7
Juicio de linderos

Don Álvaro Amenábar y Roldán, señor de Umay, dueño de vidas y haciendas en veinte leguas a la redonda, bufó cuando un propio le llevó la noticia de alegato de Bismarck Ruiz y los altivos términos en que estaba concebido. Carta en mano, salió del escritorio al ancho corredor de la casona bordeada de arquerías, dando gritos de llamada a los pongos, pero inmediatamente recuperó la compostura, adoptando el aire severo del hombre importante a quien nada turba ni atemoriza. Mas sus gritos se habían escuchado ya y los pongos temblaron.

—Ensíllenme a Montonero y llamen a Braulio y Tomás para que me acompañen. Que vengan bien montados… ¡Luego!

Montonero era un caballo algo trotón, pero muy fuerte. Braulio y Tomás, dos caporales de los muchos que desempeñaban también el oficio de guardaespaldas y vivían con sus familias en las otras casas que formaban el gran cuadrilátero anguloso, blanco y rojo, de la casa-hacienda de Umay. Al pie del añoso eucalipto del patio, de ancho tallo de corteza agrietada y hojas verdiazules y rojizas, los pongos ensillaron y don Álvaro partió despidiéndose brevemente de su mujer y de sus hijos. En la portada de la hacienda, donde gemía pesadamente una tranquera de gruesas vigas, estaban Braulio y Tomás, dos hombres morenos y fuertes, a caballo y armados de carabinas. Salieron y fue un galope por un recto camino bordeado de dulces álamos, bajo un sol tibio y acariciador… En las faldas de los cerros que rodeaban la planicie, algunos bohíos de los colonos humeaban junto a unas chacras menguadas. Y los colonos, viendo a lo lejos el trío galopante, decían:

—Ahí va don Álvaro con dos guardaespaldas…

—¡Qué maldá irán a hacer!

El hacendado tenía fija la mirada en el camino y fijos en el juicio de linderos los pensamientos. Y ya abandonan la alameda y toman la quebrada senda que trepa a las alturas. Y la mirada se traga la senda y los pensamientos enrojecen la cara blanca hasta ensombrecerla.

Don Álvaro era hijo de don Gonzalo, hombre resuelto, que ganó Umay nadie sabía cómo, en un extraño juicio con un convento. Llegó cuando la hacienda consistía en la llanura vista y los cerros que la rodeaban. Después de un detenido examen de las herederas de las haciendas vecinas, se enamoró ciegamente de Paquita Roldán, heredera única, y se casó. Y los bienes de ambos fueron aumentando. Don Gonzalo era trabajador, inescrupuloso y hábil. A veces sabía soltar la mano llena de monedas y a veces ajustarla sobre la carabina. Umay creció, hacia el sur, arrollando haciendas, caseríos y comunidades. Creció hasta tropezar con los linderos de Morasbamba, hacienda de los Córdova. Don Gonzalo litigó por linderos y dio un primer zarpazo. No lo pudo sostener. Los Córdova eran también muy fuertes. Cuando don Gonzalo fue acompañado de su gente, el juez, el subprefecto y algunos gendarmes a tomar posesión, lo recibieron a tiros. La lucha duró, con intermitencias, dos años. El subprefecto, impotente para intervenir y ni siquiera reconvenir a los hacendados, pedía fuerzas y órdenes a la prefectura del departamento. El prefecto, que no se atrevía a desafiar por sí solo a los poderosos señores, pedía instrucciones a Lima. De Lima, donde los contendores contaban con muchas influencias ante ministros, senadores y diputados, nada respondían. Y en las cordilleras limítrofes de Umay y Morasbamba continuaban los asaltos y las muertes. Los Córdova importaron de España un tirador, excelente, oriundo de los Pirineos, y construyeron un fortín pétreo de acechantes troneras donde apostaron a su gente acaudillada por él. Don Gonzalo, hombre empecinado pero también práctico, cedió momentáneamente en una pelea que le restaba energías, reservándose el proyecto de entrar en plena «posesión de los bienes que la ley le concedía» para realizarlo en mejor oportunidad. Sería más fuerte y Lima tendría que estar de su lado. Y comenzó a expandirse hacia el norte. La muerte se lo llevó, pero su ambición, los planes de dominio y su rivalidad con los Córdova, heredolos íntegros don Álvaro. Pronto demostró que era hombre de garra y el avance prosiguió. Hasta que frente a uno de los sectores de su hacienda quedó Rumi, como una presa ingenua y desarmada.

Él, ocupado en otras conquistas, la desdeñó por espacio de largos años. Ahora, parecía haberle llegado su turno. Don Álvaro le entabló juicio de linderos.

El hacendado desmontó a la puerta de la casa del tinterillo Iñiguez, apodado Araña, suma y compendio de los rábulas de la capital de provincia. Tenía tercer año de derecho en la Universidad de Trujillo y esto le dio de primera intención una patente de eficacia que él se encargó de justificar con una ancha malla de legalismo. Al contrario de Bismarck Ruiz, su más cercano rival, era pequeño y magro. Torturado por tenaces dolencias, no podía gozar de los pueblerinos dones de la vida. Comía papillas, bebía aguas estomacales y su mujer languidecía. Iñiguez se la pasaba metido en su despacho, rodeado de legajos de papel sellado, en los que garrapateaba tercamente ayudado por dos amanuenses y de una densa neblina del tabaco acre que fumaba. Tenía la piel amarilla y más amarillos los bigotes lacios y los dedos nudosos a causa del cigarro. Pese a todo, su cabeza era un arsenal guerrero que se volvía temible dentro de su fortaleza de papel sellado.

El papel sellado es uno ancho y largo, a veces cruzado de esquina a esquina por una franja roja, y que ostenta en el ángulo superior izquierdo el escudo de la república peruana. ¡Bello escudo de simbólica nobleza, nunca como allí tan escarnecido! Formando legajos, rimeros, montañas a las que se llama atestados, expedientes, oficios, se encuentra papel sellado en todo el Perú. En los despachos de los abogados y tinterillos, en las escribanías, en los juzgados, en las reparticiones públicas, en los juzgados militares, en las oficinas de recaudación de impuestos, en los municipios, en la choza del pobre y en el palacio del millonario. «Presente usted un recurso en papel sellado», es la voz de orden. Desde Lima hasta el último rincón se extiende la nevada asfixiante. Puede faltar el pan, pero no el papel sellado. Es un mal nacional. Con códigos y en papel sellado se ha escrito parte de la tragedia del Perú. La otra parte se ha escrito con fusiles y con sangre. ¡La ley, el sagrado imperio de la ley! ¡El orden, el sagrado imperio del orden! El pueblo, como un francotirador extraviado en la tierra de nadie, recibió ataques desde ambos lados y cayó abatido siempre.

Iñiguez, el enredador, disparaba con taimada delicia desde su reducto de papel. Don Álvaro era hombre que sabía hacer elecciones.

A todo lo dicho, hay que agregar la circunstancia de que el tinterillo era hijo de un modesto terrateniente despojado por los Córdova. Cuando el padre fue lanzado a la miseria, tuvo que interrumpir los estudios universitarios y volver a su provincia. Iñiguez defendía, pues, con especial celo, al enemigo de sus enemigos. Sabía que Amenábar, si algún día triunfaba de sus poderosos rivales, no le iba a restituir lo suyo. Pero en la desgracia de los despojadores encontraría satisfacción la suya propia. Como lo sospechaba, don Álvaro no tardó en plantearle el caso. Tarde llegó ese día y pasó con el tinterillo a una de las habitaciones interiores de la casa polvorienta y callada.

—Oiga usted, Iñiguez —le dijo cuando estuvieron sentados frente a frente, con el acento del hombre que está acostumbrado a mandar—, el primer problema sería descartar a Bismarck Ruiz, cuya petulancia me ha indignado ciertamente. Pero éste es protegido de los Córdova y, así no lo fuera, ellos de todos modos me harían bulla en los diarios de la capital del departamento. ¿Qué me aconseja usted?…

—Je, je —rió el tinterillo, de cuerpo esmirriado y hundido entre grandes piernas y brazos flacos que le daban ciertamente un aspecto de arácnido—, sería bueno que el tal Bismarck se hiciera el tonto. Usted sabe quién es: un voluptuoso, un crapuloso… se podría conseguir… usted me comprende…

—Sí, se podría conseguir. Pero ese Ruiz me tiene inquina. ¿Y sabe por qué? Me echa la culpa de su postergación. Cuando comenzó a distinguirse como defensor, comenzó a querer trepar. Siempre ha sido un segundón con muchas ambiciones. Mi hijo Óscar, usted sabe lo tarambana que es, se hizo amigo suyo por lo de la chupa. Con eso creyó haber puesto una pica en Flandes. No, señor, que yo nunca lo invité a mis fiestas, ni lo dejé poner un pie en mi casa y tal ejemplo fue seguido por la gente de mi clase. Desde entonces me cogió inquina y yo me reía de él. Pero no hay enemigo chico, ya se ve, y ahora…

—Je, je. Usted sabe que está de rodillas ante esa desvergonzada de la Melba Cortez. Ella tiene de amigas a las Pimenteles. Su hijo Óscar es también amigo de ellas…

Don Álvaro se dio una palmada en la amplia frente.

—Tiene usted razón, mi amigo, por ese lado. Casualmente Óscar, poblano empedernido, está aquí. ¿Y en lo demás, qué haremos?

