueblo a un joven abogado, miembro de la Asociación Pro-Indígena. Se llamaba Arturo Correa Zavala —así decía una plancha de metal clavada en la ventana de su estudio y que era la novedad del pueblo—, acababa de recibirse y estaba lleno de ideas de justicia y grandes ideales. Oriundo de la localidad, tornaba a ella con un plan altruista. Su padre, un comerciante, había muerto dejándole una pequeña herencia que empleó en seguir sus estudios. Ahora, desvinculado de todo compromiso regional y provisto de título y conocimientos, podía ganarse la vida y afrontar con decoro y éxito las situaciones que se le presentaran. La ley tendría que proteger a todo el mundo, comenzando por los indios. Al menos, esto es lo que él creía.

Recibió a Rosendo y los regidores con amabilidad, les habló con sencillez y fervor de las tareas de la Asociación Pro-Indígena, escuchó muy atentamente cuanto le dijeron y les ofreció defenderlos, avanzando algunas apreciaciones. Finalmente, para sorpresa de los indios, no les cobró nada.

Ellos volvieron muy impresionados e inclusive contagiados de la seguridad basada en el conocimiento que demostraba el joven profesional. Rosendo recordaba su catipa favorable y la voz de Rumi. El espíritu del cerro volvía a ser propicio como en otras ocasiones ya lejanas. El defensor había dicho: «Apelaremos a la Corte Superior y, si ella no nos beneficia, a la Corte Suprema». Estaba bueno, pues. Cuando el juez anunció a don Álvaro Amenábar los propósitos del abogado, éste le respondió, frotándose las manos:

—No sé si será legal una apelación a estas alturas, pero acéptela usted, dele curso y me avisa cuando remita el expediente… ¡A mí, redentorcitos! Los indios no saben con quién se han metido y el jovencito ese, el tal Correa Zavala, es de los que se ahogan en poca agua. Ya lo verán. ¡Quererme matar con galga! ¿Ha visto usted mayor crimen contra gente respetable? No me molesta tanto la muerte de Iñiguez, en quien he perdido una buena cabeza, como el hecho en sí. Avíseme usted oportunamente…

Tiempo después, un postillón indio salía del pueblo arreando un asno cargado con la valija lacrada y sellada del correo. En la valija iba un voluminoso expediente destinado a la Corte Superior de Justicia.

La vida había cambiado mucho. No solamente porque las casas eran más pequeñas y los cultivos distintos. Ni porque nadie llegaba ahora de visita a la comunidad, salvo el Fiero Vásquez, que apareció dos veces para conversar con Doroteo al borde de la laguna. Ni, en fin, porque el paisaje fuera diferente. Todos los detalles de la existencia se habían modificado. El único pájaro matinal era el güicho, ave ceniza que, desde las cumbreras de las casas o las rocas altas, saludaba al alba con un largo y fino canto. No había allí zorzales, ni huanchacos ni rocoteros. Los gorriones parecían engeridos. En la llanura, los pardos liclics volaban gritando en forma que justificaba su nombre. La hermosa coriquinga, blanca y negra, de pico rojo, chillaba dando una nota de actividad al voltear con gran pericia las redondelas secas de estiércol vacuno para comer los gusanillos que se crían bajo ellas. En los totorales de la laguna los patos rara vez se dejaban ver. El ganado mugía, relinchaba y balaba inquietante. Las ovejas se amedrentaban al paso frecuente de los cóndores. En la tierra negra y dura de las chacras, los sembríos crecían con lentitud.

Toda, toda la vida parecía torturada por la aspereza de las rocas, la niebla densa, el frío taladrante, el sol avaro de tibieza y el ventarrón sin tregua. El hombre, guarecido bajo un poncho, se acurrucaba a esperar algo impreciso y distante. Raramente, solían oírse la flauta de Demetrio Sumallacta y algunas antaras. Y una noche sonó una quena. La nostalgia sollozó una música larga y desgarrada. Entonces, todos comprendieron de veras que había cambiado mucho la vida.

Llovía por las tardes. A veces, el aguacero se tupía y azotaba las casas con furia. Otras era tan leve que apenas escurría de los techos. Noviembre mediaba sin decidirse todavía por una gran tormenta. El cielo pesaba de nubes lóbregas una tarde, cuando Clemente Yacu salió a la puerta de su bohío y se puso a dar gritos a los pastores de ovejas para que guardaran el rebaño. Apenas éstos iniciaban apresuradamente su faena, el cielo fulgió, cruzado de un lado a otro por una llama cárdena de velocidad vertiginosa que fue desde El Alto al picacho del Rumi. Un formidable trueno repercutió entre el duro cielo y la tierra ríspida como en una caja de resonancia y el viento aulló azotando las rocas y desmelenando alocadamente los pajonales. Balaba el rebaño al acercarse al aprisco, las vacas lecheras y sus crías corrieron al corral y el resto del ganado galopó por la pampa en pos de las laderas, buscando instintivamente el abrigo de las peñas. De nuevo estallaron truenos y relámpagos y en pocos minutos la pampa quedó desierta, el rebaño se había apelmazado en un rincón del redil y los comuneros atisbaban desde las estrechas puertas de sus chozas, invocando la protección de San Isidro y especialmente de Santa Bárbara, experta en rayos y centellas. Los rayos se sucedieron rasgando el espacio como flechas, como llamas, como hilos trémulos, como látigos, y también dibujando sus clásicos y poco frecuentes zigzags, para hundirse en la peñolería del lado de Muncha, en los picachos de El Alto o en la cima y cumbres inferiores del Rumi. A veces rodaban sobre las faldas. A veces llegaban hasta la misma pampa y algunos se clavaban como espadas y otros corrían como bolas de fuego. Los truenos estremecían los cerros, que parecía que iban a derrumbarse sobre los pequeños bohíos, y dentro de éstos los indios callaban de propósito, creyendo que la voz y especialmente el grito, atraen el rayo. Los más pequeños lloraban a pesar de todo. Después repiqueteó el granizo, rebotando sobre las piedras, para amontonarse en las hondonadas. Por último, junto con la ávida sombra de la noche, cayó la lluvia en chorros gruesos y sonoros, batida por un huracán que la aventaba sobre las paredes y mordía los techos para que los pasara.

Los chorros tremaban sobre los embalses de agua, el aire húmedo entraba a las casas y el hombre percibía la tormenta con los sentidos proyectados hacia todos los ámbitos. La oscuridad no impedía saber que la pampa entera se estaba inundando, que por las faldas bajaban torrentes violentos que amenazaban las chacras y que el ganado padecía temblando al pie de las rocas, presa como nunca de la nostalgia de la querencia. Los rayos continuaban lanzando sus esplendentes y trágicas saetas y los truenos parecían martillar los cerros haciéndolos saltar en pedazos. Sin duda rodaba efectivamente una roca, o muchas, una avalancha de piedra y fango. Pero el ruido de los truenos impedía distinguir bien y ya el mismo aguacero trepidaba atiborrando los oídos. Se sirvió de yantar a la lumbre del fogón y los relámpagos. Pasaron horas y la tormenta no tenía trazas de pasar. Verdad que los truenos y rayos disminuyeron un poco, pero la lluvia seguía chapoteando entre el fango y los embalses. La coca palió el frío, pero después el sueño no llegaba. Era difícil dormir bajo esa presión de agua y de viento, cuando los techos temblaban y algunas casas comenzaron a pasarse y afuera la tierra y los animales sufrían directa y atormentadoramente el azote. Si el hombre logró dormir esa noche, lo hizo, como se dice, solamente con un ojo. El alba llegó tarde y cuando el viento desflecaba sus últimas banderas de agua tremolante. La niebla comenzó a levantarse y un sol celoso trataba de pasar a través de ella. El cielo había quedado limpio de nubes, pero ya comenzaba a blanquearse otra vez. De los techos y las laderas seguía escurriendo el agua. La pampa estaba inundada ciertamente y ganados no se veían. Algunos comuneros salieron de sus casas, con el pantalón remangado hasta la rodilla, para examinar mejor los efectos de la tormenta. Había rodado un alud, de veras, rompiendo una de las paredes de piedra del aprisco y matando varias ovejas. Más allá, un improvisado torrente partió en dos la chacra de quinua. Las demás sementeras no habían sufrido mucho. Algunas plantas de papa estaban tronchadas por el granizo. Los techos rotos eran pocos y se los podría reparar pronto. ¡Ah, San Isidro! Fueron a ver su capilla, que era apenas una hornacina grande, de paja y piedra, levantada un poco más alto en la falda, para que dominara la hilera de casas. Tal preeminencia resultó contraproducente. El viento la tuvo a su merced, desgreñando el techo. La lluvia había pasado y la pintura del retoque se disolvió, dejando la venerable faz veteada de negro, rojo y blanco.

