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El Fiero Vásquez

Cualquier día, de tarde, un jinete irrumpió en la Calle Real de Rumi, al trote llano de su hermoso caballo negro. El apero rutilaba de piezas de plata y el hombre prolongaba hacia él la negrura lustrosa de su caballo con un gran poncho de vicuña que flotaba pesadamente al viento. Un sombrero de paño, también negro, hundido hasta las cejas de un rostro trigueño, completaba la mancha de sombra brillante. El jinete cruzó hasta llegar al otro extremo de la calle y detúvose, con un violento tirón de riendas y una elegante «sentada» del potro, frente a la casa de Doroteo Quispe. Éste salió al escuchar el resoplido del animal y el resonar de las espuelas.

—Llega, Vásquez… Pasa, pasa, Vásquez —invitaba el dueño de la casa.

El jinete había desmontado ya y, con aire satisfecho, mientras decía alguna cosa, desataba el cabestrillo amarrado al basto delantero de la montura. Se le veía ancho y fuerte, de movimientos enérgicos y tranquilos. Sus botas dejaban huella en la tierra. Quitó la alforja y con ella al hombro pasó al corredor…

Por todo el caserío se esparció la nueva, con un especial acento de gravedad y misterio:

—¡Ha llegao el Fiero Vásquez! ¡Llegó el Fiero Vásquez!

Llevada por Juanacha, la voz arribó a la casa del alcalde:

—¡Ha llegao el Fiero Vásquez!

Rosendo Maqui, que estaba sentado en el corredor en compañía de Anselmo y el perro Candela, respondió:

—Que llegue…

Naturalmente que ya había respondido así muchas veces y el Fiero Vásquez llegaba a Rumi cuando lo deseaba, pero la novelería de Juanacha y todo el caserío tenía que complacerse en dar y recibir la noticia.

—¡Ha llegao, ha llegao el Fiero Vásquez!

Para decirlo de una vez: el Fiero Vásquez era un bandido. Una de las particularidades de las abundantes que caracterizaban su extraña personalidad consistía en que su apodo —a fuerza de calzar había pasado a ser nombre— no le venía de su fiereza en la pelea, mucha por lo demás, sino de ser picado de viruelas. Fiero es uno de los motes que en la sierra del norte del Perú dan a los que muestran las huellas de esa enfermedad. Vásquez las tenía, fuera de otras cicatrices, más hondas, que en un lado del rostro le dejó un escopetazo. También lo caracterizaba su amor por el negro. Ya hemos visto que ostentaban este color su caballo, su poncho, su sombrero. Eran negras igualmente sus botas y sus alforjas; las ropas, si no podían serlo siempre, tenían cuando menos un tono oscuro. Gustaba de la calidad y todos sus avíos y su caballo denunciaban la clase mejor. Encargaba los ponchos de vicuña a los departamentos del centro o del sur porque en el norte no abundaban. Sus amigos le decían siempre:

—Bota a un lao el negro, que te denuncia…

Y él respondía, despectivamente:

—¿Y qué? Negra es mi vida, negras mis penas, negra mi suerte…

Como una sombra pasaba a lo largo de los caminos o entre los amarillos pajonales de la meseta andina. Su cara morena —boca grande, nariz roma, quijadas fuertes—, habría sido una corriente de mestizo sin las viruelas y el disparo innoble. Áspera y rijosa de escoriaciones y lacras, se tornaba siniestra a causa de un ojo al cual le había caído una «nube» es decir, que tenía la pupila blanca como un pedernal. Una inmensa sonrisa, que se abría mostrando bellos dientes níveos, atenuaba la fealdad y el continente enérgico imponía respeto. En conjunto, se establecía cierto equilibrio entre cualidades y defectos y la figura del Fiero Vásquez no era repelente. La leyenda y una hermosa voz hacían lo demás y el bandido despertaba la simpatía, cuando no el temor, de los hombres, y el interés y el amor de las mujeres. Muchas cholitas de los arrabales de los pueblos o de las casas perdidas entre las cresterías de la puna suspiraban por él. Pertenecía a esa estirpe de bandoleros románticos que tenían en Luis Pardo su paradigma y en la actualidad van desapareciendo con el incremento de las carreteras y las batidas de la Guardia Civil.

Luis Pardo es un gran bandido,

a él la vida no le importa,

pues mataron a su padre

y la de él va a ser muy corta.

El yaraví que deploraba la desgracia de Luis Pardo y relataba sus hazañas corrió de un lado a otro de la serranía, bajó a la costa y aun entró a la selva. Su actitud más celebrada era la de despojar a los ricos para obsequiar a los pobres. A decir verdad, el Fiero Vásquez, aunque se portaba como un gran botarate regando la plata por donde pasaba, no resultaba tan decididamente filántropo. Despojaba habitualmente a los ricos, pero cuando tenía apuro, hacía lo mismo con los pobres. Por esta razón trabó conocimiento con Doroteo Quispe.

Sucedió que Doroteo iba hacia la capital de la provincia arreando un borrico y llevando en su alforjita cien soles para comprar, por encargo del alcalde, ceras, cohetes de papel y de arranque, ruedas tronadoras, globos de colores y otros elementos de fiesta. Se acercaba el tiempo de celebrar a San Isidro. El alcalde le recomendó mucho que acomodara las cosas cuidando de que no se rozaran los cohetes entre sí y menos con las ruedas tronadoras, pues podían estallar echando a perder todo lo demás y matando al jumento, cosa que ya había ocurrido en anterior ocasión. Doroteo iba preocupado de cumplir bien la comisión y contento por la oportunidad de servir a San Isidro. Estando en plena jalca, entre pajonales y soledosos cerros, vio surgir a lo lejos una siniestra sombra negra. ¡El Fiero Vásquez! La sangre se le heló en las venas y azotó al asno, corriendo a esconderse en una hoyada. Esperaba no ser visto. Metido con el borrico en un angosto pliegue de la tierra, comenzó a rezar la oración del Justo Juez, que había aprendido con mucho esfuerzo y fe y ahora empleaba por vez primera. Pero era evidente que el bandido se dirigía hacia él. Oyó el rumor de un galope que se aproximaba y después, caballo y jinete, negros hasta llenar el cielo, aparecieron en una eminencia que dominaba la hondonada. El Fiero llevaba carabina a la encabezada de la montura y el poncho remangado permitía ver dos grandes revólveres de cacha de nácar a ambos lados de la cintura. Doroteo no poseía más armas que una cuchilla y la oración del Justo Juez.

—Sal, indio muermo —gritó con ronca voz el bandolero.

Doroteo salió remolcando el asno, que se había puesto reacio y templaba la soga. Terminó de rezar su oración cuando llegaba junto al salteador.

—¡A ver, larga la plata! —demandó el Fiero.

—No tengo, taita, no tengo —repitió Doroteo, haciéndose el tonto—, cuatro reales no más tengo —y los sacó del bolsillo del pantalón.

El bandido no los recibió y se quedó mirándolo.

—¿A dónde ibas?

—Al pueblo, a comprar mi salcita…

—Ah, y para comprar cuatro reales de sal llevas burro. Larga la plata y agradece que no quiero matar a un pobre indio…

Consideró oportuno demostrar su energía y dio a Doroteo un riendazo por la espalda, alcanzando la alforja que colgaba del hombro. La plata sonó y el Fiero Vásquez lanzó una carcajada. La cara broncínea del indio tomó un color cenizo y entregó la alforja temblando. Vásquez iba contando los soles a medida que se los embolsicaba.

—¡Cien soles! —se admiró a la vez que devolvía la alforja—, ¿de dónde sacaste tanta plata?

Doroteo Quispe refirió que la plata era de la comunidad y estaba destinada a la adquisición de algunas cosas para la fiesta de San Isidro. Luego añadió, rectificando muy juiciosamente, que esa plata, en buenas cuentas, ya no era de la comunidad sino de San Isidro. No alcanzó a decirlo, pero quedaba entendido que se iba a cometer un terrible robo sacrílego. El Fiero Vásquez captó su intención y dijo riendo:

—¡Ah!, quieres meterme miedo con el castigo de San Isidro. Las comunidades son platudas y yo no le quito a San Isidro sino a la comunidá. Anda y di que te den cien soles de nuevo…

Se iba a marchar el Fiero Vásquez, pero recapacitó y encarose de nuevo a Doroteo.

—Si te dejo, vas a correr al pueblo, que ya está cerca, a denunciarme. Mejor es que tiremos pa allá unas dos leguas. Anda…

Doroteo echó a caminar delante del jinete, halando su burro. No las tenía todas consigo. «¿Pa ónde me llevará? —se decía—, quizá quedrá matarme en un sitio más escondido». Y rezaba y rezaba, entre dientes, la oración del Justo Juez. El Fiero se puso a hablar:

—¿Sabes? Voy admirao de que no te haya metido un tiro. Lo mereces por cicatero y mentiroso propasao al querer engañarme a mí, a mí toavía… Y aura es lo que me digo: ¿Po qué me doy el trajín de llevarte?, mejor sería entiesarte pa siempre…

Doroteo rezaba con mucho fervor la oración del Justo Juez.

—¿Y qué estás ahí murmurando entre los dientes? ¡Cuidadito, indio propasao!

Picó espuelas al caballo y se acercó a Doroteo. Éste le explicó que no lo maldecía ni injuriaba y menos decía nada malo, que lo único que hacía era rezar el Justo Juez y que sin duda a la bendita oración se debía que no lo hubiera matado.

—¡Ésas teníamos! —exclamó Vásquez.