—Mi señor don Álvaro; yo le he dicho ya que se debía copar toda la comunidad. ¿A quién sirven esos indios ignorantes? Jurídicamente, se puede: hay base para la demanda…

—No, ya le he dicho que no. Debemos darle un aspecto de reivindicación de derechos y no de despojo. Yo pienso, igualmente, que esos indios ignorantes no sirven para nada al país, que deben caer en manos de los hombres de empresa, de los que hacen la grandeza de la patria. Pero Zenobio García me ha asegurado que en la parte que demando está lo mejor de Rumi. Arriba hay sólo piedras. Alegamos bien. Ellos trabajarán para mí, a condición de que les deje en su tierra, que es la tierra laborable. Yo necesito sus brazos para el trabajo en una mina de plata que he amparado a la otra orilla del río Ocros. Yo me pongo en contacto, tomando Rumi, con el lindero de la hacienda en la que está la mina. Tiene gente, colonos para el trabajo. Me venden esa hacienda o litigaré. Dando el golpe que usted quiere, resultaría casi escandaloso. Y, ¿sabe?, pienso presentar mi candidatura a senador y hay que evitar el escándalo. En la capital del departamento sale ahora un periodicucho llamado La Verdad, de esos papagayos indigenistas que se pasan atacando a la gente respetable como nosotros. Ahora me atacarán, pero apareceré dentro de la ley y podré defenderme. Si tomo toda la comunidad, así me ayude la ley, se pensará siempre en un despojo. Hay que guardar las apariencias en relación con mi candidatura. Con la comunidad y la hacienda vecina, además de la explotación del mineral, seré el hombre más poderoso de la provincia y uno de los más poderosos del departamento. Seré senador. Entonces, mi amigo, le tocará el turno a los Córdova. Yo no olvido… ¡Es una deuda sagrada que pagaré a la memoria de mi padre! Además, el Perú necesita de hombres de empresa, que hagan trabajar a la gente. ¿Qué se saca con humanitarismos de tres al cuarto? Trabajo y trabajo, y para que haya trabajo precisa que las masas dependan de hombres que las hagan trabajar…

—Ciertamente. Su resolución me parece más admirable considerando que usted es uno solo y los Córdova cuatro…

Don Álvaro, que se había estado exaltando con sus proyectos, dio señales de un quejumbroso abatimiento hablando de su familia.

—Sí, no he tenido suerte. Ahí tiene usted a mi hermano Ramiro. Desde el colegio dio pruebas de intelectualito y ha terminado de médico partero. ¿No le parece una degeneración? Elías, peor todavía. Doctor en Letras y profesor de Historia. Doctor en Letras. ¿Ha visto usted? Es lo que se llama afeminarse. Ya que quisieron tener profesiones liberales, debieron ser abogados y serlo de nota, ¡hacer temblar el Foro Nacional! ¿Mi hermana Luisa? ¡En París! Carta última de unas amigas dice que está empeñada en casarse con un príncipe italiano. Le mando tres mil soles mensuales y siempre se está quejando de pobreza. Ojalá no se case, que el príncipe debe ser un vividorcillo y pedirán más plata. Yo tengo mi abolengo, pero no confundo al hombre de títulos que los usa para dar lustre a su posición con el que los usa para vivir de ellos. Con mis hijos, he sido más afortunado. Fuera de Óscar, que ya está grande y no tiene compostura, a Fernando le gusta el campo, y las niñas son hogareñas y las casaré bien… ¡Y nada de estudios! Su quinto año de primaria y a formar su hogar las muchachas y los hombres al trabajo. Fue un error de mi padre el ilustrar demasiado a mis hermanos. Necesitamos hombres prácticos. A Pepito, que es el último de los varones, sí lo haré estudiar. Quiere ser abogado y ésa es una profesión de mucho campo, de mucho campo…

—¡Muy amplia es! —ratificó sesudamente Iñiguez.

—Bueno: me he dejado dominar por la confianza y el aprecio que le tengo, Iñiguez. También me llevo del dicho: Al abogado y al médico, la verdad. De todos modos, aquí hay fibra, pasta y uno contra cuatro o contra veinte Córdovas… Confío en usted.

Don Álvaro apretó los puños y tomó de nuevo su aire resuelto.

—Muy honrado quedo, mi don Álvaro. Ahora, permítame manifestarle que necesito gente para que declare. Ya hemos dicho que las tierras de Umay van hasta la llamada quebrada de Rumi. Ahora diremos, para explicar la presencia de los indios, que la comunidad usufructúa indebidamente las tierras suyas, debido a una tendenciosa modificación. Que se nombra Quebrada de Rumi a lo que realmente es arroyo Lombriz, con lo cual resulta que la comunidad ha ampliado sus tierras. Pondremos de testigos a varios vecinos de esos lugares. Diremos, además, que lo que ahora se llama arroyo Lombriz se llamaba antes arroyo Culebra y que la verdadera Quebrada de Rumi es la quebrada que se seca en verano y queda entre esas peñas que dan a Muncha. Nosotros pedimos las tierras hasta la llamada ahora Quebrada de Rumi que ha sido y es, en los títulos, arroyo Lombriz…

—Una excelente idea.

—Además, habrá que hacer destruir de noche los hitos que van del arroyo Lombriz a El Alto y decir que las tierras de la comunidad son las que quedan en torno a la laguna Yanañahui. Así damos el golpe de gracia… Yo he estudiado muy bien el expediente y por eso me demoré un poco en informarle. Quiero ahora los testigos…

Los grandes ojos de don Álvaro brillaban.

—Yo le mandaré a Zenobio García con su gente y al Mágico, que es un mercachifle que me ha servido bien siempre, dándome el aviso de más de veinte colonos fugitivos. Por cada uno, en realidad, le pago diez soles, pero me ha servido y se puede contar con él. Con García me entiendo hace tiempo. Ambos ya han estado actuando en relación con Rumi. No crea que me duermo. Con el subprefecto tenemos lista la toma… apenas el juez…

—¿Y el juez?

—De mi parte. Si a mí me debe el puesto. Yo moví influencias y lo hice nombrar a pesar de que ocupaba el segundo lugar en la terna.

Don Álvaro se frotó las manos, y el tinterillo pidió permiso para encender un cigarrillo. Lo obtuvo generosamente, que buena falta le hacía, y apuntó:

—Por eso es que le decía de la necesidad de captar a Bismarck Ruiz. Yo le he puesto allí un vigilante, de amanuense: un muchacho de buena letra que se le fue a ofrecer muy barato. Yo lo compenso… usted me entiende… No crea que los indios dejan de husmear algo… El otro día le mandaron uno con el informe de que usted parecía entenderse con Zenobio García y el Mágico. Ruiz les respondió que no temieran porque los anularía removiendo viejos asuntos que éstos tenían pendientes con la justicia… ¿Ya ve usted? Además, él podría apelar del fallo del juez… Los indios no saben nada de esto… si él hace el tonto y se queda callado…

—¡Indios espías! Déjelo a mi cargo, se arreglará. Y le enviaré lo más pronto a García y Contreras, con otros para que usted los aleccione bien…

—De acuerdo, mi señor don Álvaro.

—¿Y usted? ¿El precio de sus servicios? —dijo Amenábar sacando su cartera.

—Lo que le parezca, mi señor… Usted sabe que tengo además el gastito del vigilante de Ruiz…

Don Álvaro contó mil soles en anchos billetes azules que Iñiguez recibió con una sonrisa atenta. Caminaron hacia la puerta tomando acuerdos de detalle. Afuera estaban los guardaespaldas esperando y el hacendado cabalgó y se dirigió a la casa que tenía en el pueblo.

La noche caía lentamente y dos indios colgaban en las esquinas faroles hechos de hojalata y vidrios remendados con tiras de papel, que guardaban una vela de luz rojiza. Un ebrio, tambaleándose por media calle, agitaba los brazos y el poncho vivando a Piérola. Era el bohemio cantor y poeta popular conocido por el Loco Pierolista. Don Álvaro casi lo atropella y siguió sin hacer caso de los denuestos con que el Loco protestaba, pero uno de los matones, probando su celo, le dio al pasar un riendazo sancionador. Ya sabría vengarse el poeta mediante coplas de punzante intención. La casa más vetusta de las de dos pisos que rodeaban la plaza abrió sus portones lentos. Un ajetreo de pongos se sintió por los corredores y el patio. Don Álvaro entró contestando sumisos saludos.

En Rumi los animales seguían conviviendo con los hombres, salvo los asnos que, aprovechando la libertad, se fueron hacia su querencia de los valles cálidos del río Ocros. Cuatro pollinos lucientes y ágiles, de cuello erguido y mirada viva, pues todavía ignoraban el peso de la carga, quedaron en un corralón destinados a saberlo. En otros, diez indios se inclinaban sobre las ovejas haciendo rechinar gruesas tijeras de acero y el caserío se llenaba del olor acre de la trasquila. En otro, Clemente Oteíza y sus hombres efectuaban la hierra. Al centro flameaba la fogata donde la marca se encendía al rojo y cerca de ella se derribaba a la res por medio de sogas o de los brazos. Oteíza se lucía. Cogiendo de cacho y barba, es decir, del cuerno y la quijada, a la res —a veces un toro completamente formado y musculoso— le doblaba el cuello hasta hacerlo caer de costado. Era un duelo callado y emocionante en el que los músculos de hombre y animal se apelotonaban y las venas hinchábanse, tatuando la piel tensa. Derribada la res, la marca, tras un humeante chasquido, dejaba en el anca las letras C R, iniciales no de un hombre, sino de un pueblo: Comunidad de Rumi. En otro corralón, Abram Maqui, su hijo Augusto y otros amansadores realizaban la doma. Después de corcovear y resistirse durante varios días, ya comenzaban a trotar largo los potros. Rosendo iba de un corral a otro, aprobando en una ocasión, dando un buen consejo en otro, gobernando. Los comuneros que no entendían de labores especiales terminaban de cosechar las arvejas y las habas de las pequeñas chacras que espaldeaban las casas. A palos, en reducidas eras, rompían las vainas.

El ganado manso o de cría, pintando los rastrojos, la Calle Real y la plaza, holgaba simplemente. Algunas yeguas y vacas curiosas, paradas junto a las tranqueras, miraban con ojos sorprendidos las extrañas faenas de hierra y amansada. Los animales, remisos al principio, terminaban por ceder iniciando en compañía del hombre una vida fraternal. Y el sol duraba todo el día y la satisfacción día y noche.

