Admiramos la natural sabiduría de aquellos narradores populares que, separando los acontecimientos, entre un hecho y otro de sus relatos, intercalan las grandes y espaciosas palabras: días van, días vienen… Ellas son el tiempo.
El tiempo adquiere mucha significación cuando pasa sobre un hecho fausto o infausto, en todo caso notable. Acumula en torno o más bien frente al acontecimiento, trabajos y problemas, proyectos y sueños, naderías que son la urdimbre de los minutos, venturas y desventuras, en suma: días. Días que han pasado, días por venir. Entonces el hecho fausto o infausto, frente al tiempo, es decir, a la realidad cotidiana de la vida, toma su verdadero sentido, pues de todos modos queda atrás, cada vez más atrás, en el duro recinto del pasado. Y si es verdad que la vida vuelve a menudo los ojos hacia el pretérito, ora por un natural impulso del corazón hacia lo que ha amado, ora para extraer provechosa enseñanza de las experiencias de la humanidad o levantar su gloria con lo noble que fue, es también verdad que la misma vida se afirma en el presente y se nutre de la esperanza de su prolongación, o sea, de los presuntos acontecimientos del porvenir.
Después de la muerte de Pascuala avanzó, pues, el tiempo. Y digamos también nosotros: días van, días vienen…
En las grandes chacras comunitarias seguían madurando el trigo y el maíz. En las pequeñas, retazos de administración personal que daban al interior de las casas, se mecían pausadamente las sensuales habas en flor, henchían las arvejas sus nudosas vainas y los repollos incrustaban esmeraldas gigantes en la aporcada negrura de la tierra.
Por lo alto cruzaban chillonas bandadas de loros. Unos eran pequeños y azules; otros eran grandes y verdes. Las escuadrillas vibrátiles evolucionaban y luego planeaban: las azules sobre el trigo, las verdes sobre el maíz. Con sus hondas y sus gritos las espantaban los cuidadores y entonces ellas chillaban más y se elevaban muy alto para desaparecer en la lejanía del cielo nítido, en pos de otros sembríos.
El huanchaco, hermoso pájaro gris de pecho rojo, decidido choclero, cantaba y cantaba jubilosamente. Su canto era la sazón del maíz.
Un viento tibio y blando, denso de rumor de espigas, olía a fructificación.
Para acompañar a Rosendo, fueron a vivir en su misma casa Juanacha y su marido. Ella era la menor de todas sus hijas y en su cuerpo la juventud derrochaba una graciosa euritmia. Ágil, poderosa, de mejillas rojas y ojos brillantes, iba y venía en los quehaceres de la casa, parlando con una voz clara y alta, sacada de escondidas vetas de oro.
Anselmo, Rosendo y el perro Candela, llamado así por tener la pelambrera del color del fuego, aún no podían olvidar a la muerta. Anselmo hizo arrumbar el arpa en un rincón y cubrir la prestancia incitante de sus cuerdas con unas mantas. Rosendo se pasaba el tiempo sentado en el poyo de barro del corredor, entregado a su silenciosa pena, con Candela a sus pies. Mejor dicho, el perro estaba sobre sus pies y a Rosendo le placía eso, pues se los abrigaba con el calor de su cuerpo. Candela manteníase durante el día en un semisueño melancólico y en las noches aullaba.
En Juanacha bullía la vida con todas sus fuerzas jubilosas y la tristeza, o por lo menos una discreta compostura, era más bien un fenómeno de respeto hacia el padre. Había querido mucho a su madre, pero la pena era expulsada de su corazón por un poderoso ritmo de sangre. En cuanto al marido, no sabríamos decir. Era un indio reposado que no daba a entender sus sentimientos.
Juanacha había parido un pequeñuelo que en este tiempo, cansado de gatear y besar la tierra, trataba ya de incorporarse para ojear el misterioso mundo de los poyos y barbacoas. A veces, en sus trajines de gusanillo, tropezaba con los pies de su abuelo si no estaban cubiertos por el perro. Entonces tironeaba con sus regordetas manitas de las correas de las ojotas, palpaba los pies duros y luego alzaba la cabeza hacia el gigante.
Rosendo lo levantaba en brazos diciéndole cualquier palabra cariñosa y el pequeño le botaba a un lado el sombrero de junco para emprenderla a jalones con las canosas crenchas. El viejo gruñía sonriendo.
—Vaya, suelta, atrevidito…
Su pecho rebosaba de contento y ternura.
En el caserío se apagaba ya, poco a poco, cual un fogón en la alta noche, el recuerdo de Pascuala. Con todo, no sería veraz hablar de olvido. Comentábase la pena de Rosendo y la justeza de tal sentimiento. Y cuando, entre las sombras, aullaba el perro Candela, los comuneros decían:
—Llora po ña Pascuala.
—Tal vez mirará a su ánima…
—Dicen que los perros ven a las ánimas y si un cristiano se pone legaña de perro en los ojos, también verá las ánimas en la noche…
—¡Qué miedo! Es cosa de brujería…
—¡Pobre ña Pascuala!
—¿Por qué pobre? Ya llegó a viejita y era tiempo que muriera. Un cristiano no puede durar siempre…
Hemos visto que la misma consideración consolaba a Rosendo. En la vida del hombre y la mujer había tiempo de todo. También, pues, debía llegar el tiempo de morir. Lo deplorable era una muerte prematura que frustra, pero no la ocurrida en la ancianidad, que es una conclusión lógica. Así pensaba sintiéndose muy cerca de la tierra. Observaba que todo lo viviente nacía, crecía y moría para volver a la tierra. Él también, pues, como Pascuala, como todos, había envejecido y debía volver a la tierra.
Los albañiles seguían levantando el edificio de la escuela, al lado de la capilla, donde había sombra y aroma de eucaliptos. El adobero, curvado sobre la planicie apisonada de la plaza, hacía su oficio con solicitud. En bateas de capacidad adecuada, dos ayudantes le llevaban el barro arcilloso desde un hoyo donde se lo batía sonoramente con los pies. Él ponía la garlopa, que el ayudante llenaba de barro de un solo golpe volteando la batea diestramente, luego emparejaba el légamo con una tablilla y por fin zafaba el molde, con movimiento preciso y rápido, dejando sobre el suelo la marqueta. Ya estaba allí, el otro ayudante con su porción y la operación se repetía. Los rectangulares adobes formaban largas hileras. El buen sol estival cumplía su faena de darles solidez. Los secos, que correspondían a las filas primeras, eran levantados y llevados a la construcción.
El maestro albañil, acuclillado sobre el muro, orgulloso de su destreza, gritaba de rato en rato: «adobe, adobe», demandándoselos a sus ayudantes. La pared se levantaba sobre gruesos cimientos de piedra. El alarife, llamado Pedro Mayta, superponía los adobes, uniéndolos con una argamasa de arcilla y trabándolos de modo que las junturas de una ringlera no correspondieran a las de la siguiente, a fin de que el muro tuviera una consistencia firme.
Rosendo Maqui, que los miraba hacer desde el corredor, fue hacia ellos una tarde.
—¡Qué güeno, taita! —exclamó Pedro, afirmando un adobe y emparejando la arcilla saliente con el badilejo—. ¡Güenas tardes, taita!
Los otros constructores, hasta los que pisoteaban el barro, allá lejos, al borde de la chacra de maíz, se acercaron a saludar. Maqui respondía con una discreta sonrisa de satisfacción. Le gustaba ver a su gente embadurnada con las huellas de la tarea —semillas de la mala yerba pegapega, briznas de trigo, barbas de choclo—, pues consideraba que ésas eran las marcas ennoblecedoras del trabajo.
—¿Se avanza, maestro Pedro?
—Como se ve, taita. Pronto quizá tendremos escuelita.
—¿Escuelita? ¡Escuelaza! ¿Habrá pa un ciento de muchachos?
—Hasta pa doscientos.
—No te digo.
Maqui entró al cuadrilátero. La amarillenta pared se elevaba ya hasta la altura del pecho. Olía a barro fresco. Había una puerta y cuatro ventanas, dos hacia la salida del sol y las otras dos hacia la puesta.
—Me entendiste bien, Pedro. Que si no el bendito comisionao escolar quizá habría dicho… ¿cómo me dijo?… Esto no es, esto no es… ¡Vaya, olvidé la tal palabra!… ¿Tú la sabes?
Mayta respondió que no la sabía y ni siquiera sospechaba de lo que podía tratarse. Como los otros ya habían vuelto a sus labores y a fin de que el alcalde lo oyera, gritó con redobladas ansias de faena:
—¡Adobe, adobe!…
Rosendo, sabe Dios por qué, se puso a tentar la solidez del muro con su bordón de lloque. Indudablemente que estaba fuerte.
—¿Y el techo, taita? ¿Teja o paja?
—Teja, me parece. Habrá también que apisonar muy firme el suelo. Y será güeno que Mardoqueo teja una estera pa que sea… ¡ah, ya me acordé!… higiénico…
—Ah, así dijo el comisionao. ¡Higiénico! ¿Y qué es eso?
