Septiembre creció y pasó con nubes y recelos. Octubre llegó agitando su ventarrón cambiante, con súbitas olas de frío y terrales remolineantes por la plaza, las lomas y los caminos. Entre las tejas y los aleros prolongaba un amenazante rezongo, extendía y agitaba como banderolas los ponchos y las amplias polleras de los caminantes, tronchaba gajos nuevos y arrancaba hojas. Su invisible zarpa arañaba la carne del hombre y el vegetal y la piel trabajada de la tierra.
Así llegó el ventarrón de octubre y los comuneros le ponían su habitual cara de tranquilidad. Renunciaría a su embate frente a un suelo hinchado, un árbol lozano, una lluvia apretada como un muro. Mas corría otro ventarrón incontrastable, que azotaba la continuidad de la existencia comunitaria y al cual no se podía encarar con la respuesta de la naturaleza. Y ésta es la que, en último término, sabían dar los labriegos. Hombres de campo, adoctrinados en la ley de la tierra, desenvolvían su vida según ella e ignoraban las demás, que antes les eran innecesarias y por otra parte no habían podido aprender. Ahora, ante la papelera embestida o sea la nueva ley, se encontraban personalmente desarmados, y su esperanza no podía hacer otra cosa que afirmarse en el amor a la tierra. Mas no bastaba para afrontar la lucha y había que ir al pueblo y tratar con los rábulas.
Rosendo Maqui pensó dejar de lado al sospechoso Bismarck Ruiz, pero, cuando quiso contratar a alguno de los otros «defensores jurídicos» que actuaban en la capital de la provincia, todos se negaron. Uno le manifestó: «¿Por qué me voy a desprestigiar defendiendo causas perdidas? Dense con una piedra en el pecho agradeciendo que Amenábar no les quita todo».
Ruiz seguía alentando a los comuneros del modo más optimista. Díjoles que el decomiso de escopetas nada tenía que ver con el juicio, pues el Gobierno había mandado desarmar a todo el norte de la República debido a que corrían rumores de revolución. Díjoles… Sería largo de relatar todas las mentiras y promesas de Bismarck Ruiz, todas las argucias y legalismos del juez y los escribanos, todas las intrigas de Amenábar. Los comuneros perdieron la fe, y Rosendo sentía que se estaba moviendo en un ambiente malsano, extraño a su sentido de la vida, tétrico como una cueva donde podía herir a mansalva la garra más artera. Lejos de la tierra, parecía que se cosechaban solamente los frutos de la maldad. Ese mismo juez, que parecía tan austero, nada habría hecho por hacer respetar la justicia cuando todos los pobres temían desafiar a un rico, así fuera tan sólo con una declaración de conciencia.
El alcalde llamó a los regidores a consejo. Dentro de dos días tenían que ir al pueblo a escuchar la sentencia del juez. Nada quedaba por hacer ya. La prueba llegaba al fin. Sin duda no lo perderían todo. Acaso menos de lo que se esperaba. Acaso… Cuando Rosendo recordó al viejo Chauqui, aquel que habló de la peste de la ley, les hizo crujir los huesos un dolor de siglos.
Nadie dudó, viendo a Rosendo Maqui, los cuatro regidores y algunos comuneros añadidos a la comisión, de que lo peor se había cumplido. Llegaron tarde ya, con sombra, formando un silencioso y apretado grupo. Parecía que los mismos caballos estaban contagiados de la tristeza de los jinetes y dejaban colgar sus largos cuellos crinudos. De volver con bien, uno o dos comisionados se habrían adelantado para entrar al caserío galopando y gritando la nueva. Llegaban juntos y nada decían ni entre ellos mismos. A la luz de los fogones cruzó la cabalgata de flojo trote y se detuvo ante la casa de Rosendo. Éste habló con voz dura y ronca:
—Digan lo que ha pasao pa que cada uno piense y forme su parecer… Pasao mañana en la tarde será de una vez la asamblea de año… Ahí se tratará…
Regidores y comuneros fuéronse hacia sus casas. Sebastián Poma tendió los nervudos brazos a su suegro y Rosendo desmontó aceptando de buen grado la ayuda y luego entró en su casa con andar pesado. Poco le preguntaron Sebastián y Anselmo, pero frente a las casas de los acompañantes se agolparon grupos ávidos que poco a poco se fueron deshaciendo para comentar por su lado.
—Quita la parte baja hasta el río Ocros, entre lao y lao de la quebrada y el arroyo…
—¿Qué vale esa peñolería que da pa Muncha?…
—La pampa de Yanañahui hasta las peñas de este lao y de El Alto… es lo que deja…
—Ah, maldito…
—No debemos consentir…
—¿Qué se hará? No hay ni escopetas.
—Porfirio tiene un rifle…
—No debemos considerar onde ése… No es de aquí.
Ni Rosendo ni ninguno de los que habían escuchado la sentencia entendieron muy bien sus disposiciones, enredadas en una terminología judicial y un estilo enrevesado más inextricables que matorral de zarzas. Bismarck Ruiz, haciéndose el triste, se las había explicado una por una. Tampoco entendieron, entre el palabreo, que ellos se daban por notificados «diferiendo apelación», términos que el tinterillo se guardó de explicar y en los que nadie reparó. Por último, el juez, «de acuerdo con las partes», había fijado la fecha de entrega y toma de posesión para el 14 de octubre, lo que sí fue bien especificado. En esto insistían los comentarios. Se estaba a 9. ¿Qué iría a ser de la comunidad? ¿Qué iría a ser de ellos mismos? ¿Dónde criarían el ganado? ¿Dónde sembrarían? ¿Tendrían que doblegarse y trabajar como peones? Cada uno decía su parecer o se lo iba formando lentamente. Esa noche, la luz de los fogones ardió hasta muy tarde.
Amaneció como si todo hubiera pasado mala noche. La tierra estaba cubierta por una bruma que ascendía con dificultad y los ojos turbios tampoco se aclaraban. Cuando por fin se levantó la neblina, fue para apretarse contra el cielo formando nubarrones prietos. Abajo, en las caras, parecía gestarse otra tormenta. Rosendo y los regidores esperaban con tanta ansiedad como el pueblo la asamblea del día siguiente. Los comuneros se reunieron según sus tendencias, por grupos. Rosendo llamó a consejo, contra su costumbre, por la mañana. Gobernantes y gobernados preparaban sus críticas, sus defensas, sus ponencias. Nunca como en ese año se había dado una asamblea de la que se aguardara tanto.
Rosendo, después del consejo, hizo llamar a Augusto Maqui.
—Ya estamos a 10. El 14 vendrán. He pensado en vos pa que vayas a ver lo que pasa en Umay. Sabes lo que hicieron con el pobre Mardoqueo. Aura, po eso mesmo, he pensao en vos, que eres mi nieto. Que no se diga que a mi familia no le doy comisiones de riesgo. Empuña tu bayo, que te gusta. Lo dejas en alguna hoyada y tú entras a la llanura de noche. Si puedes, vas a la casa de algún colono. Si no… mira lo que pasa en la hacienda.
El manchón nigérrimo que partía la frente de Augusto le sombreaba uno de los ojos duros y brillantes. Oyó la orden de su abuelo sin chistar. Sabía que, de descubrirlo, le sacarían el pellejo a latigazos y quién sabe lo matarían pero no dijo nada. El abuelo le puso la mano en el hombro, le palmeó el cogote ancho. Se veía muy vieja, muy rugosa su mano junto a la piel tensa del mozo.
—Vos comprende: eres mi nieto y te quiero y te expongo. Son penosos los deberes. Ándate…
Augusto fue y ensilló su bayo, púsose de todos sus ponchos el más oscuro y pasó a despedirse de Marguicha. Ella sintió como que se lo arrancaban del pecho. Sus senos temblaron y estuvo a punto de soltar el llanto, pero recobrose y hasta trató de sonreír. ¿Cómo le iba a quitar el valor? Le dijo:
—Volverás, Augusto.
Unos ojos negros, húmedos y grandes, estuvieron mirando hasta que el jinete del bayo se perdió tras la curva haciendo ondular su poncho gris al viento.
Rosendo cabalgó en el Frontino y se fue, seguido de Goyo Auca, que montaba un caballejo prieto, al distrito de Uyumi. El mejor de los dos caminos que llevaban a ese lugar pasaba por Muncha. No quiso ir por allí y tomó el otro, que ya conocimos en parte cuando acompañamos al muchacho Adrián Santos en su viaje al rodeo. Rosendo y Goyo cruzaron con facilidad por ese bosque, avanzada de la selva donde Adrián estuvo a punto de perderse. Luego pasaron por la misma Quebrada de Rumi, equilibrándose después por un camino de cabras suspendido sobre una vorágine de rocas y por último ciñéronse a faldas amplias, bordadas de senderos como de grecas. Tras una de ellas, en una loma propicia, rodeada de rastrojos y mugidos, estaba el pueblecito de Uyumi. La iglesia, de torre cuellilarga, parecía muy petulante. A su lado, la casa del cura era vanidosa de veras. Como que con sus tejas y su altura, podía mirar por encima de los hombros a las otras, pajizas y chatas, de los demás vecinos. Rosendo y Goyo se detuvieron ante la casa del cura y el propio párroco, señor Gervasio Mestas, salió a recibirlos…
—Arribad, pasad, buena gente. Muy honrado de veros por mi humilde morada…
Rosendo y Goyo lograron entender que se trataba de que entraran. El señor cura sacó unas sillas al corredor y él mismo se sentó en una, invitando:
—Tomad asiento…
Y a uno de sus sirvientes, que había salido:
—Traed pienso a las acémilas… Daos prisa…
Don Gervasio Mestas era un español treintón y locuaz, blanco y obeso, que remudaba sotana después de la Cuaresma y tenía a su cargo la parroquia que comprendía Uyumi y algunos caseríos y haciendas de la comarca. Hablaba un castellano presuntuoso, si se tiene en cuenta a quienes lo dirigía. Su servidumbre había llegado a comprenderle después de mucho. Las demás gentes casi no lo entendían. Pero hay que convenir en que ellas, por eso mismo, consideraban a don Gervasio Mestas un sabio. Rosendo y los comuneros lo estimaban también, si no por el idioma, que les parecía propio de un país extraño, porque don Gervasio se había portado discretamente con Rumi. Curas hubo que dejaron muy malos recuerdos. Entre ellos un tal Chirinos, azambado el maldito, que era carero como él solo y acostumbraba abusar de las chinas. Una vez encerró en su pieza a una de las muchachas más bonitas. Cuando su madre fue a reclamársela, dijo que no la tenía. Entonces la madre gritó y amotinó a los comuneros, que patearon y arrastraron al tal Chirinos hasta la salida del pueblo. Y no por los principios. El indio, ser terrígena, entiende lo religioso en función de humanidad. Lo hicieron castigando el abuso. Bien está que un cura busque mujer, que también es hombre, pero no que aproveche su condición de cura para forzar. El tal Chirinos no volvió más. Fueron otros a celebrar la fiesta. Uno resultó borracho. El siguiente tenía muy fea voz y no servía para la misa cantada del día grande de la fiesta. El tercero era un poco negligente. Hasta que llegó don Gervasio Mestas. ¡Vaya cura sermoneador, bendecidor y cantor! Andaba con la cruz en la punta de los dedos. Cobraba sin cargarse para ningún extremo y, si tenía mujer, no ofendía a nadie. Además, daba siempre muy buenos consejos. Y por eso estaban allí Rosendo y Goyo, esperando su palabra.
—Decid, buena gente, ¿qué os trae por aquí?
—Taita cura —respondió Rosendo—, venimos pa que nos dé su consejo. ¿Qué haremos en esta fatalidad que nos ha llegao? Mañana tenemos asamblea y venimos pa que nos ilustre su señoría. Vea usté…
Rosendo relató detalladamente las incidencias del juicio de linderos, terminando en la sentencia desfavorable.
—¿Y no hay nada más que hacer, ninguna medida eventual que tomar en eso del litigio?
—Taita cura, nuestro defensor lo dio por terminao…
—¡Qué lástima, qué lástima!
El señor cura Mestas se quedó meditando. Los comuneros esperaban que tratara del proceso dándoles alguna idea, pues era fama que sabía de leyes, mas él habló para decir, esforzándose esta vez en ser claro:
—¡Una verdadera desgracia! Para mí en particular, lo es doblemente por tratarse de que los contendores son mis feligreses y muy queridos… ¿Don Álvaro Amenábar?, todo un caballero, ¿y ustedes?, cumplidos fieles. Es una verdadera desgracia… Mi misión no es la de ahondar las divisiones de la humanidad. Por el contrario, es la de apaciguar y unir. Sólo el amor entre los hombres, bajo el misericordioso amor de Dios, hará la felicidad del género humano. Orad, rezad, tened fe en Dios, mucha fe en Dios, eso es lo que puedo aconsejaros. Los bienes terrenales son perecederos. Los bienes espirituales son permanentes. Los sufrimientos y la fe, la fe en la Providencia, abren el camino de la felicidad eterna en el seno del Señor…
—Taita cura, pero ¿qué haremos?…
—Obedeced los altos designios de Dios y tened fe, mi ministerio no me permite aconsejaros de otro modo. Orad y confiad en su espíritu misericordioso… El bendito San Isidro vela especialmente por la comunidad. No lo olvidéis…
El señor cura Mestas tenía el índice y los ojos levantados hacia el cielo.