Laurita Pimentel, después de una azarosa noche de baile, llegó derramando curvas espontáneas y deliberado entusiasmo hasta el lecho donde Melba Cortez saboreaba su ocio engreído.

—¿Te lo digo, te lo digo?

Melba se incorporó luciendo el pecho túrgido.

—¿Qué, qué cosa?

—Estupendo, hija, estupendo…

—A ver, a ver…

—Una gran oportunidad, formidable, hija…

—Pero dilo de una vez…

—Y todo, todo depende de ti…

—Dilo, que me tienes en ascuas…

Laurita sentose sobre el lecho, Melba se reclinó sobre muelles almohadas y la confidencia surgió blanda y acariciante, excitando deseos y pasiones.

Augusto Maqui, nutrido de triunfadora confianza, sacó hacia las alturas un potro recién domado. Por ese camino, más bien sendero, cruzó cierto día una sierpe agorera. No quería esforzar mucho al potro, pero éste siguió sin dar muestras de cansancio. Cuando el viento comenzó a silbar entre los pajonales y a rezongar entre las rocas, las miradas de Augusto, dirigidas hacia lo lejos, algo notaron. ¿Faltaba o sobraba? Faltaba. Los hitos de piedra que iban del comienzo del arroyo Lombriz a El Alto ya no estaban allí. Aguzó la vista, mirando y remirando. No estaban, ciertamente. Tiró riendas y trotó por la bajada a toda la velocidad, que podía el novato.

—Taita Rosendo, taita, han tumbao las señas de piedra; no están…

El alcalde se irguió con toda resolución:

—¡Comuneros!… ¡comuneros!… ¡vamos a componer los mojones!… ¡tal como estuvieron!… ¡vamos!… ¡vamos!…

—¡Vamos! —decían los comuneros decididamente.

Horas después, cien hombres afanosos recogían las piedras desperdigadas por un lado y otro y rehacían los hitos cónicos, desde el arroyo Lombriz hasta El Alto. Ellos ignoraban las argucias de la ley y con toda ingenuidad creían estar parando el golpe. Quedaba de igual altura cada hito, en su mismo lugar.

Mardoqueo era un indio simple como su trabajo, que consistía en tejer esteras y abanicos de totora segada en ciertos lados de la laguna Yanañahui. Las esteras formaban, según su tamaño, el piso de las habitaciones de los ricos o el primer estrato del lecho, completado con pieles de carnero y mantas, de los pobres. Los rústicos abanicos servían para avivar el fuego del fogón. Por ese tiempo estaba haciendo enormes esteras para el piso de la escuela. De rodillas junto a un voluminoso rimero de blanda totora, realizaba con tranquilidad y precisión su trabajo de entretejer las espadañas, y frente a él iba creciendo la liviana estera con verdeamarillentas reminiscencias de laguna. Rosendo se le acercó:

—¿Tienes esteras chicas y abanicos?

—Poco hay.

—Güeno, cárgalas en un burro y te vas pa Umay. Llegas a casa de indios y dispués a la hacienda. Preguntas a los indios, como quien no quiere la cosa, si va el Mágico y tamién Zenobio García. Te llegas po la hacienda y hablas con la hacendada, doña Leonor, y de un rato pasas a la cocina y los pongos te han de contar si saben que eres de Rumi… qué se prepara te dirán…

Mardoqueo se quedó pensativo. Realmente, ésas no eran tareas para él. ¿Qué sabía de todo eso, fuera de tejer sus esteras, venderlas y sembrar? Su cara chicoteada y renegrida por el ventarrón que soplaba en la meseta de Yanañahui tomó una expresión de reserva. Rosendo insistió:

—Los regidores están de acuerdo en que vayas… Todos debemos ayudar a la salvación de nuestra comunidá…

¿Qué iba a decir Mardoqueo, que sólo sabía tejer sus esteras, venderlas y sembrar, tratándose de la comunidad?

—Güeno —respondió.

Melba Cortez mimaba al tinterillo con palabras melosas y trajes escotados. Decíale que lo echaba mucho de menos. Que admiraba su talento y su fuerza.

Se le rendía en un derroche de pasión. De cuando en vez se quejaba dulcemente de que no fueran todo lo felices que debían ser. Y el rudo y pesado Bismarck Ruiz, hozando la flor rosa y estremecida, afirmaba que él estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera. Que la amaba por encima de todo…

El mocetón se presentó ante don Álvaro Amenábar lleno de temores y dudas. Cuando entró al escritorio, le pareció entrar a la guarida de un puma. No sabía precisamente Ramón Briceño de lo que se trataba, pero lo suponía. El patrón lo había mandado llamar diciéndole al comisionado: «Que venga inmediatamente ese forajido». Don Álvaro estaba sentado frente a una amplia mesa, con las manos cruzadas sobre el pecho. En la mesa había un tintero, un pisapapeles de cuarzo que no hacía su oficio y una vela metida en un candelero de pata de cóndor. Las garras se hundían en una roca simulada con arcilla.

—A ver, necesito que me expliques —dijo don Álvaro severamente—, ¿qué quiere decir este huainito?

Y se puso a canturrear un conocido huaino festivo que decía entre otras cosas:

Ay, lucero, lucerito,

te veo muy cambiadita,

con la cabeza amarrada

y la barriga hinchadita.

Ramón no alcanzaba a comprender ese rasgo de humor y menos sabía si reír o darse a la fuga. Don Álvaro, después de canturrear, se quedó tan serio y mirándolo con sus ojos penetrantes.

—A ver, quiero que me expliques… —dijo de nuevo.

Ramón se llevó una esquina del poncho hacia la cara para secarse el sudor que abrillantaba la piel trigueña.

—¿Tienes vergüenza? Explica, explica —continuaba demandando la voz severa.

Ramón se puso a tartamudear tratando de explicarse y don Álvaro lo escuchó gozándose en secreto de su turbación. Ella era una consecuencia de su poder, de su fama. Se hallaba muy contento ese día. Cuando Ramón calló, sin haber dicho precisamente nada, don Álvaro echose a reír diciendo:

—Ah, cholo fregao… Ya empreñaste a la Clotilde… ja… ja… Bueno, nadie te va a dar látigo por eso. Ella es la china consentida de Leonor, así que te voy a tomar a mi servicio. Todos ustedes los Briceños han sido gente adicta y a disparar nadie le gana a tu taita…

Ramón miraba asintiendo tácitamente. De todos modos no salía de su sorpresa. No le había pasado nada y don Álvaro reía dichosamente.

—Esas vacas que tengo por Rumi están muy botadas. Necesito que alguien vigile y si lo haces bien pondré a tus órdenes unos cuantos repunteros. Ahora te voy a dar una carabina.

A Ramón le chispearon los ojos apagados.

—Sí, una hermosa carabina. Yo te enseñaré el manejo. ¿Qué cholo te ganará estando tú con wínchester? Nadie se atreverá, nadie te alzará la voz…

Era la manera que tenía el hacendado de estimular a los peones y también de dividirlos, haciendo que unos se sintieran más y otros menos.

Sacó de su pieza un wínchester de chapa amarilla y ordenó a Ramón que lo siguiera. Salieron de la casona de arquerías hacia el campo y se detuvieron en una loma. A lo lejos pastaba un pequeño hato de ovejas. Ramón tenía miedo de no hacerlo bien y de que el hacendado renunciara a distinguirlo con la posesión del arma. Su taita empleaba una escopeta y tomar la puntería era cosa fácil. Un día se la prestó y hasta había logrado dar muerte a un venado. Aunque, a la verdad, sólo le rompió una pata y lo demás fue hecho por los perros. Pero ahora… Una carabina puede patear más, acaso se salte de las manos. Parecía muy complicada, casi misteriosa.

Don Álvaro, con lentos movimientos y palabras, le enseñó a cargar los dieciséis tiros en la recámara. Después accionó el cierre y las balas, de alegre color, salían brincando por el aire con una agilidad de saltamontes. El cholo estaba absorto. El patrón lo miró con aire profesoral y le dijo:

—A ver tú…

Ramón cogió alegre y angustiadamente la carabina. No se podía decir que fuera muy liviana; antes bien, tenía el peso que había calculado, el necesario a la fuerza. Cogió también las balas, frías, brillantes, con su fulminante rojo, su casquillo áureo, su plomo pesado y neto. Una a una, las fue metiendo por la válvula de la caja. Era una lámina de metal que cedía a la presión y después se levantaba sola para quedar en su sitio. Todo se presentaba sabio y exacto. Ramón temía y anhelaba. Don Álvaro cogió de nuevo el arma.

—Ahora se toma la puntería… Así, que este pivote quede en medio de la ranura del alza, dando al centro del blanco. Entonces jalas del gatillo. Le daría a una oveja, pero ¡para qué matar tantas!, tiraré al aire…

Retumbó el tiro y la bala, sin duda, fue a clavarse en la falda de un cerro distante. Una muchacha gobernaba el hato, desparramado por las lomas, y avisada por la detonación comenzó a arrearlo apresuradamente.

—¡Oveja!… ¡oveja!… —clamaba más que estimulaba a las ovejas.

El patrón se molestó al ver tal procedimiento, gritando con su voz potente:

—Quieto, china burra…

La pastorcilla se quedó inmóvil, perpleja. Y la voz:

—Escóndete tras una piedra, que te mato…

Una falda roja desapareció dejándose caer y rodar por una loma. Don Álvaro, después de hacer saltar el casquillo, entregó la carabina a su discípulo. Las ovejas se habían aquietado y pacían con su inerme tranquilidad.

—A ésa, a esa del lado izquierdo —ordenó el hacendado—, a esa de pintas negras… quién le manda ser chusca…

Ramón se echó a la cara el arma. Era corta y se la tomaba fácilmente. Temía que su poder le fuera ajeno. El cañón relucía al sol y el pivote parecía una chispa. Al fin se aquietó en el vértice del alza como una mosca plateada. Ahí triscaba la ovejita a pintas negras. Acaso… todo estaba quieto y definitivo. Tal vez el corazón dejó de latir para que no perturbara el pulso la carrera poderosa de la sangre y si la mano presionara demasiado el gatillo… No; así, suavemente…

La detonación se produjo y la oveja cayó. El tirador botó el casquillo. La carabina había funcionado livianamente, sin el salto y la patada de la escopeta.

