Marchaba hacia el sur, contra el viento, contra el destino. El viento era un viejo amigo suyo y pasaba acariciándole la piel curtida. El destino se le encabritaba como un potro y él cambiaba de lugar y marchaba y marchaba con ánimo de doblegarlo. Toda idea de regreso lo aproximaba a la fatalidad. Sin embargo, era dulce pensar en la vuelta. Sobre todo en ese tiempo en que veía espigas maduras y maizales plenos. Los comuneros estarían trillando, gritando, bailando… Rumi también lo extrañaba y durante los días siguientes a la cosecha, recordándolos, advertía la ausencia de Benito Castro y que nadie, nadie sabía dónde se hallaba. Era penoso. Benito se sentía muy abandonado y en el camino largo, su caballo —antiguo comunero— era el consuelo de su soledad.
—¡Ah, suerte, suerte! Paciencia no más, caballito…
Abram Maqui le había enseñado a domar. Menos mal que a Augusto parecía gustarle también. Él lo dejó queriendo aprender, tratando de sujetarse. Bueno era tener su caballo y entenderse con él como se entendía con Lucero. Lucero era blanco, tranquilo sin ser lerdo y le había puesto ese nombre recordando a la estrella de la mañana. Cuando lo palmeaba en la tabla del pescuezo, el caballo le correspondía frotándole la cabeza contra el hombro. Habían caminado mucho juntos y las leguas dan intimidad.
Cruzaron varias provincias y pararon por primera vez en las serranías de Huamachuco. Benito Castro se contrató de arriero en una hacienda. Ésa era la historia de caminar para volver al mismo sitio, o sea el atolladero de la pobreza, pero no importaba. Había que hacer algo y él lo hacía. Cuando sucedió que vino la fiesta de carnavales y la peonada de la hacienda se puso a celebrarla.
De mañana se paró un unshe, o sea un árbol repleto de toda clase de frutas —naranjas, plátanos, mangos, mameyes— y de muchos objetos verdaderamente codiciables: pañuelos de colores, espejitos, varios pomos de Agua Florida, una que otra cuchilla, algún rondín. Los pomos estaban amarrados en el tallo para que las ramas los defendieran del golpe. Hombres y mujeres, intercalados y tomados de las manos, formaron rueda y se pusieron a dar vueltas en torno al árbol. En él los frutos se mecían con lentitud y brillaban y coloreaban los objetos. Era un precioso árbol. Un hombre que estaba al pie, provisto de una banderola verde, se puso también a dar vueltas, pero en sentido contrario a los que formaban la rueda, cantando con gruesa voz versos chistosos:
Ya se llegó carnavales,
guayay, silulito,
la fiesta de los hambrientos
como yo.
Ésa era la danza del Silulo. Después de cada verso venía el estribillo…
A la una y a las dos
y a las tres, ahí es, ahí es;
a las cuatro y a las cinco
y a las seis, vuelvo otra vez…
En ese momento daba vuelta en dirección contraria a la que llevaba y lo mismo tenía que hacer la rueda. Ésta se iba animando. Luego proseguía el cantor, repitiendo un buen rato:
Ahora lo digo, lo voy a decir,
ahora lo digo, lo voy a decir…
Los de la ronda esperaban nerviosa y alegremente y él al fin lo decía con un grito:
—¡Unos con otros!
Entonces los rondadores se abrazaban formando parejas y como el total de participantes formaba un número impar, siempre había alguno que se quedaba solo. Ése tenía que acercarse al árbol, coger un hacha y sacarle unas astillas.
El primero en quedarse solo fue Benito, que no tenía amigas, pero, después de dar sus hachazos se le acercó una china ya madura y buenamoza.
—Le haré pareja, don Benito, pa que no se güelva a quedar…
La ronda continuó y continuó el canto.
Me gustan los hombres bravos,
guayay silulito,
que con tremendos puñales,
silulo,
se meten a los corrales,
guayay silulito,
y gritan: «¡mueran los pavos!»,
silulo.
Se reía y calculaba la caída del árbol. Muchos, para hacerse broma, abandonaban sus parejas y así resultaba dando hachazos quien menos se esperaba. El que derribaba el árbol tenía que parar otro el año próximo. Y al fin cayó el árbol y todos, entre empellones, caídas y risotadas, se abalanzaron sobre él. Benito era fuerte y conquistó un pomo de Agua Florida, dos pañuelos y una cuchilla. Todo, menos la cuchilla, se lo regaló a su pareja, que resultó llamarse Juliana. Ella le contó que no tenía marido y que vivía junto a una hermana casada. Él, que estaba solo y había caído por allí a buscarse la vida.
—¡No tiene mujer que lo atienda y busca la vida!… —dijo su amiga.