Desmontó y ordenó a Doroteo que rezara la oración entera y claramente. Éste lo hizo y así el bandido afirmó:

—Parece que sí la sabes. Yo no creía que era güena, pero aura veo que te ha valido, porque, a la verdá, no sé cómo no te he metido un tiro por propasao y pienso que es güena y me gustaría aprenderla. Hay veces que uno tiene necesidá…

Ablandose súbitamente para con Doroteo y le invitó un trago de una botella de pisco que sacó de la alforja. Después se sentaron sobre las pajas y compartieron un trozo de carne mechada que extrajo de la misma alforja. De fumar, Doroteo habría pitado un cigarrillo. En fin, que le devolvió la plata reservándose solamente veinte soles. En estas y las otras, quedaron como amigos, acordando que el Fiero iría a Rumi para aprender la oración del Justo Juez. A la hora de despedirse, Vásquez extrajo diez soles más, «que ya eran de él», para que Doroteo comprara ceras y se las pusiera en su nombre a San Isidro. Los diez soles restantes no se los daba porque tenía mucha necesidad de ellos. ¡Ah!, pero como amigos que eran, le obsequiaba ese pañuelo anudado en una esquina. Si alguien, entre esas rocas donde comenzaba la bajada al pueblo, le salía al paso, no tenía sino que mostrarle el pañuelo del nudo para seguir tranquilo. Si el asaltante insistía, lo mantendría a raya diciendo: «Fiero Salvador». Desde luego que tenía que guardar el secreto. El bandolero dijo adiós, iluminó su cara destrozada con la inmensa sonrisa albeante y cada uno se marchó por su lado. Doroteo reanudó su interrumpido viaje al pueblo y el Fiero caminó hacia unos riscos para ocultar su caballo y ocultarse él mismo en espera de otro viajero. Cuando Quispe doblaba una de las últimas lomas, aún pudo distinguirlo allí, acurrucado y sombrío, en acecho…

La fiesta de San Isidro pasó y el comunero se había olvidado ya del incidente, cuando una tarde, al oscurecer, el bandido presentose por Rumi preguntando por su amigo Doroteo Quispe. Al principio se lo negaron pretextando que estaba ausente, en una cosecha, pero dio la casualidad de que Doroteo saliera en ese momento a la puerta de su casa y, al divisarlo, fue a su encuentro. Se saludaron cordialmente y los comuneros estaban absortos de la extraña amistad que parecía existir entre Doroteo Quispe, el buen hombre familiar, cotidiano en su aptitud de rezo y siembra, y el bandolero siniestro, de azarosa existencia y leyenda tan negra como su estampa. El asunto es que siguió a Quispe hasta su casa y en ella ingresaron ambos. Las visitas se repitieron a fin de que el Fiero Vásquez supiera rezar, de corrido y sin ninguna falla, el Justo Juez. La perfección era muy importante, pues si el rezador se equivocaba, la oración perdía toda o gran parte de su eficacia. En cambio, si la decía bien, con fe y justeza, era tan poderosa que Dios, aunque no quisiera, tenía que oírla. Una vez que la supo, el Fiero quiso pagar, pero Doroteo le respondió que no se cobraba por enseñar una oración y si quería retornar con algo, le hiciera un regalo a su mujer. El favorecido no solamente obsequió a la mujer sino, también a la cuñada, que se llamaba Casiana, y a los pequeños de la familia. Cortes de tela floreada, aretes, sortijas, dulces. En fin, el terrible Fiero Vásquez llegaba siempre a la casa de Doroteo y se quedaba allí. La cuñada de Doroteo, una india con madurez de treinta años y muy silenciosa, tan silenciosa que parecía haber levantado su vida dentro de un marco de silencio, le servía por sí misma la comida y le disponía el lecho. Lo tendía en el corredor, pues los perseguidos de las serranías se niegan, por sistema, a dormir en habitaciones de una sola puerta y así eran las dos que componían la casa. En la alta noche, cuando las estrellas son más grandes alumbrando la soledad, Casiana iba a compartir ese lecho. El hombre proscrito y la mujer callada unían sus vidas buscándose hasta encontrarse en la alianza germinal de la carne.

El Fiero y Doroteo entendiéronse pronto y hasta se concedieron intimidad. Chanceaban, reían, parlando a su sabor. Un día el comunero preguntó al bandido qué le había dicho uno de sus secuaces sobre su encuentro con un hombre de pañuelo anudado y santo y seña.

—Nada, nadita…

Doroteo refirió que, yendo por la puna, se encontró con un hombre de aspecto salvaje, hirsuto, de sombrero rotoso, que no usaba ojotas y sólo tenía calzón y un poncho que le caía sobre el torso desnudo.

Su cara renegrida por el sol, la lluvia y el viento, daba al mismo tiempo una impresión de ferocidad y estupidez. Esa bestia con traza de hombre lo había encañonado con una carabina mohosa, sin decirle nada. Él mostró su pañuelo y la bestia no cejaba. La carabina, conminatoria, seguía demandando la bolsa o la vida con el cañón frente a su pecho. Entonces Doroteo, lleno de miedo, dijo: «Justo Juez Salvador». Los ojuelos del animal habían dudado con un parpadeo, pero se agrandaron de pronto llenos de furia. Doroteo se dio cuenta de su equivocación y gritó: «Fiero Salvador», librándose de que el bruto soltara el tiro. Se había marchado sin decirle media palabra.

—¡Ah, ése es un bárbaro —explicó el Fiero—, no alcanza a hablar cuatro palabras al día y nunca cuenta nada! No se pone ojotas porque pasa sobre las espinas y los guijarros sin sentirlos. Tampoco quiere camisa, ya que el frío no le dentra. ¿Creerás que duerme en el mero suelo? Si por casualidá se acuesta en cobijas, se sofoca y pierde el sueño. Es un mesmo salvaje. Lo más malo es que no entiende razones. Se atiene a lo que ve con sus ojos y siente. Por eso, si se le golpea es una verdadera fiera. Ya ha matao a dos de sus compañeros. Se llama Valencio y no he llegao a saber su apellido. Creo que ni él mismo lo sabe…

Los amigos rieron del susto de Doroteo y su equivocación del santo y seña, que casi le cuesta la vida. Luego se extendieron en largos comentarios melancólicos sobre la desgraciada y elemental personalidad de Valencio.

—Claro que entiende algo —añadió el Fiero—, si se le explica con ejemplos y tamién sabe de insultos si lo comparan con animales. El que le dice burro o bestia está perdido. Cuando comprende una orden la cumple, pase lo que pase, y es muy fiel…

La noche de ese día, encontrándose Casiana en brazos del bandido, dura y tiernamente ceñida, comenzó a hablar inusitadamente:

—Valencio es mi hermano…

Con palabras sencillas, entrecortadas a ratos debido a la emoción o la inhabilidad para pronunciarlas, a media voz, un poco desordenadamente por la falta de costumbre de narrar, le contó su historia.

Ellos, sus padres y los padres de sus padres, fueron pastores de una hacienda más grande que Umay, al otro lado del pueblo vecino, a dos o tres días de camino desde él o quizás más.

La hacienda tenía punas muy altas, muy solas, y la mujer de Doroteo, Valencio y ella, nacieron en esas jalcas, dentro de una casucha de piedra o en pleno campo, y crecieron viendo que sus padres pasteaban ovejas. Cada doce, cada catorce lunas, llegaba un caporal con dos o tres indios a contar las ovejas y llevando sal para el ganado y para ellos. Su padre cultivaba una chacra de papas y ellos sólo comían papas con sal. Las conservaban en unos hoyos cavados en las laderas. Si de la cuenta resultaba que faltaban ovejas porque se las había comido el zorro o por cualquier causa, el caporal las apuntaba en su libreta como «daño». Hasta si las mataba el rayo era considerado como daño. Su padre, de ese modo, tenía una deuda que jamás podía pagar. Trabajaba año tras año, como habían trabajado sus antecesores, y nunca desquitaba. Los aumentos eran apuntados solamente en favor de la hacienda. No siempre podían descansar en la casucha de piedra. El caporal solía decir: «Váyanse a pastear por otro lao, lejos; pastear no es dar vueltas en un mesmo sitio». Entonces tenían que irse por las cumbres desoladas y dormir en cavernas o en esas cónicas e improvisadas chozas de paja que parecen hongos de la puna. Así, pues, se acostumbraron a no sentir el frío y por otra parte su pobreza no les permitía usar mucha ropa, pese a que la madre hilaba y tejía todo lo posible; eran cinco, pues, y apenas les daban unos cuantos vellones en el tiempo de la trasquila. También hablaban poco porque ya se sabían sus faenas y su desgracia y, fuera del caporal y los contadores, no llegaban casi nunca forasteros. A veces, a la distancia, aparecía algún rebaño. A veces, muy de tarde en tarde, un jinete cruzaba la puna, al galope, como huyendo del frío y la soledad. Así, ellos eran, pues, silenciosos. En una ocasión rarísima, pasó, acompañado de varias gentes, un cura. El padre lo llamó a gritos: «taita cura, taita cura», para que bautizara a sus hijos. Acudió el cura con su comitiva, pero después de desmontar se encontraron con que los muchachos ya no estaban a la vista. Salvajes, vergonzosos, habían corrido a esconderse entre unos pedrones superpuestos que formaban una especie de guarida de zorros. Los llamaron y no quisieron salir y ni siquiera responder. Entonces el sacerdote rezó y dijo sus latines sobre las piedras, rodeado de sus acompañantes y los avergonzados padres, terminando por echar el agua bendita y la sal por entre los intersticios de las rocas.