—¿Has disparado otras veces? —preguntó don Álvaro.

—No —mintió Ramón.

—Ah, bien, bien… Entonces tienes pasta…

Mientras volvían al caserón, quedó nombrado el nuevo caporal con las tareas ya señaladas a cargo de su actividad y su wínchester. Don Álvaro le advirtió finalmente que ya le indicaría la fecha de comenzar sus labores. Mientras tanto, viviría en la casa-hacienda con Clotilde.

La indiecita pastora esperó largo rato tras la loma. El silencio la decidió a salir. Cayó de bruces abrazando a la oveja muerta. Lloraba y gemía: «Ay, mi ovejita pintadita, ay, mi ovejita pintadita», interminablemente. La pequeña no encontraba más consuelo que sus lágrimas.

Mardoqueo, después de dar una vuelta por los alrededores sonsacando a los colonos, llegó en esos momentos a la casa-hacienda, arreando su burro cargado de esteras.

Doña Leonor, mujer de don Álvaro, dijo al verlo entrar:

—Ah, ya estás aquí, Mardoqueo. Pensando en ti me hallaba porque necesito esteras para mis pongos…

—Güeno, patroncita…

—Tendrás hambre… Pasa por la cocina y que te den unas papitas con ají. Después hablaremos… Vamos a ver si no vienes muy carero… últimamente has estado muy carero…

—Barato le daré, patroncita…

Mardoqueo, sin hacerse repetir la invitación, pasó a la cocina pensando que todo se le allanaba. Doña Leonor, realmente, no lo hizo con mala intención. Gustaba de obsequiar al pobre Mardoqueo, un hombre tan simple y bondadoso… Don Álvaro, seguido de su nuevo caporal, regresaba en ese instante al corredor y vio en el patio el asno cargado de esteras.

—¿De quién es ese burro?

—De Mardoqueo, el comunero que trae esteras.

Don Álvaro blasfemó y bufó llamando a pongos y caporales.

—Y tú también, Ramón, para ver qué tal lo haces… Saquen a ese indio, amárrenlo al eucalipto y denle cien latigazos por espía…

La señora Leonor y sus hijas corrieron a esconderse en sus habitaciones. Por todo el cuadrilátero de casas circuló el pavor como un viento. Mardoqueo fue arrastrado hasta el eucalipto. «¿Qué hago yo?», «yo no hey hecho nada», clamaba. Allí fue desnudado y amarrado de las muñecas al viejo tronco. Ramón, estimulado por la presencia de su benefactor, que miraba desde la puerta del escritorio, quiso dar prueba de su gratitud y cogió el látigo. Y el largo látigo de cuero ululó y estalló. Mardoqueo desgarró el aire con un clamoreante alarido; el látigo siguió, cayendo entre quejidos cada vez más apagados hasta que por fin, en medio de un silencio que petrificaba todas las cosas, sólo se escuchó el ruido sordo de los golpes encarnizados e implacables.

Cuando Mardoqueo fue libertado, rodó pesadamente por el suelo, cadavérico y sudoroso. De su espalda hinchada manaba una sangre negra.

Iñiguez respondió al alegato de Bismarck Ruiz en la forma que se deduce de su conversación con don Álvaro Amenábar. Como los papeles de la comunidad no hacían constar los linderos con latitud y longitud geográfica, atribuía tal falta —producto de la ignorancia o mala voluntad de los registradores— a intención preconcebida de los indios. La prueba de ello estaba en que no tardaron en trastocar deliberadamente los nombres y ocupar así tierras que no les pertenecían. Citaba muchos artículos e incisos legales y terminaba por poner de testigos a don Julio Contreras, a don Zenobio García y a cuantos vecinos de Muncha o transeúntes conocedores de la región hicieran llamar el señor juez. Y el señor juez hizo las citaciones de ley y comparecieron a declarar numerosos testigos.

En el despacho, que olía a tinta y papel añejo, ante una alta mesa desde la cual la cabeza peinada y bigotuda del señor juez hablaba legalmente, junto a un amanuense miope y mecánico, los testigos declararon meditando a ratos y a ratos hablando fácilmente, pero sin soltarse del todo.

Don Julio Contreras Carvajal, comerciante ambulante, sin domicilio fijo en razón de su propia actividad, soltero, de cincuenta años, etc., dijo que había pasado por Rumi, periódicamente, desde hacía veinte años. Que él no sabía con precisión el nombre de quebradas y arroyos, pues sus recargadas labores apenas le permitían conocer el de los pueblos y regiones por donde pasaba, pero que cierta vez, encontrándose hospedado en casa del comunero Miguel Panta, éste le refirió que ciertos nombres de quebradas y arroyos habían sido cambiados en esa región por los comuneros y nadie se había atrevido a reclamar. Preguntado con qué objeto le hizo Panta esa confesión, declaró que por alardear, en un estallido de orgullo, del poderío de la comunidad. El señor juez, grave y austero, preguntó muchas veces y el propio Mágico salió convencido de que Iñiguez y don Álvaro tenían que habérselas con un hombre que no fallaría a tontas y a locas.

Don Zenobio García Moraleda, industrial (recordamos que destilaba y vendía cañazo), domiciliado en Muncha y vecino notable de ese distrito, donde ejercía el cargo de gobernador, casado, etc., declaró que conocía la comunidad de Rumi desde niño.

Que era comentario público en Muncha y alrededores que la comunidad usurpaba tierras mediante cambio de nombres a quebradas y ensanche ilícito de linderos. Que, antiguamente, el caserío estaba en la meseta de Yanañahui, donde aún quedaban algunas ruinas de casas de piedra. Preguntado y repreguntado por el severo juez, debió declarar, entre otras cosas, si había tenido dificultades con los comuneros de Rumi. Declaró que no, porque se había cuidado de tenerlas, pues la comunidad estaba convertida en refugio del Fiero Vásquez y su pandilla, lo que constituía una amenaza para el distrito de Muncha y todas las haciendas de la región. García abandonó la sala del Juzgado con la cara más roja que de ordinario y la frente sudorosa debido al esfuerzo. Pensaba igualmente que había allí un funcionario de mucha ley.

Don Agapito Carranza Chamis, industrial, domiciliado en Muncha y vecino notable, etc., ratificó en todas sus partes la declaración de Zenobio García. Preguntado por el integérrimo juez si tenía alguna prueba que ofrecer, dijo que le parecía una prueba el hecho de que a los vecinos de Muncha, siendo casi todos pobres, la comunidad les cobrara un sol anual por pastos de cada cabeza de ganado, en tanto que a don Álvaro Amenábar, hombre rico, no le cobraba nada. El juez lo asedió luego y Agapito no solamente abandonó la sala pensando que se hallaba ante un funcionario íntegro sino que le pesó haberse dejado influir por Zenobio. Otra vez no le consultaría nada cuando lo citaran para algo y menos creería en promesas. ¿Qué era economizar un sol por cabeza de ganado al año? Ahora, tal vez sería enjuiciado como testigo falso.

Durante quince días el juez preguntó y repreguntó a quince testigos. Y en el estilo moroso, enrevesado y esponjoso que distingue al poder judicial, el amanuense fue llenando pliego tras pliego de papel sellado. Formaban ya una montaña imponente cuando los comuneros llegaron donde Bismarck Ruiz a saber las novedades. El tinterillo dijo a Rosendo Maqui que se aprestara a declarar dentro de una semana. No había cuidado. Él iba a descalificar a Contreras, a García y otros declarantes. Los demás carecían de importancia.

Nasha Suro usaba también ropas negras. Si en el Fiero Vásquez simbolizaban —a su modo de bandolero, en verdad— el renunciamiento, en ella era algo así como la lúgubre vaharada del misterio. El rebozo le cubría la cabeza impidiendo ver las greñas encanecidas y enredadas.

La única nota ocre de su indumentaria era la faz rugosa, en realidad tan ajada y mugrienta que parecía una tela sucia. Los ojos opacos brillaban de cuando en cuando con un extraño fulgor. La fama la señalaba curandera. La leyenda, bruja fina. Menuda y encorvada, vivía sola en una pequeña casa de estrecha puerta y ninguna ventana. Ése era el cubil de los extraños ritos. Nadie entraba allí sino en el caso de que fuera un enfermo muy grave. Efectuaba las curas ordinarias en la propia casa del paciente. Siempre encargaba yerbas a los comuneros, pero, tratándose de otras, iba ella misma en su busca por campos y arroyos. Únicamente su ojo experto las distinguía.

Nasha o, en buen cristiano, Narcisa, era hija del curandero Abel Suro y hermana de Casimiro, que murió temprano. De los tres, parecía que Abel iba a dejar memoria firme de sus hechos por espacio de muchos años. A la sombra de su fama prosperaron Casimiro y luego Nasha. Realizó curas famosas y el mismo don Gonzalo Amenábar resultó beneficiado con una de ellas. Sucedió que don Gonzalo, de tan emprendedor que era, se puso a buscar minas entre la peñolería del camino a Muncha. Al volar una roca, sea porque no estuviera suficientemente alejado o bien cubierto, fue alcanzado por una piedra que le produjo una fractura del cráneo. Ya no pudo montar a caballo y sus acompañantes lo cargaron en brazos con la idea de trasladarlo a Umay o al pueblo, pero pronto comprendieron que, para el caso, ambos puntos quedaban muy alejados. Además, en el pueblo no había médico en ese tiempo y en Umay la situación era igual que en cualquiera otra parte. El enfermo no podía hablar bien y tenía inmovilizada la mitad del cuerpo. Se detuvieron en Rumi y fue llamado Abel Suro. Éste examinó la herida. Las astillas del hueso roto presionaban y hendían la masa encefálica. Abel manifestó que había que trepanar. Uno de los acompañantes dijo que, en su concepto, ésa era operación que podía realizarla un cirujano y no un curandero. Don Gonzalo, agobiado por el dolor y la inmovilidad, tartamudeó ordenando que se le operara. Era de mañana y Abel, tranquilo y metódico, explicó que no había que apurarse mucho. Comenzó por dar al paciente varias tomas y cocimientos de yerbas que lo insensibilizaron un tanto. El enfermo se fue calmando y después de cada mate de yerbas, Abel preguntaba: «¿Le duele, señor?». «Menos», mascullaba don Gonzalo. Abel puso a hervir agua en un gran cántaro nuevo y colocó otros, más pequeños y también nuevos, en torno al fogón. Luego dio a don Gonzalo una toma concentrada, mezclando los diferentes cocimientos de yerbas que le administró separadamente.