—Cumplid los mandamientos, que son mandamientos de paz y amor…
—Taita cura, ¿y don Álvaro? ¿No debe cumplir también él? Él es también cristiano…
El señor cura les clavó los ojos.
—Eso no nos toca juzgar a nosotros. Si don Álvaro peca, Dios le tomará cuentas a su tiempo… Idos en paz, buena gente, y que la fe os ilumine y haga que soportéis la prueba con resignación y espíritu cristiano.
Rosendo y Goyo se marcharon llevándose en el pecho un violento combate. Ellos habían tenido a Dios y a San Isidro como a protectores y defensores de los bienes de la tierra, de las cosechas, de los ganados, de la salud y el contento de los hombres.
Poco habían pensado en el Cielo, ciertamente. Y ahora estaban viendo, en último término, que sólo en el Cielo debían pensar. Sin embargo, no podían dejar de querer la tierra.
Cuando llegaron a Rumi se presentó ante Rosendo la madre de Augusto, la ardilosa y alharaquienta Eulalia.
—¿Volverá esta noche mi Augusto?
—No volverá esta noche —contestó Rosendo.
—¿Ónde lo mandaron? ¿Cuándo volverá?
—Cuando Dios quiera…
Eulalia se marchó gimiendo y lamentándose en alta voz, pero su marido, Abram, le salió al paso diciéndole que se callara. Eulalia sabía cómo pesaban las manos del domador y se calló.
Augusto Maqui caminó por la puna, fuera de las rutas frecuentadas, lentamente, haciendo tiempo… En las últimas horas de la tarde avistó la llanura de Umay y descendió a ella por una encañada muy abrupta, pero tan llena de pajonales y piedras que el bayo y su poncho no resaltaban. Ya en las inmediaciones del llano, metió el caballo en un matorral y allí lo amarró con soga corta. Él mismo permaneció junto al bayo, escondido mientras caía la noche. ¡Era tan hermosa la existencia! Hasta el canto del grillo le recordaba bellas horas. Él era joven, ellos eran jóvenes —¡dulce Marguicha!— y tenían derecho a vivir. Pero el abuelo le dijo: «Son penosos los deberes». ¡El buen viejo! A Augusto le parecía un buey que ha arado ancho. Cada uno debe hacer sus melgas y le tocaba a él ahora. La mujer suele dar y quitar valor. Como sea, es dulce. Por primera vez está metido en una tarea de esa laya. Por primera vez, también, desea un revólver. Si lo encuentran lo matan. Se le ha metido que si lo encuentran lo matan. Tiene solamente el machete a la cintura, colgando de su vaina de cuero… ¡Qué vale el machete frente al revólver o la carabina! Ahora le pesa inútilmente. Si lo encuentran lo matan. «Son penosos los deberes». Marguicha, Marguicha. Ya avanza la sombra, la pesada sombra, amiga del Fiero y de Nasha, del buey Mosco y el toro Choloque, de los campos fatigados y de los que buscan sus secretos…
Augusto salió a su encuentro y, cruzando entre matorrales de zarzas y yerbasantas, entró a un potrero. No se veía a cincuenta pasos. A un lado del potrero, o más bien partiéndolo, avanzaba un camino arbolado.
Los altos álamos se encajaban en la noche. Un tropel de caballos redobló a lo lejos. Augusto se tendió junto a un muro. Menos mal que la oscuridad se apretaba ya. Refulgía el cocuyo de un cigarrillo. Dos jinetes pasaron como sombras, deteniéndose al final de la alameda. No estaban a una cuadra del bayo y ni a diez pasos de Augusto.
—Apaga el pucho: pueden apuntar viéndolo…
—¿Crees? ¡Ellos no tienen ya ni escopetas y el Fiero Vásquez no creo que se meta! Son nerviosidades de la señora Leonor…
—Don Álvaro también dijo que hay que estar preparaos… Pásame la botella pa meterle un trago…
—Oigo un galope, lejos…
—Cierto…
La sombra era un bloque y Augusto sólo veía la luz del cigarrillo. Haciendo un gran esfuerzo pudo escuchar el rumor del galope. Esos hombres debían ser caporales indios o cholos. Sólo así se explicaba su magnífico oído. Bebieron el licor chasqueando la lengua y luego prepararon sus carabinas. Los cerrojos bien engrasados traquetearon fácilmente. Crecía el rumor. Avanzaban unos seis u ocho caballos haciendo crepitar los minutos. Ya estaban muy cerca.
—¡Alto! —gritó uno de los centinelas.
El tropel siguió avanzando.
—¡Alto! —volvió a gritar y un tiro encendió su llama detonante y zumbó taladrando la noche.
El tropel se detuvo.
—¿Quién?
—Gente de Umay…
—¿Quién?
—Méndez…
Uno de los centinelas galopó al encuentro del grupo. Sonaron risas y luego avanzó de nuevo el tropel, hasta toparse con el que aguardaba.
—Vaya, cholo Méndez, ¿por qué no paraban? Tómate un trago…
—¡Están ejecutivos ustedes!
—Son órdenes. ¿Cuántos vienen?
—Siete, pue el pobre Roncador está muy mal.
—¿Ronca mucho?
—Ojalá, lo han quebrao.
—¿Quebrao?
—El otro día un indio lo empujó por unas peñas, cuando iban a revisar la toma de agua. ¡Está muy levantada esa indiada de Huarca!
—¡Bala, pa que aprendan a respetar! ¿Qué le han hecho al indio?
—Matalo habría sido, pero fugó…
—De buscalo era, si no tuviéramos tanto que hacer…
Los recién llegados habían secado ya la botella, según dijeron. Continuó entonces la marcha, rumorosa de cascos y palabras. Éstas se escuchaban confusamente. Augusto resolvió seguir a los jinetes, caminando junto a la tapia del potrero, que así, revueltos sus pasos entre los de la cabalgata, no serían escuchados por los perros que guardaban Umay. Saltó varias pircas que dividían los campos según los pastos y las sementeras, y cuando los jinetes traspusieron la tranquera, él se metió a un huerto. Era un duraznal de grato olor. En la fragancia, también se percibían limones. Sentía hambre y comió algunos duraznos. No tenía tanto temor, pues la hacienda estaba llena de relinchos y gritos y nadie lo percibiría. De más abajo salió un canto. Fue hacia allá caminando junto al muro del huerto. Vio una sala alumbrada por una linterna de ancho tubo. Los caporales recién llegados comían unos en la mesa y otros de pie, conversando con los residentes. El cantor, medio borracho, trataba de entonar un yaraví. Ninguna palabra se podía escuchar claramente. Augusto pensaba que acaso nada más sacaría. El tiempo pasaba. El hombre del canto se calló para beber y después lo reinició con más vacilaciones de ebrio. Dos caporales salieron al corredor, conversando, y después de echar un vistazo hacia el huerto avanzaron, al parecer, hacia donde Augusto se hallaba. Se le heló la sangre. ¿Correr? Lo habrían sentido los perros. Encogerse. Se acuclilló y los hombres llegaron hasta el muro, lo bordearon un tanto con duros pasos de botas chaveteadas y se detuvieron. A sus anchos sombreros llegaba la vaga luz de la linterna lejana.
—Oye, Méndez, no hay que estar hablando mucho delante de ese que canta. Parece que se hace el borracho pa escuchar mejor sin que naides sospeche. Don Álvaro dice que los indios saben cosas y habrá algún espía dentro de los pongos o los caporales. Viendo y viendo, el más sospechoso ha resultado ese caporal. Cayó po acá diciendo que venía de las minas de Pataz. Como don Álvaro va a poner trabajo en una mina, lo contrató… ¡Es malazo y parece que le apesta la vida! Quién sabe si es de la pandilla del Fiero Vásquez…
Augusto reconoció la voz de uno de los centinelas. El llamado Méndez dijo:
—¡Quemarme la sangre estos perros! ¿Po qué lo consienten? Debíamos meterles un tiro…
—Es que se sospecha no má… No se sabe de fijo. Como es voluntario pa la bala, aura puede hacer falta en la toma de posesión de Rumi…
—¿Y cuándo es?
—El 14. Con ustedes que han llegao y otros que vendrán más tarde o mañana o pasao, de todas las reparticiones, completamos veinte. El subprefecto vendrá con veinte gendarmes. No creo que los indios hagan nada, pero por si el Fiero se meta…
—¿Y por qué no lo cazan al Fiero?
—¿Los gendarmes? Le tienen ganas, po lo mucho que se burla de ellos, pero tamién le tiene miedo. Y son pocos pa él y su banda. Sería necesario que venga tropa de ejército, pero eso es otra cosa. El Fiero ayudó pa la senaduría de don Humberto del Campo y Barroso. ¿Te suena el apellido? Cuando su candidatura, don Humberto avisó que venía al pueblo y corrió la voz de que sus enemigos lo iban a emboscar y matar. Sus partidarios le mandaron al Fiero, con quince de sus hombres escogiditos… Ellos lo acompañaron y ¿quién le hizo nada? Ahí está la cosa… Tovía se atreve hasta con don Álvaro, con quien naides puede en la provincia, salvo esos Córdovas que ya caerán…
—El caso es que Rumi…
—Será de don Álvaro. El Fiero tendrá cuando mucho veinte hombres, algunos mal armados, y nosotros seremos cuarenta…
—Pero tienen buen punto.
—Con todo, los haremos zumbar.
—¿Y cómo saben que el Fiero puede meterse?
—El Mágico le sonsacó a uno de la pandilla. Pero Rumi caerá y dile a tu gente que cuidao con ése… ¿No ves? Ahora bebe pa dárselas de borracho… Nada de hablar de los gendarmes y ninguna cosa…
—Pero, si es sospechoso, mejor sería no llevalo. ¿Si aprovechando la confusión le mete un tiro po la espalda a don Álvaro?
—Es lo que digo, habrá que decile al patrón…
—A lo mejor no es espía y pasa que hay indios fisgoneando po acá y po eso se sabe.
—No; se suelta a los perros y ¡son cuatro mastines! Aura están encadenaos pa que no vayan a morder a los caporales que llegan pero ya los soltaremos… Y también no creo que se animen después de la cueriza que se llevó un tal Mardoqueo. ¡Cien latigazos amarrao al eucalipto del patio!
—Será, pero yo propondría que salgamos todos a dar una batida por los laos de la hacienda… Ya se vería…
Augusto sintió que le hacía bulla el corazón. El caporal se quedó pensando en las palabras del otro, del recién llegado Méndez, y acaso porque no creyera en la presencia de espías o porque no quisiera recibir lecciones de nadie, pues él era nada menos que jefe de todos los caporales, respondió un poco irónicamente:
—Estás como la señora Leonor…, ja… ja… Ella cree que el Fiero va a venir pa acá mesmo. ¡Es cuando, con senador y todo, se gana una persecución con tropa de ejército! Vamos a metele un trago…, ja… ja… ¿Y tovía no acaba de cantar ese idiota?…
Los conversadores se dirigieron a la sala. Los otros caporales habían terminado de comer y se entretenían jugando a la baraja, salvo el ebrio que seguía desentonando con el mismo yaraví.
—¡Cállate! —gritó el jefe de caporales.
Los caballos estaban ya en los potreros, sonaba tal o cual llamada, crecía el silencio de la noche. Augusto consideró que era tiempo de irse y, sacándose las ojotas para pisar más calladamente, emprendió el regreso. Al saltar de nuevo la pared del huerto, desmoronose una fracción y duros terrones cayeron sonando. Palpitó la furia de un ladrido y de repente saltó el muro y cayó gruñendo sobre Augusto un perro amarillo. Lo esquivó el mozo y enseguida el perro, sin duda adiestrado, le saltó al cuello. Lo desvió con el brazo, mas los colmillos lograron prenderse del poncho y lo desgarraron. Fue el momento en que el machete cayó sobre el cuello y el can abatiose dando un punzante alarido. Todo había pasado en brevísimo tiempo. Sonaban gritos y carreras en la casona. La bronca voz de los mastines golpeaban la sombra.
—¡Suelten los mastines!
Augusto sintió que el cuerpo le pesaba, que se negaba a obedecerle, pero lo dominó y, con el entendimiento alumbrado por un súbito recuerdo, corrió a campo traviesa, pues la oscuridad lo favorecía, dando vueltas, entrecruzando sus rastros, llegando hasta el pie del muro y volviendo hacia el centro de los potreros. Estallaban tiros y silbaban las balas. La voz de los mastines no se oía ya. ¿Jadeaban a su espalda?