Para evitar que se comieran las ovejas, el caporal propinaba al jefe de los pastores diez chicotazos por cada animal que faltara. Cuando se perdían muchas, ya no llevaba la cuenta sino que golpeaba hasta cansarse…

Pero sucedía que, en ciertos años, las papas escaseaban debido a que la cosecha no fue buena o porque se pudrían o brotaban en los hoyos. Entonces tenían hambre y el padre mataba un carnero diciendo: «Aguantaré los látigos; pobres mis hijitos». Sabían cuándo debía llegar el caporal, pues el padre, por cada luna, depositaba un pedrusco en cierto lugar y así iba midiendo el tiempo. A los doce o catorce pedruscos llegaba el caporal. Después de la cuenta de las ovejas, si es que faltaban, el caporal se ponía a regañar criando cólera: «Conque el rayo, conque la helada, conque el zorro, ¿no? Sabidazo, ladronazo, te las comes y todavía mientes. Ven, ven acá a purgar tu falta». Desamarraba un chicote de cuero que tenía sujeto al basto trasero de la montura y hacía que el pastor se arrodillara. En esa gran altura, desde la cual se miraba hacia abajo los horizontes, el látigo parecía subir al cielo, para dar vuelta entre las nubes rozando la comba azul y caer en las espaldas del padre. Éste, a cada golpe, gemía sordamente. A veces rodaba sin sentido. La espalda quedaba convertida en una mancha cárdena que se prolongaba en vetas moradas hacia los flancos. Cuando se iba el caporal, la mujer la sobaba con yerbas. Y así, año tras año. De generación en generación, de padres a hijos, a lo largo del tiempo, los pastores heredaban la obligación, la miseria, el látigo, la inacabable deuda. ¿Huir? Lo hicieron en otro tiempo algunos, pero el hacendado los persiguió hasta encontrarlos. ¡Para qué hablar de su martirio! Los pastores se endurecieron, pues, en la orfandad y en el silencio, llorando para adentro sus lágrimas. Un día murió el padre y lo enterraron en cualquier rincón de la puna. Su mujer no tardó en seguirlo. Los hijos heredaron, como de costumbre, la deuda. Un día subió el caporal, pero no a contar las ovejas sino a llevarse a la que ahora era mujer de Doroteo Quispe, es decir, a la Paula: la señorita hija del hacendado iba a establecerse a la capital de la provincia y necesitaba una sirvienta. Valencio y Casiana, que eran muy mozos, se sintieron abandonados en la inmensidad de la puna. ¿Pero qué iban a hacer? ¿A quién clamar pidiendo ayuda? Bregaron, pues. Lucharon entre la abrupta hostilidad de las rocas y el silbido lúgubre de los pajonales, bajo crudas tormentas. A su tiempo arribó el caporal acompañado de tres indios, a contar las ovejas. Faltaban muchas. Valencio entendió que había llegado su turno y se arrodilló para recibir los latigazos. Mas quién sabe lo que ocurrió en el pecho del flagelado. De seguro el dolor, acumulado durante años y años, años y años, se rebasó.

Y Valencio irguiose dando un grito salvaje y blandiendo el cuchillo que los pastores empleaban para despellejar las ovejas muertas por el rayo. El caporal, que estaba desarmado y no esperaba semejante reacción, corrió hacia su caballo y montó, partiendo al galope cerros abajo. Los indios acompañantes se quedaron mirando a Valencio, atónitos. El pastor, cuchillo en alto, se les abalanzó gritando: «¡Malditos!, ¡adulones!, ¡esclavos!»; por lo que los indios corrieron también, pero, no teniendo cabalgaduras, desaparecieron entre un crujir de pedruscos y un choclear de ojotas, como galgas, por las pendientes. Valencio les tiró piedras con su honda. Después mató dos ovejas y se comió una con Casiana y guardó la otra en su alforja. Por último, envolvió su calzón de remuda y la frazada con que dormía, y habló: «Me voy. Vendrán muchos a querer pegarme». Casiana le rogó que la llevara, pero él negose diciendo que no sabía a dónde dirigirse ni qué vida iba a pasar. Partió, pues, solo, sin tomar ninguna dirección precisa. Avanzó y avanzó cerros allá, por los desfiladeros, por las cumbres. Al día siguiente, muy de madrugada, aparecieron el caporal y otro empleado de la hacienda armados de carabinas. Para evitar que fugara, habían planeado sorprender a Valencio durmiendo. Tuvieron que contentarse con lanzar amenazas y juramentos. A los pocos días, llegó de nuevo el mal hombre con dos indios pastores, marido y mujer, a quienes hizo entrega del rebaño. Procedían de otro lado de la hacienda y tenían una vieja deuda. Casiana, pagando la suya, les ayudaría. A ella le dijo: «No te animes a seguir el ejemplo del Valencio. Lo estamos buscando y caerá. ¡Y el día que caiga, le sacaré el pellejo a latigazos!».

Hasta que una tarde apareció trepando las alturas un hombre que no era el caporal. Lo seguía una mujer de andar liviano, hecho a las cuestas. A Casiana le saltó el corazón esperanzadamente. Se alegró cuando la llamaron. «Casianaaaa», gritó la mujer. «Casianaaaa», gritó el hombre. Corrió a su encuentro. Eran Paula y su marido. Sucedía que Doroteo Quispe había conocido a la hermana en el pueblo y se la llevó robada a la comunidad. Ahora iban por ellos. Lamentando la ausencia de Valencio, partieron. De todos modos, reían al pensar en la rabia del caporal. Después las habían buscado por toda la comarca sin poderlas encontrar. Y desde ese tiempo la vida cambió para las hermanas. Paula, ya se veía, tenía hasta hijos. No les faltaba la comida ni la ropa y nadie les pegaba ni las hacía trabajar a malas. Casiana no dijo felicidad porque acaso ignoraba tal palabra. Terminó su historia murmurando:

—Y yo tamién encontré mi hombre en vos…

El bandolero no habló nada por temor de que le temblara la voz. Aún le quedaba corazón para sentir el dolor de los pobres, que había sido el suyo en otro tiempo. Entendió todo lo que significaba él mismo como integración de la vida de Casiana y la estrechó amorosamente. Gratos eran los duros senos de pezones alertas. El arco leve de la luna fugaba por el cielo. Pasado un momento, Vásquez refirió también a media voz cómo se incorporó Valencio a la banda.

El Fiero despachó a dos de sus hombres, armados de buenas carabinas, para que asaltaran a un negociante que debía pasar por cierto lado de la puna. Ellos fueron los que sufrieron el más raro de los asaltos. El mocetón salvaje se les presentó, armado de cuchillo, demandándoles la comida. Los bandoleros llevaban las carabinas a la vista y comprendieron que se trataba de un ignorante, cambiando una rápida mirada de acuerdo. «¿Comida? —dijo uno—, claro, hom, aquí tengo pan en mi alforja». Hizo ademán de abrirla y el asaltante se acercó a recibir, momento que aprovechó el otro para colocarse a su espalda y derribarlo de un culatazo en la nuca. Cuando Valencio volvió en sí, encontrose con las manos atadas a la espalda. Le hicieron contar su vida y los bandoleros celebraron su ingenuidad y sus aventuras de asaltante con grandes carcajadas. Algunos indios, después de arrojarle la alforja de cancha o cemitas, habían echado a correr como ante el mismo demonio. Valencio dijo al fin que no se atrevía a llegar a ninguna hacienda ni pueblo por temor de ser apresado y castigado y quizá hasta muerto. Los bandoleros acordaron desatarlo y darle de comer. Una vez que se atiborró de pan y carne, tomó una actitud de hombre muy satisfecho. Cuando le propusieron irse con ellos, aceptó sin dudar. El negociante no pasó, y así fue como los enviados retornaron con el botín más extraño que se hubiera logrado hacer en la puna…

Un gallo cantó anunciando el alba y el narrador, que debía irse, no pudo contar las peripecias de Valencio en el seno de la banda.

Nosotros, por nuestro lado, debemos continuar nuestra historia desde el momento en que el Fiero Vásquez llega, una vez más, a la casa de su amigo de Rumi.

Después de dar, a guisa de saludo, un sacudón a la mano de Doroteo, tomó asiento en el poyo de barro levantado junto a una puerta.

—Traigo un galopito de cinco horas.

El caballo resoplaba sonora y rítmicamente.

Salieron Paula, Casiana y los pequeños de la casa —una muchachuela y dos mocosos—, armando un cordial barullo de bienvenida. Los chicos se montaron en las piernas del Fiero y él sacó de la alforja una muñeca de lana y un paquete de caramelos que les entregó diciendo cualquier cosa. Después pasó la alforja a la dueña de la casa.

—Hay unas telitas, pañuelos y otras pequeñeces. Repártalas usté doña Paula, según las aficiones… en mi torpeza yo no sé entender los gustos…

Las mujeres y los niños se fueron y Doroteo sentose junto a su amigo. Parecía algo fatigado. Considerando detalles y al advertir el cabestrillo tirado sobre el corredor, coligió que iba a quedarse por esa noche. De otro modo lo habría dejado en su sitio, pues el caballo no necesitaba de otra sujeción que la dictada por su buena enseñanza. Podía estarse horas de horas parado en el mismo lugar, esperando a su amo, sin precisar de estaca ni soga. Se llamaba Tordo, recordando la negrura de tal pájaro, y era un fuerte y noble animal, de erguida cabeza, a la que prestaban vivacidad los grandes ojos luminosos y el recio cuerpo de líneas esbeltas. Doroteo lo quería tanto como su dueño y en tiempo de verano, cuando el pasto escaseaba, se lo recogía del crecido al amparo de los cercos en los bordes de las chacras. Esa vez, viendo que el Fiero no tenía trazas de hablar, se levantó a aflojar la cincha a fin de que Tordo descansara mejor. Volviendo, por decir algo, preguntó:

—¿Tovía sabes el Justo Juez?

—Al pie de la letra —respondió el bandido.

Y sin esperar que Quispe lo pidiera, se puso a repetirla con entonación un tanto solemne, ni muy despacio ni muy ligero, acentuando la voz en las demandas, pero sin romper el acento de veneración y piedad.

Ambos se habían quitado el sombrero. El cabello de Vásquez se partía con raya al lado, el de Quispe era un pajonal hirsuto. Doroteo miraba con unos ojos muy pequeños, que para peor entrecerraba y sólo salvábanse de la desaparición mediante un vivo y malicioso fulgor. Su boca grande se fruncía abultándose hasta la altura de la nariz, que por su lado era aguda y parecía estar siempre olfateando algo. No tenía, pues, el aire de un místico, Doroteo Quispe. Sí más bien el de un zorro en acecho. O quizás el de uno de esos negros osos serranos, debido a su color oscuro y su fuerte cuerpo de torpes movimientos. El Fiero decía:

—Justo Juez, Rey de Reyes y Señor de los Señores, que siempre reinas con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ayúdame, líbrame y favoréceme, sea en la mar o en la tierra, de todos los que a ofenderme viniesen, así como lo libraste al Apóstol San Pablo y al Santo Profeta Jonás, que salieron libres del vientre de la ballena; así, gran Señor, favoréceme, pues que soy tu esclavo, en todas las empresas que acometa como en toda clase de juegos, en los juegos de gallos y en las barajas, valiéndome del Santo Justo Juez Divino, autor de la Santísima Trinidad. Estas grandes potencias, estas grandes reliquias y esta santa oración me sirvan de ayuda para poder defenderme de todo, para sacar los entierros por difíciles que sean, sin ser molestado por espíritus y apariciones, para que en las ocasiones y en los campos de batalla no me ofendan las balas ni armas blancas. Las armas de mis enemigos sean todas quebradas, las armas de fuego magnetizadas y las mías aventajadas y nunca vencidas; que todos mis enemigos caigan a mis pies como cayeron los judíos de Jesucristo; rómpanse las prisiones, los grillos, las cadenas, las chavetas, los candados, las chapas, los cerrojos. Y tú, Justo Juez, que naciste en Jerusalén, que fuiste sacrificado en medio de dos judíos, permite, oh Señor, que si viniesen mis enemigos, cuando sea perseguido, tengan ojos no me vean; tengan boca no me hablen, tengan manos no me agarren; tengan piernas no me alcancen; con las armas de San Jorge seré armado, con las llaves de San Pedro seré encerrado en la cueva del León, metido en el Arca de Noé arrencazado; con la leche de la Virgen María seré rociado; con tu preciosísima sangre seré bautizado; por los padres que revestiste, por las tres hostias que consagraste, te pido, Señor, que andéis en mi compañía, que vaya y esté en mi casa con placer y alegría. El Santo Juez me ampare, y la Virgen Santísima me cubra con su manto y la Santísima Trinidad sea mi constante escudo. Amén.