—Todo lo que es güeno pa la salú… así dijo…
Mayta dejó de alinear los adobes y se puso a reír. Rosendo lo miró con ojos interrogadores. Callose al fin y explicó:
—¿No es un jutrecito el comisionao? Lo conozco, lo conozco… En la tienda de ño Albino pasa bebiendo copas. ¿Cree que tomar tarde y mañana es güeno pa la salú? Él sí no es higiénico…
Y entonces rieron ambos mascullando la dichosa palabreja entre risotada y risotada. Se sentían muy felices. Después dijo Maqui:
—La verdá, ya tendremos escuela. Me habría gustao demorarme en llegar al mundo, ser chico aura y venir pa la escuela…
—Cierto, sería bonito…
—Pero también es güeno poder decir a los muchachos: «vayan ustedes a aprender algo»…
—Cierto, taita… Yo tengo dos; ellos sabrán alguna cosa; porque es penoso que lo diga: yo tengo la cabeza muy dura. Si veo un papel medio pintadito de eso que llaman letras, me pongo pensativo y como que siento que no podría aprender, ¡hasta tengo miedo!
—Es que nunca, nunquita hemos sabido nada —respondió Maqui. Y luego con fervor—: Pero ellos sabrán…
Fue hasta el hoyo del barro —en el corte se veía media vara de negra tierra porosa y bajo ella la amarilla y elástica— y luego al lugar de los adobes. Tuvo para cada uno de los trabajadores alguna palabra. Comentó y bromeó un poco. Se sentía respetado y querido. Volvió a su casa pensando que la comunidad se hallaba empeñada en su mejor obra y sería muy hermosa la escuela. Los niños repasarían la lección con su metálica vocecita y luego jugarían en la plaza, a pleno sol o la sombra de los eucaliptos. Rosendo Maqui estaba contento.
En los campos amarilleaba la yerba dejando caer sus semillas o se mecían dulces ababoles rosados. Los arbustos y árboles de raíces hondas mantenían su lozano verdor y ostentaban el júbilo de las moras.
Las tunas, que crecían junto o sobre las cercas de piedra, a la salida y la entrada de la Calle Real, comenzaban a colorear. Las jugosas paletas verdes se ornaban de frutos que parecían rubíes y topacios.
Los magueyes de pencas azules, vecinos de las tunas o diseminados por los campos, elevaban hacia el cielo su recta y deshojada vara como una estilización del silencio. En la punta, su gris desnudez estallaba en un penacho de flores blancas o cuajaba en frutos lustrosos. Raros eran los que se veían así, que no fructifican sino a los diez años, antes de morir, pero hasta el largo palo de corazón de yesca rendía su hermoso tributo a la vida.
Los matorrales de úñico, que anticipaban desde hacía tiempo su ofrenda, estaban ahora plenos de madurez. En la quebrada que bajaba por un costado del cerro Rumi, formaban una especie de mantos violados. Daban moras que tenían la forma de pequeñas ánforas y redomas, de un grato dulzor levemente ácido.
Las muchachas y muchachos de Rumi, llevando de la mano a los más pequeños, iban a la quebrada y todos regresaban con los labios lilas. Gustaban de las moras tanto como las torcaces.
Grandes bandadas de estas palomas azules salían desde la hondura cálida de los ríos tropicales, donde se alimentan de pepita de coca, a las zonas templadas en tiempo de moras de úñico. Así llegaban a Rumi y especialmente a la quebrada. Después de atiborrarse durante las mañanas, se posaban, según su costumbre, en los árboles más altos y se ponían a cantar. En las copas de los paucos formaban grandes coros. Una elevaba una suerte de llamada, larga y melancólica, de varias inflexiones, y las demás respondían de modo unánime, con un dulce sollozo. Pero la suavidad de la clara melodía no amenguaba su vigor y tanto la llamada como el coro se podían escuchar desde muy lejos.
Era un canto profundo y alto, amoroso y persistente, que llenaba el alma de un peculiar sentimiento de placidez no exenta de melancolía.
Una mañana Rosendo Maqui caminaba por la Calle Real, volviendo de la casa de Doroteo Quispe, cuando divisó a un elegante jinete que, seguido de dos más, avanzó por la curva del camino que se perdía tras la loma por donde en otro tiempo también hicieron su aparición los colorados.
Rutilando delante de una ebullición de polvo, avanzaban muy rápidamente, tanto que llegaron frente a la plaza al mismo tiempo que Rosendo y allí se encontraron.
Sofrenó su caballo el patrón, siendo imitado por sus segundos. Un tordillo lujosamente enjaezado, brillante de plata en el freno de cuero trenzado, la montura y los estribos, enarcaba el cuello soportando a duras penas la contención de las riendas. Su jinete, hombre blanco de mirada dura, nariz aguileña y bigote erguido, usaba un albo sombrero de paja, fino poncho de hilo a rayas blancas y azules y pesadas espuelas tintineantes. Sus acompañantes, modestos empleados, resultaban tan opacos junto a él que casi desaparecían.
Era don Álvaro Amenábar y Roldán en persona, el mismo a quien los comuneros y gentes de la región llamaban simplemente, por comodidad, don Álvaro Amenábar. Ignoraban su alcurnia, pero no dejaron de considerar, claro está, la importante posición que le confería su calidad de terrateniente adinerado.
Rosendo Maqui saludó. Sin responderle, Amenábar dijo autoritariamente:
—Ya sabes que estos terrenos son míos y he presentado demanda.
—Señor, la comunidá tiene sus papeles…
El hacendado no dio importancia a estas palabras y, mirando la plaza, preguntó con sorna:
—¿Qué edificio es ese que están levantando junto a la capilla?
—Será nuestra escuela, señor…
Y Amenábar apuntó más sardónicamente todavía:
—Muy bien. ¡A un lado el templo de la religión y al otro lado el templo de la ciencia!
Dicho esto, picó espuelas y partió al galope, seguido de su gente. El grupo se perdió tras el recodo pétreo donde comenzaba el quebrado camino que iba al distrito de Muncha.
El alcalde quedose pensando en las palabras de Amenábar y, después de considerarlas y reconsiderarlas, comprendió toda la agresividad taimada de la cínica amenaza y de la mofa cruel. No tenía por qué ofenderlo así, evidentemente. A pesar de su ignorancia y su pobreza —decíase—, los comuneros jamás habían hecho mal a nadie, tratando de prosperar como se lo permitían sus pocas luces y sus escasos medios económicos. ¿Por qué, señor, esa maldad? Maqui sintió que su pecho se le llenaba por primera vez de odio, justo sin duda, pero que de todos modos lo descomponía entero y hasta le daba inseguridad en el paso. Era muy triste y amargo todo ello…, en fin…, ya se vería…
En las últimas horas de la tarde, por orden de Rosendo, fueron encerrados cuatro caballos en el corralón. Al día siguiente, estando muy oscuro todavía, en esa hora indecisa durante la cual parece que las sombras vacilaran en retirarse ante el alba, los ensillaron. Terminando de ajustar cinchas y correas, cabalgaron Abram Maqui, su hijo Augusto, mocetón fornido que hizo sentir la dureza de sus piernas en un arisco potro recién amansado, y el regidor Goyo Auca, que jalaba el Frontino. El grupo no caminó mucho. Se detuvo ante la casa del alcalde.
En el corredor brillaba la viva llamarada del fogón y Juanacha, sentada junto a él, preparaba algo.
—Ya va a salir, prontito —les dijo.
Desmontaron y a poco rato surgía, de la sombra de su cuarto, Rosendo Maqui. Respondió brevemente a los respetuosos saludos, aprobó de un solo vistazo la disposición de los caballos y sentose frente al fuego en compañía de los recién llegados. Juanacha les sirvió, en grandes mates amarillos, sopa de habas y cecinas con cancha que ellos consumieron rumorosamente, no sin invitar algún bocado a Candela, que estaba tendido por allí y miraba con ojos pedigüeños.
El alba entera simulaba un bostezo blanco.
Luego montaron. El viejo fue discretamente ayudado por Abram para que cabalgara en el Frontino. Ya había claridad y veíase que el resuello de los animales y los hombres formaba nubecillas fugaces al condensarse en la frialdad de la amanecida.
Rumi despertaba con una lentitud soñolienta. Se abrían tales o cuales puertas madrugadoras. Las gallinas saltaban de las jaulas de varas adosadas a la parte alta de la pared trasera de las casas, en tanto que sus garridos machos aleteaban y cantaban con decisión. Algunas mujeres comenzaban a soplar sus fogones, y caminaba por la calle, en pos del fuego de la vecina, quien encontró apagados sus carbones. En el corral mugían tiernamente las vacas. De pronto, la mañana se disparó en flechas de oro desde las cumbres a los cielos y los pájaros rompieron a cantar. Zorzales, huanchacos, rocoteros y gorriones confundieron sus trinos alegrándose de la bendición de la luz.