No, que los rastros entrecruzados los habían confundido. Su estratagema tuvo éxito y parecía que ladraba alguno por el huerto, rabioso y atolondrado. Los hombres también estaban por allí. Sin duda creían que el espía se hallaba oculto entre los árboles. Mientras tanto, Augusto llegaba ya al lugar donde escondió su caballo. Tuvo un repentino miedo de no encontrarlo. Pero ahí estaba, clareando en la sombra. Montó y partió, antes de que los perros rastrearan hacia el otro lado, por esa senda quebrada que trepaba a la puna. Ya estaba muy arriba cuando sintió que los perros ladraban en el fondo y los hombres tiraban contra él a ciegas. Las balas pasaban altas, perdidas. Luego podía venir por esa senda un nuevo grupo de caporales. Sin duda lo detendrían. ¿Qué podría decir, si esos tiros a su espalda lo hacían sospechoso? El buen bayo resoplaba tragándose la cuesta. Nadie venía, felizmente. En un momento más podrían abandonar la senda. Y llegó ese momento y el camino hacia Rumi se brindó por media puna, amable y llano, aunque estuviera batido por un furioso ventarrón que Augusto ni sentía. Amaneció cuando entraba a la comunidad. Augusto hizo ver a Rosendo el machete ensangrentado.
—El perro —explicó.
Enseguida se puso a contarle todo lo que había escuchado a los caporales. El viejo, entretanto, miraba el acero rojo y el poncho desgarrado. No formuló ningún comentario acerca de las noticias. Cuando Augusto terminó, le dijo:
—Te has portao bien. Vete a dormir y levántate pa la asamblea.
Augusto se fue a su casa y, sin escuchar el regaño de la madre, se derrumbó sobre el lecho. Marguicha llegó después, acercose silenciosamente y besó con amorosa mirada al hombre dormido.
A mediodía llegaron al caserío diez caporales a caballo. Cruzaron a galope tendido la Calle Real, a riesgo de atropellar a dos niños que escaparon por milagro, y entraron a la plaza lanzando gritos y disparos.
—¡Viva Amenábar!
Y descargas cerradas se perdían por los aires.
Se plantaron frente a la casa del acalde. Rosendo y los regidores estaban comentando las noticias. Ninguno se movió. Todos continuaron sentados.
—Tú, di, viejo imbécil, ¿quién fue a espiar?
—¿Pa que mandaste espiar anoche?
—Habla antes que te baliemos…
—Mi perro Trueno lo mataron.
—Di, so viejo bestia… Te matamos…
Rosendo callaba con tranquilidad. Los caporales, medio borrachos, no sabían qué actitud tomar ante ese despectivo silencio. Uno de ellos dijo:
—¿Quién mata muermos?
Echáronse a reír, encabritaron los caballos y, siempre vivando a Amenábar y soltando tiros, se fueron. Al cruzar la Calle Real decían:
—Hasta el 14…
—Hasta el 14…
El viento batía la amplia falda de sus sombreros de palma. Las carabinas brillaban al sol…
La asamblea se inició en las últimas horas de la tarde, cuando ya el sol tendía sobre la plaza la sombra de los eucaliptos que crecían junto a la capilla.
El alcalde y los regidores estaban sentados, en bancos de maguey, al filo del corredor de la casa del primero. Habían planeado construir un cabildo, después de la escuela, pero ahora no querían ni recordar el proyecto. Fueron llegando los comuneros —hombres, mujeres, niños—, y acuclillándose o sentándose sobre el suelo. Muchos se paraban formando una especie de óvalo que encerraba a los otros. Los niños no iban a hablar ni votar, pero se los llevaba para que oyeran y les fuera entrando el juicio.
Rosendo tenía la cara contraída en un gesto severo y triste y empuñaba con la diestra su báculo de lloque. Parecía muy viejo. Tanto como un tronco batido por vendavales tenaces. Él mismo se sentía cansado. Los últimos tiempos lo habían azotado implacablemente, diezmando su cuerpo y estrujando su corazón. Los comuneros escrutaban la faz rugosa y encrespada sintiendo, unos, que había hecho todo lo posible y, otros, que sería difícil encontrar las palabras necesarias contra ese hombre.
Los asambleístas iban llegando y llegando, agolpándose, confundiéndose hasta formar una mancha pintada de rebozos, ponchos y pollerones. Y todos miraban a Rosendo, que permanecía callado y tranquilo, grave y apesadumbrado, hasta cierto punto solitario en su responsabilidad. Él fue siempre el mejor de todos por la justicia y la sabiduría y nadie pensaba que los regidores tuvieran que ver mucho en las grandes ocasiones…
A un lado de Rosendo estaba el guijarro Goyo Auca, al otro el gallardo y prudente Clemente Yacu, más acá el foráneo y discutido Porfirio Medrano, más allá el blanco y forzudo Artidoro Oteíza. Con ninguno podía compararse al alcalde. Y el alcalde, por su lado, miraba a su pueblo sin fijarse determinadamente en nadie, haciendo como que dejaba vagar los ojos. Ése era el pueblo comunero, indio y cholo, que algunos rostros blancos y claros emergían de entre el tumulto de caras cetrinas y algunas erizadas barbas negreaban rompiendo los lisos perfiles de la raza. Por ahí estaban Amaro Santos y Serapio Vargas, juntos, como que eran muy amigos. Hijos de montoneros, como Benito Castro, ausente, y Remigio Collantes, muerto, formaban en la comunidad al amparo de su ascendencia materna. Por otro lado estaban Paula y Casiana; la primera, mujer de Doroteo Quispe y ligada a Rumi por vínculo matrimonial, de igual modo que el regidor Medrano. De Casiana no se podía decir lo mismo, pero Rosendo hacía evolucionar ya el concepto de la integración comunal aduciendo falta de brazos. En realidad si la población de Rumi no había aumentado en los últimos tiempos con otros miembros extraños, se debía más a la persecución de los hacendados que al rechazo de los comuneros. Quedaban algunos reacios a la aceptación y no pasaría mucho rato sin que aprovecharan la crisis en favor de sus prejuicios. Miguel Panta se acurrucaba sin querer mostrarse. Él albergó al Mágico, ahora le pesaba, y sin tener nada que reprocharse conscientemente, hubiera preferido ser extraño al asunto. Augusto Maqui se colocó en el extremo fronterizo a Rosendo Maqui; el abuelo lo miró brevemente. Todos estaban aglomerados, por acá, por allá, formando sectores de parecer afín. Los que conocemos y los que no conocemos, que son los más, tan importantes acaso como los primeros. Ahí estaba el pueblo comunero, agrario y pastoril, hijo de la tierra, enraizado en ella durante siglos y que ahora sentía, como un árbol, el dramático estremecimiento del descuaje. Entre los que no conocemos todavía, mencionaremos ya a Eloy Condorumi. Es fácil verlo. Levanta sobre todos su estatura de dos metros y es tan ancho que ocupa el espacio de dos hombres. No tenía ninguna habilidad especial. Se distinguía solamente por su corpulencia y su fuerza y, en buenas cuentas, ni por eso. Jamás se preocupaba de ir en primer lugar en las faenas, tal hacía el ostentoso Goyo Auca, y disimulaba su tamaño sentándose a la puerta de su casa, horas de horas, sin hacer nada. Cuando se trataba de opinar tenía buen juicio, pero, en general, no hablaba. En ese momento, estaba con los brazos cruzados sobre el pecho y cubría su pequeña cabeza con un sombrero mal dispuesto y encarrujado. Mencionamos cierta vez a Chabela, pero debemos hacerlo de nuevo, pues en esa mujer madura y un tanto acabada no se podría sospechar a la muchacha bonita que forzó Silvino Castro. Ahí llega nuestro conocido Abram Maqui, que se sienta a los pies de su padre. Nicasio Maqui, el fabricante de cucharas, espíritu simple, avanzó también hasta donde Rosendo para obsequiarle una cuchara de palo de naranjo, delicadamente labrada y pulida. En su ingenuidad, esperaba reconfortar al padre en tan grave momento con esa humilde ofrenda de su cariño. Rosendo guardose la cuchara mirándolo con profunda ternura. Nicasio sonrió y fue a perderse entre la aglomeración. Integrándola debían encontrarse ya los otros hijos de Rosendo: Pancho, Evaristo y las mujeres. Es difícil verlos. A quien podemos distinguir con facilidad es a Mardoqueo. Muchos lo miran también. Está en el suelo, cerca de Abram Maqui. Continúa reconcentrado y sombrío, mascando su coca…
Pasa el tiempo. El sol alarga en el suelo sus trémulos árboles de sombra. Rosendo consulta algo con los regidores. En la asamblea se produce un movimiento y luego una rígida inmovilidad de expectación. Rosendo comienza a hablar.
Su voz es gruesa, un poco ronca, hasta monótona. Está relatando los trabajos del año, el aumento de los ganados, la cuantía de las cosechas. El año habría sido como otro cualquiera, o mejor, porque dio más bienes y había una escuela por terminar. Pero el juicio con Umay hace desestimarlo todo y la asamblea parece aguardar solamente, por él, la voz del alcalde.
Rosendo dijo por fin:
—Y aura, pueblo de Rumi, hablaré de la desgracia de la comunidá, de un juicio y una sentencia.
El silencio permitía escuchar el áspero rumor del follaje de los eucaliptos. Otro se oyó sobre las cabezas. Era un gran cóndor que pasaba trepidante de alas, volando hacia el ocaso. ¿Se trataba de un signo? Rosendo era político y expresó:
—Vemos ese cóndor y tenemos miedo poque todos pensamos aura en nuestra comunidá. Ha llegao un mal tiempo y queremos buscar señas. Cada uno piense como guste. Yo diré lo pasao y quiero que se resuelva entre todos lo que se hará.
El viejo alcalde se fue emocionando. La voz gruesa y ronca perdió su monotonía. A ratos se quebraba como en sollozo, por momentos se levantaba en una imprecación.
Así relató los trajines, las esperanzas y desesperanzas, las maldades y felonías, todas las incidencias que tuvieron lugar durante el juicio, para terminar por referirse a la sentencia y sus disposiciones. Terminó:
—Así, comuneros, han acabao las cosas. Se pelió todo lo que se pudo. Han ganao la plata y la maldá. Bismar Ruiz dijo que había juicio pa cien años y ha durao pocos meses. Muy luego crecen los expedientes cuando empapelan al pobre. Ya han visto que naides quiso declarar en nuestro favor y al que quiso lo encarcelaron. Amigos que recibimos con güena voluntá, como Zenobio García y el Mágico, se dieron vuelta por el interés. ¿Qué íbamos a hacer? Ningún otro defensor quiso encargarse. ¡Qué íbamos a hacer! Ha llegao la desgracia, no es la primera que les pasa a las comunidades. Ahora pregunto: ¿nos vamos pa la pampa aguachenta y las laderas pedregosas de Yanañahui o nos quedamos aquí? Si nos quedamos aquí, tendremos que trabajar pa Umay y ya se sabe cómo es la esclavitú esa. Aura pido a la asamblea su parecer sobre lo que se hará y también uno que diga si está malo lo que se ha hecho…
Rosendo calló. Su viejo pecho fatigado jadeaba levantando el poncho. Parecía como que nadie tuviera nada que decir. Unos a otros se miraban sin atreverse a hablar. Algunos nombres sonaban por lo bajo. Eran de los comuneros que más se habían distinguido comentando el juicio. ¿Se les terminó acaso el habla? Gravitaba sobre todos un dolor tremante y acaso las palabras fueran consideradas inútiles ya. Alguien carraspeó. Era Artemio Chauqui, un indio grueso y duro. Se agitó un poco. Al fin sacó una voz contenida para que no se hiciera grito:
—En mi casa se cuenta que mi bisagüelo anunció estos males. Y yo pregunto aura: ¿po qué no se hizo asamblea antes, cuando comenzó el juicio? Así se lo consideraba entre todos y no aura, cuando nada hay casi que hacer…
—Cierto…
—Cierto —aprobaron algunas voces. Y Chauqui siguió:
—Yo pregunto al alcalde y los regidores, ¿es que la voz de un comunero no vale?
Las voces de aprobación menudearon. «Cierto». «Que contesten». Parecía que todos querían hablar ahora. Más: que la asamblea estaba en contra de la directiva y ésta iba a caer fulminada. Goyo Auca irguió todo lo que pudo su pequeña estatura y preguntó a su vez:
—Creíamos que iba a durar más el juicio… Pero, aura que Artemio Chauqui quiere atacar, que diga ónde está lo mal que se llevó el juicio. Qué habría hecho él. ¿Qué habrías hecho vos, Artemio Chauqui?