Se pusieron los sombreros y la boca fruncida de Quispe se abrió en una sonrisa orgullosa de tal discípulo.

—Aura que me acuerdo —inquirió el Fiero—, ¿qué quiere decir arrencazado?

Y Doroteo respondió con gravedad:

—No sé, pero así es la oración.

No necesitó dar más explicaciones. Se trataba sin duda de una palabra secreta, dueña de quién sabe qué misteriosos poderes. ¡Arrencazado! Vásquez le rindió pleitesía durante un momento y después dijo:

—Lo raro es que tovía no tuve oportunidá de servirme de la oración…

En ese momento apareció, andando calmosamente, apoyado en un grueso bordón de lloque, el anciano Rosendo Maqui. Demostró alguna sorpresa de encontrar allí a Vásquez y celebró la hospitalidad de Doroteo. Ya hemos visto nosotros que sabía que el bandolero había llegado, y a encontrarlo fue. En cuanto a la hospitalidad, sepamos que había hablado con Quispe palabras dictadas por el buen juicio y que no eran muy celebratorias justamente. Las tareas del gobierno imponen, a toda clase de conductores, iguales o parecidas actitudes. Además, Rosendo Maqui usaba las maneras amables y discretas propias de su raza y no ignoraba el refrán español que afirma, sin duda ironizando sobre ciertos métodos de colonización, que más moscas se cazan con miel que a palos. El alcalde tomó asiento en una banqueta de maguey y se puso a mirar distraídamente las nubes. Había una impresión de vaga tristeza en su continente, acentuada por el poncho habano oscuro que llevaba en lugar del habitual a rayas rojas y azules.

—¿Qué oí? —murmuró sin dar mucha importancia a sus palabras—, ¿una oración?… ¿Hablaban de una oración?…

El bandido explicó con ruda y leal franqueza de lo que se trataba y entonces Rosendo Maqui, dando muchos rodeos, abordó el asunto que lo había llevado a visitar la casa de Doroteo. Luego de explorar el terreno, mejor sería decir de desbrozarlo y roturarlo, haciendo la apología de la vida en pacífica relación con sus semejantes, trató de convencer al Fiero Vásquez de que renunciara a esperar la oportunidad de emplear la oración para dedicarse a una existencia tranquila. Con esto dio a entender que debía ser honrada, sin pronunciar la palabra a fin de no violentar ningún concepto. Él sabía llegar, con fino tacto hasta las lindes donde la sensibilidad se eriza.

Vásquez lo escuchó con interés y agradecimiento en tanto que por la faz de Quispe campeaba una maliciosa sonrisa.

Cayó un silencio un tanto incómodo, tenso de interrogaciones, y el Fiero decidió explicarse por fin y lo hizo con voz calmada, lenta, potente, una voz tan nítida como su sonrisa. Esa voz florecía en el silencio lóbrego de las guaridas, acuchillaba al dar el alto del atraco, murmuraba hondos arrullos en el amor y persuadía con la densidad de la convicción en la charla. Tenía un firme acento de seguridad y el Fiero, así rogara, así clamara, así explicara, estaba siempre como ordenando con ella.

—Don Rosendo, la verdá, lo que usté dice es güeno. ¿Pero quién para el caballo desbocado si no es el barranco por onde se despeña? Aceto que tamién la juerza. Pero la juerza, en tal caso, necesita el perdón. ¿Quién perdona? ¿Quién tiene una onza de perdón pa darlo al pobre que la necesita? Ustedes dirán que la comunidá. Pero la comunidá está sola… La ley no sabe perdonar y menos los hombres… Si ustedes me escuchan, les voy a explicar. Con verdá, con todita la verdá, pue los güenos deseos deben pagarse con franqueza… Contaré cómo fui perdonao y viví varios años pasando mucho, pero sin correr de nadie, que es lo mejor, y cómo se me acabó ese perdón…

El Fiero estuvo contando quizá una hora, quizás dos, y aderezó su relato con abundantes detalles cuya mención íntegra demandaría abultadas páginas. Sin restar los aspectos característicos ni alterar el espíritu de la narración, preferimos ser más breves.

… Y era por un tiempo en que el Fiero ya había caído de lleno en la mala vida y andaba cargando fama de cuchillero y matón. En eso, pues, estaba metido porque el cuerpo se acostumbra a lo bueno como a lo malo. Ni qué decir que vivía corrido de la policía y tenía muchos enemigos. Éstos eran los más peligrosos. Por delante, debido al miedo que le tenían, calladitos. Por detrás, matreriando siempre. Y una noche estuvo en un baile de un lugar llamado la Pampa, y a eso de la medianoche, aunque el dueño de la casa lo atajaba para que se quedara, se fue, porque así son las cosas cuando están para suceder. Su caballo caminaba con paso receloso, orejeando, y él decía: «¿qué verá?», porque hay muchas veces en que el caballo sabe más que el hombre. Sacó su revólver por si acaso. El camino se angostó entre dos cercos de tunas y magueyes y de repente, ¡pum!, y él cayó al suelo bañado en sangre, sin sentido. ¿Cuánto tiempo estuvo de bruces sobre la tierra, viviendo sólo con el cuerpo y no con el entendimiento, con ese cuerpo que quería vivir y no se dejaba morir? Al volver en sí se tocó la cara destrozada y comprendió que uno de sus enemigos lo había esperado allí armado de escopeta y disparándole un tiro con cortadillo de hierro. Se sentía muy débil y creyó que iba a morir. Pero vive el que se resuelve. Parose pues, mojándose las manos en el charco de su sangre, y echó a andar. La cara le dolía y ardía, pesada, hinchada como un bocio. Los pasos le repercutían en la cara y era como si ella tratara de derribarlo al suelo y él la contrariara. A poco trecho encontró su caballo, pues el matrero no lo había llevado para evitar ser descubierto. El caballo lo divisó y fue hacia él, aunque resoplando y orejeando recelosamente. El pobre animal sin duda no se convencía del todo de que ese hombre temblequeante, medio curvado hacia la tierra, fuera su dueño.

Se encontraron y el Fiero se abrazó del cuello y le pareció que estaba con un amigo. Pero el caballo no podía curarlo y él necesitaba ser curado. ¿Quién, pues, lo iba a curar en esa noche, en esa soledad que era su vida? Pensó volver a la casa del baile, pero después sospechó que el emboscado quizá estaría por allí y no desperdiciaría la ocasión, viéndolo así maltrecho, para acabarlo de matar. Acercó el caballo junto a una piedra y logró montar. Tuvo que sujetarse con las dos manos del basto delantero de la montura para no caer. Tizón se puso a caminar blandamente. Era un buen potro negro, que así los usaba ya en ese tiempo, pequeño pero noble y esforzado. No se lo podía comparar con Tordo, mas hacía su faena con decisión y entonces resultaba muy bueno porque es la voluntad lo que se aprecia. Caminó y caminó y la noche no deseaba asomarse al día. Y el Fiero se decía entre sí: «¿Quién me curará? Ya me fregué, hoy sí veo lo que es estar solo en la vida». Recordó que tenía dos mujeres, pero las viviendas se encontraban a uno y dos días de camino y no alcanzaría a llegar. La cara le quemaba y pesaba. Y de nuevo le venía la idea de la muerte. Acaso el perro que le disparó, de tan perro, habría revolcado el cortadillo en barro podrido o en cualquier otra porquería a fin de que si no moría de una vez se le infectaran las heridas. Suelen hacerlo así algunos malditos. Avanzaba, pues, pensando en su desgracia y sin saber qué hacer. El caballo llegó a un sitio donde el camino se partía en dos y se paró. Uno iba hacia las jalcas y el otro seguía llaneando hacia el pueblo de Cajabamba. Tizón estaba acostumbrado a ir por el de la puna, pero se paró. Pensaba con razón, pues, que el caballo sabe a veces más que el hombre y de todos modos así son las cosas cuando están para suceder. El Fiero consideró que si iba hacia la puna se moriría, en tanto que si entraba al pueblo… Y recordó a una señorita que había visto en una casa a la que iba a vender leña en ya lejanos tiempos. Era blanca y fina y tenía fama de compasiva. Aún recordaba su nombre, Elena Lynch. Según decían, se había casado ya. Hacía varios años que la vio y acaso no tendría el mismo corazón. Antes solía ser buena con los pobres. Tal vez, pues, tal vez. Era cuestión de jugarse. Caminó y caminó. Venía la madrugada y en las copas de los capulíes comenzaron a cantar los pájaros. Allí estaba ya el pueblo, fresco de alba. Entró, que la vida vale más de una carta en la baraja. Las calle estaban solas todavía. La casa era grande y de puerta labrada. Bajose y cayó junto a ella, pero con el puño golpeó empleando sus últimas fuerzas, duro, duro, y sintió cómo su toque entraba por el zaguán, ganaba los corredores y retumbaba en los paredones centenarios.