Hirvió el agua y los ayudantes la vaciaron en los pequeños cántaros, que también contenían yerbas, y en ellos metió varias cuchillas muy agudas y filudas y punzones de acero. Abel sumergió sus propias manos en el agua, pues, según su decir, para que la intervención fuera buena debía obrarse con «calidez». Luego musitó en voz baja secretos conjuros y comenzó la operación. Sus ayudantes renovaban el agua de los cántaros más pequeños, conservándola siempre caliente, y Abel seguía metiendo a ella sus manos y usaba una cuchilla y otra, un punzón y otro, cuidando de que no se enfriaran. Cercenó y retiró toda la porción de hueso fracturado, quedando en el cráneo una abertura oval que cubrió con una lámina de calabaza que había labrado previamente. Puso un emplasto de yerbas sobre la herida y don Gonzalo se fue a los pocos días a su hacienda y allí mejoró completamente, viviendo con el cráneo remendado con calabaza por espacio de largos años. Murió de una pulmonía fulminante cogida durante una tempestad. El curandero dio pruebas de noble espíritu. Cuando el hacendado, viéndose sano, le quiso regalar una yunta de bueyes —bastante los necesitaba la comunidad en ese tiempo— y además le dijo que le pidiera dinero o mercaderías, Abel respondió:

—Señor, soy indio y sólo le pido que se acuerde de los indios… Onde ellos les duele la vida lo mesmo que cabeza rota…

Don Gonzalo argumentó:

—¡Ustedes están muy bien!

—Todos no son comuneros…

Y don Gonzalo:

—Ah, hijo, yo hago lo que puedo en bien de los indios.

Abel legó sus conocimientos a Casimiro, pero, como buen augur que era, pudo prever el pronto final del hijo y se los enseñó también a Nasha. Año después llegaron varios togados a preguntar por los curanderos de la comunidad y sólo encontraron a ella. Nasha les dijo que nunca había hecho trepanaciones y, llegado el caso, no podría hacerlas por carecer de fuerza y experiencia. Uno de los futres lamentó:

—Es lo que pasa. En la era incaica, la porra bélica guarnecida de puntas de metal lesionaba los parietales y los cirujanos tenían ancho campo de acción. Ahora, las oportunidades de actuar son muy raras y la operación desaparece por el desuso.

Los togados quisieron sonsacar a Nasha acerca de yerbas y ella se hizo la tonta y les dio los nombres de las más conocidas.

Con o sin posibilidad de trepanar, Nasha tenía clientes entre los comuneros y los colonos de las cercanías. Habían disminuido bastante con la aparición de la quinina para las tercianas, del aceite ricino y el sulfato de soda para el empacho, de toda laya de píldoras para toda laya de males, y del gatillo para el dolor de muelas. Pero Nasha todavía era insustituible tratándose de curar a los niños el mal de ojo que les ocasionaran personas malintencionadas o el espanto proveniente de ver al duende en las quebradas y arroyos boscosos. Para el mal de ojo hacía un baño especial y colocaba una cresta de gallo a modo de escapulario sobre el pecho. Para el espanto conducía al niño a la quebrada o arroyo donde se suponía que había visto al duende y después de hacer muecas, hasta lograr que el pequeño llorara, pronunciaba palabras raras y lo llevaba corriendo hasta su casa. En la cura de los adultos utilizaba de primera intención un cuy. Con el cuy frotaba al paciente por todo el cuerpo, tanto y tan rudamente que la bestezuela moría. Abría entonces el pequeño cadáver y después de examinar prolijamente las entrañas, afirmaba que la enfermedad de su cliente estaba localizada en tales o cuales órganos, según las señales que encontraba en los del animal. En consecuencia, recetaba los brebajes. Nasha no era «dañera», es decir, bruja especializada en hacer daño, y entonces resultaba excelente para curar el mal hechizo. Pero nadie sabía cómo curaba. En su pequeño cuchitril de piedra se encerraba con el enfermo y lo anestesiaba con brebajes y raras palabras. Realizaba estas prácticas en la noche. En torno de la casa, los parientes del enfermo o algunos comuneros montaban guardia haciendo entrechocar sus machetes para infundir pavor y hacer huir a los malos espíritus y enemigos que llegaran a oponerse a la salvación del postrado. Cuando éste fallecía a pesar de todo, era que el mal hechizo estaba «pasao» y ya no hubo cómo sacarlo. Mas habría sido una imprudencia reírse de Nasha creyendo que no podría tomar la ofensiva. Decíase que sabía hacer cojeras solamente recogiendo un poco de tierra del rastro. Que velando a un muñeco, atravesado por espinas de cacto, que representaba a la víctima, la misma víctima comenzaba a sentir atroces dolores, y los padecía hasta morir, según el sitio en que estuvieran clavadas las espinas. Decíase que podía ir secando a las gentes hasta que quedaran como un palo. Decíase que podía reventarles los ojos. Decíase que podía volver locos dando un brebaje de chicha con pelos, tierra de muerto y algunas yerbas. Decíase que podía, ayudada por una pequeña lechuza llamada chushec, arrancar la cabeza de los dormidos para llevársela consigo y hechizarla, o simplemente poner una calabaza partida sobre el cuello a fin de que la cabeza, que entretanto daba tremendos saltos buscando su lugar, no pudiera pegarse de nuevo, o voltear el cuerpo y hacer que la cabeza se pegara al revés. Decíase… Para meterse donde le placía podía convertirse en cualquier animal, negro, desde gallina a vaca. Es fama que estos animales metamorfoseados pueden ser heridos, pero no muertos. El brujo o bruja que resultó herido mientras estuvo de animal llevará después la lesión en una pierna o un brazo. Una vez Nasha estuvo con el brazo amarrado. Seguramente por eso fue. Ya hemos referido que Nasha sabía preguntar por el destino a la coca. También lo veía en el vuelo de los cóndores, águilas y gavilanes y en el color de los crepúsculos…

En esos días los pensamientos de muchos comuneros, con excepción de los escépticos, iban dirigidos, tanto como a Rosendo, hacia Nasha. Ella, que sabía tanto, ¿por qué no salía en defensa de la comunidad? ¿Acaso don Álvaro Amenábar era invulnerable? Algunos comenzaron a sospechar, sin atreverse a manifestarlo para no despertar la cólera de Nasha, que no sabía tanto como se decía y los comentarios sobre su poder acaso fueran simples habladurías. Hasta que llegó un día en que la misma Nasha se pronunció. Y fue cuando el pobre Mardoqueo volvió de Umay con la espalda tumefacta, sombrío y turbio como un cielo de enero. Nasha le aplicó un emplasto de yerbas y después, crispando las manos ganchudas, maldijo a don Álvaro Amenábar y le anunció un triste fin. Entonces los crédulos descansaron en la confianza de que algo definitivo preparaba. Una mañana la puerta de su casa permaneció cerrada. Ella había madrugado…

Caminó por la puna, sola y con su habitual paso calmo, apartándose de las rutas conocidas, durante todo el día. Con el crepúsculo llegó a la llanura de Umay. Esperó a que avanzara la noche y cuando ya no hubo luces y todo cayó en sombra y silencio, avanzó hacia la casa-hacienda y entró en ella sin turbar el silencio ni la sombra. Tanto que cuatro bravos mastines, que de noche eran libertados de sus cadenas para que guardaran la casa, no la sintieron. Avanzó Nasha sigilosamente, como un fantasma, hasta encontrar la sala, una de cuyas puertas cedió a la presión. Dentro, en una esquina, vio una pequeña lámpara votiva que alumbraba la imagen de la Virgen. A la luz de esa lámpara distinguió lo que buscaba: el retrato de don Álvaro Amenábar.

Estaba en un marco de plata labrada colocado sobre una mesa. Sacolo de allí, dejando el marco en su lugar, pero con una reveladora espina de cacto colocada en el centro de la desnuda madera. Luego, el retrato bajo el rebozo, huyó con el mismo sigilo y pronto estuvo lejos. El caserón seguía durmiendo bajo la sombra y el silencio.

A la mañana siguiente fue descubierto el marco vacío y herido en forma tan extraña, y doña Leonor lloró y también lloraron sus hijas.

—Álvaro, te harán brujería. ¿Quién no sabe que es bruja esa Nasha Suro?

—Me río de las brujerías. Vigílame la comida y no hay cuidado… No creo en otras brujerías…

Doña Leonor y sus hijas, pese a su educación y su raza, sí creían, pues se habían contagiado de todas las supersticiones ambientes. Sobre el dintel de sus habitaciones particulares colgaba, con las raíces hacia el techo, sin secarse —que tal condición tiene esa planta— una penca especial. Entre sus prendas y baúles, registrando bien, podía encontrarse una seca mano de zorrillo. Penca y pata eran excelentes «contras» para que no entrara el mal hechizo.