Artemio Chauqui no contestó nada. Goyo Auca, alentado por ese silencio, insistió:
—Digan todos los que estaban gritando: ¿qué habrían hecho? Uno por uno, digan qué habrían hecho…
El silencio fue más completo aún. Y Goyo Auca, antes de sentarse, un poco despectivamente:
—Mal… está mal…; es muy fácil decir que está mal lo que otro hace, pero es apurao decir cómo lo debió hacer… ¿Quién dice?
La pregunta tuvo ya un carácter de jactancia, pues se notaba que nadie iba a contestar. De nuevo quedó el campo abierto. Jerónimo Cahua, el primero de todos en la caza y uno de los despojados de escopeta, dijo:
—Sobre irse, creo que no nos vayamos, y está pa no entregar la comida. Está pa defendela. Nadie nos podrá quitar si todos la defendemos con machetes, con piedras, con palos, más que sea arañando. Yo perdí mi escopeta, pero tengo mi honda…
Se produjo un gran barullo. La moción de Jerónimo tenía partidarios. También tenía enemigos. La visita de los caporales armados había hecho entrever la fuerza de Amenábar. Otros decían que debían comprarse armas con el dinero comunal que guardaba el alcalde. Alguien afirmaba que serían pocas y ya no había tiempo para eso. «El 14 es la diligencia». «Faltan sólo dos días». Una mujer, Casiana, abandonó en ese momento la asamblea. Cuando escuchó las palabras «dos días» comprendió de veras el peligro y su pensamiento voló hacia el Fiero Vásquez. Debía cumplir su orden. Ir a decirle lo que ocurría. Sin que nadie lo advirtiera, se escurrió blandamente y momentos después, llevando aún en los oídos el rumor de las discusiones, tomó el camino de El Alto. Mientras tanto, cuando se calmó un poco la algarada, Augusto Maqui dijo:
—Ayer noche jui a Umay. Puedo decirles, de seguro, que van a venir veinte caporales y veinte gendarmes bien armados de fusiles. ¿Qué son las hondas?…
Algunas voces siguieron incitando a la pelea. Porfirio Medrano se levantó:
—Yo he sido soldao, más que sea montonero. Es fácil decir aura: «honda, machetes». Ellos no se pondrán a nuestro lao pa que les demos. Tirarán desde lejos. Y después, ya se sabe cómo son: matarán hasta a nuestras mujeres y nuestros hijos…
Doroteo Quispe gritó:
—Llamemos a nuestro amigo el Fiero Vásquez, que tiene gente armada…
—Sí…, sí…
—Sí, llamemos…
Toda la asamblea se levantó como una ola. Rosendo Maqui descubrió su cabeza incorporándose con lentitud. Su mirada dura, que fulgía bajo las greñas blancas, impuso el silencio. Y entonces clamó:
—No… no… bien quisiera que venga, pero será más malo tovía. Será el fin de todos, de todos, de toda la comunidad. Unos morirán, otros serán llevaos a la cárcel y otros de peones. Si triunfamos, triunfaremos un mes, tres meses, seis meses… pero vendrá tropa y nos arrasará… Tovía podemos hacer güena la tierra de Yanañahui. La vida es de los que trabajan su tierra. Güena ha sido hasta aura la tierra. Ya no será lo mesmo po el pedrerío… Pero no será mala…
Los comuneros jamás habían dejado de pensar en la tierra y pudieron tener confianza o, por lo menos, pudieron esperar. Muchos admitieron la explicación de Rosendo como válida: tenían aún tierra y, aunque no era muy buena, se la podría cultivar. Amaban su vida, la vida agraria, y se resistían a perderla. Rosendo decía bien. Pero otros continuaron pidiendo resistencia. Uno gritó:
—¡Viejo cobarde!
En ese momento se hizo notar Evaristo Maqui, bastante borracho, gesticulando.
—¿Quién?, ¿quién insultó? Cuatro golpes conmigo ese desgraciao… Cuatro golpes…
Rosendo Maqui se incorporó de nuevo. Su hijo seguía vociferando con violentas contorsiones en la voz y los brazos ebrios. El viejo hizo una señal al corpulento Condorumi y éste, de una trompada en el mentón, derribó al vocinglero. Rosendo sentose con calma. Esta actitud confundió a los adversos. He allí que él imponía la compostura aun a su propio hijo y, por otro lado, se mostraba firme, sin que le importara un insulto, dispuesto a encarar todos los ataques. Los otros comuneros fueron ganados por un sentimiento de simpatía. Nadie dijo nada ya. Algunos señalaban al taciturno Mardoqueo pensando que apoyaría la resistencia. Él continuaba mascando su coca y mirando a todos como si no los viera. Entonces Rosendo dijo:
—Votaremos sobre esto, pue hay duda. Los que estén po la resistencia, que alcen el brazo…
Diez brazos se elevaron junto al de Jerónimo Cahua.
Después de cierta vacilación, algunos otros, desde diferentes lados, puntaron al cielo anubarrado en donde el crepúsculo comenzaba a dar anchos brochazos. No llegaron a veinte. Con gran sorpresa de todos, Mardoqueo se quedó inmóvil, sin apoyar a Jerónimo. ¿Qué le pasaría a Mardoqueo? Era muy dolorosa su actitud y ahora se volvía extraña. Si estaba enfadado, lo natural habría sido que quisiera resistir y pelear.
La asamblea continuó sin muchas incidencias. Algunos opinaron que debía esperarse que don Álvaro Amenábar especificara las condiciones de trabajo a cambio de las tierras y potreros. Los más se negaron. Cuando Augusto informó que el hacendado pondría en trabajo una mina, nadie se atrevió siquiera a argumentar. Un hombre práctico, llamado Ambrosio, expresó:
—Debemos irnos luego, antes que don Amenábar llegue y nos quiera mandar. Y también poque ya vendrán las lluvias y necesitaremos levantar nuestras casas con oportunidá.
Estos razonamientos acabaron de convencer. El éxodo comenzaría al día siguiente y se haría todo lo posible por terminarlo antes de la toma de posesión. En medio de todo, flotaba una impresión de gran desencanto. Ocurre a menudo que una resolución que se toma por mayoría no consigue convencer profundamente a la misma mayoría que la aprueba. Se había aceptado ya que no se resistiría, ahora se aceptaba la retirada y, sin embargo, se hubiera deseado otra cosa, una mejor resolución que no asomaba por ninguna parte. En este caso los asambleístas debían liberarse del peso de la propia responsabilidad echándole la culpa a alguien. Secretamente, como esas plantas del fondo de los estanques, fue creciendo de nuevo el sentimiento adverso a la directiva. Mientras tanto llegaba ya la noche, la sombra diluyó el color alegre de las paredes y cercenó el tallo de los árboles. La escuela destacaba aún los vértices sin techo de sus muros amarillos. Algunos comuneros llevaron leña y corteza de eucaliptos y encendieron grandes luminarias en torno a la asamblea. El fuego palpitó sobre los rostros e hizo danzar las sombras, al avivarse por un lado y otro. Se pudo ver menos hacia lo lejos. Tal vez solamente el trapecio de luz que brotaba de la capilla y, en lo alto, una gran estrella que comenzó a titilar. Los cerros habían desaparecido. Casiana, en ese momento, estaba ya muy arriba, llegando a las primeras estribaciones pétreas del Rumi. ¿Incendiábase el caserío? Vaciló un momento entre si volver o seguir, pero notó que las luminarias se mantenían en su mismo sitio y comprendió de qué se trataba. Siguió, pues, sin descansar, aunque la fatiga le golpeaba ya en los oídos con el propio ritmo de su sangre. Ella quería a la comunidad y deseaba salvarla. Hostil de guijas se volvía el camino para los pies desnudos, y el ventarrón que le batía el costado parecía sujetarla. Pero continuaba adelante, hacia arriba, recogiéndose un poco la vueluda pollera para no enredarse en ella por la empinada cuesta.
El alcalde, cuando la luz ardió con trazas de segura permanencia, habló de la elección de autoridades para el nuevo año. Se acostumbraba así y la asamblea, si estaba satisfecha del trabajo atestiguado por las cosechas y el rodeo, reelegía. A veces cambiaba a uno que otro regidor. Rosendo, como ya hemos visto, permaneció en el cargo de alcalde desde que lo asumió. Mas ahora, el creciente descontento trataba de derribarlo. La asamblea podía inclusive rectificarse, como pasa corrientemente. Se armó una trifulca de gestos y voces. «¡Que se vayan!». «¡Que salgan todos!». «¡Nueva gente se quiere!». «¡Que caigan!». «¡Porfirio Medrano que salga!». Otros los defendían. Las discusiones personales, las contradicciones y la grita habrían hecho honor a cualquiera de las cámaras legislativas que representan a los países civilizados. La oposición descubrió a su candidato. «¡Doroteo Quispe, alcalde!», sugirió alguien. Doroteo había opinado por llamar al Fiero Vásquez; había votado en favor de la resistencia. El descontento lo distinguía ahora por lo que la misma asamblea rechazó. «¡Sí, sí, Doroteo!». La gritería iba creciendo. Doroteo nada decía. Frunció su boca llevándola hasta la altura de la nariz y los ojuelos acechaban. Grueso y prieto, de hirsuta cerda, un tanto encorvado, parecía más que nunca un oso andino levantado sobre las patas traseras. «¡Doroteo, alcalde!». Rosendo lo miró con tranquilidad. Después dijo:
—Será güen alcalde Doroteo. A la votación…
Pero Doroteo pidió hablar:
—No puedo —dijo—. ¿Qué se les ocurre? Yo sé rezar algo y también de cultivo; de gobierno nadita entiendo. Así supiera gobernar, quien más sabe es Rosendo…
Los descontentos consideraron entonces su propia situación. Sin duda ellos, de ser lanzados como candidatos, habrían dicho lo mismo. La propia responsabilidad hace comprender mejor la ajena. No obstante, muchos continuaron gritando: «¡Que se vayan!». «¡No han valido!». «¡Que salga Medrano!». «¡Que caiga el viejo!». Una mujer avanzó hasta situarse al lado del alcalde. Era Chabela. Su cara tomó un gesto agresivo, que se acentuaba en las facciones relievadas en contraste de luz y sombra. Flotaba agitadamente el rebozo y luego aparecieron sus brazos descarnados.
—¿Quién lo hará mejor que Rosendo? Desde que tengo memoria lo veo cumpliendo lo bueno y evitando lo malo. Se ha güelto viejo en el servicio de la comunidá. Aura en estos tiempos, ha luchao, ha padecío más que todos po ser viejo, po ser alcalde, po ser autoridá, po ser güeno. Los otros viejos están sentaos en sus casas. Él jineteó un viaje tras otro. ¿A quién iba a hacer declarar si no querían? ¿A quién lo iba a obligar a defender si no querían? Leguas de leguas ha caminao po nuestro bien; desaires y malos modos ha padecío po el bien de todos. Aura mesmo, veanlo ahí, sentao y tranquilo, empuñando su bordón, esperando con paciencia y bien sereno que lo boten, porque él es güeno tamién cuando se trata de perdonar la ingratitú… Pero nadie lo botará. ¿Quién es el hombre de corazón cobarde que quiera desconocer y ofender? ¿Quién es la mujer que no lo mire como a un padre? Se quedará, se quedará en su puesto nuestro querido, nuestro güen viejo Rosendo…
Nadie hizo ningún comentario. Cuando la votación se produjo, una gran mayoría apoyó al querido alcalde y buen viejo Rosendo. También votó por él Mardoqueo. Rosendo se puso de pie y agradeció quitándose el sombrero. Su cabeza blanca fulgió un tanto enrojecida por las luminarias como las sienes del Urpillau por el sol del ocaso.
Los demás regidores fueron reelegidos también, después de alguna resistencia, a excepción de Porfirio Medrano. Era un extranjero asimilado, y unos porque desconfiaban de él y otros por esa simple circunstancia, lo atacaron con tesón. Encabezó el rechazo Artemio Chauqui. En vano trataron de defenderlo los jóvenes, encabezados por Augusto Maqui y Demetrio Sumallacta, que tenían mucho cariño por Juan Medrano. La mayoría de los comuneros, ganada por comentarios hábiles, aprobó, en son de prudencia cuando menos, la separación del foráneo. Porfirio supo perder y se retiró sencilla y tranquilamente del lugar que ocupaba. Chauqui fue lanzado como candidato a regidor. Los muchachos, que querían, de todos modos, asestarle un golpe, hicieron un gran esfuerzo consiguiendo elegir regidor al joven repuntero y gañán Antonio Huilca. Éste, antes de ocupar su asiento, palmeó con gran deferencia el hombro de Porfirio Medrano. Algunos hombres maduros comentaron acre y sabiamente que los jóvenes actuaban de modo más descabellado cada día.
El alcalde dio por terminada la asamblea, que se disolvió lentamente. Se sabía qué iba a hacerse y ello, sin eliminar la tristeza, daba por lo menos seguridad.
Rosendo pidió los regidores que se quedaran para disponer los detalles del traslado. A Porfirio le dijo, cuando éste se retiraba:
—Los turba la desgracia… paciencia…
—Paciencia —respondió Porfirio.