Las noticias de los destrozos y desperfectos se extendieron por todo el caserío y los comuneros desayunaron preocupadamente, preparándose para ir en pos de los caballos, asnos y vacas. Las lecheras estaban en el corral, pero no se veía a ninguna otra. Al pasar por la pampa de Yanañahui el agua mojó a los buscadores hasta media pantorrilla. Estaba más honda en los hoyos de los totorales esparcidos por la misma pampa. Faltaba mucho ganado. Vacas y caballos sobre todo, que los asnos mansos eran escasos, pues no hubo tiempo de rodear a los salvajes que se marcharon al río Ocros y a los que se daba ya por perdidos. Los exploradores arreaban el ganado a la pampa y éste, falto de costumbre, recelaba del agua y no quería entrar. De las laderas y abras de El Alto y Rumi, volvieron a muchos animales. Unos se encontraban ya en camino a la querencia. Posiblemente los que faltaban se habían adelantado. Uno de los comuneros encontró coja a una vaca y muerto a un asno. La vaca rodó tal vez, lesionándose. Posiblemente el asno se heló. Otro comunero encontró muerto a Frontino. Lo había matado el rayo. El mismo Rosendo fue a ver al querido caballo. Con su pelo alazán simulaba una mancha de sangre en una ladera de pajonal aplanado por el paso del agua y del viento. A pocos pasos del cadáver se encontraba el hueco del rayo. Rosendo sintió mucha pena. Ese caballo era el mejor de todos, grande, manso y fuerte. Tenía sangre fina, como que Benito Castro, siendo un mocoso todavía, lo hizo engendrar en la yegua Paloma por el garañón Pensamiento, de propiedad de una lejana hacienda. Ésa fue otra de las hazañas de Benito. El dueño de Pensamiento se negaba tozudamente a que su caballo cubriera a otras yeguas que no fueran las suyas, así le pagaran. Había hecho de la clase de caballos un asunto de vanidad. Entonces Benito estuvo muchos días por los alrededores de la hacienda conquistándose a los perros. Cuando los tuvo mansos, acercó la yegua al pesebre. El garañón la venteó, dio un cálido relincho y tras un breve galope, saltó la alta pared con esa presteza que es propia de los fugitivos y de los amantes. A su tiempo, Paloma tuvo un ágil y donoso potro que daba gusto mirar. Engreído de todos los comuneros, correteó por los alrededores del caserío con la actividad eufórica de la niñez. Creció y fue amansado. Una banda de gitanos pasó cierta vez por el caserío. Unos hacían bailar osos. Otros trataban en caballos. Frontino desapareció dos días después que la banda. Posiblemente tornó alguien a robárselo. Los comuneros persiguieron a los gitanos, sin poder encontrar a Frontino.

Tiempo después, lo rescató mediante muchos trámites uno que fue a Celendín, para comprar sombreros de paja. Su poseedor, que lo había adquirido a los gitanos, no lo estimaba tanto. Hasta lo castró, pues disponía de un reproductor más fino. En la comunidad vivió Frontino el resto de su vida, esforzada y noblemente, sin más contratiempo que la cornada que le propinó el toro Choloque. Rosendo había hecho cien viajes en él. La vida de Frontino, por el servicio leal, pertenecía un poco a la de todos. Ahora le había tocado morir. Y murió sin duda por su clase. Los caballos ordinarios tienen más despierto el instinto y saben esconderse en las tormentas. Los finos no logran estar quietos, saliendo nerviosamente de sus refugios para buscar otros. Es lo que posiblemente hacía Frontino en el momento en que lo alcanzó o, mejor dicho, lo rozó el rayo. Bien mirado, fue muerto por la fatalidad que azotaba a todos. Y el viejo Rosendo, como ante el buey Mosco, sintió que se perdía un buen comunero. Pero no quedaba tiempo ni aun para las penas. A buscar, a buscar y encontrar los animales extraviados.

Al día siguiente, llegó un extraño a la comunidad. Era el emisario de Correa Zavala. Iba a informar que el postillón que llevaba el correo había sido asaltado en las soledosas punas de Huarca por un grupo de forajidos. En la valija estaba el expediente del juicio de linderos en apelación ante la Corte Superior de Justicia. Vigiló el asalto, desde una distancia de seis u ocho cuadras, un hombre vestido de negro que montaba un caballo también negro. La opinión pública sindicaba a ese hombre como el Fiero Vásquez.

Rosendo, pese a su cansancio, habría querido volar hacia el pueblo. No podía ni galopar. Frontino yacía entre un círculo de buitres. Los otros caballos disponibles estaban al servicio de Artidoro Oteíza y los repunteros, quienes no regresaban aún de la búsqueda del ganado, perdido. ¿Sería capaz el Fiero de hacer eso? ¿Estaría jugando sucio con la comunidad? Rosendo tembló herido por la incertidumbre y la impotencia. ¿Qué pasaría después? ¿Qué se podía hacer?

En Umay, el hacendado Álvaro Amenábar y Roldán, en el secreto de un cuarto cerrado, prendía fuego al grueso expediente, diciendo a su mujer:

—Leonorcita, éste es el precio de la galga. Podría comenzar de nuevo, pero sería algo escandaloso. Tengo que cuidar mi candidatura y la de Óscar. Además, ahora me preocupa el asunto de Ocros…

—Pero Álvaro ¿cuándo va a terminar esto? Ya ves que ese caporal tenido por espía desapareció de un momento a otro… El Fiero Vásquez…

—No te preocupes. Éste es también un buen golpe para el Fiero. Ya verás que mandan tropa de línea. Ahora escribo sobre lo que se debe decir a mi amigo el director de La Patria

Don Álvaro sonreía con el blanco rostro coloreado de llamas mientras el papel sellado desaparecía lenta y seguramente dejando volanderos residuos carbonizados.

Artidoro Oteíza y cuatro repunteros siguieron los rastros de las vacas y caballos perdidos. Iban hacia el caserío viejo y pensaron que allí los podrían encontrar. Ceñidos a las huellas pasaron por la solitaria Calle Real, de puertas cerradas como bocas mudas, y avanzaron hacia los potreros. No se veía ni una vaca ni un caballo de la comunidad entre los abundantes de Umay que estaban ya como en casa propia. Paulatinamente los rastros se fueron agrupando y aparecieron otros de caballos. Uno de los repunteros, muy experto en huellas, dijo que eran de caballos montados. Un peatón de ojotas apareció también en la marcha de señales. Por último, todas las huellas se confundieron entrando al sendero que iba por la orilla del arroyo Lombriz hacia el río Ocros. Ya no quedaba ninguna duda: el ganado de los comuneros fue entropado y arreado por allí. Llegando al río Ocros los rastros continuaban por la ribera, hacia arriba, entrando a tierras de Umay. Oteíza y sus hombres los siguieron, a pesar de todo. Mas no pudieron ir muy lejos. El caporal Ramón Briceño y tres más armados les salieron al paso.

—Alto, ¿quién son?

—Somos de la comunidá de Rumi y venimos siguiendo ganao volvelón…

—¡Qué ganao volvelón ni vainas! Ustedes son los ladrones que han estao robando vacas y caballos estos días…

—Si po acá vienen los rastros —argumentó Oteíza—, se escaparon en la madrugada de Yanañahui.

—¡Qué rastros, so ladrones! Váyanse luego antes que los baliemos.

—¿Ladrones? Sigamos los rastros que van po aquí a ver si no llegamos onde está nuestro ganao…

—Güeno, sigamos —dijo Ramón Briceño.

Caminaron unas dos leguas y los rastros comenzaron a espaciarse, saliendo de la senda hacia un potrero.

—Aura, amigos, sigan po el camino —dijo Ramón—. Sigan pa Umay, pa la hacienda misma.

—¿Qué?

—Que van presos po ladrones.

Los caporales les apuntaron sus carabinas. A una señal de Oteíza, los comuneros salieron disparados a todo lo que daba el galope de los caballos. Les zumbaron unos cuantos balazos. Era evidente que no tiraban a matar sino sólo para amedrentarlos y conseguir que se detuvieran. Pero luego cayó un caballo. Después otro. Los comuneros que los montaban fueron detenidos. Entonces Oteíza y el que lo seguía tuvieron que regresar.

—Vamos andando a Umay…

—Déjennos siquiera sacar los aperos de los caballos muertos.

—Andando, decimos…

Don Álvaro Amenábar los tuvo presos tres días en los calabozos de la hacienda. Al soltarlos, le dijo a Oteíza:

—¿Tú eres regidor, no? Bueno: no los mato porque quiero sacarles la pereza. Ustedes deben ir a trabajar en una mina que voy a explotar al otro lado del río Ocros. Díselo así a ese criminal de Rosendo. Estoy resuelto a perdonarle sus delitos y tratarlo como amigo a pesar de que me mandó matar con galga. De lo contrario, él y ustedes se van a fregar. Ahora, como una prueba de que no quiero ir más adelante, te devuelvo tus dos caballos que debía retener en pago de todo lo que me han robado… Váyanse…

¿Qué pasaría ahora? ¿Qué se podía hacer? Rosendo y los regidores no podían responder y ni siquiera responderse a estas preguntas. Correa Zavala les había dicho que el robo del expediente era un asunto grave, pues desaparecían las pruebas de la existencia misma de la comunidad. ¿Tendrían que entregarse a Amenábar y morir ahogados por la sombra y el cansancio en el fondo tétrico de los socavones? Un doloroso renunciamiento comenzó a sedimentárseles, enturbiando toda perspectiva. ¿Qué se podía hacer?