Días después don Álvaro fue al pueblo, seguido de sus guardaespaldas y encontrándose en plena puna, surgió de repente, al ponerse de pie en un recodo del sendero, la negra figura de Nasha Suro. Encabritose el caballo ante la súbita aparición y cuando don Álvaro pudo contenerlo, se la quedó mirando y le dijo:

—Me quieres asustar, vieja estúpida. Agradece que tu padre salvó al mío, que si no te clavaría un balazo ahora mismo…

La mujeruca encorvada parecía un harapo. Sólo sus ojos, muy abiertos, en medio de la cara terrosa, eran altivos y malignos.

—Regístrenla —ordenó el hacendado a sus matones.

Ellos sí tenían miedo. Desmontaron desganadamente y vacilaban.

—Regístrenla, cobardes.

Mientras lo hacían, mascullaba don Álvaro:

—Que te encuentren el retrato y te vas a fregar de todos modos por insolente…

Las rudas manos de los matones palparon con repugnancia y miedo el cuerpo fláccido. Nada hallaron. Nasha Suro echó a andar con la mirada aviesa, fija en el hacendado y sus hombres.

Ellos también siguieron su camino y el patrón explicaba:

—Los brujos obran por medio de yerbas tóxicas o por sugestión. Es una tontería tenerles miedo. ¡Qué más se quieren!…

Los guardaespaldas no respondían ni que sí ni que no y se consolaban al pensar que seguramente Nasha Suro, comprendiendo que ellos no le faltaron por su culpa, nada les haría.

Un comisionado de doña Leonor llegó a Rumi ofreciendo dinero al que entregara el retrato de don Álvaro y entonces los comuneros se hicieron los tontos y después comentaron mucho el asunto. ¿Así es que por eso se perdió Nasha? Ya lo tendría lleno de espinas, y si en el muñeco simbólico son dañosas, cuando se clavan en el propio retrato nadie escapa. Sin duda le iba a reventar los ojos con huailulos fritos en manteca sin sal. Los huailulos o huairuros son unos frutos durísimos, bonitos, rojos con una pinta negra, que se dan en la selva, y que los comerciantes —entre ellos el ahora maldito Mágico— acostumbran vender. Cualquiera puede tenerlos, porque dan suerte, pero los brujos suelen usarlos para reventar ojos y otras cosas. La manteca debía ser sin sal, pues la sal es contraria a todo encantamiento, inclusive al proveniente de los cerros y lagunas. Ningún comunero saldría al campo sin haber comido con sal o probado siquiera un grano. Los comentarios fluían. Claro que esos conocimientos eran nada. Nasha Suro sabría hechizar hablando lo debido y librar a la comunidad de ese maldito, hijo de otro que ni siquiera supo agradecer. ¿Qué había hecho don Gonzalo Amenábar con los indios? ¿Qué hacía don Álvaro? Explotarlos, matarlos, flagelarlos, despojarlos. Era justo, pues, que así como Abel sanó, Nasha dañara. Todo se paga en la vida y el mal tiene inmediatamente, o a la larga, su castigo. Así comentaban los esperanzados en Nasha. Porfirio Medrano manifestaba no creer en tales brujerías. Rosendo Maqui creía y no creía. ¿Era que las fuerzas secretas de Dios, los santos y la tierra podían ser administradas por el hombre, en este caso por una mujer feble y extraña? Además, la coca había respondido desfavorablemente a la misma Nasha. Salvo que ella pensara que una cosa era don Álvaro y otra el inmutable destino. Rosendo habría deseado creer en último término. Goyo Auca esperaba que el alcalde dijera algo para guiarse, pero éste callaba sus dudas a fin de no desalentar a los crédulos. Los otros regidores daban alguna esperanza a los preguntones. Doroteo Quispe, tácito rival de Nasha por administrar oraciones cuasi mágicas, se reía diciendo que el único salvador era Dios y no los brujos.

Y pasaba el tiempo y comenzaron a correr voces de que a don Álvaro nada malo le ocurría. Iba y volvía de su casa de Umay al pueblo, galopando, íntegro y saludable como siempre. Ninguna dolencia personal turbaba el desenvolvimiento de sus actividades. Se supo de las declaraciones de Zenobio García y los otros, inspiradas por el hacendado. ¿Era efectivo el poderío de Nasha?

Una tarde salió de su casa y todos vieron en su talante más desvaído que de ordinario y en su mirada perdida por la tierra, las señales dolorosas del abatimiento y la derrota. Y ella dijo a Rosendo por todo decir:

—No le puedo agarrar el ánima…

—Nos iremos a la costa, amor. Sólo por un tiempo, a pasear. No te pido que abandones tu trabajo para siempre. Yo, también, no puedo vivir allá todo el tiempo, lo sabes. Seremos, durante unos meses, tan felices. Lejos de aquí, de todo este pueblo murmurador… —seguía diciendo Melba.

La indecisa luz del atardecer entraba a la pieza a través de una cortina azul. Estaba muy hermosa Melba. Su blancura esplendía en la penumbra.

—Son cinco mil soles que le dará Óscar a Laura, en secreto; tú sabes que ellos se entienden… No hacer nada, es lo único que te piden… Dejar hacer… No descalificar a los testigos…

Melba besó al tinterillo apasionadamente —pensando entretanto que ella recibiría también cinco mil soles— sin importarle el sudor viscoso que cubría el rostro mondo y enrojecido. Bismarck Ruiz veía escapársele la oportunidad de tomar venganza de los desdenes de Amenábar. Sería bello ir a pasear alguna vez, lejos, con esta mujer que parecía quererlo de veras.

—Iremos para la temporada de verano… Las playas están muy bonitas. ¡Seremos tan felices, amor! ¿No me has dicho que me quieres por encima de todo?

Bismarck Ruiz, el tinterillo, asintió una vez más.

Rosendo Maqui declaró, hablando con fervorosa sencillez del derecho de la comunidad de Rumi, de sus títulos, de una posesión indisputada que todos habían visto a lo largo de los años, de la misma tradición que afirmaba que esas tierras fueron siempre de los comuneros y de nadie más. La voz se le ahogó de emoción y hubo de callar un momento para reponerse. Luego, el juez inició su pormenorizado y estricto interrogatorio, según los dichos de los testigos presentados por Iñiguez.

El rostro cetrino y rugoso de Maqui se contrajo en una mueca de indignación y desprecio y sus severos ojos enrojecieron. Dijo que ésas eran afirmaciones falsas, vertidas con el propósito de usurpar las tierras de la comunidad. Ahí estaban los títulos y ya presentaría testigos que sabrían decir la verdad. Siempre, siempre el arroyo Lombriz y la Quebrada de Rumi se llamaron así. Nunca les habían cambiado los nombres. Era verdad que el Fiero Vásquez llegaba a la comunidad, como a otros muchos sitios, pero nadie lo apresaba por temor a las represalias de su banda. El mismo gobernador Zenobio García lo tuvo a su alcance en Rumi y no le hizo nada. Y eso que García iba armado de carabina y lo acompañaban dos hombres que también tenían esa arma. En cuanto a que Amenábar no pagara los pastos de su ganado, dijo que no podía ser considerado una prueba, pues era simplemente un abuso que provenía de una consideración sobre vigilancia de linderos que don Álvaro no aplicaba en su propia hacienda. La comunidad no tenía fuerza para hacer pagar a don Álvaro y de allí que cada año se limitara a entregarle su ganado.

El juez creyó conveniente intervenir, diciendo con indignado tono de protesta:

—¿Cómo que no tiene fuerza para hacer pagar? ¡El derecho!… ¡la ley!…

Rosendo calló. Estaba muy fatigado y no hallaba manera de salir del paso. De pronto se sintió perdido en ese mundo de papeles, olor a tabaco y aire malo. En un momento tuvo la sospecha de que todos los legajos y expedientes que blanqueaban en los estantes y sobre la mesa del juez terminarían por ahogarlo, por ahogarlos, por perder a la comunidad. Muchos papeles, innumerables. Muchas letras, muchas palabras, muchos artículos. ¿Qué sabían ellos de eso? Bismarck Ruiz sabía, ¿pero era acaso un comunero? Él no amaba la tierra y sí amaba la plata. El comunero sufría y moría bajo esos papeles como un viajero extraviado en un páramo bajo una tormenta de nieve. Nada respondió, pues, y el juez dijo:

—Veo que no respeta usted en forma debida a la ley. Es explicable, dado su apartamiento de la vida nacional. ¿Y por qué?…

El interrogatorio fue muy largo. Rosendo respondió con menos amplitud debido a su fatiga, aunque por momentos se olvidó de ella y habló y habló defendiendo su tierra como una fiera su refugio.

Al terminar, el juez dio una prueba de benevolencia poniéndose de pie y, colocándole una mano sobre el hombro.

—Viejito, personalmente disculpo tus fallas considerando tu cansancio. Como juez es otra cosa: la ley es la ley. Pero no te aflijas. Trae tus testigos. Que no sean comuneros porque dirán lo mismo que tú y además son parte interesada… Hombres que conozcan Rumi.

—Hay muchos, señor juez —dijo Rosendo.

Rosendo habló con Bismarck Ruiz y él lo instruyó debidamente. Ayudado por los regidores y algunos comuneros notables, se puso a buscar testigos. Rosendo pensaba que el juez, si bien parecía un hombre duro, no era sin duda un hombre malo. Se notaba que su deseo era el de ser estricto y dar la razón a quien la tuviera. ¿Y aquello de la tormenta de papel, esa impresión deplorable? Era asunto de ver a los testigos ahora. Vamos…

La capilla fue abierta y San Isidro reverenciado de día con luces y de noche con luces y rezos. Doroteo Quispe, postrado de rodillas, inclinaba sus grandes espaldas y su cabeza hirsuta ante la imagen, a la vez que oraba con voz ronca y suplicante. Tras él había un tumulto de rebozos y ponchos del cual emergían cabezas también inclinadas. San Isidro era muy milagroso. Salvaría a la comunidad. Parecía más que nunca tranquilo y satisfecho. En el tiempo en que comenzaban a granar las mieses era su fiesta. Todos se prometían hacerle una fiesta muy grande, hasta con toros bravos, si salvaba a la comunidad. Mientras tanto rezaban con fervor y las velas colocadas en el altar chorreaban una larga lágrima al consumirse.