Al bajar del corredor quedó rodeado de su mujer, sus hijos y algunos amigos. Nada pudieron decirse y echáronse a andar lentamente.
Las luminarias brillaron todavía mucho tiempo alumbrando una asamblea de sombras.
Casiana llegó por fin a la meseta de Yanañahui. La noche estaba muy oscura y era difícil caminar. Abundaban las piedras y crecía junto a ellas un pajonal áspero. No podía ver el horizonte y los cerros aristados de El Alto, mas se orientó por el viento y, siempre dándole el hombro derecho, avanzó. Se sentía muy cansada y bien hubiera querido sentarse un momento, pero el deseo de encontrar al Fiero y su banda la mantenía en pie. Al principio le dolieron los pies en los guijarros de la peñolería de Rumi, pero después se hincharon, embotando su sensibilidad. Le zumbaban los oídos al escuchar su sangre y el viento. El corazón le retumbaba bajo los senos henchidos. Caminó mucho, viendo apenas por dónde debía avanzar. Y ya comenzaban los cerros de El Alto, rocosos y hostiles. Por suerte encontró un sendero y lo siguió. Apenas se distinguía su delgadez envuelta en sombra. Pero el sendero desapareció pronto y ella se quedó entre las rocas, sin saber hacia dónde tomar. Perdiendo la senda, le pareció estar más sola. ¡Si hubiera salido un poco la luna! Las estrellas eran escasas y el viento pegajoso y húmedo hablaba de una noche nublada. Continuó por una falda, al parecer muy escarpada, aunque ella no lograba ver el fondo. Las tinieblas se apretaban abajo formando un lóbrego abismo. Y Casiana tenía un instintivo miedo equilibrado por un valor hecho de fuerza y experiencia. En las zonas muy inclinadas se cogía de las salientes de las rocas o las ramas de los arbustos. Algunas espinas le punzaron las manos. Los pies comenzaron a dolerle de nuevo, y todo el cuerpo le pesaba extrañamente, y tenía miedo. Ya terminaba la falda felizmente. Se abrió una nueva planicie y más allá habría de seguro otra cadena de rocas. ¿Podría cruzarlas? Desesperaba de encontrar al Fiero. ¿Por qué se iba tan lejos? Y después cayó en cuenta de que era una zonza al preguntar por qué se iba tan lejos. Más de la medianoche sería acaso y ya terminaría la asamblea. Ella no vio en su vida más asamblea que ésa. ¿Qué acuerdo tomarían los comuneros?
Ah, llegaban de nuevo las peñas ariscas. Le pareció que avanzaron a su encuentro. Ahora la golpeaban en medio pecho. ¡Si al menos hubiera podido abrazarse a ellas para llorar! Tenía que treparlas y vencerlas rodeando las faldas. Y de nuevo subió y avanzó, y era muy fuerte el viento y ella estaba medio adormecida y atontada. Si el cansancio y el sueño la vencieran, seguramente se iba a helar. Se iba a helar, a quedar rígida, a morir. No se dejaría vencer ni por el cansancio ni por el sueño. El suelo era pedregoso a ratos, también rijoso, o erizado de arbustos punzantes. Bramaba el viento o si no aullaba como un perro furioso. Los arbustos trepidaban bajo su azote produciendo un rumor sordo y vasto, al que se mezclaba el silbido agudo de los pajonales. Casiana sentía que dentro de sus mismas entrañas se entrechocaban y repercutían todos esos rumores y sonidos formando una suerte de tormenta oculta. ¿Iba a perder la cabeza y rodar? Reunió sus fuerzas y siguió avanzando tercamente. ¿Por qué se había aventurado en la noche por ese terreno desconocido? Apenas lo había visto de lejos. Podría ser que estuviera caminando en sentido inverso al necesario o yéndose por un lado. Y el viento, y las rocas, y los arbustos, y los pajonales eran por todas partes idénticos, tenaces en su resistencia, prolongados y repetidos sabía Dios hasta dónde.
Avanzó y avanzó, abriendo los brazos como para sostenerse en un apoyo que no llegaba. Jamás en su vida había sentido ese cansancio, al que se aliaba un mareo que la ponía en peligro de caer, vez tras vez. Le dolían las espaldas ahora y las sienes le palpitaban como si fueran a abrirse. Pero quizá ya estaba cerca. Hubiera gritado, de no ser por ese viento que se llevaría su grito para ahogarlo entre todos los confusos rumores de las laderas y encañadas. Se puso a esperar una oportunidad y, en cierto momento, se decidió a dar un grito. ¿Fiero? ¡Qué iba a llamar por su apodo al marido! Recién ahora se daba cuenta de que no sabía su nombre. ¿Vásquez? No tenía la sonoridad necesaria. Llamaría a Valencio, pero ya el viento arreciaba de nuevo. Ya bramaba y aullaba. Entretanto seguía caminando. De pronto se extendió un quieto silencio y ella gritó: «Valencioooooo». Acaso le respondieron las peñas. ¿Un ladrido resonó a lo lejos? Sin duda era el viento que ya llegaba, terco, tenaz, cargado de distancias heladas, de inmensidades torvas y broncas. «Valenciooooo». Tal vez resultaría inútil su afán y ella seguramente estaba enferma porque se sentía muy débil y a cada rato encontrábase a punto de caer. «Valencioooo». Su voz misma se le antojaba extraña. «Valencioooooo».
La noche entera parecía indiferente a su llamado, a su desgracia, al dolor de ella y de todos. Nadie la escuchaba y ella caería y se helaría en esa gélida e inmensa noche. «Valencioooooo». ¿Ladraba el perro? No podía ya tenerse en pie. Un momento más y yacería para no levantarse. De veras tenía miedo de caer porque le parecía que ya no iba a poder ponerse en pie, que se quedaría ceñida a la tierra bajo la alta montaña de la noche. «Valenciociooo». Por su rostro corrieron gruesas lágrimas regándoselo de humedad y de frío, y cada vez más la cabeza vacilaba y ya se le escapaba hacia el suelo, presa de súbitos desvanecimientos. «Valenciooooo». «Valencioooooo». Sí, era un perro el que ladraba, parecía que estaba muy cerca. «Valenciooooooo». Un bulto oscuro se restregó contra sus polleras, dio un ladrido corto y regresó hacia las apretadas sombras. ¿Sería el perro de un pastor? ¿Acaso del mismo Valencio? Podía sentarse un poco, ahora que había sido descubierta por un ser vivo, aunque fuera un perro. «Valencioooooooo». Sentose y luego cayó de espaldas sobre la tierra. Estaba bien así, aunque pudiera morir. El viento pasaba sobre ella, y la tierra le hacía penetrar su frío hondo por toda la piel. El perro llegó de nuevo. A poco rodaron unos guijarros más allá. Casiana se incorporó llena de esperanza. «Valencio». Y respondió una gruesa y honda voz, voz de puna, conocida y querida voz. «Casiana». El perro acercó al hombre. Casiana se le prendió del cuello y lloró.
—Mucho he padecido. Me cansé mucho, como que me caía y tenía miedo de helarme, y morirme…
—Descansa, pue.
Era el mismo Valencio rudo y calmado, como que nada dijo ya. Sentose junto a la hermana y después de un momento se sacó el poncho y lo tendió a modo de lecho tras la espalda de ella.
—Descansa, pue —repitió.
Casiana tendiose y le palpó los brazos y el torso, sintiéndolos desnudos. Era el mismo Valencio de siempre. Sus manos tropezaron luego con un fusil tendido. No, ya no era el mismo Valencio.
—¿Está él?
—Se jue en viaje…
—¿Qué viaje?
—Viaje, pue…
—Qué pena, vengo a decirle que la comunidá va pa malo…
—¿Caporal? —preguntó Valencio.
—Más malo que caporal…
—Malo, entón…
Se quedaron callados. Casiana descansó largo rato. El perro estaba por allí, jadeando, y Valencio acuclillado con la cara metida entre los brazos. Después ordenó:
—Vamos.
—¿Pa ónde?
—Pa las cuevas.
Valencio fue por delante guiado por el perro. Ambos parecían conocer bien el terreno y Casiana, siguiéndolos, ya no tropezó con pedrones ni arbustos. Había descansado un poco y, aunque le dolían aún los pies molidos y las manos pinchadas, le era menos fatigoso caminar. El viento se calmó y una tenue claridad comenzó a bajar de los cielos. Amanecía rápidamente, como sucede en las alturas, y por todos los lugares planos comenzaron a verse los vidrios gélidos de la helada; en las hoyadas, arbustos achaparrados, y por aquí y por allá, en sitios altos y fríos, desafiando al viento, pajonales amarillos. Pero llegaba una altitud en que ya no existía sino la roca, fraccionada en mil picachos, pedrones y aristas, negros y rojinegros y azulencos. Valencio tomó por la falda de un cerro y la fue bordeando hasta que, en cierto momento, comenzó a trepar. Abajo, en una hoyada, se agrupaban algunos caballos. Había ahora senderos por la cuesta, huellas del trajín, una impresión, confusa pero no por eso menos cierta, de que existía vida humana en esos contornos. De repente, llegaron a una cueva. Casiana vio a la entrada un hombre emponchado y barbudo, de largos pelos que le cubrían las orejas, sentado junto a una hoguera donde preparaba algo en una olla de hierro.
—¿No te dije? —comentó—, era voz de mujer…
Valencio no le respondió y se puso a arreglar un lecho de pellones y frazadas. Casiana miraba tratando de captar el nuevo ambiente. El piso era terroso y las paredes y bóvedas de la caverna rijosas y a trechos humeadas. Hacia adentro veía oscuro, acaso por su falta de costumbre, pero alcanzaba a distinguir los primeros bultos formados por tarros, fardos y dos monturas. Ya estaba el lecho y Valencio la invitó a acostarse.
—Descansa, pue.
Los pellones dábanle mucha blandura y todo él olía al tabaco fuerte que fumaba el Fiero Vázquez. El hombre barbudo, tratando de paliar su rudeza y ser amable y cariñoso a base de diminutivos, prometió:
—Ya estará la sopita y tamién asaremos cecinitas…
Pero a Casiana la venció el sueño.
Despertó muy tarde, cuando el día estaba por terminar.
En el primer momento tuvo un acceso de miedo, pero enseguida se calmó viendo a Valencio a su lado. El hermano tenía la cara un poco más gruesa y la piel tal vez más oscura. Casiana pensó que quizá le parecía esto debido a que sus ojos aprendieron la piel blanca de los Oteíza y el cetrino claro de los indios de tierra templada. Pero el mismo hombre barbudo tenía la piel renegrida.
—¿Cuándo vendrá él? Me dijo que le avisara…
—Está lejos, pero aura lo llamaré.
—¿Podrás llamarle estando lejos?
—Con la candela.
El hombre barbudo pasó a Casiana un mate de sopa de harina y otro de cecinas asadas. En el momento que servía, ella se dio cuenta de que era manco.
—¿Sabe, ña Casianita? El jefe se jue de viaje, bien lejos, y dejó recomendao que si algo pasaba lo llamáramos con la candela. Aura subirá Valencio a prender la fogata en la punta de este cerro, que está medio separada de los otros y se verá bien.
—¿Y cuándo vendrá?
—Está lejos y el camino es muy quebrao. Si alcanza a ver la fogata, llegará mañana al oscurecer o quién sabe…
Casiana pensó que quizá todo estaba perdido.
Valencio hizo un gran tercio de leños y paja, se lo echó a la espalda sosteniéndolo con una cuerda, y partió. Casiana salió a verlo subir, pero ya llegaba la noche y el hombre curvado bajo el tercio, que trepaba casi a gatas por la escarpada cuesta, desapareció pronto entre los tumultuosos pedrones incrustados en la oscuridad.
Casiana volvió a sentarse al borde del lecho y aceptó la invitación de repetirse sopa y cecinas. La hoguera brillaba prodigando su grato calor y deteniendo la invasión de las sombras que, agolpadas en la boca, se empujaban pugnando por entrar a la cueva. A ratos las lenguas de fuego producían un leve rumor al alargarse y el barbón afirmaba que la candela estaba hablando y que algo iba a pasar.
—¿Y cómo se llama usté? —preguntó Casiana.
—¿Nombre? Me dicen el Manco…
Tenía la barba negra veteada de canas. Sus ojos grandes eran lentos y turbios. La nariz estaba desollada y la frente desaparecía bajo el ala gacha del sombrero. Acurrucado junto al fogón, el poncho le cubría todo el cuerpo y apenas asomaba un zapato gastado.