Doroteo Quispe, Jerónimo Cahua y Eloy Condorumi desaparecieron de la noche a la mañana. Ellos habían resuelto hacer algo por su lado. Casi todos los comuneros ignoraban el motivo de su alejamiento. Quizá Rosendo los había enviado a alguna parte, pero él aseguraba que no. Paula se le acercó a explicarle.

—Taita, se jueron con el Fiero Vásquez. ¿Tú, qué dices?

Y el alcalde Rosendo Maqui, por primera vez en su vida, dejó sin respuesta la pregunta de un comunero.

De madrugada hacía un frío que helaba el rocío, chamuscando las siembras. La chacra de papas se encontraba casi arrasada. El año sería malo. El invierno se mostraba ya en toda su fuerza y la pampa estaba siempre anegada. Todos los asnos murieron y las vacas y los caballos trataban empecinadamente de volverse. Había que pastearlos por las faldas de los cerros y encerrarlos de noche en un corralón que se había levantado con ese objeto. Era muy dura la vida. Apenas brillaba el sol. Las casas se perdían en la niebla o temblaban al galope de la tormenta. Los comuneros que salían a realizar sus tareas volvían con los trajes húmedos. Las carnes morenas tomaban la frialdad indiferente de la piedra. Su alma se iba poniendo estática, también. Aun los que se quedaban en las casas, los mismos pequeños, sentábanse en actitud de rocas ante el paso del tiempo. Ése era un mundo de piedras que sólo permanecía a condición de ser piedra.

Un comunero era frágil. Sabemos que se llamaba Anselmo y tocaba el arpa. Antes, hubiérase dicho que él y su instrumento formaban una sola entidad melódica a través de la cual articulaba sus secretas voces la vida comunitaria. Modulaba el pecho, ayudado por la ringlera de cuerdas tensas y la caja cónica, un himno de surcos, de maizales ebrios de verdor y trigales dorados, de distancias columbradas desde la cima de roquedales enhiestos, de fiestas de amor, de faenas hechas fiestas, de múltiples ritmos y esperanzas.

Anselmo, de niño, quiso abrazarse a la vida y terminó abrazándose al arpa. Durante su infancia, como casi todos los niños andinos, fue pastor. En el trajín de conducir el hato solía encontrarse con la Rosacha y ambos veían que los indios araban a lo lejos. El taita de Anselmo era quesero de una hacienda, pero él no quería ser quesero. Quería ser sembrador. Junto a las chacras pardas humeaban los bohíos. Rosacha era también pequeña, pero asomaba a la vida con la precocidad de las campesinas. Sus ojos llamaban desde una maternidad indeclinable. El bohío, el surco, el hijo, eran para ellos el mañana próximo.

Un día habló Anselmo:

—Aprenderé a arar y tendremos casa.

Con eso había dicho todo lo necesario. Pero no tuvieron casa ni consiguió arar. No pudo siquiera, como hacen los enfermos y los débiles, caminar tras la yunta arrojando la simiente. Le fue negado para siempre el don de la mancera y de la siembra. Y ya comprendemos que esto es, para los hombres de la tierra, la negación de la vida misma. Sucedió que un mal día, Anselmo cayó enfermo. Mucho tiempo estuvo en la penumbra de su choza, entre un revoltijo de mantas, quejándose. La madre hirvió todas las buenas yerbas para darle el agua. Una curandera acudió desde muy lejos. No llegó a morirse, pero cuando al fin lo sacaron para que recibiera el sol, tenía las piernas secas y retorcidas como las raíces de los viejos árboles. Se quedó tullido.

¡Y ante sus ojos estaban la tierra, las yuntas, los sembrados y los caminos! Por el sendero gris que ondulaba hacia los pastizales, pasaba siempre Rosacha tras el rebaño. A veces dignábase llamarlo de igual manera que antes:

—Anselmoooooooo…

Su voz era coreada por los cerros, pero dejaba mudo a Anselmo. Sentado frente al bohío, hecho un montón de listas debido al poncho indio, miraba a Rosacha desde su inerme quietud. En cierta vez agitó los brazos, con un gesto que ya le conocemos, el mismo con que los levantó ante la partida de su madre Pascuala, pero se le enredaron en el poncho como en un follaje vasto y sintió que su condición era la del vegetal pegado a la tierra. Pero, adentro, el corazón latía al compás de viejos recuerdos y esperanzas. Un camino real se bifurcaba cerca del bohío. Pasaban grupos de indios tocando zampoñas. Y para el tiempo de la fiesta de Rumi, música de arpas y violines fue camino adelante hasta perderse a lo lejos. Anselmo estuvo mucho rato escuchando las melodías a un tiempo alborozadas y sollozantes de los romeros, de cara al viento henchido de sones, los ojos apenas abiertos y las manos apretadas y sudorosas. Hubiera querido aferrar, retener para siempre junto a sí ese prodigio de sonidos, adormirse con ellos y soñar. Pero la música apagose en la distancia y él se quedó otra vez solo. Mas un sentimiento nuevo le latía en el pecho, la vida revelaba un sentido otrora oculto, y he allí que todo tenía una melódica intención.

De la tierra surgía un hálito eufóricamente sonoro como un trino de pájaros en el alba. El caudaloso torrente de sus emociones se concretó en un simple pedido:

—Taita, quiero un arpa…

Con esto, como en anterior ocasión, había dicho todo lo necesario. El quesero, después de pensarlo un rato, como es natural que piense un quesero cuando va a tomar una decisión de veinte soles, contestó:

—Güeno…

En una feria mercó el arpa. Ésta era, como todas las de manufactura andina, sin pedales. El indio ha dado al instrumento extranjero su rural simplicidad, su matinal ternura y su hondo quebranto, toda la condición de un pájaro cautivo, y así se la ha apropiado.

Las manos morenas de Anselmo crisparon los dedos y, poco a poco, brotó la música de una vida que no pudo ser para él y ahora era para todos a favor de su emoción y esa caja cónica y embrujada que palpitaba como un gran corazón. Encaramado sobre un banco que el taita le labró rudimentariamente, el joven trigueño, casi un niño de faz triste y pálida, encogía sus piernas retorcidas bajo el poncho y alargaba los brazos hacia el bien templado triángulo de los arpegios. Y tocando, tocando, no había pasos incumplidos. La tierra era hermosa y ancha y fecunda.

Pasó el tiempo y creció Rosacha en edad y Anselmo en fama de arpista. Ella ya no iba tras el rebaño. Y él iba a todas las ferias y los festejos de cosechas y casamientos. En un asno lo llevaban los campesinos, de un lado para otro, como quien lleva la alegría. En su música estaba el corazón de cada uno y el de todos.

—¿Será güeno el casorio?

—De verdá, porque va a tocar Anselmo…

Y acudían las gentes a bailar o simplemente a solazarse con el inacabable chorro de trinos. ¿Cuándo se vio en la comarca otro arpista con aquellas manos santas? No había memoria.

Llegó el tiempo del casamiento de Rosacha y Anselmo asistió al festejo sin recordar casi. Habían corrido muchos años y la música le colmaba la vida. Volviendo de la iglesia, la pareja avanzó, radiante, seguida del cura y los concurrentes, hacia su atenta inmovilidad. Él se hallaba en la casa acompañado de los que aguardaban. Pasó a su lado Rosacha y fue como si estuviera cargada de alba. Surgió desde el fondo mismo de sus esperanzas remotas. Mas todo ello era inútil para siempre. La chicha encendió las caras y luego fue requerido Anselmo para que tocara.

Se alinearon las parejas y él echó al aire las ágiles notas de un huaino. Ahí estaba Rosacha bailando con su marido, haciendo girar alegremente su cuerpo de anchas caderas y senos redondos. El arpista, que antes se aplicaba al instrumento con todo su ser, miraba ahora a los bailarines. Miraba a Rosacha. Había crecido y bailaba con otro hombre que era su marido. Desde ese entonces, Anselmo tomó conciencia de su propio destino.