El trote franco de los caballos encabezados por Frontino llenó la Calle Real. El vaquero Inocencio y dos indias estaban ordeñando en el corralón. Mansa y tranquilamente las madres lamían a sus terneros en tanto que brindaban a los baldes, entre manos morenas, los musicales chorros brotados de la turgencia pródiga de las ubres.
Una de las mujeres gritó:
—Taita Rosendo, la mamanta…
Se acercaron y bebieron la espesa leche, tibia aún. Las ordeñadoras eran dos muchachas frescas, de cabellos nigérrimos, peinados en trenzas que les caían sobre el pecho enmarcando anchos rostros de piel lisa. La boca grande callaba con naturalidad y los ojos oscuros eran un milagro de serena ternura. Vestían polleras roja y verde. Se habían quitado el rebozo para realizar su faena y veíase que la sencilla blusa blanca ornada de grecas, dejando al descubierto los redondos brazos, ceñía la intacta belleza de los senos núbiles. El mocetón Augusto, desde su propicia altura de jinete y mientras los mayores apuraban la leche, solazábase en la contemplación de las muchachas atisbando por la unión de los pechos. Se puso a galantearlas.
—¡Tan güenamozas las chinas! Voy a madrugar pa ayudarles… ¡Si me quisieran como a un ternerito!
Ellas sonriéronle y luego bajaron los ojos sin saber qué responder en su feliz azoro. El alcalde hizo como que no había oído nada y recomendó:
—No dejen de llevarle doble ración a Leandro, ¿cómo sigue?
—Mejorcito —respondió una de ellas.
Los jinetes armaron grandes bolas de coca a un lado del carrillo y partieron seguidos de Candela que, burlando la vigilancia de Juanacha, se unió a los viajeros. Fuéronse por ese camino que nosotros hemos mirado un tanto y ellos sabían de memoria. Por allí, por donde asomaron un día los colorados y otro día, más reciente, don Álvaro Amenábar. Aunque nosotros, en verdad, lo hemos visto tan sólo hasta el lugar en que doblaba ocultándose tras una loma. Seguía por una ladera y después cruzaba el arroyo llamado Lombriz, lindero entre las tierras de Rumi y las de la hacienda Umay.
La espesa franja de monte que cubría el arroyo trepaba la cuesta hasta perderse entre unas elevadas peñas y bajaba desapareciendo por un barranco de un cerro contiguo al Peaña. El Lombriz corría paralelo a la quebrada de Rumi, pero el caserío, que se hallaba entre ambos, no se dignaba considerarlo. La acequia que abastecía de agua a las casas partía de la quebrada, pues el Lombriz llevaba tan poca que apenas si podía lucirla en verano. Era que, durante el invierno, formaba su caudal con las lluvias y el resto del tiempo con lo que buenamente rezumaba la tierra. En cambio, la cantora quebrada, tajando una gran abra, partía de la profunda laguna situada tras el cerro Rumi en una ancha meseta.
Esa vez los comuneros cruzaron el arroyo como siempre, sin darle mayor importancia, salvo el alcalde. Los cascos enlodaron el agua callada. Candela evitó mojarse saltando sobre las piedras del lecho. Rosendo examinó detenidamente el curso, desde el barranco a las peñas altas. ¡También había moras en el Lombriz y torcaces y pájaros!
El camino tornose un sendero, labrado por los cascos más que por las picotas y palas, que entre breñas y matorrales comenzó a trepar una cuesta.
La mano del hombre se notaba en tal o cual grada para disminuir la elevación de los escalones pétreos, en tal o cual hendidura practicada en las inclinadas zonas de roca viva. Por un lado y otro, veíanse tupidos arbustos y escasos árboles que iban desapareciendo a medida que el trillo ascendía, aristas salientes de las peñas, algún maguey de enteca sombra, cactos erguidos a modo de verdes candelabros ante inmensos altares de granito.
El sendero curvábase, zigzagueaba, empinándose y prendiéndose. Trepaba lleno de una decisión afanosa, se diría que acezando. Los caballos eran de esos serranos pequeños y de casco fino, diestros en artes de maroma. Frontino, que tenía mayor tamaño proveniente de cierto abolengo, suplía el inconveniente de sus grandes cascos con una extremada pericia. Su paso largo lo hacía adelantarse, por lo que Rosendo, de rato en rato, debía detenerlo para esperar a los rezagados. Frontino volvía la cabeza y miraba con deferente amistad a sus peludos y alejados compañeros, un bayo, un negro, un canelo.
Ya tendremos ocasión de referir la historia de Frontino. Y entendemos que se sabrá perdonarnos estas dilaciones, pues de otro modo, no alcanzaríamos a salir de los preámbulos. La realidad es que cuando evocamos estas tierras cargadas de vidas y peripecias, a veces reímos, a veces lloramos, en todo caso, nos envuelve dulcemente el aroma de las saudades y siempre, siempre nos sobran historias que contar.
Trepaba, pues, la pequeña cabalgata. Rosendo hacía memoria de los acontecimientos recientes y trataba de ordenar sus pensamientos: «Me voy a morir: mi taita ha venido a llevarme anoche», dijo Pascuala. Después pasó la culebra con su mal presagio y he allí que él se había dedicado a hacer cálculos sin dar la debida consideración al nocturno llamado. Ahora Pascuala estaría con el taita y los otros comuneros en esa misteriosa vida donde se va de aquí para allá, como por el aire, andando con un mero flotar de ánima. El señor cura Mestas hablaba del infierno, pero Rosendo creía y no creía en el infierno. ¡Vaya usted a saber! En el peor de los casos, ahí estaban los rezos de Doroteo Quispe. Echar oraciones, según decían los mismos curas, nunca es cosa perdida.
Después de todo, ya había llegado la desgracia y así quedaba descartada la suposición de que el presagio envolviera a la comunidad. Era asunto de litigar eso de las tierras. «Up, no resbales, Frontino. Casi te has caído. Pero no tiembles ni resoples, que ya estamos al otro lado». Habían cruzado por el filo de un barranco. Una piedra cedió y Frontino estuvo a punto de perder las patas en el aire. La piedra rodó rebotando al chocar contra las rocas de la pendiente hasta que terminó por despedazarse. Rosendo propuso a don Álvaro Amenábar; en otro tiempo, hacer un buen camino trabajando a medias la comunidad y la hacienda Umay. Él se negó diciendo que no tenía interés en esa ruta y que, por otra parte, el sendero resultaba lo suficientemente bueno para no rodarse.
Ahí asomaba, por fin, una cumbre. Y en la cumbre se detuvieron los cuatro jinetes y Rosendo habló mirando las ya lejanas peñas, al pie de las cuales comenzaba el arroyo Lombriz:
—Oigan bien, y en especial vos, Augusto, que estás muchacho y debes saber las cosas pa cuando nosotros muramos. Allá, po esas peñas —el brazo de Rosendo se había levantado y al filo del poncho asomaba su índice nudoso que apuntaba las rocas— desde onde el Lombriz empieza, el lindero sube marcao po unos mojones de piedras, tamaños de una vara o vara y media, hasta llegar a la mesma punta llamada El Alto.
Todos habían visto alguna vez los hitos y repetidamente Goyo Auca, que en su calidad de regidor debió preocuparse de tener conocimientos plenos. La voz de Rosendo continuó, acompañada del índice vigía:
—Po la mera puna de El Alto, cerros allá, yendo po el propio filo de esas cumbres prietas, el lindero pasa dejando a un lao la laguna Yanañahui pa ir a caer a la peñolería que mira al pueblecito de Muncha. Po esas peñas va dispués, bajando, a dar al río Ocros que blanquea con sus arenas como para servir de señal. Así son los linderos de Rumi…
Los jinetes miraban con atención y afecto el caserío multicolor y alegre y las tierras propias y de todos, las tierras de la comunidad. Eran grandes y hermosas. Aun las que estaban llenas de roquedales, inútiles para la siembra, tenían un agreste encanto. Enseñoreándose sobre ellas, alto con toda la eterna energía de su cima de piedra, parlaba con las nubes el cerro Rumi.
Rosendo Maqui volteó su caballo y tomó nuevamente el sendero que, ondulando cada vez más blandamente, entró por fin la meseta puneña. Ancha meseta, abundosa de pajonales y rocas crispadas, batida por un viento cortante y terco, fría a pesar del sol que caía de un cielo al parecer muy próximo.
El azul brillante e intenso del cielo, en ese tiempo moteado de escasas nubes muy blancas, resaltaba frente a las cumbres amarillentas de paja y rojinegras y azulencas de peñascales. Ya hemos dicho que a Rosendo le gustaba esa abrupta y salvaje grandeza sin que tal complacencia le impidiera gozar también los dones de las tierras menos duras y frías.