—Esta manquera me vino bien desgraciadamente. Fíjese, ña Casianita, que juimos pa un viaje, lejos, y la hacienda está encajonada en un valle caliente y un empleao nos vio y cortó camino pa avisar… Y nos recibieron muy bien preparaos, a balazos; y bien visto, no pudimos hacer nada. Yo saqué un tiro que me partió el güeso y no jue lo peor, poque tres murieron ahí mesmo. Heridos de raspetón había varios. Tuvimos que volvernos con la cabeza gacha po esa vez y extraviando caminos, como siempre, pa despistar. Y velay que me dolía mucho el brazo y se me jue hinchando. Unos decían que po el movimiento y otros que po la cólera que nos daba haber perdido, pue la cólera inflama las heridas según aseguran. Llegando pacá me curaron y yo gritaba y el brazo siguió malo y se jue negreando. Estaba podrido. Y uno, que es el que sabe cortar, y lo hace con una navaja de barba y un serrucho de obra fina, me dijo: «¿Qué quieres? ¿Podrirte todo o que te cortemos el brazo?». Yo no tenía muchas ganas de conservar la vida perra y no le respondí. Pero el jefe dijo: «Corten». Uno me apretó la cabeza entre las rodillas y tovía me la agarró de las quijadas y otros me pescaron el brazo güeno y las piernas. Entón el cortador dijo: «Sujeten» y comenzó a cortar. Y yo me retorcía y que bramaba y el bruto corta y corta como que era en cuerpo ajeno. Casi pierdo el sentido y cuando me soltaron ya no tenía brazo y estaba sudao como si hubiera corrido una legua. Me echaron pomadas y sané. Ese día los muy bandidos se jueron con mi brazo, riéndose, y le habían cavao sepoltura y colocao una crucecita como mero dijunto que juera. Una tempestá botó la cruz y yo no supe ónde quedó mi brazo… ¡Ah, ña Casianita, ese dolor es el recuerdo más malo de mi vida!
—¡El más malo! ¿Y no ha matao?
—Güeno, sí, tamién son malos recuerdos.
El Manco se quedó silencioso. Casiana esperaba que siguiera hablando.
—Usté seguro quiere que le cuente cómo me desgracié y lo demás… ¡Qué le voy a contar! Unos acostumbran arreglar las cosas bonito como pa hacer ver que son meros desgraciaos. Aquí nos conocemos todos y como no hay a quién caele en gracia con la bondá, se dice lo cierto. ¡Hay que oír maldades! Uno de los que parece verdá que mató por desgracia, es su marido. Pero él mesmo dice que el cuerpo se acostumbra a lo malo. Lo que me causa admiración es que manda a todos, hasta a los avezadazos y todos lo respetan y le temen. No faltará quien lo quiera matar entre la pandilla, si en especial le dio su golpe, pero tendrá que pensalo poque tamién hay aquí unos que lo quieren como a taita. Más allá están las cuevas de los demás. Él duerme aquí acompañao de yo y Valencio. Cuando nos separó pa dormir aquí, dijo: «Este Valencio es fiel y aura tovía es mi pariente: ya le he dicho. Y tú, Manco, tienes güen oído y sueño ligero y serás perro guardián. Y tamién, como eres manco, si te entra la ventolera de matarme lo pensarás dos veces debido a tu invalidez». Así venimos pa acá y a mí me gusta poque él nos convida tragos finos y tamién no estamos con algunos demasiado asquerosos que hay en las otras cuevas. Aura quedamos los dos, pa cuidar los caballos y tamién avisar con la candela si algo pasaba. Pero, lo que le decía, no me pregunte de mí poque soy un criminal asqueroso. Sólo Dios me perdonará si es que sabe perdonar. Y es lo que digo: Dios tiene que perdonar porque de lo contrario no juera Dios. ¿En qué se diferenciaría de la gente mala? Yo espero que pase así y creo en Dios. Otros no creen o creen demasiao. No pienso que Dios esté alministrando las cosas de la tierra; po eso hay tanta maldá. Estará arriba y aguardo vele la cara y que me perdone mis pecaos y me haga güeno.
El viento comenzó a mugir, pero a la cueva no llegaba.
—¿Y Valencio?
El Manco hizo un relato muy largo. En suma, dijo que cuando Valencio llegó con los dos comisionados, todos decían examinándolo: «Éste es un criminal feroz o un manso cordero». No resultó ni lo uno ni lo otro. Se le dio de comer y comió hasta cansarse. Luego, aburrido de las preguntas y la observación, salió de la caverna y se fue al campo. En la noche volvió, acostándose a la entrada. El Fiero Vásquez le habló al siguiente día para que cuidara los caballos y él aceptó. Pronto aprendió a manejarlos y a ensillar y montar. Hasta en pelo comenzó a galopar por los breñales, con gran asombro de todos, que lo consideraban un incapaz. Un día, uno de los bandoleros le quiso pegar y el Fiero lo defendió. Desde ese momento le fue muy adicto. Una vez, partieron todos en viaje y se quedaron, como ahora, el Manco y Valencio en la guarida. No precisamente en ésa, sino en otra, situada a veinte leguas de allí. El Manco le dijo: «Hay que cuidar de que no suba ningún extraño». Y le explicó de qué colores eran los uniformes. Valencio le preguntó: «¿Caporal?». Él creía que todo hombre malo era caporal. El Manco le respondió que sí. Un día se presentaron dos gendarmes. Valencio, escurriéndose entre las rocas, logró acercárseles como a veinte metros y tiró una piedra al que venía delante, dándole en la cabeza. Cayó al suelo violentamente y eso asustó al caballo que iba detrás. Se puso a corcovear y Valencio corrió hacia él llegando en momento en que el segundo gendarme caía también al suelo. Sacó su cuchillo y se abalanzó. «¡Valencio!», le gritó el Manco. El gendarme había perdido el rifle durante los corcovos y estaba a su merced. Valencio se quedó frente a él, cuchillo en mano, hasta que llegó el Manco. Éste le dijo que había que llevarlo a la cueva y amarrarlo en espera de la resolución del Fiero. Así lo hicieron. Después enterraron al otro gendarme, a quien la pedrada había partido el cráneo, y se adueñaron de dos excelentes caballos aperados y dos fusiles más excelentes todavía. El preso les dijo que los habían mandado a explorar esos lados en busca de bandidos para que saliera después un piquete a batirlos. A los pocos días llegó el Fiero con su gente. «Ustedes —le dijo— no dan cuartel, así es que prepárate a morir». El gendarme le suplicó: «No me mate, tengo mujer y cuatro hijos; pídame lo que quiera, pero no me mate». Entonces el Fiero le manifestó: «Si es así, cambia la cosa. Vete al pueblo y, cuando se preparen a salir contra nosotros, díselo a la señora Fulana, que tiene una chichería a la entrada del pueblo. Si me engañas, algún día nos hemos de ver». El gendarme se fue y al poco tiempo se vio que cumplía. El asunto es que el jefe se fijó en Valencio. «Ya que ha ganao su fusil, que aprenda a manejarlo», dispuso. Llegó a disparar muy bien. A todos les hacía gracia el ascenso del cuidador, menos al que le quiso pegar Habían quedado de enemigos y una hostilidad creciente los separaba y enfrentaba. Un día se insultaron. Y como el Fiero no quiere divisiones, mandó a los dos a traer los caballos. Fueron con sus cuchillos. Valencio volvió solo. Otra pelea más tuvo el mozo, con igual resultado, y desde entonces todo el mundo lo respetó. En los viajes era muy decidido, sobre todo cuando se trataba del ataque, pero resultaba un poco desprevenido en las fugas y por eso el Fiero prefería dejarlo. Cuando había que pelear con los gendarmes —caporales—, pocos lo aventajaban, pues adquirió una puntería pasmosa…
Casiana escuchó el sencillo relato entre exaltada, admirada y estupefacta. ¿Así que Valencio era capaz de todas esas cosas? Ya lo suponía por lo que le oyó decir al Fiero, pero la narración del Manco le hizo comprender en toda su amplitud la vida que su hermano llevaba ahora.
—Ya estará encendiendo la candela —dijo el Manco— y ojalá el ventarrón no le dé mucho trabajo… Hasta que la llama crece, la apaga en vez de avivala…
La noche estaba tan negra como la anterior y soplaba el mismo viento bravo.
A la cueva no llegaba, pues las rocas opuestas a él lo contenían, haciéndolo rezongar con pertinaz desvelo.
—¿Comemos ya, ña Casianita?
—Güeno.
El Manco había sancochado papas para dar variedad a la comida, que se repetía en cuanto a la sopa y las cecinas. Después del yantar, dijo con su experiencia de hombre trabajado:
—Descanse, que pa descansar hay que hacelo dos veces.
Casiana se encogió en su lecho y la llama de la hoguera fue dejada a su suerte. Pronto se terminaron los ya exiguos leños y solamente quedó el resplandor de las brasas. El hombre arregló sus cobijas y se tendió. Casiana tenía miedo. ¿Y si ese criminal asqueroso le hacía algo? Pero pasaban los minutos y el hombre no daba ninguna señal de inquietud. Casiana se fue tranquilizando y un sueño cada vez más pesado la envolvió hasta sumergirla en una completa paz. El hombre, entretanto, pensaba en Casiana o mejor dicho la deseaba. Al resplandor de las brasas se veía el perfil de su cuerpo, la curva amplia y voluptuosa de la cadera, la espalda ancha, la mata del cabello. Estaba de costado, de cara a la pared de la caverna. Respiraba lentamente y el hombre, al pensar que se había dormido ya, la deseaba más todavía. Ese retiro al sueño le acicateó el deseo de posesión. ¡Pero Valencio! ¡Pero el Fiero Vásquez! Lo matarían. O tendría que matarlos primero. Y él era manco y no parecía muy seguro de que ocurriera así. No tenía revólver y con puñal cambia la cosa. Pero la mujer acaso no iba a permitir, pues debía querer al Fiero, y entonces tendría que dominarla. La mujer era fuerte, se veía, y con un solo brazo no la podría sujetar. Qué inmensa desgracia la de ser manco. La mujer llenaba y vaciaba el aire de su pecho, de ese pecho de relieve incitante, que él había contemplado durante todo el día. Mas estaba seguro de que no iba a permitir y tampoco la podría dominar. Quizá amenazándola de muerte, pero entonces, ¿no se lo diría a Valencio y al Fiero? Su sexo le dolía y lo torturaba. Por su cuerpo corría una llama roja que comenzó a fustigarlo y hacerle dar vueltas en el lecho. Ella seguía dormida, extraña a su mudo reclamo, a la angustiada espera de su carne, a la vigilancia enconada de su sexo despierto. La odiaba y la deseaba. La cadera henchía su amplitud propicia y sin embargo negada para él, que era un desgraciado, acaso el más desgraciado de todos, manco y sin poder tomar, así fuera a malas, su presa de voluptuosidad, de ese goce entrañable que hace del hombre un ser eternamente vencido y vencedor.
Si él consiguiera expresar todas estas cosas. Si Casiana le pudiera entender. Ella se negaría y, a lo peor, se ponía a dar gritos llamando a Valencio. El perro se había marchado con Valencio. Tendría que matarla, que matarlos acaso. Y al Fiero también, No era hombre de torturas el Fiero, pero podía comenzar con él ahora. ¡Forzarle o matarle la mujer! Era mucho. Él había dicho, precisamente, que no llevaba mujer para sufrir igual que todos. Por eso les daba licencia cada quince días, cada mes. Los bandidos tenían sus mujeres por los poblachos, por las haciendas. El Manco no aprovechaba la licencia porque no tenía mujer. ¿Quién iba a querer a un manco? Sobraban hombres enteros para abrazarse y amarse. Ya no lo llevaban a los asaltos por inútil y no tenía oportunidad ni siquiera de amedrentar a una mujer. Y la mujer era una buena cosa que encerraba en su entraña una torrencial alegría. Ella continuaba durmiendo y hubiera querido despertarla bajo el dominio de su brazo y poseerla y huir. Pero no, no podría dominarla. Y cada vez más la idea de Valencio y el Fiero se borraba, desaparecía y sólo quedaba el hecho de un cuerpo de mujer y de su salvaje y neto deseo, de ese anhelo metido en la carne como una llama fustigante, alerta, ávida. Si le oponía resistencia tendría que amedrentarla. Sacó su cuchillo y comenzó a resbalarse: ¡Qué largo era el tiempo de la espera! Ya sentía más próxima su respiración. Mas en ese mismo largo tiempo un ruido sordo, repetido, se arrastró cerro abajo y pasó junto a la cueva y se perdió en el fondo. Era una galga. Sin duda Valencio pisó una piedra floja y la desprendió. Ya venía, pues. Quién sabe se encontraba muy arriba todavía. Acaso. Pero la nueva impresión se había cruzado en el camino de las anteriores, amortiguándolas. Ahora surgían de nuevo las figuras vengadoras de Valencio y el Fiero. Y sobre todo, la duda de no poder dominarla y perderlo todo sin haber logrado nada. Presa de una súbita resolución, el Manco guardó el cuchillo y salió de la cueva. El viento le golpeó el cuerpo y se fue calmando. Ahora le parecía ya que estuvo a punto de cometer una locura. Pero tampoco deseaba volver a la caverna mientras no llegara el hermano; temía, odiaba y deseaba aún el cuerpo dormido frente a su soledad. Al poco rato llegó Valencio.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó extrañado.