Cuando se quedó huérfano, Pascuala y Rosendo lo acogieron en su hogar y fue como un nuevo hijo. Éste, al contrario que Benito Castro, estaba señalado por la debilidad física y la invalidez, pero era dueño de la suprema gracia de la música, el arte preferido por el hombre andino. En la comunidad, Anselmo vivió y entonó con todos la alegría de la vida agraria. Sufrió también con todos los padecimientos de la emigración. Sin embargo, esos días lo recordaron poco. El mismo Rosendo, como si la invalidez fuera una tara para considerar el problema, no tomó en cuenta su existencia. Solo se encontró de nuevo Anselmo, y el arpa, enmudecida aún de pena por Pascuala —¡cuánto recordó el tullido a su madre en ese tiempo!— no lo podía consolar. Desde su rincón del corredor de la casa de Rosendo asistió a la asamblea, percibiendo dolorosamente las espaldas de los concurrentes, algún rostro congestionado y las tristes palabras que se dijeron ese día. Él también era un foráneo, pero ni por eso lo consideraban. Cuando el éxodo, lo hicieron subir a un asno, con su arpa en la mano, y fue de los primeros en partir. Tres noches muy tristes pasó en Yanañahui en compañía de los pocos que se quedaron para vigilar los trastos. Después, sintió como que sobraba en los días de congestionada actividad durante los cuales construyeron las casas. Cuando Rosendo se alegró de nuevo y aproximose a su existencia, Anselmo creyó que recomenzaba la vida de antaño. Como hemos visto, poco pudo durar su sueño. Llegó la desgracia con más saña, sufrieron las siembras, el ganado comenzó a perderse y morir, muchos comuneros se marcharon, y sobre los que permanecían en la nueva tierra pesaba la amenaza del trabajo forzado, de la esclavitud. La niebla, la lluvia, el frío, la tristeza, llegaban a los huesos. Había que ser de piedra para sobrevivir. Anselmo era frágil. Una tarde quiso tocar y encaramose abrazando el arpa. El viejo Rosendo, Juanacha y Sebastián esperaron atentamente la música. El mismo perro Candela, ahora con la pelambrera apelmazada y húmeda, irguió las orejas. ¿Dónde estaba la tierra que cantar? No había sino piedra, frío y silencio. Necesitaba llorar y no podía.

Le faltaban fuerzas para resistir la tormenta del llanto. Acaso las notas no brotaban con la limpieza esperada, tal vez los dedos no acertaban con el lugar preciso. La cara de Anselmo, angulosa y morena, nada decía, pero algo se le rompió en el pecho con la violencia con que, a veces, estallaban las cuerdas del arpa. Cayó de bruces y al caer, las piernas tullidas rozaron el cordaje, arrancándole un agudo y amargo lamento.

Así murió en Yanañahui el arpista Anselmo.

La habitación de Nasha Suro dejó de humear. «¿Qué me hará el Chacho? —dijo el alcalde—, la vida ya no vale». Y fue a verla. La habitación de piedra, que ya estaba techada —Nasha conjuró al espíritu malo para que respetara a los techadores—, se había quedado sola. En un ángulo, el fogón tenía las cenizas frías, apagados todos los carbones y nada mostraba que se hubiera hecho por conservar el fuego. Ni un solo objeto aparecía por ningún lado. Nasha se había marchado, pues. Nadie sabía cuándo ni adónde.

—Allá van —dijo Doroteo. Jerónimo y Condorumi miraron la red de caminos tendida sobre la cordillera de Huarca. El trajín había cavado negros trillos que se cruzaban y entrecruzaban en la mancha gris del pajonal. Dos jinetes marchaban por allí, precedidos de un peatón que arreaba una mula cargada. Los observadores bajaron del picacho donde se hallaban y, montando caballos que habían dejado en una hoyada, emprendieron la marcha hacia los trillos. La conquista de sus bestias no había sido muy fácil. Eran veloces y fuertes y procedían de Umay. Fue la primera comisión que les dio el Fiero Vásquez. Tuvieron que presentarse de súbito en la pampa de la hacienda, enlazar los caballos y partir, galopando en pelo, hacia las cumbres. Un grupo de caporales salió a perseguirlos y les pisó el rastro, que desviaron hacia el sur. Cuando ya los tenían sobre las espaldas, Doroteo y sus segundos abrieron el fuego y los caporales se regresaron pensando que ésos no eran indios cobardes de la comunidad. Briosos y fuertes resultaron los caballos y le dieron a montar el más rebelde a Condorumi. No porque fuera el mejor jinete, sino porque con su peso imponía moderación al más alzado. Mediante un fácil asalto a unos recaudadores de impuestos, se proveyeron de aperos. Ahora, después de obtener ciertos informes, localizaban ya a los viajeros y se ponían en su huella.

Mediaba la tarde de un día de diciembre. Las lluvias se habían espaciado durante una semana. Melba Cortez y Bismarck Ruiz aprovecharon entonces para emprender viaje antes de que enero y febrero, con sus continuas tormentas, interpusieran una valla entre la costa y la salud de ella. Un simple remojón le habría sido fatal. Pero la misma Melba no quiso partir antes, de miedo, pues quedó muy impresionada con el relato que Bismarck le hizo de su peripecia en Rumi, según el cual aparecía corriendo, él también, un tremendo peligro de morir aplastado por la galga, o macheteado por el Manco y los otros bandidos. El tinterillo se reprochó después su vanidoso afán de aparecer como héroe, pero ya no había remedio. Melba veía galgas y machetes por todas partes.

—Pero, hijita, ellos ni siquiera sospechan que yo…

—Como sea, ¿quién garantiza al tal Fiero Vásquez?

Cuando los indios fueron a entenderse con Correa Zavala, la aprensión creció.

—¿No ves, Bismarck, no ves? Ya sospechan de ti. Quién sabe si también a mí me echan la culpa. ¡Ay, quién se fía de serranos brutos!

Pero pasó el tiempo y los indios no dieron más señales de agresividad. Bismarck le explicó que el asalto y captura del expediente no podía ser obra sino del Fiero. Melba se fue tranquilizando y, antes de perder el soñado viaje si no aprovechaban las treguas de diciembre, partieron.

Han caminado desde el amanecer. El viento es fuerte y Melba se cubre el pecho con una gruesa chompa. No obstante, el aire frío la hace toser. Avanzan lentamente, pues el trote golpeado le aumenta la tos. El arriero, por mucho que vaya a pie arreando el mulo, se adelanta con facilidad y Bismarck le grita:

—Nos esperas en el tambo.

—Güeno, señor…

En un momento más, el arriero se pierde volteando una loma. Melba, que va delante, tiene ante sí la soledad ceñuda de la puna por toda visión. Siempre la han atormentado los cerros, esas cumbres arriscadas de dramática negrura que parecen cercar y encerrar al ser humano para aislarlo del resto del mundo y matarlo de tristeza. Su alma, nacida a la contemplación de un mar de olas mansas, de blandas y fáciles dunas y de cerros alejados en cuya aridez nunca reparó, se estremecía ahora ante la presencia de la roca crispada y amenazante, fría de mil vientos y lluvias, donde para peor ningún asilo podía brindar un poco de tranquila comodidad.

Bismarck caminaba tras ella y reparó en su tristeza.

—¿Qué te pasa, Melbita?

—¿Qué me va a pasar? Me cargan estos cerros, estas soledades, este desamparo. ¿Quién nos auxiliaría si la tos…?

Tosió demostrativamente y luego sacó un pañuelito para secarse atribuladas lágrimas.

—Ya llegaremos al tambo. Claro que no es un hotel, pero se puede descansar…

—¿Crees que no recuerdo? Un cuarto de piedra que ni siquiera tiene puerta y lleno de goteras en el techo de paja. ¿Ésa es una habitación humana?

Las lágrimas se hicieron copioso llanto.

—¡Vaya, vaya, Melbita!

Bismarck estaba acostumbrado a esos accesos de tristeza que solían pasar después de una o dos horas. No había por qué inquietarse mucho. Doroteo Quispe y sus hombres, entretanto, estaban ya cerca, caminando también a paso lento en una atenta vigilancia.

—¿Atacamos ya? —sugirió más que preguntó Jerónimo.

—Hum… —gruñó Doroteo—, mejor será esperar que anochezca. Parece que haiga gente mirando de los cerros…

Melba se iba fatigando. Creyó estar muy bien de salud y he allí, que al primer esfuerzo de consideración, flaqueaba. Le dolían las espaldas y la tos aumentó.

—¿No podría descansar un poco, Bismarck?

El tinterillo la hizo desmontar y luego tendió su poncho sobre el suelo. Melba se echó de espaldas. Estaba muy bonita en su traje azul oscuro de amazona, que hacía más potable la blancura de sus manos y su faz, ya un tanto enrojecidas por el frío de la puna.

—¿No lloverá, Bismarck? Fíjate que el cielo está muy nublado. ¿Y si llueve, Bismarck?

—Nos mojamos, hijita —dijo Bismarck tratando de bromear.

—¿No ves?, ¡esa maldad tuya! ¿Quieres que me muera? ¿Por qué seré tan desgraciada?

El llanto aumentó. El hombre sentose a su lado tratando de calmarla. Después encendió un cigarrillo.