Todo iba resultando bien, pero en la tarde se corrió un gallo. Quien lo puso anunció que el premio era de treinta soles y ello había atraído muchos participantes y espectadores. Los peones con sus familias estaban formando calle frente a la casa del gallero. Sobre dos postes muy altos, tendíase una soga que corría por una argolla fija en uno de ellos. Dando al centro de los dos postes, colgaba de la soga un canasto pequeño y fuerte, hecho de lonjas de madera elástica, cubierto por un trapo grueso bien cosido. Por un lado, asomaba apenas la cabeza de un gallo. Un hombre, parado al pie del poste de la argolla, manejaba la soga. El gallero se situó en el centro de la concurrencia y gritó:
—¡Hay treinta soles en la canasta!… ¡Los que quieran correr! El galope será volteando po esa loma pelada y dispués po esos eucaliptos…
Se presentaron diez jinetes, luciendo de la mejor manera posible sus caballos, para infundirse respeto unos a otros. Benito se dijo: «¿Treinta soles? Voy a probar con mi Lucero». El de la soga la jalaba agitando el canasto y el canasto sonaba metálicamente, dando ganas. El gallo, de rato en rato soltaba un grito de alarma. Y cholos e indios miraban a los participantes, comentando la velocidad de los caballos y el vigor de los jinetes. Cruzaban apuestas. Y los jinetes excitaban a los potros, corriendo por un lado y otro, y de paso consideraban el terreno a recorrerse. Era quebrado e inclusive había que trepar una cuesta, para voltear la loma y luego ir hasta los eucaliptos, bajar de regreso y caer en espacio llano para avanzar hasta el punto de la partida. En eso llegó el dueño de la hacienda, con su mujer y sus hijas, a contemplar la justa. Una de las señoritas miró a Benito y le dijo con una sonrisa: «Tú vas a ganar». Ojalá, pero Benito no las tenía todas consigo. Había un cholo alto, jinete de un zaino fogoso y grande, que cambió una mirada con el hombre de la soga. Y la partida comenzó. Los jinetes, desde cierto lugar, salían al galope y entraban a la calle formada por los espectadores. El canasto estaba al alcance de la mano, pero en el momento en que el jinete estiraba el brazo, el soguero daba un rápido tirón, alejándolo hacia lo alto. Al principio, se vio que no permitía ninguna oportunidad y hacía eso para prolongar la fiesta. Luego, fue soltando. Había que ser rápido, tener buena vista y calcular lo justo para poder, en pleno galope, atrapar el canasto. Su resistente asa estaba sujeta a la soga por un cordel rompible. Pasaban una y otra vez los jinetes, redoblando en la dura tierra, el gallo parecía fugar hacia el cielo, sonaba la plata, gritaban los espectadores, menudeaban las apuestas. «¡Tres soles al del caballo blanco!». «¡Pago!». «¡Ocho soles al del zaino!». «¡Pago!». Algunos jinetes lograban dar una manotada al canasto. El del zaino era quien más repetidas veces lo hacía. Todos gritaban al verlo galopar hacia el gallo: «¡Aura!». Hasta que al fin, el jinete del zaino, ciertamente, lo arrancó. Lo arrancó y siguió galopando y los otros jinetes partieron tras él y dos, de entrada no más, se fueron quedando, pero los demás ya se le aproximaban a pesar de todo. Perdió distancia al meterse a una quebrada y la ganó de nuevo al salir y otra vez la fue perdiendo en la cuesta. Los perseguidores se le acercaban levantando una nube de polvo. Los mirones gritaban, aunque los corredores, tan alejados, no pudieron oírlos: «¡Zaino!», «¡Blanco!», «¡corre!». El ganador dio vuelta a la loma, solo, pero ya se le acercaba uno de caballo negro y se le ceñía y cogía el canasto. Se les vio forcejear en pleno galope hasta que el del negro salió de la montura, cayó y tuvo que soltarse.
En la lucha había perdido terreno el del zaino y ya llegaban los otros y rodeaban los eucaliptos casi juntos y comenzaban la bajada. Tres potros violentos rodaron cortos trechos por la pendiente y todos temieron por los jinetes, pero ellos se pusieron en pie y fueron en pos de sus animales. Otros, de verse muy retrasados, habían ido abandonando la partida. Sólo quedaban en la brega el ganador, Benito Castro y otro que montaba un canelo. De bajada casi todos los caballos son iguales y el blanco se acercó al zaino. Llegaron al llano juntos y, antes de perder ventaja, Benito se ciñó y agarró el canasto.