El perro Candela, que durante toda la cuesta siguió ceñidamente al Frontino, se puso a corretear en el altiplano. Ladraba abalanzándose contra las blanquinegras coriquingas y los pardos liclics. Ellas lanzaban un chillido y ellos un largo y golpeado grito, alejándose a un tiro de piedra con vuelo rasante. Casi todas las aves de puna, a excepción del cóndor, no se levantan gran cosa de la tierra, tal si estuvieran ahítas de inmensidad con la sola contemplación de los dilatados espacios y las inalcanzables lejanías de fuego y de azur.
El bayo chucarón que montaba Augusto, repuesto de los rigores de la cuesta, consideró oportuno ser rebelde. Encabritábase sorpresivamente o volteaba de súbito con ánimo de galopar hacia la querencia. El amansador, duro de manos y de piernas, templaba las riendas hasta hacer una muesca en el hocico y hundía los talones en los ijares. Luego le surcaba las ancas de sonoros fustazos. El duelo entre el potro marrajo y el domador clavado se mantuvo durante un largo trecho hasta que el primero, trémulo de impotencia y chorreando sudor de cansancio, cedió. Entonces Augusto, para consumar su victoria, lo sacó del trillo y se puso a «quebrarlo», o sea hacerle doblar el pescuezo hasta que el hocico besara el estribo, y a «sentarlo», o sea pararlo de un golpe encontrándose en pleno galope. Cuando lo hizo más o menos bien —la perfección en tales lances no es cosa de alcanzarse en una jornada— tornó al trillo colocándose tras el alcalde. Un mechón endrino cruzaba la frente sudorosa de Augusto desflecándose sobre los ojos, que centelleaban de satisfacción. Abram, que entendía el oficio, y Goyo Auca, que no lo entendía, aprobaron la doma con grandes exclamaciones. Rosendo volteó y limitose a decir:
—Güeno, muchacho.
Pero íntimamente se hallaba orgulloso de su nieto y, en general, complacido de que un comunero que recién escupía coca diera pruebas de tal destreza.
El sendero entró a un camino más ancho, ruta que conducía del sur al norte, blanqueando por las ondulantes faldas de los cerros, desapareciendo en los recodos para renacer de nuevo tercamente y perderse por último en las pendientes violáceas como un leve hilillo. El camino venía de regiones y pueblos lejanos y desconocidos y marchaba hacia regiones y pueblos igualmente lejanos y desconocidos.
Sobre los comuneros, hombres afirmados en la tierra a lo largo del tiempo, ejercía una sugestión inquietante y misteriosa.
De pronto, la meseta se abrió a un lado por una encañada y allá lejos, al fondo, apareció una extensa planicie.
—Ahí vive el condenao —dijo Rosendo, sofrenando su caballo.
El llano apareció retaceado de alfalfares y sementeras, al centro de las cuales se levantaban grandes casas de techo rojo que formaban un cuadrilátero. En medio del patio surgía un gran árbol, acaso un eucalipto, y largas filas de álamos —se los podía reconocer por su esbeltez— rayaban los campos marcando las rutas de acceso. Había vacas en los potreros, caballos en las pesebreras y a la distancia el trajín de los hombres parecía serlo de hormigas. Ahí en esas casas vivía, pues, don Álvaro Amenábar, rodeado de sus parientes y servidores. La hermosa llanura y la meseta desde la cual los comuneros miraban, y todas las tierras que cruzaron después de pasar el arroyo Lombriz, y muchas de las tierras que por un lado y otro hacían asomar sus cumbres, eran de él. Tenía tanto y todavía deseaba más.
Goyo Auca dijo, mirando una senda que se hundía por la encañada en dirección a la casa-hacienda de Umay:
—Sería güeno aprovechar pa ver a don Álvaro aura…
Rosendo Maqui no contestó nada y continuó por el camino que pasaba de sur a norte. Frontino trotaba y pronto estuvo muy adelante. Rosendo hizo una seña llamando a Goyo Auca y éste logró reunírsele azotando a su duro caballejo. El alcalde habló:
—¿Sabes? El día que pasó don Álvaro Amenábar vi que no era cosa de hablarle, que nadita se podía aguardar de él por las güenas… Y yo digo, pue lo he mirao así de seguido, que se puede ablandar todo hasta el fierro si lo metes en la candela, pero menos un corazón duro. Me ofendió y nos ofendió a todos con su burla. No he contao nada… ¿Qué se ganaría? Si los comuneros ven que les faltan al respeto a los regidores o al alcalde y éstos no pueden hacer nada, merman confianza… Y si un pueblo no tiene confianza en la autoridá, el mal es pa todos… ¿No es cierto?…
Goyo Auca respondió:
—Cierto, taita…
Los retrasados conversaban de la doma. Abram hacía a su hijo la crítica de su faena. En cierto momento, había perdido un estribo y ello era una chambonada peligrosa. El primer deber de un jinete consistía en no perder ni las riendas ni los estribos. Conseguido esto y teniendo fuerza y buena cabeza, vengan corcovos…
La cabalgata continuaba al trote. El viento agitaba los ponchos y las crines. Tropezaron con un rebaño numeroso y lento y Candela se puso a perseguir las ovejas en una forma bromista.
—Ey, Candela, Candelay… —riñó Rosendo, con lo que el perro hundió la cola entre las piernas y agachó la cabeza noblemente avergonzado.
Más allá encontraron a los pastores, dos indios —hombre y mujer— de sombrero de lana rústicamente prensada y veste astrosa. El hombre estaba sentado en una eminencia, mascando su coca. La mujer, tras una piedra que la defendía del viento, sancochaba papas en una olla de barro calentada por retorcidos haces de paja. El fuego era mezquino y la humareda ancha. Rosendo y Goyo se detuvieron a observarlos y en eso fueron alcanzados por Abram y su hijo. El alcalde se decidió a preguntar dirigiéndose al varón, que se hallaba más cerca del camino:
—¿Ustedes son pastores de don Álvaro Amenábar?
El interpelado tenía el mugriento sombrero, que parecía una callampa, metido hasta los ojos. Continuaba impasible como si no hubiera escuchado nada. Al fin respondió:
—Ovejas, pues…
Los comuneros tuvieron lástima, aunque Augusto mal reprimió una sonrisa.
—Sí, ya veo que son pastores de ovejas —explicó el alcalde—; pero quiero saber si ustedes reciben órdenes del hacendao don Álvaro Amenábar.
El silencioso miró su calzón, que dejaba ver entre sus retazos la dura carne morena, y dijo:
—Bayeta rompiendo…
Goyo Auca opinó que tal vez el pastor trataba solamente con los caporales y no había visto nunca al hacendado o por lo menos ignoraba el nombre. Rosendo dio vuelta a la pregunta:
—¿Ustedes son de la hacienda Umay?
—Sí.
—¿Hace mucho que están de pastores?
La india, de pecho mustio, cara sucia y pelos desgreñados, se acercó al interrogado y le dijo algo en voz baja. Daba pena su desaliñada fealdad. En la mujer es más triste la miseria.
—¿Cómo los tratan? —insistió el alcalde.
Los pastores mantuvieron un terco silencio y miraban el rebaño extendido por lomas y hoyadas. No querían responder nada, pues, exceptuando al ganado, parecían indiferentes a cuanto les rodeaba. Se habían encerrado dentro de sí mismos y el silencio los rodeaba como a la piedra solitaria junto a la cual humeaba la menguada fogata. Abram opinó que los pastores temían acaso una emboscada de parte de la misma hacienda y por eso no decían nada. Entonces los comuneros prosiguieron la marcha y Rosendo advirtió:
—Estos pobres son de los que reciben látigo por cada oveja que se pierde… ¿No les han contao Casiana y Paula?… Milagro que están po aquí; viven remontaos…
Pero la atención de los viajeros fue llamada por varios hombres armados que aparecieron a lo lejos. Montaban buenos caballos y los seguían arrieros conduciendo mulas cargadas de grandes bultos albeantes.
—Y si jueran bandoleros… —sospechó Goyo Auca.
—Po las cargas, se ve gente de paz —dijo Rosendo.
Y Abram, bromeando:
—De ser bandidos, hace falta Doroteo pa que rece el Justo Juez.
—Cierto, cierto… —celebraron.
Estaba a la vista que no eran bandoleros. Pronto se encontraron con ellos. Se trataba de viajeros acomodados; quizá comerciantes, quizá hacendados, quizá mineros. Su atuendo era de la mejor clase y el mulerío cargado hacía presumir ricos bienes.
—¡Hola, amigo! —dijo el que iba adelante, bajándose la bufanda que defendía su faz blanca del azote de viento y parando en seco su caballo—, ¿a dónde es el viaje?
—Al pueblo, señor —respondió Rosendo sofrenando a su vez.
Ambos grupos quedaron detenidos frente a frente y se escudriñaban como suelen hacer los viajeros cansados de la repetición y la soledad del paisaje. El hombre sin embozo dijo:
—¿No saben si por aquí hay gente que quiera ganar plata, pero harta plata?