—¿Por qué fumas? Sabiendo que me provoca y no puedo fumar con esta tos… caj… caj… ¡Qué desgraciada soy!

Bismarck arrojó el cigarrillo. Cuando Melba se levantó, después de mucho rato, había dejado de llorar, pero dijo que se sentía más cansada aún.

No había otra solución que montar si querían llegar al tambo. Arriba, un crepúsculo de invierno, oscuro y sin belleza, se delineó en el cielo.

Melba volvió la cara preguntando:

—¿Alcanzaremos a llegar…?

Interrumpió la frase con un grito. Después dijo, aunque ya Bismarck miraba hacia atrás:

—Mira, mira, ¿quiénes son ésos? Tienen carabina…

Recién se daban cuenta de la presencia de sus seguidores. Estaban muy lejos, pero se podía notar que portaban carabinas.

—Deben ser caporales —respondió Bismarck, dando y dándose valor.

Es lo que creyeron a fin de cuentas. Los hombres armados torcieron camino para perderse tras una falda. Ya llegaba la noche y aumentaba el viento y Melba tosía de veras. Se cruzaban las sendas y a la distancia sólo perduraba la quebrada línea roja del horizonte.

—Ya no llegaremos al tambo…

—¿Qué haremos, Bismarck?

—Por aquí cerca hay unas cuevas…

—¡Por qué, por qué seré tan desgraciada!

Bismarck caminó adelante, pegándose a los cerros, y al fin pudo dar con las cuevas. Allí hizo un lecho con las caronas y los ponchos. Después amarró los caballos en un pajonal a fin de que comieran. Mientras tanto, Melba gemía: «¿Por qué seré tan desgraciada?». Bismarck recordó que en su alforja llevaba un anafe y té y bizcochos. Lástima que el arriero se hubiera adelantado con las otras provisiones. Salió a buscar agua de cierto ojo que había por allí. No recordaba bien el sitio y se demoró mucho, por lo cual Melba lo recibió acusándolo de refinada crueldad. No importaba. Ya le pasaría todo a la mañosa. A la luz azulada del anafe, mientras tomaban el té, Bismarck se puso a alardear, defraudado en su esperanza de que Melba reconociera por sí misma sus condiciones.

—¿Qué tal viajero soy? Yo he trajinado bastante en mi juventud, no creas. ¿Qué habríamos hecho, si yo no conociera estas cuevas? Y luego, ¿qué, si yo no conociera el ojo de agua?

Melba le sonrió al fin, con esa voluptuosidad que enardecía a Bismarck. Las cuevas eran húmedas y olían a zorro y el agua estaba un poco salobre, pero a pesar de todo, sonrió. Bismarck cambió de tema:

—Todo lo he hecho por ti, Melbita. ¿Qué son cinco mil soles ridículos? Yo le tenía una guardada a Álvaro Amenábar. Se han cometido muchas, muchas ilegalidades. Sin esperar nada del juez, dejé pasar todo para presentar un formidable recurso de apelación. No creas que me hacían lo del robo del expediente. Yo habría pedido garantías, como suena, garantías, al subprefecto, exigiéndole que hiciera acompañar al correo con fuerza armada. ¡Qué formidable recurso de apelación se me fue de las manos! Pero todo lo hice por ti…

Melba habría preferido galanterías menos legales y tinterillescas, pero siguió sonriendo. Apagaron el anafe y se acostaron. El hombre basto supo una vez más del cuerpo armonioso y suave, acariciante y tibio, perfumado, según sabía la voluptuosidad, de aromas ardientes.

Bismarck encontró el placer a los cuarenta años y su existencia anterior se le antojaba inútil, malgastada en su pobre mujer ya marchita y un manoseo rutinario de papel sellado. ¿Qué significaron sus triunfos? Trampas legalistas, mañas de trastienda. Ahora, recién, conocía la felicidad de la carne —que no concebía otra—, y ella estaba allí hecha una bella mujer que se llamaba Melba. Dormía ya y él se durmió dedicando sus últimos pensamientos a los días jubilosos que debían pasar en la costa, lejos del pueblo, dedicados a su amor solamente.

Doroteo y sus compañeros se acercaron a las cuevas tarde la noche. Primeramente habían ido hasta el tambo y se robaron la mula. Ahora se adueñaban de los caballos también, atando a las tres bestias en fila y dejándolas allí listas para ser jaladas. Sólo faltaba matar, matarlos y vengar el despojo, y la miseria, y las lágrimas, y la calamidad que ya venía. Ahí estaban Bismarck Ruiz y su amante. Era preciso terminar con ellos. Toda mala acción tiene su castigo. Debía ir uno solo para no hacer bulla. Bismarck tendría revólver. La noche estaba muy negra y ganaría el que disparara primero. No se podía ver casi nada y la sombra y el viento herían los ojos. Quispe, que por algo sabía el Justo Juez, se adelantó hacia la caverna donde brillaba la luz, llevando la carabina lista. La negrura no permitía precisar nada. Sentía únicamente el ritmo de la respiración en los momentos en que el viento se sosegaba, permitiendo silencio. Poco a poco, fueron contorneándose las formas de los durmientes. A Doroteo le temblaba un poco el pulso mientras rezaba el Justo Juez. Apuntó. ¿Cuál de ellos moriría primero? A lo mejor la pobre mujer era inocente de todo. ¿Qué sabía ella? Si la mujer quedaba en segundo lugar, se asustaría mucho. El tiro rompería la crisma a Bismarck. De todos modos, era difícil matar. Era difícil quebrar con las propias manos una vida.

Nunca había matado y ahora veía que era muy difícil. Quién sabe, de estar despiertos, podría matarlos. Pero tampoco se atrevía a despertarlos. La misma oración parecía infundirle piedad. Esa mujer indefensa, ese hombre que sale del sueño a encontrarse con la muerte. No, decididamente, no podía matarlos. Quién sabe Jerónimo. Quién sabe Condorumi. Lo malo es que ellos lo iban a creer cobarde. Tenía que hacer un esfuerzo y matarlos o por lo menos asustarlos. Ojalá le cayera el tiro a él. La cacerina tenía los tiros completos. Cinco tiros. Podía secarlos a tiros. Ahí estaban igualmente Jerónimo y Condorumi con sus armas. Había cacerinas de repuesto. ¿Por qué pensaba todo eso? Un solo tiro, bien dado, es suficiente para matar a un hombre. Pero no se lo podía dar. No lo podía soltar sobre los bultos negros. Decididamente, matar así era muy difícil o él era cobarde. O quizá pasaba que el Justo Juez no le permitía disparar para salvarlo a él mismo. Eso podía ser. Salió calladamente y se acercó a sus compañeros sin darles ninguna explicación.

—¿No están? —preguntó Jerónimo.

Doroteo se quedó pensando. Después dijo:

—Es difícil matar… ¿quieres ir vos?

Un sentimiento de piedad ante las vidas indefensas y de repulsión por la sangre se apoderó también del espíritu de Jerónimo.

—Será difícil matar —musitó.

Jamás habían ni siquiera pensado matar a nadie y ahora se encontraban con una situación completamente nueva. Además, Doroteo creía en el Justo Juez. Bismarck y Melba también creían y allí estaban dormidos y sin defensa. Como Condorumi no tomaba ninguna decisión por sí mismo, se fueron, contentándose con robar los dos caballos y la mula. Dirían que Bismarck y su amante fugaron. El Fiero oyó el cuento mirándolos más con el ojo de piedra que con el sano y luego barbotó:

—Indios cobardes. Ésa es la historia de todos los novatos. ¿Pa qué se meten en cosas de hombres? Vuélvanlo a hacer y verán. ¡Aprendan a ser hombres, so cobardes!

En las punas de Huarca asomó un nuevo día.

Cuando Bismarck se dio cuenta de la desaparición de los caballos, se quedó paralizado. Se trataba de un robo, efectivamente. Las matas de paja en las cuales los amarró estaban enteras, lo que no habría pasado en caso de un escape. Melba, viendo que no tornaba, salió a mirar y luego corrió hacia él. Se desesperó un largo rato. ¿Que no estaban rotas las matas? ¿O arrancadas? «Mira bien el suelo». Tal vez se habían soltado de las sogas. «Mira si están las sogas». Para peor, en un retazo de tierra húmeda, aparecían rastros frescos de caballos herrados. Los de ellos no estaban herrados.

—Bismarck, Bismarck, son los bandidos. Vámonos…

Melba echó a correr entre el pajonal y Bismarck la siguió consiguiendo sujetarla, más ayudado por el cansancio de ella que por el convencimiento.

—¡Dios mío, qué desgraciada soy!

El llanto fue caudaloso y largo.

Tomaron de nuevo té y, como tenían hambre, se comieron todos los bizcochos.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Melba.

—Esperar a que pase algún viajero o algún arriero para que nos faciliten cabalgaduras, cuando menos una para ti.