—Como rodó una piedra, salí a ver si te pasaba algo.
—Nada —terminó Valencio.
Y ambos, seguidos del perro, entraron a la cueva.
Durante toda la tarde del día siguiente esperaron al Fiero Vásquez. No llegó. Casiana, mientras tanto, aprovechando la autoridad que le daba ser la mujer del Fiero, o por lo menos una de ellas, revisó sus cosas y se puso a zurcir la ropa vieja y a pegar botones, con una aguja que llevaba prendida en la copa del sombrero e hilo que encontró por allí. No había muchas cosas más de las que vio la primera madrugada. Salvo otros fardos y algunas mantas colocadas sobre ellos. Y un largo baúl forrado en cuero, al que Casiana imaginó muy rico y en todo caso muy misterioso. Valencio le dijo:
—No hay plata…
Y el Manco aclaró:
—Ña Casianita, la plata se la guarda onde no haiga ladrones…
La noche iba pasando también y el Fiero no llegaba. Mantuvieron el fuego hasta muy tarde, esperándolo, y nada daba razón del más remoto galope. El perro oteaba inútilmente incitado por Valencio. Casiana tenía pena y decía una vez más a sus acompañantes que la comunidad estaba en peligro y que ella había ido a decírselo al Fiero, quien se lo recomendó de modo especial.
—Ojalá llegue —exclamó el Manco.
La candela seguía hablando. Iban a apagarla ya, pero la mujer pidió aguardar un momento más. Sería la medianoche cuando el perro se inquietó y ladró. A poco escuchose el rumor de bestias al galope. En un momento más sonaron pisadas, relinchos y voces al pie del cerro. Ya estaban ahí. A Casiana le brincaba el corazón. Valencio y el Manco bajaron a encontrar a su jefe, quien, noticiado de la presencia de Casiana, trepó la pendiente a grandes zancadas.
—¡Casiana!
Se abrazaron. El Fiero preguntó por la comunidad y Casiana le refirió lo que sabía.
—Así que dos días… ayer, hoy… mañana sería la cosa…
—Sí.
—Mañana es catorce.
—Eso, pal catorce dijieron…
—¿Y piensan resistir? Doroteo…
—Los dejé en asamblea. Doroteo y Jerónimo y otros hablaron desde antes para resistir y pensaron llamarte…
El Fiero bajó y se puso a dar órdenes a su gente. Casiana no escuchaba bien las palabras, pero sí el acento. Era el acento del mando, el claro y autoritario acento que distinguía al Fiero de los demás hombres.
Luego subió acompañado de Valencio.
—Casiana, saldremos temprano. Hay que descansar los caballos y dales de comer un poco. Hemos caminao un día y este pedazo de la noche… Nos faltan caballos, tenemos pa cambiar sólo a los más remataos…
Abrió el baúl y se puso a sacar fusiles y balas. Ahí estaba el Fiero, negro de vestiduras y con un galope de quince leguas metido en el cuerpo, pensando ayudar a los comuneros.
—Hay que cambiar los fusiles que ya no valen mucho y repartir más municiones.
Después llamó al Manco a grandes gritos. Cuando éste apareció, le dijo:
—¿Quieres ir vos también? No puedes apuntar, pero peliarás con machete si se trata de hacer una atacada…
—Güeno, jefe —respondió el Manco.
—Ensilla un caballo fresco, entón. Oye, ¿y qué dice la gente?
—Resuelta, y unos dicen que la bala es cosa de hombres y no de señoritas…
—Será una güena danza con caporales y gendarmes. Ándate y mete un poco de leña a la candela… ya me entiendes…
El Fiero y Valencio se pusieron a revisar los fusiles, terminando por colocarlos contra la pared. Luego, por cada hombre, contó el Fiero cien balas de máuser, de wínchester y malinger. Disponía de una surtida colección de armas esa banda perdida en las cresterías de los Andes. Abajo sonaban relinchos y gritos.
El Fiero extrajo de un fardo un par de zapatos relucientes que obsequió a Casiana, y luego bajó a la hoyada. Casiana se probó los zapatos y se veían muy bien brillando a la luz de la hoguera, pero el zonzo de Valencio nada decía… En esos momentos sí que resultaba zonzo Valencio, porque cualquiera se fija en unos zapatos tan bonitos y no en correas de montura que es lo que arreglaba. De abajo venían los ecos de la hermosa voz, profunda, autoritaria y cálida. Por último todo calló, como si se hubiera puesto a contemplar el nacimiento del día. Las prietas rocas fulgían con la luz creciente. Gritó el Fiero y Valencio, cogiendo los fusiles, salió al día. Luego subieron el mismo Valencio y el Manco, que se llevaron las dos monturas y caronas, y otros que se echaron las balas a los bolsillos o en una bolsa de cuero. A Casiana le parecieron muy feos y toscos. Por fin subió el mismo Fiero y dijo a Casiana: «Vamos». Tuvo que cogerla de la mano para que pudiera bajar por el pedregoso sendero, pues Casiana no estaba acostumbrada a los zapatos y resbalaba continuamente.
Montó el Fiero en su Tordo, el alto y fuerte caballo negro, y subió a Casiana sobre la cabezada de la montura. Los bandidos montaron también. La impresión de tosquedad y fealdad que produjeron a Casiana los que fueron a recoger las balas, aumentó viéndolos en conjunto. El Fiero Vásquez, con sus cicatrices, sus lacras y su ojo de pedernal, así con la faz desfigurada, tenía menos dramatismo en el rostro que esos hombres de cara íntegra, en la cual nada disimulaba los estragos de la intemperie, el odio y la angustia. Los ojos eran muy sombríos y turbios y arrugas profundas determinaban rictus de desesperanza, de fiereza, de embrutecimiento y amargura. Los que lucían barba escondían bajo ella algo de una tortura que asomaba a los ojos siempre. Todos tenían fusiles a la cabezada de la montura y estaban emponchados, menos el Manco, quien se había quitado el poncho y, jactándose de estar listo para entrar al combate, sujetaba la rienda con las muelas en tanto que con la diestra blandía un largo machete. La manga inútil de la camisa era agitada por el viento con cruel ironía.
—Valencio, reparte un trago —ordenó el Fiero.
Sin desmontar, Valencio sacó de su alforja dos botellas de aguardiente que pasaron de mano en mano y de boca en boca, hasta que fueron arrojadas por el aire y estallaron en mil pedazos sobre las piedras.
—¡Listos! —preguntó y ordenó la voz poderosa.
—Listos —respondieron varias.
El Fiero partió seguido de Valencio, y detrás se alinearon veinte hombres sombríos y resueltos. El sol les caía ya sobre las espaldas y toda la puna había surgido de la noche con sus enhiestas cimas oscuras y sus pajonales amarillos.
—Lo que me extraña —decía el Fiero sobre los oídos de Casiana, al mismo tiempo que le pasaba el brazo bajo los senos para sujetarla, pues el trote de Tordo era violento en el sendero lleno de altibajos—, lo que me extraña es que el juicio acabe tan luego. Uno que viene atrás al que le decimos el Abogao, pue ha estao tres veces en la cárcel, cuatro años en la Penitenciaría y sabe mucho de leyes, ése me estuvo hablando anoche. Dice que se ha podido apelar…
Casiana no entendía tales cosas y dijo, cambiando de tema:
—Pené mucho po estos cerros la otra noche. Casi me muero de cansancio y mareos…
—¿Mareos?
—Sí.
—¿Te ha pasao eso antes?
—No.
—Entón, a lo mejor estás preñada…
—Será…
Pero el pensamiento del Fiero volvió a sus preocupaciones del momento. Miró a sus hombres notando que algunos, debido al cansancio de los caballos, se retrasaban.
—¡Apuren! Hay que llegar luego —gritó.
Los bandidos, chicoteando a sus bestias, se acercaron pronto. Algunos se habían levantado el ala del sombrero, dando a su continente un aire de reto. Trepidaba la tierra bajo el trote violento.
Los comuneros padecieron todos los tormentos del éxodo. No era un dolor del entendimiento solamente. Su carne misma sufría al tener que abandonar una tierra donde gateó y creció, donde amó con el espíritu de la naturaleza al sembrar y procrear, donde había esperado morir y reposar en el panteón que guardaba los huesos de innumerables generaciones.
Durante dos días seguidos, hombres, mujeres y niños transportaron sus cosas del caserío a la meseta Yanañahui, sobre los propios hombros y ayudados por los caballos, los asnos y hasta por los bueyes y vacas, que llevaban atados sujetos a las cornamentas.
Esos días, los crepúsculos estuvieron muy rojos, y Nasha Suro dijo que presagiaban sangre.
El día 14, tomaron por última vez el yantar en torno a los fogones que sabían de su intimidad y después partieron llevándose los pocos bienes que faltaban trasladar: algunas ollas y mates, frazadas en envoltorios que remedaban vésperos, tal o cual gallina que no se dejó coger antes.
Por el caminejo en donde Rosendo encontró la culebra, se desenroscaba, para desaparecer entre las cresterías pétreas del Rumi, un largo cordón multicolor de ponchos y polleras. Un asno de amplia albarda transportaba la imagen de San Isidro, que iba de espaldas mirando al cielo, y otro la legendaria campana de nítida voz. Al descenderla había caído violentamente, resonando con lúgubre tañido. Era ésa una extraña procesión, silenciosa y apesadumbrada, en que los fieles volvían vez tras vez la cabeza para mirar el caserío amado. Las casas parecían invitarlos a regresar, lo mismo que las pequeñas parcelas sembradas de hortalizas, y la capilla abierta, y la escuela de muros desnudos que clamaban por techo.
Todo llamaba al comunero: los rastrojos de las chacras de trigo y maíz, y el cerro Peaña y los potreros, y la acequia que llevaba el agua, y los caminos solos y la plaza ancha, y la sombra de los eucaliptos. ¿Quién no tenía un recuerdo, muchos recuerdos queridos que correspondían también a un lugar, a aquella pirca, a esta pared, a ese herbazal, a aquel tronco? La vida entera se dio allí con la amplitud y la profundidad de la tierra y con la tierra se quedaba el pasado, porque la vida del hombre no es independiente de la tierra. ¡Y había que buscar en otra, alta y arisca, la nueva vida! El pensamiento lo explicaba: y mandaba, pero el corazón no podía sustraerse a la tristeza desgarrada y desgarrante del éxodo.
—¡Adiós!
Los ojos de las mujeres se cuajaban de lágrimas y la boca de los hombres de maldiciones. Los niños no comprendían claramente, pero veían la plaza en la cual solían jugar y llamar a la luna, y también tenían pena.
El caserío quedaba muy solitario ya y únicamente al pie de los eucaliptos, bajo la sombra, se agrupaban cinco jinetes: el alcalde y los cuatro regidores. Ellos también veían, y de modo más próximo, la patética tristeza de las casas vacías y los campos sin hombres ni animales. La tierra parecía muerta. El pueblo, el buen pueblo comunero, trepaba lenta y penosamente, llevándose sobre las espaldas, curvadas de pena y de cuesta, una historia tronchada y reacia a morir como los grandes árboles talados cuyas hojas ignoran durante un tiempo los estragos del hacha.
Ya había entrado el día cuando los últimos comuneros se perdieron entre las peñas del cerro Rumi y no pasó mucho rato sin que aparecieran, por la cuesta del camino al pueblo, el gamonal y su cohorte.
Don Álvaro hizo su entrada al caserío entre el subprefecto y el juez, lo seguían uno de sus hijos e Iñiguez y detrás, para sorpresa de los comuneros, estaba el propio Bismarck Ruiz con los gendarmes y caporales. La cabalgata avanzó a trote corto, llena de circunspección y dignidad.
Alcalde y regidores echaron a caminar, encontrándose con la comitiva en media plaza. Saludaron a las autoridades. Y don Álvaro:
—¿Por qué no me saludan, indios imbéciles, malcriados?
El hacendado lucía un valor rayano en la temeridad cuando a sus espaldas había gente armada. Y siguió:
—Ya estaba en conocimiento de su fuga al pedregal ese, dejando la tierra buena, para no trabajar. ¡Holgazanes, cretinos! A ver, señor juez, terminemos de una vez porque se me descompone la sangre…
En ese momento hizo su entrada triunfal Zenobio García, al galope, armado de carabina y seguido de dos jinetes que también la tenían. En su calidad de gobernador del distrito de Muncha, acudió a resguardar el orden durante la entrega. Al primero que saludó fue a don Álvaro Amenábar, pero éste, que se hallaba molesto debido a las seguridades, ahora fallidas, que le dio Zenobio de que los comuneros permanecerían en el caserío, no le contestó. Juez y subprefecto, adulando al hacendado, hicieron lo mismo cuando les dirigió los buenos días. El gobernador quiso tomar rápida venganza y saludó a los comuneros, pero ellos tampoco le contestaron. Iñiguez, Bismarck Ruiz y los caporales ahogaban irónicas risas.