El poseedor, un cholo prieto, le echó una mirada, de relámpago y dio un violento tirón. Tenían fuerza ambos y se la sintieron desde los pies hasta los pelos. Jadearon, se remecieron, ajustando las piernas para afirmarse y echando el cuerpo hacia un lado para aumentar la potencia del esfuerzo. Y los caballos corrían lado a lado hasta que de repente, en forma sorpresiva, Benito dio un tirón de riendas y su caballo volteó hacia la derecha y el otro jinete, desprevenido para resistir esa maniobra, salió de la montura y cayó al suelo. Trató de sostenerse, pero Benito aceleró el galope y su rival tuvo que soltarse del canasto para no ser arrastrado sobre unas espinosas tunas que surgieron al paso. El competidor restante logró acercarse, pero no puso mucho empeño en atrapar el canasto y Benito Castro pasó entre los postes, saludado por los gritos de júbilo y vivas, triunfante. La cabeza del gallo colgaba inerte. Todos afirmaban que había sido una excelente carrera, muy rápida, con dos atracos y tres revolcones, y el mismo patrón se acercó al ganador y le regaló un cheque de a libra diciendo: «De esos brazos quiero en mi hacienda». Juliana llevó chicha a Benito y ambos, entre un círculo de curiosos, descosieron la cubierta. Ahí estaban los treinta soles, contantes, y desde luego el gallo, muerto.
Ya llegaban los perdedores, a tranco calmo, y Benito, al dar un vistazo al cholo del zaino, comprendió que la partida no terminaba todavía. Estaba demudado y lo miraba con unos ojos inyectados que parecían coágulos de sangre. No le faltaría pretexto para armar pleito, pues en la noche se realizaría un baile. Y Rosendo le había dicho: «Si algo merezco de ti, que sea un ofrecimiento: no meterte en lo que no convenga». Él se lo había ofrecido y he ahí que ahora iba a pelear sin duda y nadie sabe en lo que acaba una pelea. Esa cuchilla que ganó en el unshe era quién sabe un presagio. Quedaría perseguido de nuevo, más inculpado.
De todos modos, convenía que su caballo descansara un poco y, yéndose a la casa-hacienda, donde vivía, lo desensilló y llevó al pasto. Después buscó a Juliana: «Vámonos, ya estoy aburrido aquí». Y ella, que como mujer que era se había dado cuenta, le dijo: «¿Tienes miedo de pelear?». Benito hubiera querido vencer al rival delante de ella, pero después pensó que no era cosa de arriesgarse por una caprichosa. Al oscurecer ensilló y, sin que dejara de molestarle la idea de que lo pudieran considerar un cobarde, se fue. Hacia el sur, cada vez más lejos…
Nada le ocurrió ya durante varios años, salvo la marcha. Y un trabajo de salario exiguo. No dejaba de buscar por un lado y otro la buena fortuna. Todas las haciendas eran iguales; en todas daban para sobrevivir, pero no para vivir. A veces lograba que le confiaran un caballo para domarlo y cobraba veinte soles, pero sucedía muy raramente, pues los campesinos lo consideraban siempre un forastero y temían que de un día a otro desapareciera llevándose el caballo. Así cruzó los Andes del departamento de La Libertad llevándose muchos paisajes en las retinas y un dolor sordo que le iba enturbiando la vida. Algunas mujeres lo amaron un poco en la inconsciencia de las orgías de feria. No las recordaba. Sí recordaba una cuesta muy larga, muy escarpada, muy dura, llamada Salsipuedes. Él y Lucero creían saber mucho de cuestas, pero fue en ésa donde lo aprendieron de verdad. También recordaba un pequeño pueblo llamado Mollepata, edificado en zona de muy buena arcilla, donde todos los habitantes eran olleros. En los patios de las casas, en la plaza del pueblo y en los lugares planos de las cercanías, había cántaros, botijas, platos y ollas de barro, de todas las formas y tamaños, secándose al sol. Ése era un raro mundo de formas lisas y redondas. En los corredores se veía a los mollepatinos delante de pequeños tornos y grandes montones de arcilla negra, dedicados a su trabajo. En las afueras del pueblo, quemaban los objetos secos, que adquirían entonces un color rojizo, y luego los embalaban en grandes cestos rellenos de paja que llevaban a los pueblos en lentas piaras de burros. También recordaba… bueno, varios hechos menudos de la vida.
Un día, sin que se lo hubiera propuesto de un modo especial, llegó al famoso Callejón de Huaylas, en el departamento de Ancash. Hacia un lado corría la Cordillera Negra, de picachos prietos y entrañas metálicas, y hacia el otro lado, la Cordillera Blanca, más alta, coronada de eterna nieve esplendente y tan escarpada que apenas dejaba unos cuantos portillos para el paso del hombre. Allí señoreaba el inaccesible Huascarán. Una yanqui, Miss Peck, había logrado, en esos tiempos, subir a una de las cumbres inferiores llamada desde entonces Cumbre Peck… ¡Vaya con la gringa tan hombre!