—¿Qué? ¿Quién va a pasar por estas soledades?

—Iré entonces hasta el tambo a llamar a nuestro arriero.

—¿Qué? ¿Quedarme aquí sola? ¡Ni medio minuto!

—Entonces, vamos juntos.

—¿A hacerme andar inútilmente? Yo me vuelvo al pueblo; inmediatamente me vuelvo al pueblo…

—Está a diez leguas.

—Casi todas son de bajada, me voy…

—No te precipites, Melbita, espera un momento…

—¿Esperar a que me descuarticen los bandoleros? Me voy, me voy…

Tomó su bolso, y se fue, efectivamente. Bismarck Ruiz tuvo que echarse al hombro la alforja y dos ponchos y seguirla.

Melba se puso a caminar con feroz resolución. Parecía que le sobraban fuerzas para veinte leguas de marcha. Nada decía, de rato en rato se secaba los ojos con su pañuelito y ni miraba siquiera al obeso Bismarck, de hábitos pachorrientos, que con la nariz amoratada y rezumando lágrimas de sudor, marchaba detrás diciéndole que no se apurara tanto. Las polainas le presionaban y hacían doler los tobillos. En cierto momento tuvo que sacárselas y echarlas a la alforja. El pantalón de montar, que no se perdía bajo el cuero de estilo, sino que ponía más en evidencia unas pantorrillas regordetas, daba al tinterillo una facha muy cómica. Melba lo miró de reojo y no pudo menos que sonreír.

No contaremos todas las incidencias de ese viaje. El camino tomó de bajada al fin, pero eso no era una ayuda, porque Melba se había cansado terriblemente. No existían ya cuevas en la ancha falda por donde se contorsionaba el camino y en el cielo parecía incubarse una tormenta. La mujer se apoyó en el hombro fatigado de Bismarck y siguió caminando.

Piedras y altibajos menudeaban en la ruta. Melba tosía, sintiendo el pecho muy golpeado. Se puso a llorar a gritos y Bismarck sentía una tremenda pena y al mismo tiempo cierto disgusto. ¡Qué mujer hermosa y frágil y triste! Al fin apareció, subiendo la cuesta, un indio que jalaba un burro. Se sentaron a esperarlo. Después de mucho rato, llegó.

—Alquílame el burro.

—No.

—Véndemelo.

—No, señor.

—Haz esa caridad. La señorita no puede caminar, está enferma. Nos han robado los caballos y ella no puede caminar…

El indio los miraba como diciendo: «¿Qué me importa? Friéguense alguna vez, futres malditos. ¿Tienen ustedes pena de nosotros?». Eso era lo que pensaba realmente. Dio un tirón para que el asno continuara y dijo:

—No es mío el burro.

Bismarck no aguantó más y sacando su revólver, disparó al indio muchas injurias y además un tiro por las orejas. El indio le arrojó la soga y se fue. El burro era viejo y peludo, muy lerdo, y tuvieron que montar los dos, porque Melba no conseguía mantenerle sola. El pobre asno bajaba pujando y yéndose de bruces. Por las cumbres se extendía ya, avanzando hacia ellos con pertinacia, un aguacero gris y tupido. Melba seguía llorando y Bismarck taloneaba inútilmente al asno para que trotara. Llegó un chaparrón y se pusieron los ponchos. Era más difícil manejar al burro ahora. Los ponchos se humedecieron y cuando Melba sintió un emplasto de frío en las espaldas, se lamentó de su desgracia perdiendo el control y pretendiendo arrojarse del burro. Ya se iba por otro lado el aguacero, felizmente. El viento sopló combatiendo los pechos y las nubes y luego hasta salió un poco el sol. Melba estaba tan triste que, cuando aparecieron los primeros árboles y los techos del pueblo con su rojo fresco de tejas mojadas, no dijo nada ni dio ninguna señal de satisfacción. Bismarck la sentía febril entre sus brazos, caldeados al rodear el talle convulsionado por la tos. El burro cayó vencido por el cansancio. Felizmente, estaba por ahí el Letrao, joven de veinticinco años que aparentaba cuarenta y formaba con el Loco Pierolista la pareja de personajes curiosos del pueblo. Era hijo del secretario del municipio y había seguido sus estudios primarios con singular brillo, según lo reconocía el pueblo entero, pues tenía buena memoria y se aprendía las lecciones al pie de la letra. «¡Así se estudia, jovencitos!». Saliendo de la escuela y a fin de no dar paso atrás en el camino del saber, se propuso aprender el diccionario de memoria, también al pie de la letra. Los notables del pueblo ya no lo admiraron tanto y algunos se reían de él. ¿Quién podía aprenderse el diccionario? Estaba chiflado. Los campesinos, en cambio, lo admiraban a ciegas. Ellos le pusieron Letrao. Iba siempre por los alrededores del pueblo, sosteniendo con una mano un negro paraguas abierto sobre su cabeza, en invierno y verano, acaso para que no se le volaran las ideas, y con la otra un abultado diccionario de tapa roja. Caminaba repitiendo en alta voz los párrafos y mirando hacia lo alto para que los indiscretos ojos no lo ayudaran con un vistazo furtivo, y al caminar así tropezaba a veces en una piedra o pisoteaba los sembríos. Entonces los campesinos decían: «¡Es un sabio!». El sabio estaba ya por la letra CH. Se sentía muy importante y su vanidad creció cuando, al hojear su diccionario, encontrose con que la efigie de Sócrates se le parecía. Tenía la misma nariz aplastada. El Letrao paseaba esa tarde como de costumbre, metiéndose en la cabeza una media columna y Bismarck lo llamó a grandes voces.

—¡Señor, señor!

El Letrao detúvose con gesto contrariado y mirando severamente al atrevido que lo distraía de su noble faena. Cuando se dio cuenta de que era Bismarck Ruiz quien llamaba, cerró su paraguas y acercósele, sin abandonar su calma de estudioso. Melba Cortez estaba sentada a la vera del camino, con la falda sucia de pelos de asno y tosiendo mucho.

—Señor, nos ha pasado una desgracia. Ahora, para peor, el burro se ha tendido allí, mírelo usted, y le ruego que nos ayude…

El Letrao no encontró muy satisfactoria la forma de solicitar su ayuda, según la cual él iba a reemplazar los servicios de un burro. Debiose elegir una manera más adecuada, evidentemente, pero perdonaba, pues don Bismarck parecía muy acongojado. Lo estaba realmente y ni siquiera pudo notar que el indio del burro, que marchó aparentemente, encontrábase ya allí, al lado de su animal, tratando de pararlo. El Letrao preguntó con mucha circunspección:

—¿Y qué tiene la señorita que tose tanto?

—Creo que una congestión pulmonar…

—Hum, hum… —hizo el Letrao recordando, y luego agregó—: Congestibilidad, predisposición de un órgano a congestionarse; Congestión, acumulación excesiva de sangre en alguna parte del cuerpo. Congestivo, relativo a la congestión. ¿Ah?

—Sabe usted mucho, joven —replicó Bismarck—, pero ahora le ruego que me ayude.

El hombre de nariz socrática y el tinterillo condujeron a Melba al pueblo, en brazos. Como tenían que detenerse a descansar cada cierto tiempo, llegaron de noche.

Melba hizo llamar a sus amigas las Pimenteles. El viento, la humedad y el esfuerzo habían realizado su trabajo, creció la fiebre y la hemorragia llegó incontenible. Melba obsequió a Laura el bolso en que guardaba sus cinco mil soles y, aniquilada por la fiebre, murió antes de que llegara el alba. De Bismarck Ruiz diríamos que sollozaba como un niño si de rato en rato no hubiera blasfemado maldiciendo al destino. Su dolor se complicó al ver que todos los que solían ir a los saraos no asistieron al entierro. Solo llevó a su muerta al panteón, que ahora ella era, más que nunca, la Costeña.

Su casa lo recibió sin reproches. La mujer nada le dijo. Pobre mujer de carnes ajadas por el trabajo y senos mullidos por la maternidad. Bismarck fue una mañana a su despacho. La vida recobraba su ritmo lento y monótono, los días opacos volvían a ser. Muchos expedientes había allí. Bismarck cogió uno y lo estuvo leyendo largo rato. Se presentaba un resquicio legal. El amanuense de magnífica letra se había ido y su hijo no llegaba todavía, de modo que se puso a escribir él mismo, como quien regresa de un sueño a la rutina gris de todos los minutos: Señor Juez de Primera Instancia de la Provincia

Una tarde muy fría y oscura, de fuerte viento, Marguicha y Augusto estaban sentados junto a la laguna, por el lado de las totoras. Él comenzó a canturrear un huainito:

Ay, patita de oro,

pata de laguna:

déjate empuñar,

dame la fortuna.

Ay, patita de oro,

dame la fortuna:

soy muy pobrecito,

no tengo ninguna.