—Señor, en la comunidad de Rumi todos queremos ganar —afirmó el alcalde.
—Sí, pero no se trata de quedarse aquí. Hay que ir a la selva a sacar el caucho. Un hombre puede ganar cincuenta, cien, hasta doscientos soles diarios. Más, si anda con suerte. Yo le doy cuanto necesite: en esos fardos llevo las herramientas, las armas, toda clase de útiles…
—Señor, nosotros cultivamos la tierra.
—No creas que hay necesidad de estudios para picar un árbol y sacarle el jugo… de eso se trata.
Augusto miraba al hombre del caucho con ojos en los que se reflejaba su asombro ante el dineral. El negociante se dirigió a él:
—Doy adelanto para mayor garantía. Quinientos soles que se descuentan en un suspiro…
Rosendo se negó una vez más:
—Señor, nosotros cultivamos la tierra.
Y echó a andar seguido de su gente. Augusto no había llegado a tomar ninguna decisión debido a su falta de costumbre de hacerlo, a la rapidez del diálogo y sobre todo, a la sencilla fuerza de las palabras del viejo. Así, continuó fácilmente con los comuneros y estuvo muy atento cuando Rosendo decía:
—Ése es un bosque endiablao y pernicioso. Fieras, salvajes, fiebres y encima una vida prestada…
No era la primera vez que Rosendo Maqui y los comuneros se encontraban con hombres resueltos en viaje hacia la selva, pero con los que debían volver de ella, triunfadores y enriquecidos, no habían tropezado jamás. Sin embargo, la afluencia de gente continuaba y continuaba también la leyenda de la buena fortuna corriendo de un lado a otro de la serranía como esparcida por el viento. Los pobres hartos de penurias, o los adinerados que deseaban serlo más, disponían la alforja, requerían un arma y partían. Unos en caravanas, otros solos. De cualquier modo, llegaban ante las trochas, suerte de túneles que perforan la maraña vegetal, y por allí se sumergían en el abismo verdinegro…
Rosendo volteó hacia Augusto y lo miró tratando de decirle algo. Nada pudo pronunciar, pero era evidente que le reprochaba su atención desmedida, ese anhelante asombro que empezaba a comprometerlo. Y el mozo se puso triste y, sintiéndose culpable, hasta le pareció que ya se había marchado de la comunidad y todos lo censuraban… ¡La selva!… Tal fue su primer contacto con la realidad lejana y dramática del bosque.
El caso es que continuaba el viaje y la ruta de los comuneros, cansada de la practicabilidad de la meseta, apartose del camino grande para lanzarse de nuevo en la aventura de una cuesta. Mas la faja resultó bastante ancha y desenvuelta en blandas curvas, pues en las cercanías estaba ya el pueblo y las autoridades algo habían hecho, con ocasión de una visita arzobispal y otra prefectural, para que los alrededores no resultaran muy agrestes. La bajada terminó a la vera de un río gratamente sombreada de gualangos, y el camino tomó por una de las márgenes, siguiendo la corriente. Fácil era el galope, el clima había templado su frialdad, una brisa amable acariciaba el rostro, y las copas altas y chatas de los gualangos, semejando discos dedicados a dar sombra, cernían la violencia de un sol adueñado de toda la amplitud de los cielos azules.
El río entre finas arenas y pedrones cárdenos y amarillos, cantaba su misma antigua y alegre tonada de viaje. Caballos y jinetes también avanzaban contentos. Augusto, olvidado ya del tácito regaño, entonaba una cancioncilla que le bullía siempre en el pecho:
Ay, cariño, cariñito,
si eres cierto ven a mí.
Por el mundo ando solito
y nadie sabe de mí…
Augusto creía escuchar que el río le hacía la segunda, acompañándolo en su endecha. Es fácil hacerse esta ilusión cuando se canta junto a un río.
Palomita de alas blancas,
palomita generosa;
dime dónde está tu nido,
que yo ando buscando abrigo.
Rosendo aguzaba el oído para percibir, lo mismo que Goyo Auca y Abram. La tonada les recordaba su juventud, el bello tiempo en que ellos también llamaron al amor cantando, y la escuchaban con gusto.
Ya viene la noche oscura,
si me voy me caeré.
Dame, dame posadita,
y a tu lado dormiré…
El camino volteó y, al asomarse a una loma, mostró el pueblo. Aparecía próximo —rojo de tejas, blanco y amarillo de paredes— y sus casas se agrupaban, como buscando protección al pie de una iglesia de sólidas torres cuadrangulares. Los alrededores verdeaban de árboles y alfalfares. En las callejas, casi desiertas, un discreto trajín anunciaba la vida. Al poco rato, la pequeña cabalgata pasaba por ellas con gran estrépito de cascos en el empedrado. Al oírla, los comerciantes consumidos de hastío salían a curiosear desde la puerta de sus tiendas. Los ponchos indios, salvo el de Rosendo que era oscuro, chorreaban todo el júbilo de sus colores sobre los claros muros.
—Son indios comuneros.
—El viejo es el famoso alcalde Rosendo Maqui…
—Prosistas son.
—Pero parece que don Amenábar les va a quitar la prosa… Así me han dicho.
—¿Cómo, compadre?
—Lo que oye, compadre. Hay juicio de por medio…
—Cuente, cuente, compadre…
Y se armaban las conversaciones y los chismes.
Los jinetes voltearon por un lado de la plaza, pasando frente a la subprefectura. La plaza era un cuadrilátero soledoso y ancho, cruzado de irregulares veredas de piedra entre las cuales crecía libremente la yerba. Al centro había una pila donde llenaban de agua sus cántaros y baldes algunas mujeres, sin duda sirvientas de los ricachos y autoridades. Dos de ellas conversaban con un indio que, sentado en el pequeño muro de la pila, miraba su caballo, magro y mal aperado flete que arrastraba la rienda mientras ramoneaba el pasto con vehemencia. La iglesia estaba cerrada y desde una de las torres, un gallo recortado en hojalata se erguía en la actitud de cantar, interminablemente. Las casas que rodeaban la plaza eran generalmente de dos pisos y algunas abrían tiendas en las cuales coloreaban las telas y brillaban las herramientas que solía buscar la indiada durante la habitual feria de los domingos. Mientras llegaba, los tenderos vendían licor a sus diarios parroquianos. En la puerta de la subprefectura, los gendarmes daban la nota oficial que correspondía a toda capital de provincia con sus feos uniformes azules a franjas verdes. Porque tal era el rango del pueblo y, además de subprefecto, tenía autoridades que respondían a los importantes títulos de Juez de Primera Instancia, Jefe Militar, Médico Titular, Inspector de Instrucción y otros.
Los diligentes funcionarios casi nunca funcionaban y entretenían sus ocios pasando, a sus inmediatos superiores o inferiores, oficios inocuos. ¿Qué iban a hacer? El juez desaparecía entre montañas de papel sellado originadas por el amor a la justicia que distingue a los peruanos, pero, rendido por la sola contemplación de los legajos y estimando sobrehumano subir y bajar por todos esos desfiladeros llenos de artículos, incisos, clamores, denuestos y «otrosí digo», había renunciado a poner al día los expedientes. Explicaba su lentitud refiriéndose al profundo análisis que le demandaban sus justicieros fallos: «Estoy estudiando, estoy estudiando muy detenidamente». El subprefecto casi nunca tenía «desmanes» que reprimir —cada día la indiada se sublevaba menos— y en una hora matinal de despacho aplicaba las multas y cobraba los carcelajes. En cuanto a las tareas de los otros, no eran tan recargadas.
Los conscriptos para el servicio militar caían en una sola redada; no había medicamentos para combatir y ni siquiera prevenir las epidemias; las escuelas carecían de útiles y estaban regidas por maestros tan ignorantes como irremovibles, pues su nombramiento se debía a influencias políticas. ¿Qué iban a hacer, pues? Además, había en su falta de actividad una profunda sabiduría. Ellos se atenían al conocido dicho: En el Perú las cosas se hacen solas. Únicamente, de tarde en tarde, cuando algún gamonal o diputado reclamaba sus servicios, desplegaban una actividad inusitada. Unos y otros estaban en el secreto de su celo.
La cabalgata se detuvo ante la casa de Bismarck Ruiz. El despacho, que tenía puerta a la calle, estaba cerrado y entonces los comuneros entraron al zaguán. Salió una mujer con un crío sobre las espaldas, muy ojerosa y agestada, que mostraba trazas de haber llorado.
—¿Qué? —dijo—, ¿qué?, ¿preguntan por Bismar?, ¿preguntan por él?, ¿preguntan tovía por él, aquí en su casa? ¡Vaya con la pregunta!
Su voz era chillona y airada. Los comuneros se miraban unos a otros sin explicarse por qué, al parecer, se cometía una necedad preguntando por Bismarck Ruiz en su casa. La mujer, advirtiendo su perplejidad, explicó:
—El mal hombre para sólo onde la Costeña. Ahí vive metido y seguro que le dio brujería esa mala mujer… ¡El desamorao! Casi nunca viene. ¡Abandonar a sus hijitos, a sus tiernas criaturitas!