Rosendo y sus ayudantes fueron a buscar testigos por los distritos de Muncha y Uyumi, por la hacienda situada al otro lado del río Ocros, por la hacienda del otro lado de la crestería de El Alto. Todos les decían:

—La verdá, están en su derecho y todo el mundo sabe que esas tierras son de ustedes. ¿Pero quién se mete con don Álvaro Amenábar? Es un fregao y vaya usté a saber lo que le hará al que se meta…

Y Rosendo, los regidores y los comuneros notables, volvían al caserío rumiando su desencanto y cada uno con la esperanza de que a los otros les hubiera ido mejor.

El poder temible de don Álvaro se extendía por la comarca como las nubes por el cielo. Iban a contar sus contratiempos a Bismarck Ruiz y él les decía con entusiasmo, tal si no le afectara gran cosa la noticia:

—Busquen, busquen testigos… algún hombre de conciencia y valor habrá por ahí.

El hombre de conciencia y valor apareció un día en la persona de Jacinto Prieto. Era el mejor herrero del pueblo, un espíritu poderoso como su cuerpo fuerte, de gruesos brazos llenos de nervios y pecho amplio que distendía la camisa oscura. Usaba una gorra de visera corta, dentro y fuera de su taller, que no necesitaba defender del sol una cara curtida por la cotidiana llamarada de la fragua. Sus manazas estaban guarnecidas de callos y sus pies de zapatones quemados por las escorias ardientes. En la faz trigueña y ancha, un poco obesa, tenía un gesto de atención cual si siempre estuviera examinando el sitio que debía golpear el martillo o raer la lima. La severidad que daba a ese rostro el entrecejo arrugado desaparecía en una gruesa boca de sonrisa bonachona. Amigo de la comunidad, desde hacía varios lustros, intimó al enseñar el oficio a Evaristo Maqui. Todos los años, después de las cosechas y arreando cuatro jumentos, llegaba por Rumi a comprar trigo y maíz.

—Aquí me tiene usté, mi don Rosendo, a buscar la comidita.

—Llegue, don Jacinto, qué gusto de velo…

Prieto hospedose en casa de Rosendo. Los amigos se pusieron a conversar y, como es natural, el alcalde informó del juicio y de sus alternativas. Nadie quería declarar. No podían encontrar un solo testigo.

—¡Qué gente floja! —comentó el herrero.

—¿Usté declararía?

—Claro, es la verdá. Hace veinticinco o treinta años que vengo, desde aprendiz, y esto ha sido tierra comunal siempre. ¿Qué tiene decir la verdá? La hacienda del lao tovía se llamaba Cerro Negro y era de ganao lanar; tovía no estaba englobada en Umay…

Rosendo agradeció mucho y quiso que el herrero, siquiera por esa vez, aceptara como obsequio el trigo y el maíz. Prieto se negó:

—No, mi amigo. Eso juera como cobrar. Lo justo es lo justo y hay que decirlo sin interés. Si le recibo me quedaría ardiendo como una mera ampolla de quemazón.

—Iremos onde Bismar Ruiz pa que le diga.

—¿Habrá necesidá? Güeno, iremos, no sea que me falle… Con la ley se parte la verdá más firme como acero mal templao…

Bismarck Ruiz interrogó al herrero sobre lo que pensaba declarar y por último dijo que estaba bien, que iba a presentar un recurso y el juez lo llamaría uno de los días siguientes. Rosendo Maqui confiaba. Jacinto Prieto era un artesano honrado y cumplidor, muy estimado en toda la provincia, tanto por los hacendados a quienes herraba los caballos finos como por los labriegos, que necesitaban acerar a bajo precio sus lampas y barretas. Su dicho pesaría.

Prieto se fue tranquilamente a su taller. Su torso desnudo, cubierto por delante con un mandil de cuero, entonaba al resplandor de la fragua y los hierros candentes, la epopeya del músculo. Se encrespaban y distendían los nervios y las venas, palpitaban los bíceps, todas las masas de torneada y exacta proporción se erguían e inclinaban rítmica y armoniosamente, en tanto que el hierro se quejaba y cedía a cada martillazo. Como todo hombre consciente de su fuerza, Prieto era de carácter tranquilo y hasta alegre. Terminaba la jornada diaria canturreando y él y sus ayudantes sentábanse a una tosca mesa donde la mujer del herrero servía el yantar… El hambre lo hacía siempre magnífico. El herrero dirigía la conversación charlando de las incidencias del trabajo. Una de las combas estaba por partirse. Las herramientas venían mejor antes… ¡Esos aceros, esas limas! Duraban años. No hay que esperar que el acero se enfríe mucho para meterlo al agua y darle temple. El que sabe templar, conoce el momento de retirar la pieza por el chasquido que hace dentro del agua. Ese conocimiento se adquiere con la práctica y el tiempo. Antes, los indios creían que el agua de la botija donde daban temple era tónica. Se la iban a comprar. Él les decía: «Traigan igual cantidad de agua que la que quieren y así es mejor». Lo hacía para que no le secaran la botija. Antes eran así de tontos los indios y después se fueron avivando. Pero siempre eran víctimas: ahí estaba lo que sucedía con los de Rumi. Él iba a declarar porque el hombre debe defender la justicia, aunque pierda. ¿Cuándo lo llamarían a declarar? Un comunero de Rumi fue su discípulo. Ahora era herrero. Lo malo es que bebía más de la cuenta. Un hombre debía beber tanto y cuanto, porque es tratar mal al cuerpo no darle gusto con unos tragos, pero no hasta perder el sentido…

Los ayudantes, todos ellos aprendices, escuchaban a su maestro con el respeto debido al hombre fuerte ante el hierro y la vida.

Una tarde se presentó por el taller un individuo apodado el Zurdo, sujeto sin oficio conocido, algo vagabundo y truhán. Vestía un traje de dril amarillo, bastante sucio y remendado. Su cara demacrada, de ojos inquietos, hablaba de una existencia desordenada.

—Oiga, don Jacinto, yo le traje una barreta pa acerar y se me ha partido. ¿Qué acero le puso?

—Acero bueno, ¿qué más le iba a poner?

—No; usté le puso fierro colao —dijo el Zurdo, elevando el tono—, usté me ha engañao…

El herrero sentía una secreta repugnancia por ese hombre ocioso e informal que negaba con su existencia todo lo que él afirmaba con la suya.

—Bueno —dijo el herrero—, si es que se ha partido como dices, trae la barreta pa componértela.

Y el Zurdo, gritando:

—No me importa la barreta, lo que me importa es el engaño. ¡A cuántos infelices indios no le hará lo mismo! ¡Pobre gente que no se atreve a reclamar!

El herrero dejando su quehacer y mirándolo con ojos punzantes:

—Te vas a callar, oye. Y si no quieres traer la barreta, toma tu plata.

Le tiró sobre el yunque dos soles que el Zurdo se apresuró a recoger.

—¿Así que usté cree que de este modo justifica el engaño? Los que no reclaman, fregaos se quedan.

El herrero se le acercó:

—Vete antes de que te descalabre. Holgazán, sinvergüenza. ¿Acaso habrás trabajao con la barreta? Seguro que la fuiste a vender… Vete, quítate de mi vista…

El Zurdo salió y, parándose en media calle, se puso a gritar:

—Aquí hay un engañador… No es herrero sino un mentiroso… Que salga pa enseñarle… Que salga ese ladrón cobarde…

Los poblanos alharaquientos y fisgones se fueron aglomerando frente a la herrería:

—¿Saben? Ese Prieto es un ladrón. No le puso acero sino fierro colao a mi barreta… Ahora se hace el digno… ¡Que salga ese ladrón cobarde!

Salió Jacinto Prieto, rojo de indignación, con ánimo de decir algo a los espectadores; pero el Zurdo no le dio tiempo, pues sacando una cuchilla y blandiéndola con la mano izquierda, se la tiró de costado.

Prieto esquivó el golpe y, en el momento en que el Zurdo caía, le cogió la mano y doblándosela violentamente le hizo soltar la cuchilla. «Deja, ladrón cobarde». El herrero perdió el control y comenzó a golpear al Zurdo, que logró pararse tres veces para caer derribado por feroces trompadas. En cierto momento, como si le pareciera que esa culebra estaba durando demasiado, lo agarró del cuello. El Zurdo se retorcía. Y un grito agudo y doloroso: «Jacinto, ¿qué haces?». El herrero volvió a la realidad. Soltó al Zurdo, que se desplomó sangrando con la nariz aplastada y posiblemente unas costillas rotas. ¿Qué hacía en verdad? Ahí estaba su mujer, llorando, prendida de uno de sus recios brazos. Los gendarmes llegaron, haciéndose cargo de la situación. El Zurdo jadeaba, con los ojos cerrados, en el suelo. «Acompáñenos, don Jacinto». El círculo de espectadores se rompió. El herrero ingresó a su taller, se puso la camisa y el saco y salió. «Vamos», dijo a los gendarmes. Y por primera vez en su vida, Jacinto Prieto entró a la cárcel.

El Zurdo buscó un tinterillo y lo enjuició por lesiones y homicidio frustrado. Prieto debió defenderse y buscó también un rábula. Acudieron testigos. El herrero tenía en su favor el hecho de que fue agredido primero, pero no pudo presentar «el cuerpo del delito» o sea la cuchilla. Alguien la recogió en medio de la trifulca. El papeleo tenía trazas de durar.