—¿De ónde sacas eso? —preguntó Marguicha.

—De aquí —respondió Augusto señalándose el corazón.

—¿Cierto que será de oro la pata?

—Así dicen, ésta es laguna encantada…

Marguicha se quedó pensando en el oro. Era bello el oro. El oro del sol, el oro del trigo, el oro del metal. Ahora no había ninguno y todo estaba triste. No, sus cuerpos eran alegres todavía y se amaban.

Augusto dijo:

—Me iré a la selva.

—¿Al bosque?

—Al mesmo bosque, a sacar el caucho. Da mucha plata el caucho. Después nos iremos a comprar un terreno po algún lao. Aquí acabaremos mal con el maldito…

—¿Y si aura estoy preñada?

—Mejor, me esperarás con más constancia…

—Llévame con vos…

—La selva no es pa las mujeres… Hay peligros…

Augusto trocó a la comunidad el caballo bayo por los granos que le habían tocado y veinte soles. Marguicha fue a la casa de doña Felipa, una comunera, a pedirle agüita del buen querer. Doña Felipa surgió a raíz de la desaparición de Nasha Suro. No se la daba de bruja. Entendía de yerbas para los males, sobre todo de amor, los que curaba o mantenía. Entre Eulalia y Marguicha zurcieron las ropas de Augusto y le prepararon el fiambre. La mocita, en un momento en que no la veía la madre, roció la gallina frita con agüita del buen querer. Augusto se fue.

—Anda con bien —le dijo Rosendo.

Eulalia gimoteaba y los demás familiares y parientes lo despidieron en silencio.

—No te tardes mucho —le gritó Marguicha mientras se alejaba.

Augusto contuvo su deseo de voltear la cara a fin de que no lo vieran llorar y puso su bayo al galope.

En la lejana capital del departamento, el diario La Verdad, redactado por «elementos disociadores», publicó una breve información sobre el despojo sufrido por los comuneros de Rumi y un largo editorial hablando de las reivindicaciones indígenas. El diario La Patria, redactado por «hombres de orden», publicó una larga información sobre la sublevación de los indígenas de Rumi y un apremiante editorial pidiendo garantías. En la información decíase, entre otras cosas, que don Álvaro Amenábar se había visto obligado a demandar ciertas tierras a una indiada que las ocupaba ilícitamente. Los indios cedieron al principio, en vista de la justicia del reclamo, pero mal aconsejados por agitadores y el famoso bandolero llamado el Fiero Vásquez, se sublevaron dando horrorosa muerte al señor Roque Iñiguez. Sólo la intervención enérgica y decidida del teniente Brito, al mando de sus gendarmes, pudo impedir que cayeran víctimas del crimen otros hombres respetables y probos. El asunto no terminó allí, sino que el Fiero Vásquez y una decena de forajidos asaltaron el correo que conducía un expediente favorable a Amenábar. Los mismos continuaban cometiendo toda clase de crímenes. Por último, había llegado a la capital de la provincia un abogado que era miembro de la llamada Asociación Pro-Indígenas, quien, so capa de humanitarismo, alentaba reclamaciones injustas que no podían sino engendrar perturbadores desórdenes. El editorial hablaba del orden y la justicia basados en las necesidades de la nación y no en las pretensiones desorbitadas de indígenas ilusionados por agitadores profesionales. Destacaba a los hacendados de la «provincia alzada» como ejemplos de laboriosidad y honestidad, siendo el conocido terrateniente don Álvaro Amenábar y Roldán, hombre de empresa, probo y digno. Hablaba luego del bandidaje y la revolución amenazando el disfrute de la propiedad legítima y honradamente adquirida y pedía el envío de un batallón para restablecer el imperio de la ley y el orden necesario al progreso de la patria, terriblemente perturbado por criminales y malos peruanos.

El señor prefecto del departamento recortó la veraz información y el nacionalista editorial de La Patria y los envió al Ministro de Gobierno, acompañados de un largo oficio en el cual ratificaba la gravedad de la situación y pedía instrucciones.

En Yanañahui, la pared del corral de vacas amaneció con un gran portillo, hecho adrede. Después de una prolija búsqueda, logrose reunir a las vacas que se habían ido por las laderas. Faltaban muchas. ¿A quién reclamar? ¿Qué hacer? Lo que más apenaba era la pérdida de dos bueyes de labor.

Los bandoleros, con excepción del Fiero Vásquez y Valencio, estaban en la caverna más grande, rodeando el fuego. Ya habían comido y ahora mascaban la coca. Doroteo Quispe hacía honor a la fealdad de todos, Condorumi a la corpulencia de los menos y Jerónimo a la callada meditación del Abogao, pero los veteranos no hacían honor a la piedad de ninguno de los novatos. Al contrario, se habían burlado de ellos a cada rato y los tenían por cobardes. Esa noche, el que comenzó con las pullas fue un apodado Sapo, debido a que tenía los ojos saltones y la ancha y delgada boca dentro de una cara chata. Era muy feo y parecía ciertamente un sapo.

—Así que tenemos señoritas… ¿Pediremos un besito a las señoritas?

Y luego aflautaba la voz, imitando a una hembra modosa:

—Ay, ay, no, bandoleros sucios… bandoleros brutos… bandoleros malos… mamá, mamacita…

Estallaron risotadas que hacían palpitar el fuego. Hasta el meditativo Abogao rió un poco. Los novatos se miraban entre sí. Doroteo rugió:

—¿Y qué, Sapo? ¿Quieres peliar?

Lo llenó de injurias. Alguien puso en las manos de Doroteo un cuchillo. Alguien le pasó un poncho, que se envolvió en el antebrazo. El Sapo ya estaba equipado en igual forma. Los demás se arrimaron contra las paredes de la caverna, sumiéndose un poco para ajustar su cuerpo a la concavidad de la roca. A un lado quedó el fuego y en el centro, un tanto encorvados, más bien agazapados, los contendores. El silencio permitía oír la crepitación de los leños. El Sapo sonreía confiadamente. Doroteo abría un poco la boca, haciendo ver los colmillos. Dio un salto el batracio y Quispe retrocedió pesadamente. Parecía un oso más que nunca. El Sapo pensaba dar una lección de cuchillo. El Oso, defenderse y atacar si era posible. Nunca había peleado y tenía miedo. Había visto pelear dos veces en las ferias y le gustó el estilo de uno que estaba a la defensiva, midiendo, hasta que el otro le daba una buena ocasión.

—Vamos, Sapo —lo alentó alguien.

El Sapo se tiró de lado y Doroteo hizo un feliz esquive. ¡Vaya con el indio suertudo! Ahora iba a ver. Los cuchillos fulgían dando tajos de luz mientras el Sapo saltaba dando vueltas y Doroteo lo medía temerosamente. El Sapo simuló herir por el pecho y cambiando de mano el cuchillo, se abalanzó sobre el vientre.

Pero ya bajaba, seguro, el brazo emponchado que se levantó para cubrir el corazón, y el cuchillo del Sapo se clavaba en el mazo, en tanto que el de Doroteo alcanzaba a cortar el hombro.

—¡Sangre! —gritó un bandido.

Las sombras de los contendores se batían por las concavidades de la caverna, alcanzándose fugaz y fácilmente. Brillaban las pupilas de los espectadores. La sangre enrojeció el brazo del Sapo y comenzó a chorrear al suelo. El veterano dejó de sonreír. Se daba cuenta ahora de que no tenía un rival chambón. Notaba que era un novato, pero lucía vista rápida y golpe seguro. En el silencio, el jadeo de los luchadores era ya como el jadeo de la muerte.

—Entra, Sapo —gritó la voz amiga.

Los peleadores se respetaban, cambiando fintas en una contienda monótona.

—¿Temes, Sapo?

El Sapo comenzó a insultar a Doroteo diciéndole que atacara. Es lo que había esperado hasta el momento. No hay nada más fácil que alcanzar a un novato agresivo. «Entra, cobarde». Abría la guardia alardeando de valor. A Doroteo le había pasado el miedo. Estaba todavía ileso, en tanto que su rival sangraba.

—Peleen, gallinas, y no se estén picoteando…

Los pies enrojecían en sangre. El Sapo comprendió que de no terminar rápido iba a debilitarse peligrosamente. Saltó, volteó, cambió de mano el cuchillo y se lanzó de nuevo. En esta ocasión no falló del todo y logró herir un muslo. Doroteo, por primera vez, atacó en el instante en que el otro saboreaba su golpe. ¡Qué feo tajo! La mejilla del Sapo quedó partida y la bola de coca se escapó por una boca púrpura. El suelo estaba ya muy sanguinolento. Se resbalaba con facilidad. De la sangre caliente emergía un vaho que se condensaba en el frío de la noche. Uno de los dos tenía que morir y ambos estaban furiosos, con furia tanto más atormentada cuanto que debía contenerse para calcular bien el golpe y al mismo tiempo no recibir otro.