No todas eran tan tiernas, pues en ese momento apareció el hijo grandullón que hacía de amanuense y era sin duda aficionado a los gallos de riña, pues tenía en brazos un ajiseco al que fijaba los pitones después de habérselos aguzado concienzudamente. Brillaban las finísimas estacas que debían clavarse en los ojos o cualquier parte de la cabeza del rival.
Al reconocer a Rosendo puso en el suelo, delicadamente, al gallo —ave de ley que tenía la cresta cercenada, corto el pico y las patas anchas— y les ofreció guiarlos hasta donde se encontraba su padre.
Y encontraron a Bismarck Ruiz, ciertamente, en casa de la Costeña. Se entraba por un zaguán empedrado que daba a un patio en el que florecían claveles, violetas y jazmines. En cada una de las esquinas, verdeaba con su copa redonda un pequeño naranjo de los llamados de olor o de adorno, pues sólo sirve para perfumar y hermosear, ya que sus frutos son muy pequeños y ácidos. Al frente estaba la sala.
En ese momento había mucha gente bulliciosa y sonaban risas y cantos y un alegre punteo de guitarras. Los comuneros desmontaron y el «defensor jurídico», entre abrazos y grandes exclamaciones de alborozo, los condujo hasta la puerta de la sala.
—¡Ah, mis amigos, qué gusto de verlos por acá! Ante todo, debo decirles que su asunto marcha bien, muy bien. Pasen, pasen a tomar algo y distraerse…
Cuando llegaron a la puerta llamó a sus amigotes y a una mujer a la que nombró Melbita y era la misma a quien apodaban la Costeña. Ella miraba a los indios con una indulgente reserva. Era alta y blanca, un poco gruesa, de ojos sombreados por largas pestañas y roja boca ampulosa. Vestía un traje de seda verde, lleno de pliegues y arandelas, que le ceñía el pecho levantado y se descotaba mostrando una piel fina.
Melba Cortez había llegado al pueblo procedente de cierto lugar de la costa, hacía algunos años, delgada y pálida, conteniéndose la tosecita con un pañuelo de encaje que ocultaba en sus dobleces leves manchas rosas. Al principio, su vida transcurrió en forma un tanto oscura. Es decir, la social, que la física se entonó con el aire serrano, seco y lleno de sol. Pasado un tiempo, la salud le permitió ir a fiestas y en las fiestas hizo amistades. Se había puesto hermosa y le sobraban cortejantes. Algo se dijo de su intimidad con el juez, aunque los que así hablaban no estaban en lo cierto, pues con quien de veras se entendía era con el joven Urbina, hijo del hacendado de Tirpán; pero ello no podía garantizarse, pues el comerciante Cáceda también parecía estar muy cerca de ella y, quién sabe, lo efectivo era que quería al síndico Ramírez, porque con él bailó toda una noche; pero tal vez si resultaría vencedor, al fin y a la postre, el teniente de gendarmes Calderón, a quien sonreía en forma especialísima, sin que pudiera olvidarse como cortejante afortunado al estudiante de leyes Ramos, que fue muy atendido en las vacaciones; ¿pero no aseguraban las Pimenteles, sus amigas íntimas, que era el notario Méndez el realmente preferido? En suma, Melba Cortez causó un verdadero revuelo en el pueblo. Ese mariposear, desde luego, ocasionó la alharaquienta indignación de todas las recatadas y modosas señoras y señoritas que, velando porque tal ejemplo indigno, pernicioso, inmoral e inconcebible, no provocara el más atroz y catastrófico naufragio de las buenas y tradicionales costumbres, procedieron a repudiar y aislar a la horrenda y desvergonzada culpable, corriendo la misma suerte y siendo «señaladas con el dedo» las pocas amigas que le quedaron, entre ellas las alocadas, desdichadas y descocadas Pimenteles, que «siempre habían sido muy sospechosas».
Para que el rechazo fuera más notable y nadie pudiera confundir a la pecadora proscrita con las recatadas damas del pueblo, ellas dieron en llamarla la Costeña, indicando así que provenía de regiones de costumbres livianas… ¡Ah, las terribles y austeras matronas! Lo que sucedía era que Melba Cortez buscaba una situación, pues sus lejanos familiares, muy pobres, cada día le remesaban menos dinero y tenía que vivir de favor en casa de sus contadas amigas. Se puso a coquetear con quienes la festejaban, esperando que alguno diera pruebas de mayor interés. Jamás imaginó que, casi de un momento a otro, iba a ser repudiada y señalada como una mancha de la sociedad. Algunos de sus cortejantes se apartaron y otros la buscaron con ánimo de aventura. Había caído, pues. Cada día vio aumentar su pobreza y su postergación. Lloró en silencio su despecho y su rencor y, en vista de que el médico no le permitía abandonar ese pueblo y esos cerros que se habían convertido en una especie de cárcel, se dispuso a todo. Ya que no había podido pescar un serrano rico, le echaría el guante a uno acomodado. ¿Y no querían escándalo? Lo iban a tener. En ese momento hizo su aparición Bismarck Ruiz. Lo conoció en una comida a la que fue inocentemente invitado por las Pimenteles. El tinterillo, pese a su nombre, ignoraba la táctica y la estrategia y avanzó sin mantener contacto con la retaguardia, de modo que, en un momento, ya no pudo retroceder. Se enredó definitivamente con la Costeña. La vistió y alhajó; le compró esa casa; aunque sin abandonar del todo su propio hogar, se estaba con ella días de días; daba fiestas a las que asistían las Pimenteles y otras damiselas. Los caballeros, despreciando el regaño de sus esposas, concurrían a los saraos para divertirse en grande. ¡Las matronas ardían de indignación! Inclusive llegaron a pedir que se expulsara del pueblo a la intrusa, pero no fueron oídas porque las autoridades habían corrido mundo y no estaban de ningún modo alarmadas. Además, asistían también a las fiestas.
—¡Son mis mejores clientes —dijo el tinterillo—, son los comuneros de Rumi, hombres honrados y de trabajo a los que se quiere despojar en forma inicua!
En la sala, varias parejas bailaban un lento vals criollo. Dos guitarristas tocaban sus instrumentos y cantaban con voz dura y potente:
Deja recuerdo de amor
a todo el género humano.
En territorio italiano
fue donde Chávez cayó.
Los versos se referían al aviador Jorge Chávez que, piloteando una frágil máquina, había pasado sobre los Alpes por primera vez en la historia de la aviación. Debido a un accidente cayó y murió cuando tenía cumplida su prueba y estaba por aterrizar en Domodosola. El pueblo peruano de las ciudades, que estaba en aptitud de considerar, dijo en los ingenuos versos de las canciones propias, su dolor y su admiración.
Solito y en su aeroplano
los Alpes atravesó
y al universo asombró
el valor de este peruano.
Los cantores eran dos cholos cetrinos, de manos rudas que punteaban las guitarras con una contenida energía. Las bordonas llegaban a mugir y las primas gemían agudamente como si fueran a romperse. Las parejas danzaban sin dar muchas vueltas, con paso marcado y sencillo. Ése era el vals peruano, mejor dicho el valse, acriollado y nativo como música y como ritmo:
A su patria ha engrandecido
este aviador valeroso
y el peruano lo recuerda
con espíritu orgulloso.
Los comuneros estaban un poco ausentes de la letra y no llegaban a entenderla del todo.
—¿Oyen? —les dijo Bismarck Ruiz—, es el gran Jorge Chávez. Cruzó los Alpes volando, ¿entienden?, el 23 de septiembre de 1910; no han pasado dos años todavía. ¡Ésos son los hombres que hacen patria!
Así debía ser, pues, cuando don Bismarck lo decía. Ellos —pensaban— eran muy ignorantes y, en su humildad, no sabían servir de otro modo que cultivando la tierra, en la faena de todos los días. Cumplían con su deber y personalmente sentían que ésa era la mejor forma de cumplirlo, pero quién sabe, quién sabe había, pues, que saber volar, había, pues, que pasar los Alpes…
—¡Traigan cerveza para mis clientes! —gritó el tinterillo, y sus amigotes sonrieron y también sonrió un poco Melba Cortez. Llevaron la cerveza en grandes vasos coronados de espuma y Abram y su hijo se negaron a tomar. «Parece orines de caballo», cuchicheó Augusto a su padre. Rosendo y Goyo, cortésmente, apreciaron.
El alcalde, considerando que ya había cumplido con escuchar, demandó al pendolista que abordaran el asunto del juicio. Ruiz los llevó a una habitación cercana, diciendo:
—Lástima que ahora… este compromiso de la fiesta… no es lo más adecuado para tratar asuntos de tanto peso…
El tinterillo vestía un terno verdoso y lucía gruesos anillos en las manos y sobre el vientre, yendo de un bolsillo a otro del chaleco, una curvada cadena de oro. Sus ojuelos estaban nublados por el alcohol y todo él olía a aguardiente como si de pies a cabeza estuviera sudando borrachera. Al ingresar en la pieza, entornó un poco la puerta.