Y entre las cordilleras, inabarcable con la mirada, largo como para cruzarlo en muchas semanas activas, se extendía el Callejón de Huaylas. Denso de valles, de faldas, de haciendas, de pueblos, de caseríos, de indios. El paisaje era muy hermoso y la vida del hombre muy triste. Los indios hablaban quechua y unos pocos el castellano. Todos trabajaban para los hacendados o los mandones de los pueblos. El trabajo era más fuerte que en el norte y el salario menor. A ver, pues, qué iba a hacer. Cortó caña en una hacienda, segó trigo en otra y en una tercera fue mozo de cuadra. Menos mal que Lucero engordó con buena alfalfa. Cierta vez, se perdió de un potrero una partida de vacas y llevaron presos, como sospechosos, a dos indios colonos de la misma hacienda. Los metieron en una celda de piedra, llena de barro y porquería, y durante la noche, entre el hacendado y cinco caporales, los condujeron a un galpón. Benito Castro lo vio todo desde un cuarto próximo, en el que dormía. Era una clara noche de inmensas estrellas, pero el corazón de los gamonales estaba muy negro. Todos tenían revólveres al cinto y los sacaron, metiéndoselos a los amedrentados indios entre los dientes: «¡Declaren!». Los indios apenas si podían hablar con una lengua que tropezaba con los cañones: «Estuvimos en pueblo, taita, no robando nosotros. ¡Quién serán ladrones judidos!». El hacendado dijo a uno de sus caporales: «Si no quieren a buenas, mételes los palitos». Ese caporal, hombre grueso y basto, de ojuelos perdidos en una cara redonda, sacó una manilla de pequeños maderos y se los introdujo al más próximo entre los dedos de una mano. La otra le fue sujeta. «Ajusta». El caporal apretó, a dos manos y el indio, contorsionándose de dolor, bramó, ululó. Todo el silencio de la noche pareció gemir de pavura. Al fin lo soltaron. Y el otro, que alargó la mano temblando bajo los cañones que le apuntaba la tropa, fue torturado a su vez. Hasta las piedras parecían quejarse, pero los atormentadores estaban impasibles. «¿Van a declarar ahora? Si no, será peor». Y los indios, gimiendo: «No, taitas, no hemos robao». Unos perros ladraban a lo lejos. El hacendado dijo: «Tienen esta noche y mañana para pensarlo». Los indios insistían: «Taita, faltamos de nuestras casas po ir al pueblo llevando tejiditos de venta. Así jue, no hemos robao nosotros». Y el hacendado barbotó: «Piénsenlo bien: como no declaren, mañana los vamos a colgar de los testes». Se fue gruñendo su enojo y los caporales metieron a los indios en la misma pocilga, asegurándola con un cerrojo de hierro y un grueso candado. Cuando el rumor de los pasos se perdió en la lejanía, Benito salió de su cuarto y se acercó, sin hacer ruido, a la puerta de la celda. Los indios se quejaban y decían: «¿Te sigue doliendo?». «Sí, está hinchada la mano». «La mía tamién». «Y tan mal que nos jue: ¡sólo sacamos tres soles de las alforjitas!». «¡Y aura penar por ladrones!». Benito Castro no dudó más. Buscó una barreta y palanqueó el cerrojo hasta hacerlo saltar. Y la noche se abrió con toda su claridad a la fuga de los indios y la de él mismo…
Y así, marchando hacia el sur, contra el viento y el destino, viendo una vez más espigas maduras que le traían dulces recuerdos de la comunidad, llegó un día a un lugar llamado Pueblo Libre. Había comprado un tercio de alfalfa y estaba parado en una esquina de la plaza, dándosela a Lucero. De repente, sonaron unos gritos lejanos que poco a poco se fueron acercando y ampliándose. Por último desembocó, por una de las bocacalles, el tumulto de hombres y vítores de una manifestación.
—¿Quiénes son? —preguntó a un mestizo que estaba por allí.
—Pajuelo y sus partidarios… Él hace un mes que llegó. Quiere agrupar al pueblo y luchar contra los abusos.
—No está malo —dijo Benito.
Y fue, halando su caballo, hacia el grupo, muy numeroso, que se había detenido junto al cabildo. Cuando llegó, un hombre moreno, de unos treinta años, que vestía un oscuro traje raído, pero usaba corbata, trepaba sobre un cajón para pronunciar un discurso. Se irguió mirando a todos lados, luego fijó los ojos en sus partidarios, todos cholos e indios de poncho, y comenzó:
—Mis queridos hermanos de mi clase:
»Ruego a mis oyentes me perdonen mi falta de una verdadera oratoria. Me concreto sólo a expresar con el corazón mis pensamientos a este pueblo humillado y escarnecido a cuyo seno correspondo yo. Yo soy el mismo niño, ya vuelto hombre, de raza india mezclada de algún blanco, que nació en Hueyrapampa, a pocas cuadras de aquí, dentro de los pañales humildes que le dieron un obrero minero y una costurera.