Salió una sirvienta que abrió la pesada puerta y al verlo dio un grito y se fue. Qué facha tendría, bañado en sangre y contra el suelo. Después salió la misma señora Elena y él le dijo: «Aquí hay un desgraciao, madrecita… Tenga compasión». La señora mandó llamar a dos sirvientes que lo condujeron en brazos hasta una pieza del traspatio. Uno era el caballerizo, buen muchacho con el que añudó amistad. También metieron a Tizón y él se imaginaba la apariencia muy satisfecha del caballito peludo y churre, acostumbrado a llenar barriga con cualquier cosa, comiendo alfalfa junto a los finos y lustrosos caballos de pesebre. La vida de todo pobre tiene sus vueltas. La señora Elena lo curó, pues. Le lavó la cara con aguas de un color y de otro y con una pincita le sacó los cortadillos y después le puso una pomada y por último lo vendó. Mientras lo curaba, decía: «¿Por qué se tratan así, hijos?; ¿qué mal hacen para que hieran así?». Y él respondía: «Uno no sabe ni lo que hace, mamita». Se notaba que la señora tenía pena y estaba muy impresionada con la herida. Al irse dio órdenes a los sirvientes y ellos lo acostaron en una buena cama y le dieron un desayuno como para dos. Los dolores le fueron disminuyendo y ni los sentía ya. Viéndose allí, atendido y sin tener el peligro de que lo apresaran o mataran, pensó que no era tan malo el mundo. Al otro día volvió a curarlo la señora y acaso porque sospechara algo o recién le viera el resto de la cara picada de viruela, le preguntó: «¿Y tú quién eres?». Él respondió, pensando que sería malo que tratara de disimular, pues habría entrado en sospechas: «Vásquez». La señora Elena precisó: «¿El Fiero Vásquez?» y él admitió: «Sí, mamita». Y ella, que era tan buena como impresionable, casi se desmaya. De todos modos lo curó y después de eso le preguntó por qué se encontraba en esa situación y cómo había caído en la desgracia. Y él le contó cuanto le había ocurrido y cómo se desgració, cuidando de callarse lo que le resultaba decididamente desfavorable, porque «callarse algo no es mentir —palabras del Fiero— cuando no preguntan por lo que se calla». Aclaraba este punto principalmente porque el marido de la señora Elena tuvo una salida. Ella le escuchó sin comentar nada y el Fiero tenía temor de que lo fuera a echar, pero cuando terminó, le dijo: «Ya vendrá Teodoro y veré si puedo hacer algo por ti».

Don Teodoro Alegría no tenía cuándo llegar. Era famoso en la región como hombre altivo, de a caballo y muy querido por el pueblo. Para el tiempo de su santo, porque era tiempo y no día, todos sus amigos y comadres y compadres le hacían regalos y acudían las dos bandas de músicos del pueblo y la celebración duraba quince días. Por estas y otras cosas se lo mentaba. Mientras tanto, el herido mejoraba y los hijos de la señora Elena iban a verlo y él los entretenía contándoles de animales del campo: pumas, zorros, cóndores. Y un día mejor dicho, una noche de sábado, llegó don Teodoro. Su herrado caballo de paso metió gran bulla en el patio y su mujer y sus hijos lo recibieron alegremente: «Llegó, llegó el patrón Teodoro», decían los sirvientes. El Fiero, por primera vez en su vida, se sintió inquieto ante la resolución de un hombre. Cuando los sirvientes pasaban, los llamaba para preguntarles por lo que había dicho el patrón. Después de la comida, ya tarde, entró el caballerizo, un muchacho de nombre Emilio, a contarle. La señora Elena se sentó a la mesa conversando del Fiero con su marido, y los niños se habrían metido para decir: «Una vez encontró un puma del tamaño de un burro», y don Teodoro soltó la risa. Al fin la señora había dicho: «Más parece un desgraciado que un hombre malo», y el patrón, que era muy criollo, le había respondido: «Lo voy a pulsear», y luego preguntó a los niños por el puma ese y se reía oyéndoles contar en su media lengua. Al otro día, temprano, apareció don Teodoro por la pieza del herido, seguido de la señora Elena: «A ver, a ver ese gran bandido», dijo entre serio y campechano. Era un hombre alto y grueso, reposado de maneras, en cuya cara blanca, de rasgos españoles, se destacaban unos grandes ojos negros y un bigote coposo. Vestía aún el traje de montar, que era su preferido. «Aquí, patrón —respondió el Fiero, que sabía decir lo justo en su momento—, aquí viviendo por la bondad de mi mamita». Entonces don Teodoro le dijo a la señora: «Vete tú, Elenita, y déjanos hablar a nosotros de hombre a hombre». Se fue la señora y los dos se quedaron mirando, aunque no ojo a ojo porque el Fiero tenía uno, tuerto por lo demás, bajo las vendas. Y don Teodoro le preguntó, según su modo de ser, es decir, entre amable y autoritario, por qué se estaba despeñando así y le advirtió además que le dijera la verdad, pues de lo contrario se iba a fregar porque él no admitía cuentos chinos y era bueno que le fuera conociendo desde el principio. Y el Fiero prometió decir la verdad y cosa por cosa lo que le había sucedido. Entonces dijo: «Patrón, ¿usté tiene madre?», y don Teodoro respondió que sí y el Fiero se puso a contar. Y fue que murió su padre y él se quedó a cargo de la madre, viviendo en una casita de las postrimerías de la Pampa.

Al lado de la casa tenían un corralito para trigo y otro para maíz. Ahí estaban ahora, la casa llena de goteras y los corrales sin sembrar. Yuyos y ortigas crecían de su cuenta en unos, y otros daban pena. Poco producían los corrales y él tenía que ayudarse cortando leña en el monte y llevándola a vender a Cajabamba —así conoció a la mamita Elena por suerte— o contratándose como peón, haciendo cualquier cosa, lo que fuera, con tal de tener a la madre sin que nada le faltara. Hasta llegó a juntar boñiga seca para un tejero que quemaba con ella sus tejas. Una vez fue contratado por un negociante de ganado que llevaba reses a la costa para que le ayudara en el arreo y en eso aprendió el negocio y comenzó a comprar y vender reses, hoy una y mañana dos, y así fue progresando. En el trajín se alejaba de la casa quince días, un mes. Y tenían un vecino llamado Malaquías, muy maldito, el que por su lado era dueño de un toro que se le parecía. Y el toro saltaba las cercas y se metía al trigo o al maíz de ellos y don Malaquías, que era hombre pudiente, ni siquiera hacía por sacarlo. Estando el hijo ausente, la madre tenía que corretear detrás para que no acabara con las siembras. Así fue aquella vez desdichada. Sólo que el toro había entrado con otros, rompiendo portillo, y en una noche se comieron el trigo. Y amaneció y don Malaquías miraba el destrozo como si no hubiera pasado nada. La madre le dijo: «Me pagará, don Malaquías; ¿por qué no pone en otros sitios sus animales? Usté tiene tanto sitio y no se le da nada. Mi pobre hijo hasta alquila yunta pa sembrar y usté deja que sus animales aumenten nuestra pobreza». Y don Malaquías, en vez de tener compasión, la insultó y le propinó una bofetada. «¿Qué puta me da a mí lecciones?», había dicho. Él llegó contento como nunca porque ya tenía doscientos soles y ahora podría comprar más reses y ganar más. Cuando vio el anticipado rastrojo, su madre le explicó: «No sé cómo jue: si los animales de don Malaquías o los de otro vecino». Y era porque la pobre, madre al fin, prefería tragarse su humillación a que el hijo se desgraciara. Él le dijo: «Ya tendré plata pa hacer un güen cerco: alambre de púa traeré de la costa». Así son los sueños. El tiempo pasó y él nada sospechaba. Hasta que fueron a una trilla de trigo donde estaba una muchacha a la que había desdeñado por ardilosa. No hay ser más malo que una mujer cuando quiere hacer daño. Medio borracha se puso a decir: «Unos cosechan y otros no; y los que no cosechan son cobardes. Tovía aguantan ofensas a la madre».

Él no hacía caso, pero vio que todos lo miraban, por lo que se acercó a un muchacho que era su amigo y le preguntó: «¿Qué hay, si eres mi amigo?», y como era su amigo tuvo que decirle. Entonces ya no vio nada ni oyó nada. El pecho llegaba a dolerle. De regreso al hogar, su madre le preguntaba: «¿Qué te pasa, hijo, que te veo tan descompuesto?», y él le contestaba: «Se me hace que bebí mucho», y la madre estaba intranquila. Y entraron a su casa y él volvió a salir diciendo: «Ya vuelvo». Don Malaquías estaba en el corredor y, al verlo acercarse, sin duda entendió por la cara y corrió gritando: «¡Mi revólver!». Él lo alcanzó y agarró del cogote: «¿Creías que tenía miedo?; no lo sabía». En el pecho de buey se le quedó prendido el cuchillo. Volvió a la casa y la madre lloraba: «¡Qué desgracia… si hasta me había olvidado!».

Así se convirtió en criminal y él ponía de testigo a Dios, pues, antes, jamás pensó matar a nadie. Tenía buen corazón y deseaba vivir en paz. Pero a todo hombre le llega su hora mala y unos la salvan y otros no, como a ciertos ríos. Todo depende del vado, es decir, de la suerte. Tuvo que vivir huyendo y huyendo. Es lo peor que le puede pasar a un hombre. Algunos, al saber que había matado, le buscaban pleito para dárselas de machos. Se fue acostumbrando a la maldad y se hundía en su desgracia sin tomar sosiego. Cuando ya nadie le buscó pleito de balde, trataban de cobrarse cuentas viejas y quedó enredado sin remedio… Y como don Teodoro no le preguntó nada especial, él volvió a aplicar su fórmula que afirmaba que «callarse algo no es mentir cuando no preguntan lo que se calla». Terminando, le dijo al patrón: «Tenga compasión de un desgraciao. Ya ve usté que jue por mi madre. Si no es libertá el preguntarle, patrón, ¿usted qué hubiera hecho?». Y don Teodoro pensó para responder y dijo: «No sé, no sé lo que habría hecho». Entonces le tocó al patrón, que era hombre que sabía hablar a la gente cuando convenía. Se ladeó un poco el gran sombrero de palma al rascarse la coronilla con preocupación y luego dijo, así medio campechano, así medio enfadado: «Caray, hombre, caray… Me has metido en un aprieto. En esta casa, por tradición de la familia de mi mujer y de la mía, se concede hospitalidad a quien llega. Elena, encima de la vieja ley, agrega su bondad. Ya hemos cumplido con atenderte, ahora debería dejar que te vayas y mi conciencia quedaría tranquila… pero viene el aprieto: tú me pides protección… por un lado la gente dirá: “está amparando criminales” y por otro yo me digo: “si lo dejo ir, seguirá rodando y quién sabe si era hombre capaz de enmendarse”. Es lo que me tiene caviloso».