—En dos palabras, el tal Amenábar reclama las tierras de la comunidad hasta la quebrada de Rumi; dice que son de él, ¿han visto insolencia? Pero he presentado los títulos acompañados de un buen recurso y lo he dejado realmente sin saber qué decir. Su defensor es ese inútil del Araña, que de araña no tiene más que el apodo, porque no enreda nada, ni moscas, y hasta ahora no se ha atrevido a contestar. Así contesten, con otro recurso los siento… ¿Qué se han creído? Yo soy Bismar, como el gran hombre, ¿no saben ustedes quién fue Bismar?
Los comuneros dijeron que no sabían y entre sí pensaron que acaso habría volado también, pero como el propio tinterillo carecía de otras nociones sobre su homónimo, no pudo sacarlos de la duda.
—Sí, Rosendo Maqui, no hay que alarmarse. Aquí, donde ves, en esta mollera —se golpeaba la calva incipiente—, hay mucho seso. Al Araña lo he revolcado cuantas veces he querido. Váyanse tranquilos y vuelvan dentro de un mes, pues, ellos seguramente esperan el cumplimiento del término para contestar. Bueno, Maqui, ¿no me puedes dejar unos cincuenta soles?
Rosendo entregó el dinero y Ruiz los acompañó hasta los caballos. Antes de que partieran les dijo aún:
—Les repito que se vayan tranquilos. No hay por qué preocuparse. El asunto es claro, de su parte está la justicia y yo sé dónde hay que golpear a esos ladronazos. Vuelvan por si se necesitan testigos. ¿Quién no sabe que es de ustedes la comunidad? ¿Cómo no van a afianzar su derecho? Váyanse tranquilos, pues…
Los comuneros se dirigieron a una pequeña fonda de las cercanías, con el objeto de probar un bocado y dar forraje a las bestias. Había allí, triunfando del hollín y atendiendo a la mesa, una mocita que impresionó a Augusto. ¡Qué manera de haber muchachas bonitas por todas partes! Lo malo fue que Maqui dio demasiado pronto la orden de partir.
Por el camino, Rosendo y sus acompañantes iban pensando y repensando las palabras del pendolista. Tenía razón, sin duda. En último caso, todo el pueblo de Muncha y los numerosos viajeros que solían pasar por Rumi atestiguarían de su propiedad inmemorial, de su indudable derecho…
Resultaba dura la marcha, sobre todo para el anciano. La noche les cayó cuando todavía se encontraban en media jalca. Menos mal que ése era el buen tiempo, pues durante la época de lluvias, en la puna se forman acechantes barrizales que tragan caballos y jinetes. Un viento cortante, de tenaz acometida, silbaba lúgubremente entre los pajonales. Rosendo sentía el golpe de los cascos en medio de los sesos y le dolían las espaldas curvadas de fatiga.
Debido al cansancio, las leguas de vuelta son siempre más largas que las leguas de ida. Pero al comenzar la bajada aparecieron, a lo lejos, las cariñosas luces del caserío. Temblaban dulcemente en la sombra. Esa visión los entonó y alegró. Ahí estaban los lares nativos, la propia tierra, todo lo que era su vida y su felicidad. Se olvidaron del cansancio y los mismos caballos, pese a la aspereza las breñas, se apuraron para llegar pronto.
Augusto madrugó a dar una mano en la ordeña. Sin que le incumbiera esa faena, de buenas a primeras se había puesto muy diligente. Estaba buscando un pretexto para presentarse cuando divisó que Inocencio bregaba con una res montaraz.
—Ey, Inocencio, ¿te ayudo? —dijo al acercarse.
La vaca ya estaba amancornada al bramadero, pero se necesitaba manearla.
—Es primeriza —explicó Inocencio—, y tovía no quiere dejarse. Ya rompió un cántaro. Son así hasta que se acostumbran.
Los fragmentos de un cántaro brillaban por allí sobre una mancha láctea que teñía el suelo. Para sorpresa de Augusto, las muchachas que aguardaban no eran las que había visto el día anterior.
Se trataba de un nuevo turno. Ahí estaba Marguicha acompañada de otra en la que el mozo ya no se fijó. Nosotros también la hemos encontrado en el recuerdo de Rosendo Maqui, llamada Marga ya, florecida en labios y mejillas, y con senos frutales, y caderas que presagiaban la fecundidad de la tierra, y ojos negros. Augusto la quería nombrar Marguicha todavía. Y ayudó, pues, a manear la vaca y arreó a las otras, y sujetó a los terneros para que no se anticiparan, y alcanzó cántaros y baldes, y en todo estuvo muy atento y solícito. De cuando en cuando, decía alguna palabra a Marguicha y ella le respondía con una fugaz mirada dulcialegre, y Augusto tenía esperanza. ¡Si cuando pasaba Marguicha —ay, amor, amor—, hasta las piedras se estremecían!
Augusto tornó la mañana siguiente y otras más. Como sabía cantar, mientras caía la leche en densos chorros, entonaba a media voz dulces canciones. Marguicha no las había escuchado nunca y sospechaba si acaso Augusto las compondría él mismo, pues se relacionaban, en algunos aspectos, con la situación de ellos.
Ay, ojos, ojitos negros,
ojitos de capulí:
no se vayan por los cerros,
mírenme a mí.
Inocencio, hombre basto y tranquilo, demoró varios días en darse cuenta de la inquietud de los jóvenes. Era muy bondadoso y, pese a la diferencia de edades, había hecho amistad con Augusto y lo interrogó cierto día. El mozo, entre serio y sonriente, lleno de una dulce exaltación de enamorado deseoso de confidencias, se lo refirió todo y también le dijo de cómo, en los últimos tiempos, se había estado aficionando de cuanta mocita veía y acudió al corralón pensando tratar a una de las muchachas que le invitaron leche, y con quien se encontró fue con Marguicha. Bueno; Marguicha era la muchacha que había buscado siempre en cada una de las que le gustaban. La quería, pues. Al fin había encontrado a la mujer que buscaba en Marguicha…
El vaquero y Augusto se habían quedado parlando en el corralón. Marguicha y su compañera se marcharon ya llevando un cántaro en la cabeza y un balde a medio llenar en la mano. La mañana avanzaba sobre Rumi. Los terneros mamaban dando hocicazos a las ubres o sea «llamando» la leche. Olía a boñiga soleada.
Inocencio rió bonachonamente y se puso a hacer especiosas consideraciones acompañadas de ejemplos prácticos.
—¿Sabes? Las mujeres son como las palomas en el monte. Tú vas al monte con tu escopeta y ves una mancha de palomas y no sabes cuál vas a cazar. Claro que el que es muy güen cazador, o tiene güena carga en la escopeta, mata varias. Pero ponte el caso del que mata una. Ése apunta con cuidao, pa no perder el tiro. A veces, onde está apuntando, la paloma da un salto, cambia de ramita y se pierde entre las hojas. Y también pasa que onde estuvo la que apuntaba, llegó otra que venía po atrás o de un lao… ¡Pum!, ¡ésa jue la que cayó y tú le apuntabas un ratito antes onde otra! ¿Ya ves? Lo mismo pasa con las mujeres. Tú veías muchas mujeres y vinites por una y te salió otra… No es cosa pa decir que uno halló la que buscaba… Yo te digo que las mujeres son como las palomas en el monte.
Augusto, cuando el amigo terminó su parabólica disertación, tenía la cara fosca y malhumorada. ¿Qué quería decir el zonzo de Inocencio con toda su idiota charlatanería? ¿Acaso no comprendía, el muy bruto? ¿Quería tal vez dar a entender que Marguicha era como cualquier mujer? ¿O si no, que él hubiera querido a otra como la quería a ella? Decididamente, Inocencio era muy incomprensivo y muy bruto. Sin decirle nada, desdeñando dirigir la palabra a esa piedra, se fue.
Inocencio sonrió y, haciendo restallar su látigo, empujó las vacas hacia el potrero. No le afectó el desdén de Augusto o, mejor dicho, lo recibió con gran benevolencia. «Ah, jóvenes, jóvenes… ah, vacas, vacas», murmuraba agitando el látigo y sin dar, como de costumbre, ningún golpe. Inocencio era muy paciente, tanto con los animales como con los hombres. En general, la paciencia es virtud de arrieros y repunteros andinos. Si carecen de ella, han de adquirirla, y mucha, para conducir la recua o la tropa y no desesperar de los trajines que imponen en tierras sin posadas, sin defensas, sin caminos o con malos caminos que no tienen ni puentes ni cercas y van siempre por zonas desoladas y por otras llenas de bosque, malos vados y riscos. Inocencio había crecido arreando vacas y sabía, pues, tener paciencia. «Ah, jóvenes, jóvenes… ah, vacas, vacas»…
Sin parábola, los que estaban matando palomas eran algunos comuneros. Los émulos del ya legendario Abdón la habían emprendido con las torcaces.