»Cuando los primeros albores de mi razón, lo primero que distinguí fue el señorío de la injusticia reinante sobre los moradores pobres e indefensos de mi bendito pueblo, muy a pesar de llamarse Pueblo Libre. ¿De dónde venía aquella injusticia? Sencillamente de los malos gobiernos, como producto de la complicidad de los mandones y explotadores eternos distritales, que para desgracia de nuestro pueblo aún existen bajo los siniestros nombres de Gobernadores, Alcaldes, Jueces de Paz y Recaudadores. Estos individuos con careta de autoridades no son más que lobos con pellejo de cordero, que cada día ahondan más la miseria moral y material de nuestra raza. Estas autoridades de este distrito son explotadores e incondicionales instrumentos también de explotación de los gamonales. Los distritos son las pequeñas células de nuestra nacionalidad, donde en primer lugar se incuban los gérmenes del mal; estoy seguro de que, si en cada uno de estos diminutos pueblos llegáramos a extirpar radicalmente el mal en toda su amplitud, llegaríamos a constituir una verdadera democracia llena de justicia y libertá…
—¡Bravo!
—¡Viva Pajuelo!
Siguieron más gritos y aplausos. El orador, cuya silueta negra se recortaba nítidamente sobre un muro encalado, esperó que se acallaran y prosiguió:
—Como repito, en los primeros años de mi infancia todas las injusticias de este distrito se ensañaron en mis propias carnes y las de mis ancianos padres. Impotente para defenderme y aliviar en algo los sufrimientos de los de mi clase, opté por abandonar mi terruño, frente a la posición insultante de holgura de los gamonales y mandones, pero sí tuve el cuidado de llevar un juramento escrito en mi corazón, de volver algún día ya con las condiciones posibles de enfrentarme contra estos enemigos de mi pueblo. Juramento que vengo ensayando en diversos pueblos en mi peregrinaje, como un desposeído de fortuna, de estar siempre al lado del débil y jamás al lado del fuerte; la razón, el porqué, llegado a establecerme en la capital de provincia, no me alié con los gamonales y mandones; no obstante de ser invitado, preferí arruinarme económicamente y defender y luchar siempre a favor de los pobres. Porque debo advertirles: fijarse mucho en aquellos traidores de nuestra causa que actualmente conviven con los gamonales prestándose como instrumentos dóciles de opresión a los de su misma clase, sin acordarse que también ellos fueron unos harapos humanos como nosotros, que sólo su maldad y servilismo los ha colocado en otra posición. A esta clase de individuos deben tener bien marcados para no involucrarlos dentro de nosotros, y ustedes deben conocerlos mejor que yo, puesto que yo he estado ausente…
—Cierto, cierto…
—Mueran los traidores…
—No queremos soplones…
Y Pajuelo, más firme y seguro de sí, como ocurre con todos los oradores cuando son aprobados:
—Mis queridos hermanos: me tienen ustedes a su lado, resuelto a luchar hasta el último con el fin de conseguir el restablecimiento de nuestros derechos hollados por manos criminales. Tenemos como principales problemas de resolución inmediata el agua, tierras y minas, que son fuentes de riqueza inmensa. Voy a ocuparme del problema del agua. En este distrito está, pues, establecido el servicio de mita bajo una distribución injusta, y veamos: la vecina hacienda de Masma, de uno de tantos gamonales succionadores de riqueza agrícola de nuestra jurisdicción, se ha adueñado de la mitad del tiempo de servicio de agua dejando solamente un cincuenta por ciento para la población y sus campiñas, con más el cinismo de que, cuando los días que toca a la hacienda, se lo hace secar la última gota de este elemento indispensable para la vida de estos moradores y cuando ya le toca el servicio al pueblo, entonces sí se aparta agua para sus animales; esto quiere decir que los mezquinos intereses de aquella hacienda valen más que la vida de un pueblo…
—¡Bravo!