El Fiero intervino: «Le juro, por mi santa madre, que murió de pena la pobrecita, que me portaré bien». Entonces don Teodoro pensó y, acomodándose el gran sombrero de palma, dijo: «Espero que será así y desde hoy quedas a mi servicio. Elena te va a dar un terno y un poncho. Está bueno que comiences por botar esos trapos negros…». El Fiero le agradeció y don Teodoro se fue después de decirle: «Mañana nos vamos al Tuco y la forma de agradecerme no es la palabra sino el comportamiento». El Tuco era un fundo de caña de la cual se hacía chancaca, situado en el valle de Condebamba. Se fueron, pues. Al pasar por la Pampa, que es un lugar muy poblado, las gentes saludaban a don Teodoro y él respondía: «Adiós, comadre; adiós compadre», haciendo caracolear al brioso caballo para lucirlo como convenía a su condición de cruzado con árabe. Daba gusto acompañar a un hombre que era tan jinetazo y tan querido. En el Tuco, cuando el Fiero preguntó, los peones le respondieron: «Tiene la mano un poco dura, pero nunca hace injusticias», y todos lo querían porque el pobre pide en primer lugar justicia aunque sea un poco dura. El Fiero pronto se dio cuenta de que no sólo en el Tuco mandaba don Teodoro. También en la ciudad y en toda la provincia. ¿Quién lo desafiaba? Él era joven y poderoso y los tenía a todos en un puño. El Fiero estaba orgulloso de su patrón y se habría hecho matar por él, y así muchos. Cuando una autoridad de Cajabamba —subprefecto, juez— se portaba mal, el pueblo iba en busca de don Teodoro pidiendo justicia y entonces él, encabezando al pueblo, tomaba a la mala autoridad, la hacía montar en un burro y la iba a dejar, con banda de músicos y cohetes, a las afueras de la ciudad. El expulsado no volvía más. Don Teodoro explicaba: «Si nos quejamos a la capital, no nos harán caso. En Lima se ríen de las provincias y nos llenan de logreros… Nosotros también debemos reírnos entonces». Pasaban los años y el Fiero se portaba bien y don Teodoro lo seguía protegiendo. Nadie se habría atrevido a capturarlo en el Tuco o viéndolo en su compañía. Todo se sabe en la vida y un día lo llamó el patrón y le dijo: «He sabido unas viejas fechorías tuyas. Cuando me contaste tu vida, tuviste cuidado de callarlas. Debía botarte. Pero veo que no las callaste para engañarme y volver a las andadas en la primera oportunidad sino que, realmente, las callaste porque deseabas componerte… Así que te disculpo». El Fiero le dijo: «Así jue, patrón, po eso jue», y se quedó muy impresionado. Seguían pasando los años… ¡El Fiero pegado a su patrón! La de cosas que les ocurrieron.

Una vez, por el mes de febrero, el río Condebamba se amplió a ocho cuadras en una gran creciente y por los vados tenía diez o doce quizá… El patrón sabía vadear bien, pero el Fiero sabía más y sobre todo de noche. Así llegó un día sábado que era víspera del santo de la señora Elena. Don Teodoro se demoró en desocuparse, porque era sábado de quincena y estuvo arreglando las cuentas y pagando a la peonada. Cuando terminó, ya había oscurecido y una lunita faltosa, que más parecía una amarilla tajada de mamey, trataba de alumbrar saliendo a ratos sobre los pesados nubarrones del cielo invernal. Y el patrón dijo: «Vamos, Fiero, ahora se conoce a los hombres». Y el Fiero respondió: «Vamos, patrón». Ensillaron los mejores caballos. Mientras iban hacia el río, que pasaba a media legua, el patrón decía muy satisfecho: «Con este tiempo, Elena no me espera sino mañana. Le vamos a dar una linda sorpresa de santo». El Fiero respondía que sí, por no flojear, pero interiormente pensaba que se estaban metiendo en honduras aun antes de entrar al río. Al llegar al río se encontraron con que había comido orilla formando un gran escalón. Entonces fueron hacia arriba, por la ribera, en busca de vado. Y no lo había y por todas partes parecía estar muy hondo. Al fin hubo orilla en declive y entraron. El Fiero, como gran chimbador, adelante. Chapoteaban los potros y luego el agua fue aumentando y el piso se ahondó. De pronto, ¡plauch!… y luego, ¡plauch!… El agua borboteada por los pechos de los caballos, que habían caído en una zanja profunda. «¡Está hondo, Fiero!». «¡Está jondo, patrón!». Pero ninguno habló de volverse. Siguieron, pues, siguieron con el pecho de los caballos rompiendo el agua, avanzando contra la corriente, que si se marcha a su favor en parte honda los caballos pueden resbalar y ser fácilmente arrastrados. No hay nada peor que un caballo débil o asustadizo que toma de bajada. Llegará un momento en que será arrollado. Tanto el Fiero como el patrón tenían buena cabeza y podían mirar el agua. Negra, convulsa, ondulando en algunos sitios y arremansándose y corriendo casi plana en otros. Los viajeros que se marean deben mirar hacia el cielo o la lejanía en tanto que su caballo es remolcado con una soga por el chimbador. De otro modo, la cabeza les da vueltas junto con el mundo y terminan por vomitar y caerse en medio del río. Ellos miraban, pues, el agua y el agua estaba rabiosa y densa.

Toda apariencia es engañosa y así pasa con la de los ríos. El sitio donde se agita y ondula más fuertemente el agua es donde tiene menos hondura y facilita el paso. Las ondulaciones son producidas por la cercanía de las piedras del fondo. Al contrario, el lugar de aspecto tranquilo, allí donde el agua corre blandamente, es peligroso por su hondura y puede tragarse con facilidad a caballo y jinete. El río Condebamba, en tiempo de invierno, se llena y tiene todo el ancho de su cauce cubierto de agua, encontrándose peligrosamente dividido, por lo bajo, en canales, en brazos, en zanjas, en recodos, que a su vez tienen pozas y remolinos. De repente, el agua llega sólo a los corvejones y de repente puede tapar al jinete. Era hermoso y riesgoso cruzar ese gran río. Se ha de tener caballo fuerte, ojo experto y sangre fría. Avanzaron, pues, contrando y salieron de la zanja. El agua pasaba ya al pie de los estribos. De toda la amplitud del río, de allá para acá; de arriba para abajo, hasta donde alcanzaba la vista, se elevaba un murmullo monótono e interminable, parecido a un rezongo o a una advertencia dicha en voz cascada. La luna se animó a alumbrar un poco y el Fiero oteó los pasos. Como el agua en ese sitio no era caudalosa, tomaron de bajada, para sortear unos canales y pozas que se notaban un poco después. Y los bordearon, que el pedrerío se había amontonado más abajo, formando una especie de muro de represa. Luego tomaron de subida, el agua se ahondó y los caballos levantaban los hocicos para no sumergirlos. Los jinetes tenían las piernas empapadas y sentían la dentellada terca del agua en las carnes y abajo la vacilación del piso de piedras y cascajo. «¡Ballo!», «¡ballo!», gritaban alentando al haz de nervios tensos que eran los potros. Éstos se encrespaban, avanzaban como tentando el piso, resoplando inquietamente. El agua, de rato en rato, parecía crecer, parecía abultarse e hincharse, parecía volverse inmensa. Sin duda estaba lloviendo más arriba. Una avenida comenzaba a llegar. Podía traer inclusive palos. Entonces estarían perdidos. «¡Ballo!, ¡ballo!». Sus voces sonaban dura y enérgicamente en la noche. Salieron una vez más de otra parte honda. Y estuvieron de arriba para abajo, con bastante fortuna, eludiendo malos pasos o venciéndolos cuando no había otro remedio. Ya se encontraban más allá de medio río y notaron que el agua se había cargado hacia esa parte, formando grandes bancos de piedras y arena y hondos brazos. La luna se opacó entre nubes deshilachadas y no se veía muy bien. Y el Fiero se hallaba al filo de un banco escrutando el agua, cuando de repente, ¡ploch!, se hundió. El deleznable banco cedió y caballo y jinete se perdieron en un hondo brazo.