Su mujer le llevó una citación judicial de fecha atrasada en la que se lo llamaba a declarar en el litigio de Rumi. Él le dijo:

—Sabes, he pensao mucho y creo que me mandaron hacer el lío pa eliminarme. El Zurdo no paró hasta hacerme lío. La barreta estaba bien, pero ¿quién no sabe lo haragán que es? Seguro que no era de él, a lo mejor la robó y mandó acerar pa venderla. Le dije que la llevara pa componerla y no se conformó. Le di la plata y tampoco se conformó. Lo que deseaba era lío. Sabe Dios si quiso matarme. Pero aura me enjuician po lesiones y homicidio frustrado y ya es lo mesmo. ¿Por qué se demoró tanto el juez en citarme? Me descalifican como testigo y mientras tanto me friegan…

Los aprendices no podían realizar obras de calidad y el taller perdía clientes. El hijo mayor de Jacinto Prieto, que habría podido dirigirlo, estaba ausente sirviendo en el ejército. Salió sorteado para el servicio militar y, patrióticamente, se presentó. Otros suelen esconderse y los ricos se eximen. Ahora, la celda era oscura y húmeda y su gelidez, ayudada por la inactividad, entraba hasta los huesos. ¿Y cómo les iría a los indefensos comuneros en su juicio? La pobre mujer lloraba, el taller estaba casi de su cuenta y el hijo, ausente, sirviendo a la patria. Iban a quitar sus tierras a los comuneros. Jacinto Prieto se desengañaba, por momentos, de la patria. ¿Por qué la patria permitía tanta mala autoridad, tanto abuso de gamonales y mandones, tanto robo? Había tenido un patriotismo firme como el hierro, dulce como el yantar después del trabajo, pero tal vez la patria no era de los pobres.

No hubo quién declarara en favor de la comunidad. Los campesinos tenían miedo y algunos ricos, que habrían podido hacerlo, daban cualquier disculpa a los peticionarios y luego decían: «¿Para qué nos vamos a meter en favor de indios?». Iñiguez solicitó un peritaje sobre linderos, y los peritos declararon que las piedras de los mojones tenían huellas de haber sido removidas recientemente, lo cual hacía pensar que los hitos fueron levantados en fecha próxima. Algunas piedras tenían inclusive tierra, cosa que no sucedería si por lo menos hubieran sido lavadas por las lluvias de un solo invierno. Bismarck explicó a los comuneros que no podía hacer nada contra Zenobio García y Julio Contreras, pues habían desaparecido los expedientes y, como ya veían, nadie aceptaría declarar, iniciando un nuevo juicio, ahora que favorecían a don Álvaro. Pero había mucha esperanza por otro lado…

Un día y otro, Rosendo Maqui, acompañado de regidores o comuneros notables —al alcalde le interesaba que el mayor número de comuneros viera de cerca el juicio—, fue de Rumi al pueblo y regresó.

—Tuesta cancha, Juanacha, que mañana nos vamos a ver el juicio.

Juanacha se había puesto algo escéptica:

—¿Otra vez? —decía.

Pero tostaba la cancha, y Rosendo y sus acompañantes, apenas reventaba el botón albo de la amanecida, salían en dirección al pueblo. El sol les ardía cuando ya tenían caminadas muchas leguas.

—Don Bismar dijo que faltaba pa papel sellao…

—Sí, pue, y quiso cuatro gallinas, pero ya no tengo.

—Hoy le daremos sólo la platita.

Bismarck Ruiz, como ciertos espíritus menguados, agregaba la mezquindad a la maldad y no solamente robaba a los indios su dinero sino que, con ridículo ventajismo, les sacaba corderos, gallinas, huevos. Se creía muy ladino al abusar de la buena fe de los comuneros. Ellos trataban de tener satisfecho al defensor, ¡ese don Bismar que escribía tanto en grandes papeles rayados de rojo!

Los indios llegaban al pueblo y encontraban el juzgado cerrado, pues el juez estaba enfermo o había ido al campo a hacer diligencias; a las escribanías atestadas de gente y a don Bismar blasfemando porque, según decía, nadie le pagaba. Ellos le pagaban.

Si podían hablar alguna vez con los elevados personajes jurídicos, recibían promesas. Los otros indios y mestizos que merodeaban por allí, con la cara triste o llena de petulancia, les decían cualquier cosa cuando los comuneros preguntaban. Todo era un laberinto de papel sellado que mareaba.

—Ya va a estar, ya va a estar…

El defensor, el escribano, el juez, les decían lo mismo si lograban hablarles. Veían que, a veces, don Álvaro entraba al juzgado después de desmontar de su caballo enjaezado de plata, haciendo sonar las espuelas y con el poncho palanganamente terciado al hombro. Bismarck Ruiz les decía:

—¡Al tal Amenábar le estoy preparando un atestado como pa matarlo!

Y les enseñaba un grueso fajo de papeles escritos en bien perfilada letra. A veces les leía algunos párrafos. Eran una defensa teórica del indio, de las comunidades, de las tierras. Algunas frases parecían gritos. Los indios, sin sospechar que una defensa debe basarse concretamente en artículos de la ley, en pruebas definidas, en bases precisas, sentían el corazón reconfortado y les parecía bien. Bismarck sonreía nadando en un mar de abyecta felicidad. Conseguida la aceptación de los cinco mil soles, le habían ofrecido mil más y ahora, de propósito, acentuaba el tono patético y teóricamente reivindicador para que, caso de ir el expediente en apelación, la Corte creyera que la defensa fue hecha por un agitador demagógico. ¡Ah, indios zonzos!

En sus casas recibían a Rosendo y los acompañantes con oídos prestos. Iban otros indios a enterarse también. Y todos, al tener que repetir y escuchar la letanía de siempre, caían en la cuenta de que no adelantaban nada. Entonces, muy en sus adentros, comenzaban a llegar a la conclusión de que eran indios, es decir que, por eso, estaban solos.

La comunidad hacía por vivir su existencia cotidiana, a despecho de penas. Vacas y caballos fueron llevados a los corrales y allí recibieron de manos de los comuneros su ración de sal.

Uno que otro burro manso participó también, pues los otros, como ya dijimos, aprovecharon libertad para escaparse a su querencia del río Ocros. Allí había barrancos que ponían al descubierto profundos estratos de la tierra, de los que afloraba una sustancia blanca y salobre llamada colpa. Eso lamían los montaraces y por ello, tanto como por la cañabrava, el clima cálido y la libertad, estaban muy lustrosos y correlones siempre.

Veinte comuneros diestros en el manejo del hacha fueron a la quebrada y al arroyo a cortar vigas y varas para el techo de la escuela.

Y el tiempo corría con el sol madrugador y noches claras, cielo pavonado de azul o bruñido de estrellas. Hasta que llegó septiembre con encrespadas nubes grises que, no obstante, pasaban sin muchos tropiezos por un cielo despejado y desaparecían.

El amor seguía cantando gozosamente en muchos cuerpos jóvenes y los maduros y los viejos defendían con toda su vida —fecundidad alegre de los hombres y de la tierra— su esperanza.

Mas el buen Mardoqueo parecía muy cambiado. La espalda ya estaba deshinchada, pero los azotes le habían borrado toda la existencia: el pasado de siembra y cosecha y el porvenir de espera. Continuaba torvo, callado, metido dentro de sí mismo, mascando sin sosiego una coca que acaso le sabía amarga.

—¿Qué te pasa, Mardoqueo?

—Nada, hom…

Y volvía a su silencio y a su coca, y la estera destinada a la escuela esperaba inútilmente una prolongación que no llegaba de sus hábiles manos de tejedor.

Un piquete de gendarmes azuleó por el caserío. Rosendo los vio llegar pensando que sin duda iban a hacer el espectáculo de buscar al Fiero Vásquez. Eran diez, armados de rifles y comandados por un sargento. Se plantaron ante la casa del alcalde y el sargento dijo, sacando un papel:

—Oye, alcalde, haz llamar inmediatamente a estos doce hombres…

Leyó una lista encabezada por Jerónimo Cahua.

—¿Pa qué, señor?

—Nada de pa qué. Hazlos llamar inmediatamente, que si no serás tú el responsable de su persecución…

Rosendo despachó a su yerno y Juanacha para que llamaran a los buscados. Después de un rato, ellos acudieron seguidos de sus familiares, y el sargento los formó en fila. Espejeaba la angustia en las pupilas.

—Preparen sus rifles y al que corra, mátenlo —dijo a los gendarmes—, y ustedes, indios, entreguen las escopetas que usan sin licencia. Tienen cinco minutos pa responder y si no las entregan, van presos…

Los conminados hablaron con el alcalde y resolvieron entregar las escopetas. ¿Qué iban a hacer? Peor era caer presos. Sus familiares fueron por ellas y momentos después quedaban en manos de los gendarmes. Doce escopetas de los más antiguos modelos, mohosas, flojas, de un solo cañón.

Los comuneros comentaban el asunto sin salir todavía de su sorpresa. Todo había pasado en un tiempo demasiado corto. ¿Y cómo supieron? De repente uno dijo:

—¡El Mágico!

Ciertamente, el Mágico inquirió durante su última visita por todos los poseedores de escopetas con el pretexto de comprar una para cierto cabrero de Uyumi. Ya casi lo habían olvidado. Y entonces comprendieron que había un plan muy antelado y ancho…

La sombra negra del bandido cruzó el día siguiente por el caserío y se detuvo ante la casa de su amigo. Salió Casiana.

—¿Qué es de don Rosendo?

—En el pueblo, por el juicio…

—Esos juicios son largos, pero sé que les han quitao las escopetas y po algo malo será. Yo estoy aura más allá de El Alto, po esas peñas prietas y amontonadas… Si va pa malo, mándame llamar o vas vos mesma…

—Güeno —respondió Casiana, recordando la rebelión de Valencio pensando en él, en Vásquez y todos los hombres alzados y fuertes que sin duda los acompañaban.

La sombra partió al galope, yendo hacia Muncha.

Un día amaneció la novedad de que una mujer vieja había pasado por la Calle Real, a media noche, llorando. Su llanto era muy largo y triste, desolado, y se lo oyó desaparecer en la lejanía como un lamento… La tierra se volvió mujer para llorar, deplorando sin duda la suerte de sus hijos, de su comunidad inválida.

¡Tierra, madre tierra, dulce madre abatida!