Los aplausos y los vivas fueron estruendosos. El grupo se hacía muchedumbre. Al oír hablar del agua, todos los que escuchaban escépticamente en las vecindades acudieron a enterarse y ahora aplaudían. Benito y su caballo quedaron encerrados entre la masa. Y Pajuelo, más enérgico, con la corbata desarreglada, una greña negra partiéndole la frente y accionando con ambas manos, una de las cuales cerrábase dejando libre el índice acusador:
—Debido a la ambición e injusticia de los famosos hacendados de Masma, los de este pueblo y sus campiñas tienen que acumular en pozos de condición humilde para quince días de cada mes, para luego servirse de un agua corrupta, llena de microbios. He ahí el porqué la enfermedad y muerte prematura de los infelices moradores. Debemos apuntar de inmediato a los de Masma como responsables del estado de injusticia hasta por el agua. La hacienda de Masma no solamente ha acaparado el agua, sino también las tierras, asfixiando por su proximidad el desarrollo de los hijos de este pueblo llamado a ser grande. Debemos perseguir…
Sonó un tiro de fusil, salido de quién sabe dónde, y Pajuelo cayó de bruces sobre sus más cercanos oyentes. La muchedumbre gritaba: «¡Han muerto a Pajuelo!». «¿Quién?». «¿Quién?». «¡Está muerto!». «¡Está sólo herido!». La masa se desbandó y sólo unos cuantos quedaron junto al herido, que había sido colocado en el suelo. Manaba sangre de su pecho, tiñéndole la camisa. Él dijo: «Llévenme a casa de mi madre. ¡Viva el pueblo!». En eso apareció el gobernador del distrito, seguido de muchos hombres armados y apresó a cuantos estaban allí, conduciéndolos a la cárcel, excepción hecha de Pajuelo, que fue enviado a su casa con centinela de vista. Benito Castro también cayó.
Al día siguiente llevaron a los detenidos a la capital de la provincia, acusados de subversión. Gendarmes venidos especialmente y numerosos civiles armados los custodiaron durante el viaje. A los tres meses, quedaba preso únicamente Benito Castro, que no tenía dinero ni nadie que lo ayudase mediante alguna influencia regional. Además, su calidad de forastero despertaba muchas sospechas. Ya lo habían interrogado varias veces. Una tarde lo llamó el subprefecto a su despacho, una vez más:
—¿Así que no eres de aquí?
—Soy de Mollepata.
Mollepata estaba ya bastante lejos.
El subprefecto lo miró fijamente, filiándolo. Quijadas firmes, ojos negros y penetrantes, boca gruesa sobre la que negreaba un bigotillo erizado. El pecho era ancho y las manos grandes. El sombrero a la pedrada y un poncho terciado sobre el hombro daban a la figura un carácter gallardo.
—No eres un mal tipo, pero pareces un atrevido de primera.
—Señor: yo vivo en paz con la gente…
—¿Conociste a Pajuelo? Dicen que tú eras uno de sus secuaces y con él llegaste…
—No, señor, yo estaba dando alfalfa a mi caballo, y pregunté a uno que estaba allí y él me dijo quién era don Pajuelo…
—Pero ¿estás de acuerdo con él?
—No sé, porque no conozco las cosas que hablaba: no me he informao de po acá como pa eso…
—Eres un vivo. ¿Y qué hacías por acá?
El subprefecto, un hombre blanco y bastante joven, que se había puesto traje de montar para dar la impresión de que estaba persiguiendo a los subversivos o mejor dicho a las terribles y demoledoras huestes de Pajuelo, quería enredar a toda costa al hombre sin influjos y presentar, al fin y a la postre, un culpable.
—Esperaba a don Mamerto Reyes pa arrear un ganadito a la costa.
Benito conocía a este negociante sólo de vista, pero se jugó, ya que, si decía la verdad, irían a caer con averiguaciones en la hacienda donde soltó a los indios y entonces nadie dudaría de su alianza con Pajuelo.
—Por tu facha, creo que ni conoces la costa…
—Jui hasta el mero Huarmey… arenalazo, señor. Al embarcar el ganao pa Lima una vaca se cayó al mar y la zonza nadaba pa allá creyendo que iba a dar a la otra orilla, hasta que se dio cuenta y regresó pa este lao…
Ésa era una relación que escuchó a un peón de arreo y él la repetía sin mucha seguridad.
—Ajá… —dijo el subprefecto, dudando. Se puso a mirar su mesa de trabajo y luego un estante que estaba lleno de papeles.
Benito reclamó:
—Señor, y ni siquiera tengo qué comer. Se me acabó mi platita y no puedo comprar. Un gendarme hay medio güeno y él me pasa a veces lo que le sobra… A veces, también algún indio me convida un matecito con su mote… Pero hay días que paso sin comer…
—Ya ves, pues, para qué te metes en sublevaciones. Ahora voy a definir tu situación… ¡Ramírez!
Entró un hombre joven, de cara pálida y traje de dril, que era el secretario de la subprefectura.
—Averigüe si pasa el telégrafo por el distrito de Mollepata. Si pasa, llame al gobernador y pida antecedentes de este hombre, que dice que es de allí… ¿Cómo te llamas? ¡Ah, Manuel Cáceres!