Chapoteó el caballo tratando de nadar, el jinete lo aligeró de su peso tirándose a un lado y ambos fueron arrastrados por la corriente. ¿Qué había hecho, el patrón Teodoro? El patrón iba inmediatamente detrás, ceñido a sus baqueanos, y ahí estaba que ahora tenía que entendérselas solo. Los vio desaparecer en la distancia y, pensando que acaso saldrían más abajo, llamó: «¡Fiero! ¡Fieroooo!». Sólo le respondió el rumor tenaz del agua embravecida. Él sabía vadear también y resolvió pasar de todos modos. Tomó hacia arriba, ladeándose un poco para el centro del río a fin de alejarse de los filos del banco que podían ceder. Su caballo estaba nervioso y a cada momento quería hacer una locura, es decir, continuar por donde desapareció el guía. Más arriba, la corriente se aplacaba y el brazo tomaba amplitud. Pasaba que, allí donde se hundió el Fiero, el brazo se había encajonado acumulando violencia en el declive. Don Teodoro lo vio así a la luz de la luna que había asomado de entre las nubes. El agua prieta se torna menos fiera a la luz de la luna, pues sin platearse, revuelve claridad en las ondas amenguando el negror de su limo. El jinete solitario oteó los pasos y, fijándose, entró. Resoplaba y se afanaba el caballo valiente y él tenía que templarle las riendas para que no se atropellara y cayera en alguna poza. De repente, porque así sucede en los ríos, ya estaba al otro lado. Apenas tenía que pasar un canal de agua bullanguera de puro escasa. Pasó, pues. ¿Y qué hizo el patrón? El Fiero lo recordaba siempre y estaba orgulloso de esa búsqueda. El patrón galopó por la ribera hacia abajo, llamando: «¡Fieroooo! ¡Fierooooo!». El valle era plano y los cerros distantes, de modo que no contestaba ni el eco. Sólo el rumor del río, tenaz y ronco. Entonces el patrón encendió una fogata con una caja de fósforos que, por precaución —era bien baqueanito—, se había metido en el bolsillo más alto del saco. Secó sus ropas y las caronas y el pellón —al cuero, no hay que calentarlo porque se encarruja—, dando lugar a que el caballo descansara un poco. Apenas clareó el alba ensilló y partió de nuevo hacia abajo. Llamando siempre, pensando en encontrar a su Fiero. Y como no le respondía se había dicho: «Quizá encuentre el cadáver para darle sepultura». Vaya, si cuando se acordaba de ese hombre, de no ser el «mentao Fiero Vásquez», se hubiera puesto a llorar. En tanto, ¿qué le pasó al mismo Fiero? Al verse en el agua se cogió al pescuezo del caballo y sintió que el agua estaba muy honda, pero el caballo flotaba nadando fácilmente. Mas se había asustado y no se dejaba manejar. Él templaba de las riendas hacia un lado para tratar de sacarlo del brazo, pero el caballo nadaba a favor de la corriente y seguía por el centro de ella, es decir, por medio brazo, sin pensar que de ese modo no podría detenerse. «¡Ballo, quieto!». No hacía caso. Seguía chapoteando como un condenado. Y es fácil avanzar así. Ya estaban muy abajo. Salió la luna y el Fiero le esperanzó en que el caballo vería los árboles de las orillas y trataría de dirigirse a ellos. Pero el caballo no veía nada y no pensaba en nada. Estaba como loco. El Fiero consideraba a ratos la peligrosa posibilidad de botarse el poncho, soltarse del pescuezo e intentar la salida a nado, pero después se decía: «No es cosa de abandonar al caballo, tovía no ha llegao a ponerse del todo mal». Y cada vez estaban más abajo y el caballo, que había perdido su entereza, parecía muy cansado y por poco se abandonaba ya. De pronto el río, cargado a la derecha, torció su mayor caudal hacia la izquierda y el brazo recibió el contingente de varios más y con todo ímpetu se abalanzó sobre la otra orilla. Y a ella fueron a dar el Fiero y su caballo y en ella vararon como unos leños. Los que están por ahogarse se salvan siempre así, en forma inesperada. El jinete soltose rápidamente empuñando las riendas y el potro obedeció su jalón y salió andando de modo trémulo y receloso. «¡Fiero, éste es otro escape que se lo vas a apuntar a la suerte!». Sentose a la orilla y, esperando que el caballo se repusiera, pensaba en su patrón. Tal vez se habría hundido y pasaría más allá sin que él lo viera, confundido en la oscuridad de las aguas. De todos modos, un caballo es notorio y de pasar lo habría visto. Aunque quizá el caballo salió solo. O tal vez habían salido los dos y el patrón siguió su camino dándolo a él por muerto.

Clareó el día y no veía ningún hombre por ningún lado. Sólo agua en el río y en las orillas árboles ralos. Un poco más abajo de donde se hallaba, se retorcía un gran remolino donde bien se pudo ahogar si no vara. Tuvo suerte al flotar en el chiflón de más corriente. Así es el destino del hombre. No le habría importado encontrarse en la orilla de partida de no ser por la ausencia del patrón. ¿Qué sería de él? ¿Qué sería? Se puso a arreglar el caballo lentamente. De pronto sonó una voz: «Oooo»… «Oooo»… lejos, muy lejos. Y a poco rato el grito se fue acercando y después le pareció que surgía a su lado. Era ésa la voz. El propio don Teodoro apareció luego en la otra orilla. Gritó a su vez el Fiero y fue visto y ambos agitaron los sombreros, haciéndose señas. Caminaron ribera abajo hasta que el agua volteó otra vez hacia la derecha, pero blandamente, formando un vado ancho. Pocas partes hondas había y por esto, y el placer de verse y la luz del día, chimbar fue fácil. El Fiero pasó jineteando un caballo que de nuevo era gallardo. Al encontrarse con el patrón, contáronse sus penurias, comieron unos frutos de zapote dulce que había por allí y siguieron viaje. Atrás quedaba el río ancho y solapado, negro de lodo, repleto de aguas matreras que enturbiaba para impedir que los cristianos vieran las profundidades voraces. Lo habían cruzado una vez más, con valor y destreza, y la misma emoción de sufrimiento y triunfo los aproximaba cordialmente…

Seguía pasando el tiempo. Una vez, estando en Cajabamba, don Teodoro lo llamó en presencia de varios de sus amigos y le dijo: «Debo esta plata a Luis Rabines y se la vas a llevar; él está en su hacienda». Le entregó dos mil soles contantes y sonantes y el Fiero los echó a su alforja, ensilló su caballo y partió. Caminó un día para entregar el dinero y por la tarde del siguiente llegó de regreso. El patrón lo recibió con naturalidad, sin comentar nada, dándole a entender que no había dudado. Los sirvientes le refirieron más tarde que los amigos habían dicho: «¿Por qué haces eso? ¡Éste se va a fugar con el dinero!». Don Teodoro les respondió: «Él ha vuelto a ser un hombre honrado». Esa noche, en la soledad de su cuarto, el Fiero sí lloró, lloró de gusto. Se tenía fe en él. Se confiaba en su honradez; se lo había rehabilitado. El Fiero, para mejor, encontró quien lo quisiera en Gumercinda, muchacha agraciada que era hija de uno de los peones del Tuco, y le comenzó a encontrar gusto a la vida, que le parecía muy buena. Un día quiso irse a sus tierras de la Pampa, y su patrón le dijo: «¿Crees que te han perdonado ya? Espérate otro tiempo todavía. A los hombres les disgusta mucho que alguien que ha caído se rehabilite, triunfe y llegue a ser más que ellos. No te muestres todavía por ahí: hay que conocer el negro corazón humano». El Fiero pensó que acaso el patrón no quería dejarlo ir para que le trabajara y lo estimó menos. Se dijo al quedarse: «Le tengo una deuda de gratitud que voy a pagarla con otros cuantos años». No hay que dejarse llevar del primer impulso y la vida hace ver lo que no se quiso ver desde un comienzo.

Y en esos años pasaron muchas cosas y el Fiero se olvidó de que se había quedado por pagar algo. Lo más notable fue la toma de Marcabal, hacienda de la familia de la señora Elena. Mediante turbias maniobras cayó en manos de un mal hombre que, tratando de adueñarse de ella, armó gente y se puso a administrarla como cosa propia. Los dueños pensaron meter juicio, pero don Teodoro dijo: «¿Juicio? Durará veinte años… yo voy a tomarla». Para un gallo hay siempre otro gallo y don Teodoro armó también a su gente. Quince hombres bien templados, para qué. Se fueron, pues. El usurpador tenía noticias de la expedición y puso vigilantes.

Desde el lugar llamado Casaguate, cada legua, fueron tropezándose con un indio que tenía por misión correr hasta donde encontrara otro, que debía correr a su vez a dar aviso al siguiente, que partiría también hasta el lugar del cuarto y así sucesivamente, formando una cadena. Pensaban los ocupantes de Marcabal que de ese modo podrían tener conocimiento pleno de los movimientos de don Teodoro y estar prevenidos para repeler cualquier ataque. No contaron con que los indios querían a don Teodoro. Así fue como el primer vigilante, en vez de echar a correr apenas los columbró para dar aviso al siguiente, esperó con tranquilidad y cuando estuvieron cerca se adelantó a saludar a don Teodoro, sombrero en mano: «Güenos días, patroncito». Él le preguntó: «¿Qué haces aquí?», y entonces supieron todo y el indio se plegó a la expedición. Con el siguiente pasó lo mismo y así con todos los que iban encontrando. Algunos decían: «Ay, patrón, usté viene a salvarnos de ese maldito», y contaban los abusos que cometía respaldado por la gente armada. Don Teodoro los consolaba y decía a sus acompañantes: «Ésta es la historia mal aplicada. Ese bruto se cree un inca y vean lo que le están resultando los chasquis». Porque en tiempos antiguos hubo unos tales incas que usaban cadenas de mensajeros llamados chasquis. Avanzaban, pues, y los chasquis ya eran ocho caminando tras la expedición. Así subieron una cuesta muy empinada. Una legua antes de llegar a la hacienda encontraron al último chasqui. Entonces el patrón, que conocía mucho la hacienda, dijo: «La sorpresa debe ser completa. No lleguemos por el camino acostumbrado: hay que dar vuelta por la Loma del Cando». Y apartando camino, entraron a unos potreros y caminaron por las hoyadas para no ser vistos desde lejos. Pronto llegaron a la loma, donde en verdad había muchas amarillas flores de cando y las casas de la hacienda, muy grandes, ya no estaban ni a dos cuadras. Todo parecía en paz y ellos pensaron que aun sin el aviso de los chasquis, acaso los aguardaba una emboscada. Entonces el patrón, poniéndose a la cabeza de su gente, dijo: «Entremos al galope y atropellemos si es posible». Y entraron, pues, al galope, como un ventarrón, de modo que el centinela, que estaba sentado en las gradas de la casa más grande, apenas tuvo tiempo de levantarse para disparar sobre don Teodoro, pero ya llegaba el Fiero que, levantando su fusil, tendió al centinela de un culatazo en el cogote. Allí quedó exánime. ¿Y la pelea que debió venir? Nada, ni un tiro… La casa estaba sola.