—Vamos, señor juez, terminemos —volvió a decir don Álvaro.
El juez leyó, con voz solemne y todo lo clara que le permitía su garganta irritada por el viaje, una larga y farragosa acta. Bismarck Ruiz se había situado junto a los comuneros y la escuchaba preocupado de la exactitud, como se lo hacía notar a Rosendo dándoles tal o cual indicación en voz baja. Un círculo, entre azul y verde de gendarmes y gris de caporales, rodeaba a los notables.
La ceremonia llegó al ridículo cuando don Álvaro, en señal de dominio, tuvo que bajarse del caballo y revolcarse en el suelo. Lo hizo poniendo una cara seria y cómica y se levantó sacudiéndose el polvo que le maculaba la blancura del vestido.
Bismarck Ruiz firmó en nombre de los comuneros y ellos tomaron el camino a Yanañahui a trote largo. Zenobio García y sus hombres, que no sabían qué actitud adoptar ante esas gentes inusitadamente hurañas, se fueron también, aunque bastante mohínos y cabizbajos.
—¡Al fin terminamos con esto! —exclamó don Álvaro. Y estrechó la mano de su «defensor», el notable jurisconsulto Iñiguez, a quien correspondían ostensiblemente los laureles de la victoria.
Enseguida, dejando un poco de lado al subprefecto y al juez, que ya habían cumplido sus tareas, el hacendado llamó a Iñiguez y los dos jinetes salieron del caserío para detenerse en una eminencia.
—Ya ve usted —dijo don Álvaro, señalando los cerros que se alzaban al otro lado del río Ocros—, allí está la mina y ésa es la hacienda que quiero comprar. Si no me la venden habrá que litigar, pues unos pobres diablos no se van a oponer porque sí al progreso de la industria minera, que tiene tanto porvenir…
—¡Mucho, mucho porvenir! —exclamó Iñiguez.
—Y bien, ya le he dicho que necesito brazos. La indiada de esa hacienda es numerosa y como los dueños, los Mercado, no son gente que pare, me la venderán. Estos indios comuneros me han jugado una mala pasada, pero creo que no faltará medio de reducirlos…
—Justamente, ahora sobrarán esos medios.
—Mi amigo, seré poderoso y senador. Aunque por el momento, quisiera lanzar de diputado a Óscar para ir metiendo una cuña. Le veo muchas condiciones, pues este juicio me las ha revelado. Él supo darse maña para neutralizar a Bismarck Ruiz, a los otros tinterillos y aun al mismo Jacinto Prieto, a quien creía un hombre serio y encuentro un chiflado. ¿No le parece que Óscar tiene condiciones para diputado? Además, toma sus copitas, es sociable y ameno charlador y hasta podrá pronunciar buenos discursos…
—Efectivamente, ¡tiene muchas condiciones! —exclamó de nuevo Iñiguez.
Entretanto, el Fiero Vásquez y su gente pasaron los cerros de El Alto y al avistar la meseta de Yanañahui comprendieron que la situación era completamente distinta de la que esperaban. Hombres y ganados estaban esparcidos por la llanura con esa confusión propia de las llegadas. Doroteo Quispe y algunos gritaron: «¡Ahí vienen!», corriendo hacia los jinetes. Al encontrarse, el Fiero bajó a Casiana ordenándole que se fuera donde Paula y entró a conversar sin más preámbulos con Doroteo. Las explicaciones fueron breves.
—¡Vamos, puede que toavía no sea la entrega!
—Vamos.
Tras la cabalgata marchaban Doroteo Quispe, Jerónimo Cahua, Artemio Chauqui y diez más. Tenían sus machetes y sus hondas. Porfirio Medrano se les unió armado de su viejo rifle. Cruzaron la meseta y surgieron sobre las breñas, perfilados por el sol, justicieros y tremendos, haciendo olvidar que hasta poco antes eran un puñado de hombres de oscuro destino. El Fiero se reprochaba íntimamente no haber llevado los pocos fusiles que le sobraban, y era que, por rutina, sólo pudo pensar en su banda. He allí que ahora iba a defender a su modo una causa de justicia. No tenía en la cabeza muchas explicaciones que darse. Recordaba solamente el dolor de su propia vida. ¡Ah, pero ahí estaban ya los mandones!
Detúvose a contemplar, y comuneros y jinetes se agruparon en torno suyo. «¡Vamos, vamos!», gritaba el Manco. Rosendo Maqui subía acompañado de los regidores. Fueron a su encuentro, galopando espectacularmente por el sendero angosto y pedregoso.
Abajo, gendarmes y caporales habían desmontado esparciéndose por la plaza. No faltaban los comentarios irónicos sobre la ausencia del Fiero Vásquez. Y el Fiero ya bajaba, al trote, y ya se detenía frente a Rosendo Maqui. En ese momento alguien dio la alarma en el caserío y todos montaron, preparándose para cualquier emergencia. El hacendado y el jurisconsulto, avisados por el ajetreo, regresaron precipitadamente de la loma donde se hallaban. Arriba, muy alto, en una saliente de roca, los jinetes recortaban sus rudas y confusas siluetas sobre el cielo. El Fiero Vásquez y Rosendo discutían.
—Pero ya entregamos, el mesmo Bismar Ruiz ha firmao po nosotros…
—¿Qué? Deben saber que ese perro los ha traicionado. Ahí viene el Abogao y él dice que pudo presentar apelación.
—Güeno, pero ponte que triunfáramos aura; vendrá tropa de línea y nos arrollará.
A las altas rocas del Rumi se había asomado la comunidad en masa a contemplar los acontecimientos.
Rosendo prosiguió:
—Matarán a toda esa gente y ya ha muerto mucho, mucho indio, inútilmente.
—No, Rosendo, no es inútilmente. La sangre llama a la sangre y el cuchillo corta a veces al que lo empuña si es que lo maneja mal…
—Será, pero aura no me comprometas. La asamblea acordó no resistir y yo cumplo…
El Manco, que había guardado el machete, manejaba a su caballo con la diestra, haciéndolo caracolear a pique de rodarse a la vez que gritaba, ebrio de coraje y jactancia: «¡Vamos, vamos!».
—Ey, Manco, serénate —ordenó el Fiero.
Y Rosendo:
—Vos me creerás cobarde. A veces se necesita más valor pa contener un golpe que pa dalo…
—No; ustedes tendrán sus razones y yo no voy a pelear si no quieren. No puedo exponerlos contra su gusto. ¿Qué dicen, regidores?
Goyo Auca respondió por todos:
—Lo mesmo que Rosendo…
Los caporales y soldados se abrieron formando una larga línea a lo largo de la Calle Real. Don Álvaro estaba con su hijo y con Iñiguez, detrás de los eucaliptos. Bismarck Ruiz y el juez se habían metido a la capilla. El subprefecto y el teniente de los gendarmes, en media plaza, miraban con un largavista, prestándoselo. La mancha negra del Fiero Vásquez aparecía clavada en el centro del anteojo.
—Ojalá bajen —decía el teniente—; esas filas nuestras están provocativas… Al asunto lo he metido en la casa del alcalde, con bestias y todo… Ahora están muy alto y lejos. Entre las peñas se nos escaparían…
Se notaban los ademanes que hacía el Fiero al discutir con Rosendo. Parecía que no iban a atacar. Al contrario, ya se marchaban.
Ciertamente, el Fiero terminó:
—Entón, vámonos pa que no crean que les preparamos algo…
Volvieron grupas y tomaron la cuesta de mala gana. El Manco iba al último vociferando que deseaba pelear solo. Algunos bandoleros comenzaron a reírse.
Una mujer corría, bajando por el sendero. Cuando estuvo más cerca se pudo oír que lloraba. Llegó al fin junto a Rosendo y dijo:
—¡Taita Rosendo!, ¿ónde está Mardoqueo? Creía que estaba contigo, pero no lo veo. Ayer se la pasó mascando su coca y más callao y agestao que los otros días. Po eso tengo miedo. ¿Ónde está? ¿No lo has visto? ¿No lo han visto?
Miró a todos, buscando a Mardoqueo. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas y frunció su cara morena en una mueca muy amarga. Los hombres tuvieron una súbita sospecha y miraron hacia abajo. Amenábar y su gente se iban también, seguramente para no forzar una situación de pelea. Por ningún lado podía verse a Mardoqueo. De repente, Antonio Huilca dijo: «Ahí está». Había un bulto oscuro, agazapado sobre una de las peñas que bordeaban el camino al entrar al arroyo Lombriz. Todavía era un poco ancha la ruta y marchaban por delante el subprefecto y varios gendarmes, más atrás dos caporales y enseguida don Álvaro e Iñiguez escoltados por los restantes. No sospechaban la presencia de un hombre solo entre esas peñas. Los que miraban comprendieron la intención de Mardoqueo. Delante de él había una gran piedra. Pero estaba muy lejos, así fuera sólo para gritarle. Su mujer, no obstante, se puso a llamarlo angustiosamente. «¡Mardoqueo! ¡Mardoqueo!». Eeeoooo…, eeeoooo…, repetían los cerros.
La gente de Amenábar seguía avanzando. El hacendado decía al defensor:
—¿Ya ve usted lo que son de flojos los indios?
—Tanto como los bandoleros. Apenas vieron la cosa seria, se regresaron. No se atreven sino con la pobre gente indefensa —sentenció Iñiguez.
—Óigalos usted ahora, esos gritos… Sin duda nos insultan y maldicen. La lengua es arma de cobardes…
—Cierto, mi señor…
El subprefecto y sus gendarmes cruzaron el arroyo haciendo crujir los pedruscos. Ya entraban a él los dos caporales. El hacendado e Iñiguez quedaron a pocos pasos de la peña. Ecee-oooo… eeeoooo… El bulto se movió. Al pie de él estaba ya el hacendado. Un rudo esfuerzo, y la gran piedra saltó de la peña al camino. El cráneo de Iñiguez sonó al golpe y el pedrón cayó al suelo entre caballo de éste y el de don Álvaro, que dieron una violenta estampida, corriendo luego hacia adelante La escolta se paralizó lanzando un «oh» largo al ver el salto gris de la piedra y la caída de Iñiguez, al sesgo. Dio en tierra casi junto a la roca, con el cráneo roto y manando sangre, exánime. El subprefecto y sus hombres voltearon al oír el grito, un caporal detuvo el caballo de Iñiguez que corría desbocado y don Álvaro logró también sujetar el suyo. Eee-oooo… eee-oooo… «¡Lo mataron con galga!», fue la voz que resonó entre los caporales y gendarmes. El subprefecto dio orden de trepar la cuesta y ya lo hacían, distinguiendo a Mardoqueo. Retumbaron los tiros y Mardoqueo corría entre las rocas y matorrales como si hubiera estado sorteando las balas, pues no era herido por ninguna. Eee-oooo… eee-ooo… De repente, cayó. Seguían los tiros. Pudo incorporarse y correr aún. Cojeaba. Tenía una pierna rota. Los comuneros de Doroteo Quispe y los bandidos del Fiero Vásquez rugían: «Vamos, vamos». «Nadie se mueva», gritó el Fiero. «Nadie», gritó Rosendo. Era que de un caballo habían bajado un trípode y ahora un arma nueva comenzaba a barrer la cuesta. Mardoqueo cayó. Ladraba la metralla levantando polvo al destrozar un muerto. Pero el Manco, sin ver ni saber, se había lanzado ya cuesta abajo, haciendo restallar injurias como latigazos, a todo el galope de su caballo. Casiana jamás habría sospechado que ese hombre era el inválido a quien vio sentado tranquilamente junto a una hoguera, por mucho que ahora la manga de su camisa, flotando al viento desde el hombro mutilado, parecía hacer señas.
La ametralladora se había silenciado ya. Al principio, la gente de Amenábar creyó que el jinete era tal vez un parlamentario. Mas cuando el Manco llegó a la Calle Real dio un feroz alarido y, cogiendo otra vez las riendas con las muelas, sacó su machete blandiéndolo luminosamente al sol. La ametralladora estaba sobre una peña y viró su cañón: «¡Fuego!», gritó el teniente. Una ráfaga de balas hizo rodar a caballo y jinete y se encarnizó un momento sobre ellos mientras el eco estremecía los cerros.
—¡La que nos tenían guardada! —dijo el Fiero.
Un silencio mortal, interrumpido solamente por los sollozos de la mujer de Mardoqueo, cayó sobre las breñas del Rumi.
La gente de Amenábar rehízo sus filas, el cadáver de Iñiguez fue amarrado de bruces sobre su caballo y prosiguió la marcha. Cuando la lenta cabalgata se perdió entrando a la puna, comuneros y bandidos bajaron a recoger sus muertos.