Salió el secretario, el subprefecto se puso a leer y firmar unos papeles y Benito maldecía su estupidez. ¡Si de lo primero que se acordó fue de Mollepata, acaso por las ollas! Debió mencionar una hacienda apartada. Ahora faltaba que…
El secretario entró:
—No pasa, señor. El distrito más cercano, con telégrafo, está a diez leguas…
—Hum… Entonces pregunte a los gendarmes si está en el pueblo o alrededores el negociante de ganado Mamerto Reyes.
Volvió a salir el secretario. Benito se puso muy triste. A la vista estaba que deseaban enredarlo. Ahora se descubriría todo y comenzarían a seguirle los pasos y tal vez llegarían al mismo Rumi… y… Pasaban los minutos.
—Señor —dijo el secretario entrando—, dicen que no han visto por aquí a don Mamerto y ni siquiera en el campo… Acaso esté en otra provincia…
—¡Éste es un mentiroso con suerte!
—Señor —apuntó oficiosamente el secretario—, mejor sería esperar unos días. Los mollepatinos son gente sedentaria… olleros que no abandonan su industria… Éste miente. Además, cualquier día ha de llegar don Mamerto Reyes en persona…
—Sí, es lo que pienso…
Benito argumentó con calor:
—Yo me cansé de hacer ollas poque las cercanías están llenas de ellas y la gente las quiere regaladas. Si uno va a pueblos alejaos, no alcanza a hacer muchos viajes y cuanto más que las ollas se acaban de romper… Quise mejorar y vengo a caer preso y tovía a hambrearme…
Subprefecto y secretario se quedaron pensando. Benito miraba a través de los barrotes de la ventana. Se veía la plaza, el cielo azul, ancho, que brillaba sobre otros sitios mejores sin duda; el ir y venir de las gentes por las calles de piedra; la libertad… Insistió:
—¿Qué haré aura? Seguro que don Mamerto contrató otro… Perdí mi trabajo y no tengo un cobre… Y tovía estoy de hambre…
El subprefecto dio una gran prueba de espíritu justiciero:
—Bueno, pues… Te voy a poner en libertad, pero te mandas mudar. No quiero agitadores en mi provincia…
Benito solicitó:
—Señor, mi caballito lo entroparon los gendarmes con los de ellos el día que llegamos… Ordenará usté seguro que me lo entreguen…
El subprefecto dio un puñetazo en la mesa:
—¿Qué caballo? ¿A mí me has dado a guardar caballo? Reclámaselo a ellos. Y ándate pronto, antes de que me desanime de soltarte y te saque la insolencia…
Benito salió, lentamente y preguntó al gendarme que era medio bueno por su caballo. Él soltó una carcajada y le dijo que sería un verdadero loco si se metía con el subprefecto tratando de recuperar su caballo.
Benito se fue, pues. Ahí estaba la calle con su libertad…
Caminar a pie es más duro cuando se tiene hambre. Las calles se abrían una tras otra a su paso, pero no sabía a dónde ir. Y tenía hambre…
Sufrió mucho de peón, por las haciendas. Recordaba a Rumi y tenía pena, y recordaba a Lucero, su último amigo, y tenía más pena todavía. ¡Y qué diferencia entre el trabajo realizado en las haciendas y el trabajo realizado en la comunidad! En Rumi los indios laboraban rápidamente, riendo, cantando y la tarea diaria era un placer. En las haciendas eran tristes y lentos y parecían hijastros de la tierra. Si aún les quedaban fuerzas, no les quedaba ya alma para nada.
Pasó el tiempo, y sin sospechar las graves cosas que sucedían en Rumi, Benito Castro estaba con cien indios colonos, en pleno invierno, hundido en la gleba y bajo un pertinaz aguacero, trabajando en las chacras del patrón. Los bohíos de los indios quedaban alejados y por el tiempo que durara el cultivo, los trabajadores dormían en un galpón. Como Benito no tenía casa, pernoctaba siempre en ese galpón y así conoció a muchos indios de todos lados porque la hacienda era muy grande. Los indios hablaban quechua, pero, en general, poco hablaban. Benito fue aprendiendo ese idioma, que suena a veces como el viento bravo y otras como el agua que corre bajo la tierra, y les entendía la parla triste.
Ellos no contaban cuentos o lo hacían muy de tarde en tarde. Hablaban de sus trabajos y, a veces, de la revolución. En voz baja, en medio de apretados círculos, los más viejos contaban de la revolución de Atusparia.