Entraron a las habitaciones sin encontrar a nadie. En la cocina se aclaró el misterio. Las indias que estaban allí preparando la comida les informaron que los ocupantes, confiados en sus medidas, se habían ido tranquilamente a bañar y nadar un poco en la quebrada que corría cerca. Inclusive habían dejado sus armas, veinte rifles, encargando al único vigilante que los fuera a llamar si sabía algo. Don Teodoro ordenó a sus acompañantes que tomaran esas armas, que fueron encontradas en un cuarto, y luego les dijo: «Vamos a divertirnos un poco, muchachos». Avanzaron hacia la quebrada y, desde lejos, distinguieron a los confiados. Se los podía rodear y apresar, pero el patrón no quiso hacerlo. Estaban muy alegres. Don Teodoro dijo a su gente: «Dos descargas al aire, muchachos». Y los quince hombres dispararon sus rifles y los bañistas se sobrecogieron de pánico. Cogiendo sus ropas y sin hacer siquiera por ponérselas, echaron a correr, desnudos, por los campos. Los indios de los alrededores, al oír las descargas, se asomaron a la puerta de sus casuchas a ver qué pasaba. Y don Teodoro ordenó a sus hombres, que se morían de risa: «Sigan disparando». Y los calatos corrían y corrían por un lado y otro, hasta que fueron desapareciendo tras matorrales y pedrones, desde donde surgían ya vestidos, para continuar su fuga. En media hora no quedó uno a la vista. De regreso a la casa, se encontraron con que el exánime acababa de volver en sí, atendido por las indias. El pobre hombre creyó que lo iban a matar. «¿Piensas que soy de la calaña de tu jefe?», le dijo don Teodoro. Y luego, sin que acabara de salir de su asombro: «Vete, vete inmediatamente… Y dile a ese perro de Carlos Esteban —así se llamaba el usurpador— que no lo he matado de lástima». De tales salidas tenía el patrón. De ese modo era el tiempo en su compañía. Aún recordaba el Fiero las veinte gallinas fritas que prepararon las indias cocineras para agasajar a don Teodoro y su gente. Se las asentó con unos largos tragos de pisco. ¡La vida era muy buena!

Y pasó el tiempo y llegó el tiempo en que el mismo patrón vendió el Tuco y compró la hacienda Marcabal a la familia de su mujer. Entonces el Fiero le pidió que lo dejara irse a vivir en sus terrenitos y el patrón le dijo: «Vete, y acuérdate de lo que te hablé». No obstante, todo parecía favorable. Hasta los parientes de don Malaquías se habían marchado. Verdad que la pequeña propiedad estaba en ruinas, pero el Fiero y Gumercinda, que ya tenían un hijo, bregaron duro para retechar, desyerbar, remedar cercos y ablandar la tierra apelmazada.

En eso, una comisión del pueblo de Cajabamba fue a buscar a don Teodoro a su nueva hacienda para pedirle que aceptara la candidatura a la diputación por la provincia. Nadie se atrevió a disputársela y fue elegido y se marchó a Lima. Y el Fiero tuvo mucha pena, pues apreciaba la presencia de don Teodoro en la región como una compañía. Se sintió solo y hasta le pareció que rondaban en torno a él, que lo espiaban. Resultó verdad. Una tarde, en circunstancias en que se hallaba aporcando el maíz, un hombre que pasaba como un simple transeúnte se paró de súbito junto al cerco, sacó su revólver y le hizo un tiro. El Fiero se arrojó al suelo fingiéndose muerto a la vez que se llevaba la mano al revólver. El atacante, sin despegarle la vista empujó la tranquera y se dirigió a él, con el arma empuñada, seguramente decidido a rematarlo. El Fiero continuaba inmóvil, pues sabía que el menor movimiento significaba la muerte. Pero el atacante debió pasar una ancha acequia y cuando miró el sitio por donde iba a saltar, en ese mismo instante, el Fiero aprovechó para sacar el revólver y dispararle. Cayó dentro de la acequia con el pecho atravesado. Todo había ocurrido en tiempo brevísimo. Atraídos por la curiosidad, llegaron algunos vecinos y unos arrieros que pasaban. Su mujer ya estaba junto a él, sin saber qué hacer. «¿Usté lo conoce? ¿Quién es? ¿Por qué lo ha matao?». Y el Fiero contó cómo había pasado y dijo además, que no conocía al muerto. Y en verdad: nunca había visto a ese hombre o por lo menos no lo recordaba. Pero los vecinos se pusieron a comentar agresivamente: «Eso dice, pero falta ver si es cierto». «¿Quién no sabe que mató a don Malaquías?». «Estuvo llevando mala vida hasta que don Teodoro lo compuso». «Aura que don Tiodoro se jue, vuelve a la maldá». «Vámonos, no nos vaya a matar». «Habrá que dar parte al juez». Gumercinda se puso a llorar y también, sin saber de lo que se trataba, gimió desesperadamente su pequeño hijo. Había matado en defensa propia, pero de nada le valdría. Nadie lo quería perdonar. Era cierto, cierto lo que le dijo el patrón. ¡Y el patrón estaba tan lejos! El Fiero vio su vida deshecha, abrazó a su mujer y a su hijo y se fue, prometiéndoles volver. A los seis meses regresó y encontró la casa vacía. Un peón del Tuco le contó que Gumercinda fue llevada a la cárcel como cómplice y que su hijo murió en la misma cárcel, con la peste. Que los gendarmes habían violado a Gumercinda entrando de noche a la celda donde estaba encerrada y a consecuencia de eso se enfermó de un mal muy feo y tuvo que decírselo al padre cuando éste fue a verla.

Había llorado mucho la pobre. El padre, de vuelta al Tuco, comentó: «Yo le advertí que no se enredara con ese maldito criminal». Pero Gumercinda ya no estaba en la cárcel. El juez le había ofrecido su libertad a cambio de que fuera a servir de cocinera en su casa y ella, viéndose tan mal y sin tener cuándo salir, había aceptado. Se encontraba, pues, de cocinera, en casa del juez. Si un puma le hubiera estado royendo el corazón, el Fiero lo habría sentido menos. Si eso hacían con su pobre e inocente mujer, quién sabe lo que harían con él. No había, pues, perdón en el mundo. Y como el mal llama al mal, él volvió a ser lo que había sido… y peor…

El Fiero Vásquez terminaba su relato. Habían salido a escucharlo Casiana y Paula y también estaban allí el regidor Toribio Medrano, el joven Calixto Páucar y otros indios que pasaban por la calle y fueron, uno a uno, deteniéndose. Recién se notaba todo eso porque mientras Vásquez habló, lo escuchaban hasta con los ojos.

—Me puse a matreriar —continuó el Fiero— y una vez me encontré con uno que era de la banda de la puna de Gallayán y me fui. Ahí aprendí todo lo que no sabía. Tuve suerte de volar antes que pescaran a los de esa banda, que dicen que tuvieron muy fea muerte…

El tiempo había corrido sin sentirlo. El ocaso estaba ya prodigando su cotidiana orgía de color. En ese momento pasaban a caballo, yendo hacia la puna, el gobernador Zenobio García seguido de tres hombres. Todos llevaban carabinas. García vio al Fiero, saludó a Rosendo y continuó de largo. O no se atrevió a tomar al bandido o iba derecho a hacer otra cosa. Vásquez se llevó la mano al revólver y estuvo atisbando a los jinetes hasta que se perdieron tras la curva lejana. Luego prosiguió, clavando en el alcalde su ojo pardo y también su ojo de pedernal:

—Aura acabaré luego… ¿Qué quiere que haga, don Rosendo? ¿Volver onde mi patrón Teodoro? Él ya está en su hacienda, poque un diputao como él no pudo seguir, que la elección pa una segunda vez se la ganaron en Lima. ¿Pero cómo voy? Aura es distinto. En ese tiempo, en la otra oportunidá, yo no vivía tan inculpao. Aura iría a comprometerlo… La piedra que rueda no acaba sino despedazándose o cuando llega al fondo. Yo no me termino de despedazar tovía y rodaré hasta mi fondo, que será la sepoltura… ¿Qué hago?

Rosendo Maqui, preocupadamente, se golpeó con su bordón de lloque el filo de las ojotas y dijo:

—Es lo que pienso… Usté sabe que siempre lo recibimos con güena voluntá… Si usté deja esa vida, podremos tovía. ¿Qué tendría que usté cultivara la tierra? De otro modo, sería difícil recibirlo aquí. Tenemos juicio y eso es delicao. Quién sabe, usté comprende, se empuñen de que usté llega pa acá y digan que somos apañadores cuando muy menos.

El Fiero sonrió tristemente mostrando sus dientes blanquísimos y miró a Casiana. Junto a la puerta estaba su mujer de ahora, buena, codiciable a pesar de no ser buenamoza. Tenía el atractivo del vigor. Su silencio de puna la ceñía obstinadamente, con acrecentada tristeza. Ya no podría venir a verla. El proscrito lo era más cada día. Pero él había llegado a Rumi, esa tarde, precisamente para hablar con Rosendo…

—Yo, casualmente, de lo del juicio venía a hablarle. Es de cuidao, como amigo le digo que es de cuidao. No me pregunte cómo sé, pero andan metidos con don Amenábar este perro del Zenobio que acaba de pasar y ese otro sinvergüenza del Mágico… En parlas andan, en conversas; yo le digo que es de cuidao. ¿Ónde cree que va el Zenobio a estas horas? ¿Y con carabinas y guardaespaldas? ¿Por qué? Nunca han tenido carabinas. Seguro que hoy se quedan en Umay… ¿De ónde tanta amistá?… Yo lo sé y no me pregunte cómo, don Rosendo. Usté quiere que siembre. A lo que resulte, ni Dios permita, puede que ni ustedes tengan ónde sembrar…

Rosendo Maqui trató de mantenerse grave y digno. Doroteo Quispe miraba a su amigo como diciendo: «Éste es un hombre al que no se le escapa nada». Casiana pensaba en el alejamiento de su marido con una angustiosa crispación de su cuerpo. Los demás no terminaban de comprender, sospechando que el bandido estaba en el secreto de grandes y trágicos destinos…

Ya había caído la noche, en el corredor ardía un candil y todos guarecieron sus dudas en un mutismo lleno de pensamientos. Doroteo Quispe, a fin de desensillar, preguntó a su amigo si se quedaba y él respondió:

—Me iba a quedar, pero no traje mi carabina y no sea que el Zenobio y sus gentes, alentaos con sus armas, estén por ahí dando la güelta pa caerme de noche sobre dormido. Me voy aura mesma…

El Fiero Vásquez revisó la carga de su revólver, arregló su caballo y partió. A poco trecho se diluyó en la sombra…