—Adentro, Sapo…

El Sapo lloraba de rabia e impotencia. Hubiera deseado zurcir a cuchilladas el vientre de Doroteo, pero él lo tenía sumido, bien cubierto con el brazo emponchado, ese brazo de guardia firme que también defendía el pecho, ese pecho ancho pero curvado hacia adelante, de modo que el cuchillo no pudiera encontrar fácilmente el corazón. Por la espalda acaso, si no volteaba rápido. Toreó el Sapo, abriendo la guardia. Doroteo retrocedió. ¡Las adivinaba todas el maldito indio!

Con la izquierda entonces. Doroteo, al dar una rápida vuelta, estuvo a punto de caer. El Sapo tomó nota del resbalón. Cada vez más la muerte de uno de ellos, cuando menos, aparecía como cierta. Tragaban saliva los espectadores. Emocionaba el valor. «Hombres son», comentó alguno. La vida era empecinada y deleznable; dura y asequible la muerte.

—No se desangren…

—Terminen…

Ninguno de los mirones tenía compasión y contemplaban con un salvaje deleite que contenía sus arrebatos para no perturbar el duelo. Condorumi y Jerónimo, que estuvieron temblando al principio, se habían aquietado ya. Veían la muerte como una clara ley del cuchillo. Una estrella, que atisbaba desde un rincón lejano, era la que tiritaba un poco. Aún el fuego ardía con una plenitud calmada. El Sapo dio las espaldas a la hoguera y ensombreció el piso. Luego hacia un lado y rápidamente al otro y Doroteo, al voltear, cayó. Eso era lo que esperaba el Sapo, quien se abalanzó sobre el caído para cruzarle el pecho, pero Quispe, con una rápida y poderosa flexión de las piernas, lo arrojó contra uno de los espectadores, no sin que una pierna le quedara herida por un tajo largo. Ambos se pusieron de pie, roncando de cólera. La sangre humeaba y los que miraban se iban enfureciendo, como ocurre con los animales de presa a la vista de la sangre. Los cuerpos ya no podían estar quietos. Condorumi, especialmente, se había encolerizado al ver que el Sapo atacaba a un caído. Pero el final tardaba en llegar. Los bandidos gritaban:

—Aura…

Los cuchillos ya no brillaban. Chorreaban sangre como lenguas de pumas. Sangre había en el suelo, en los ponchos, en los cuerpos, en las caras. La frente de Doroteo quedó herida en un entrevero y un líquido rojo y espeso resbalaba sobre sus ojos, impidiéndole ver bien. Sangre. El que se debilitara primero iba a morir. El Sapo temía ser él y se apresuraba.

—Entra vos, Doro… —gritó Jerónimo, viendo que Quispe perdía oportunidades debido a su recelo.

Doroteo estiró el brazo y el Sapo saltó violentamente hacia atrás, golpeando a Condorumi, quien perdió el control y le dio un empellón que lo hizo caer de bruces. Doroteo lo recibió con el cuchillo, que engarzó el cuello abriéndolo de un solo tajo. «Así no», gritó la voz amiga del Sapo, en el momento en que éste era empujado, y un hombre cayó sobre Condorumi, cuchillo en mano.

Jerónimo sacó también su cuchillo, pero ya Condorumi cogía del brazo armado al atacante y luego lo arrojaba contra una saliente roca, abriéndole el cráneo. Restallaron injurias y se armó una trifulca. Jerónimo fue herido en el pecho por otro bandido y el Abogao se puso de su lado, mientras Doroteo enfrentaba a dos, retrocediendo hacia la salida, y Condorumi gritaba pidiendo un cuchillo. En eso se presentó el Fiero Vásquez, revólver en mano, dando un salto hasta el centro de la caverna y gritando con su poderosa y contundente voz:

—Paren, mierdas, qué hacen…

Todos se detuvieron y Valencio, que estaba en la puerta, derribó de un culatazo en la nuca a un obstinado que seguía atacando a Doroteo. Los bandidos guardaron sus cuchillos con lentitud y gruñendo. El Fiero dijo:

—No quiero explicaciones: lo vi todo. Aura, al que siga la pendencia le meto cinco tiros en el coco…

Se fue seguido de Valencio y desde la puerta gritó, que por algo debía ser el jefe indiscutido:

—Si quiere alguien peliarme, ya está…

El Fiero sabía combatir de lado, mirando con su ojo pardo y como era muy ágil y fuerte daba tajos mortales desde un comienzo, cuando el rival recién estaba adaptándose a la nueva táctica y pensando sacar partido de la tuertera. Nadie le contestó.

Había comenzado a llover. Los bandidos colocaron los dos muertos a la entrada de la caverna para enterrarlos al día siguiente, luego curaron sus heridas con alcohol, yodo y algodón y se acostaron en los rincones que no estaban salpicados de sangre. En el piso del centro aún brillaba la sangre a la luz de un fuego mortecino y flotaba una leve nube, perdiéndose entre la fría niebla que comenzó a entrar. Algunos bandidos dormían ya y otros comentaban las incidencias de la pelea. Los tres novatos y dos veteranos estaban heridos y a Doroteo le dolía intensamente el largo tajo de la pierna. Como no disponían de muchas vendas, le habían acondicionado el algodón sujetándolo con una faja de las usadas en la cintura. Al naciente duelista sólo le sorprendía el hecho de que no se hubiera acordado del Justo Juez. Estaría de Dios que se salvara sin rezar la oración. El Abogao interrumpió sus cavilaciones diciéndole:

—Aura ya han matao y probao sangre: ya son como nosotros…

De este modo, los comuneros quedaron realmente incorporados a la banda del Fiero Vásquez.

Se fueron de Yanañahui muchos jóvenes y algunos hombres maduros. Esperaban vivir en mejores condiciones y quién sabe, quién sabe, tener éxito. Corrían voces diciendo que en otras partes se ganaban buenos salarios y se podía prosperar. Se fueron Calixto Páucar; Amadeo Illas y su mujer; Demetrio Sumallacta; Juan Medrano y Simona, a quienes sus padres recomendaron mucho que se casaran en la primera oportunidad; Pedro Mayta y su familia; Rómulo Quinto, su mujer y el pequeño Simeón, inconsciente todavía de todas las penurias, y muchos otros a quienes no vimos de cerca y cuyos nombres callamos, porque ignoramos, si hemos de encontrarlos en la amplitud multitudinaria de la vida. También se quiso marchar Adrián Santos, pero sus padres lo retuvieron diciéndole que era muy tierno todavía…

Las cosas empeoraban en la comunidad. El ganado seguía perdiéndose y las siembras, en tierras combatidas por las heladas y roturadas precipitadamente, no aseguraban una buena recolección. El año iba a ser malo: sabía Dios si se cosecharía para comer.

Además, don Álvaro Amenábar daba señales de ir adelante. El caporal Ramón Briceño había amenazado a los repunteros diciéndoles que pronto tendrían que obedecerle como a representante del hacendado. Parecía que pensaban reducir a los comuneros por hambre, comenzando por llevarse el ganado. Entonces, mejor era irse. Rosendo nada decía. ¿Qué iba a decir? Sufría viendo la disgregación de la comunidad, pero no podía atajar a nadie para que fuera un esclavo o en el mejor de los casos un hambriento. En realidad, muchos otros se habrían marchado de tener un objetivo preciso.

Los más se sentían viejos para cambiar las costumbres o tenían numerosa familia, a la que no podían exponer. Los que se iban no sabían a ciencia cierta adónde, ni qué ocupación encontrarían. Algunos, del mismo modo que Augusto Maqui, estaban muy ilusionados a base de referencias. Se fueron por el sendero que bajaba al caserío; por otro que cruzaba las ruinas de piedra y se perdía en las faldas de El Alto en pos del camino al pueblo; por otro que se remontaba por los cerros de esta cordillera y continuaba culebreando en yermas punas. Se fueron lentamente, cargando grandes atados. Se fueron por el mundo…

Dos niños y una anciana murieron de influenza.

Después hizo muy mal tiempo mientras aporcaban las papas, y el comunero Leandro Mayta, a quien las fiebres habían dejado débil, cogió una pulmonía y murió también.

Lo enterraron en el panteón que habían ubicado en una de las faldas menos inclinadas de El Alto. No hubo sitio mejor para situarlo, pues en la pampa se habría inundado en invierno —media vara de altura tenía el agua—, y en las faldas del Rumi estaban las chacras y el caserío.

Mucha piedra había en el nuevo panteón y tuvieron que cavar dos veces la sepultura de Leandro, pues en la primera apareció una inmensa roca que les impidió ahondar lo necesario.

Leandro fue a hacer compañía al buen Anselmo, a la anciana y a los niños. En esa altura, cuyo frío facilitaba la conservación de los cadáveres, ellos estarían allí, bajo las tempestades, las nieblas, los soles y los vientos, como una familia dormida en una gran casa de piedra.