He allí que corre el año 1885. He allí que los indios gimen bajo el yugo. Han de pagar un impuesto personal de dos soles semestrales, han de realizar gratuitamente los «trabajos de la república» construyendo caminos, cuarteles, cementerios, iglesias, edificios públicos. He allí que los gamonales arrasan las comunidades o ayllus. Han de trabajar gratis los indios para que siquiera los dejen vivir. Han de sufrir callados. No, amitos, alguna vez… Reclamaron presentando un memorial al prefecto de Huaraz. No se les oyó. Pedro Pablo Atusparia, alcalde de Marián y del barrio huaracino de la Restauración, que encabezaba a los reclamadores, fue encarcelado, flagelado y vejado. Catorce alcaldes se presentaron a protestar del abuso. También fueron encarcelados, flagelados y vejados. No, amitos, alguna vez…
Fingieron ceder. Y el primero de marzo bajó la indiada hacia Huaraz, portando los haces de la paja que se necesitaba para un techo que era «trabajo de la república». En determinado momento, sacaron de entre los haces los machetes y los rejones que ocultaban y se entabló la lucha…
Las primeras oleadas de indios son rechazadas. Un escuadrón de caballería carga abriendo brecha. Alentado por su éxito ataca Pumacayán, fortaleza incaica de empinadas galerías. Tiene hermosas paredes de piedra adornadas con altorrelieves que presentan coitos de pumas, y el prefecto de Huaraz la estaba haciendo destruir para aprovechar la piedra en la construcción del cementerio y algunas casas particulares. Pumacayán es defendida por el indio Pedro Granados y un puñado de bravos. Sólo Granados, armado de una honda de cuero con la que tira piedras del tamaño de la cabeza de un hombre, derriba a setenta jinetes. El escuadrón se retira y Huaraz es sitiada. Al día siguiente cae. Los indios beben la sangre de los soldados valientes para acrecentar el propio valor. Quieren terminar con todos los ricos y sus familiares que se han encerrado en sus casas. Atusparia, jefe de la revolución, se opone: «No quiero crímenes: quiero justicia». La revolución se propaga. Los indios se arrastran a cuatro pies, cubiertos con pieles de carneros, para atacar por sorpresa Yungay. Se subleva todo el Callejón de Huaylas. Caen todos los pueblos. En algunos, los ricos forman «guardias urbanas» y se defienden bravamente. Surgen otros grandes jefes indios. Ahí está Pedro Cochachín, minero a quien decían Uchcu Pedro, pues uchcu quiere decir socavón o mina, terrible chancador de huesos en pugna siempre con el piadoso Atusparia. Allí está José Orobio, el Cóndor Blanco, llamado así porque tenía blanca, aunque lampiña, la piel. Ahí está Ángel Bailón, cuñado de Atusparia, al mando de las estancias que generaron el movimiento. Y Pedro Nolasco León, descendiente de los caciques de Sipsa. Y tantos. Surgen al mando de sus fuerzas, grandes y duros, valientes y fieros como pumas, moderados en su cólera por el magnánimo Atusparia que exige respetar a todas las mujeres y los niños y a los adversarios rendidos. Dominan. Los indios tienen pocos fusiles, cuarenta cajones de dinamita y ocho barriles de pólvora que ha sacado el Uchcu de las minas. Él defiende los pasos importantes de la Cordillera Negra. Es el más fuerte. Los demás han de luchar con rejones y machetes. Se mandaron emisarios a los departamentos de La Libertad y Huánuco, pidiendo ayuda, pidiendo revolución.
Pero ya están ahí los batallones del gobierno con buenos fusiles y cañones. Mueren indios como hormigas. Para economizar municiones, fusilan a los indios prisioneros en filas de seis. Caen los jefes y son también fusilados. José Orobio, mientras es flagelado y luego baleado con saña, pide irónicamente: «Yapa, tata, yapa». El terrible Uchcu Pedro desprecia a los vencedores mostrando el trasero al pelotón de fusilamiento. Atusparia, herido en una pierna en el combate de Huaraz, cae y sobre él caen los cadáveres de sus guardias. Con sus cuerpos muertos lo defienden. De allí es recogido por un blanco capaz de gratitud que lo esconde en su casa. Tiempo después, un consejo indio lo condena a muerte por traidor y le hace beber chicha emponzoñada con yerbas. Él bebe la chicha con serenidad, ofrendando hacia los cuatro puntos del horizonte y llamando al tiempo como juez. Y muere. Y el tiempo, juez irrecusable, dice que no fue traidor sino un hombre valiente y generoso.
Así hablaban los indios, fatigados por la dura labor del día y de los días, en las noches del galpón. Ellos recordaban más las victorias que las derrotas. Y la noche se llenaba de emociones alegres y trágicas, de héroes casi legendarios, de luchadores astutos y tremendos. Estaban invictos y cualquier día la revolución iba a recomenzar…
Pero llegaba el sueño y después el día. Sonaba la voz de los caporales. Los héroes desaparecían, las épicas batallas no eran ya. Y los indios, fustigados por la realidad, rota la fe, esfumadas las visiones, se encaminaban en fila hacia los campos de labor, y allí se curvaban sobre la gleba. Benito Castro, inerme y pobre como ellos, cogía el azadón y se curvaba igualmente.