Detonaban las escopetas y aleteaban las bandadas fugitivas a lo largo de la quebrada de Rumi y el arroyo Lombriz. Frente a cada pequeña humareda caían una o dos aves y las demás levantaban un vuelo azul, raudo y desesperado. Casi siempre se paraban en determinado árbol, que les servía de punto de referencia. Al ser alejadas de él mediante una cuota de víctimas, iban hacia otro. Los cazadores llegaron a conocer sus hábitos. También las palomas los de ellos. Apenas veían un hombre de paso lento o que tan sólo llevara un palo en la mano, echaban a volar. Entonces los cazadores —para algo eran hombres y, sabían emplear el talento— se emboscaban al pie de los árboles hacia los cuales volaban. No bien habían llegado, sonaba un tiro seguro, que abatía unas cuantas. La fuga reiniciaba su aleteo amedrentado y su revoloteo indeciso, para dar con otra detonación y nuevas muertas un poco más lejos.
Los cazadores, para no ahuyentarlas del todo, les permitían comer las moras durante la mañana. Era en las tardes cuando las cazaban y, desde luego, no las dejaban comer y menos cantar.
Muchos comuneros tenían pena de las torcaces y otros añoraban su canto. Quien más lo añoraba era Demetrio Sumallacta, el flautista. Se había encariñado con la dulce melodía y la esperaba, sobre todo, a la hora del crepúsculo. Le parecía que el melancólico canto era necesario al véspero como un tinte más. Digamos nosotros, con nuestro amigo el flautista, que el canto de las torcaces en la hora del ocaso nos ha producido un original embrujo. Es como si los colores y las notas llegaran a confundirse. A ratos parece que el crepúsculo está mágicamente coloreado de música y a ratos que el canto está musicalizado de color. El hombre no despierta ya sino con la sombra.
Demetrio, a veces, creía escuchar un lloroso y ahogado canto lejano. Era el de su propio corazón.
Nasha Suro, la curandera, negra de vestiduras y fama, se presentó de improviso ante Rosendo. Fue de anochecida y al alcalde le pareció que la había parido la sombra.
—Taita, taita —dijo con acento nasal, congestionada la cara terrosa—, he preguntao a la coca. El cesto cae de la vara de palisandro cuando se mienta las tierras de la comunidá. Es malo, taita…
Rosendo calló sin saber qué decir por el momento. Con los días y la reflexión, la jactanciosa confianza de Bismarck Ruiz no dejó de infundirle sospechas o por lo menos prevención.
—Y otras cosas, taita —añadió Nasha haciéndose la misteriosa—, he preguntao de otros modos a la coca y habla malo… amarga tamién…
Ése era el presagio de la curandera con fama de bruja ante la voz, que se extendió por todo el caserío, de que había pleito con la hacienda Umay. Nasha gustaba de pasar por adivina ante los comuneros y, conocedora del corazón humano, para conseguirlo anunciaba lo que ellos esperaban o temían.
—Ya se verá, Nasha —respondió Rosendo con tristeza, tomando nota del mal presentimiento de su pueblo—, ya contratamos defensor y estamos ante el juez…
Nasha se perdió en la noche mascullando algo. Quién sabe palabras vulgares, quién sabe esotéricas.
El Mágico hizo su periódica aparición en el caserío. Llegó en su jamelgo zaino y lerdo que, más que a él, conducía unas enormes alforjas, atestadas a reventar, que le cubrían las ancas y casi toda la panza. El jinete era una especie de aditamento del carguío.
Como hacía habitualmente, se hospedó en casa del comunero Miguel Panta, que tenía muy buena ubicación por estar a mitad de la Calle Real, frente a la plaza.
El hospitalario Panta desensilló el caballo de su amigo y lo condujo al pasto mientras el Mágico, que era buhonero, comenzó a vaciar la alforja en el corredor. ¡Cuántas cosas salían de allí!
Percales floreados, tocuyos blancos, sombreros de paja, palma y junco, espejuelos, sortijas y aretes baratos, hilos, rondines, ejemplares del libro llamado Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno y El oráculo de Napoleón; cuchillas, una lampa sin cabo, bufandas, zapatos de cordobán, pañuelos blancos, grandes pañuelos rojos con dibujos de animales o de escenas del toreo, botones, agujas y otras innumerables baratijas. Todo fue formando una mancha brillante y multicolor.
Los comuneros acudían a mirar tanta maravilla.
—Vaya, don Contreras, ¿po qué se vino tan luego? Mejor que llegara después de las cosechas.
Y el Mágico sonreía mostrando sus dientes podridos:
—Ya volveré… ya volveré, comuneritos… a mí me gusta venir aquí, donde todos son buena gente y pagan lo que deben…
Usaba de esta laya de zalamerías para halagar y comprometer el amor propio de los campesinos.
—Compren, pue… Compren aura mesmo la percalita… a ochenta centavos la vara está regalada…
El mercachifle era un cincuentón alto y huesudo, de cara larga y amarilla como una lonja de sebo, levemente sombreada por un bigotillo oscuro y unos pelos lustrosos y ralos que se erizaban por las quijadas con ánimos de patillas. Sus labios descoloridos sonreían a menudo con una mecánica sonrisa profesional, y sus manos escuálidas y nudosas manipulaban los billetes, soles y pesetas demostrando una soltura que hacía pensar que ellas mismas, por su lado, hacían las cuentas mientras él hablaba con los clientes o ponderaba las mercancías. Su sombrero de falda naturalmente levantada cubría una cabeza pequeña, y el poncho habano flotaba sobre el cuerpo enteco como sobre una armazón de espantapájaros. El pantalón de dril amarillo, arrugado por las canillas flacas, se amontonaba ciñéndose a zapatos deslustrados. Pero lo verdaderamente peculiar de ese hombre estaba en los ojos, negros y vivaces ojos de pájaro, singularmente penetrantes, que si se detenían en algo lo examinaban con una meticulosidad de polizonte. Esos ojos daban a su figura energía y firmeza, pues, de otro modo, el Mágico habría parecido un fantasma o una caña disfrazada de hombre a punto de ser derribada por el viento. Sin embargo, era necesario verlo negociar para formarse una idea completa de su original persona.
—Tú, chinita, te verás muy güenmoza con estos aretes y tú, tú también pue, no te hagas la santita… tienes lindas manos y con estas sortijas quedarán pintadas… La mano anillada atrae la vista… a cuarenta nomá los aretes… a sol nomá la sortija de güena plata…
Las mocitas pensaban que acaso sus madres las regañarían diciendo que compraban muy caro. El Mágico volvía a la carga con nuevas consideraciones, les ponía las joyas, preguntaba su opinión a los circunstantes de apariencia complaciente y como respondían de modo favorable, reforzaba con tales testimonios sus argumentos. Casi nadie podía negarse una vez que él conseguía ponerle la mercadería en sus manos.
—Usté, doña Chayo, cómpreme otro parcito de zapatos…
Doña Chayo estaba verificando con los dedos la transparencia insolente de un tocuyo de a cincuenta la vara.
—¡Zapatos tovía! Si los otros que me vendió, mal cosidos y de cuero podrido, se rompieron lueguito…
—Ah, bribonazo… ah, ladronazo… —comentaban confianzudamente los fisgones.
No se crea que el Mágico se indignaba o por lo menos, en el peor caso de insensibilidad, era indiferente a tales calificativos. Todo lo contrario: le complacían y su profesional sonrisa se alegraba de veras oyéndolos. En el fondo creía que ellos constituían un timbre de honor y avaloraban su personalidad de comerciante verdaderamente entendido y hábil. ¡Que hablaran, que hablaran! Él les entregaba la mercadería en sus propias manos. ¿Entonces? El mundo es de los vivos y la culpa recae sobre los que se dejan engañar…
En confianza, conversando con Panta o cualquiera de sus amigos, el Mágico se quejaba de haber perdido a su madre a la edad de un año, quedando a cargo de un padre borracho que le impidió ser doctor. Lo hacía por deslumbrar, porque nunca había tenido mucha afición al estudio.
En su pueblo, uno de los tantos pueblos perdidos en las serranías norteñas, capitaneó una banda de palomillas que hizo época. Asaltó y asoló huertos sorteando los escopetazos que les propinaban los cuidadores; maltrató a cuantos caballos encontraba al paso, montándolos en pelo y haciéndolos emprender vandálicos galopes; durante la noche cambió los pueblerinos letreros de los establecimientos comerciales, de modo que el de la botica amanecía con el de la agencia funeraria y al contrario.
—Estos muchachos no tienen compostura —se lamentaban las gentes serias.
No hubo quien igualara a Julio Contreras, que tal era su nombre, cuando se trataba de ir a los «cortes» con las cometas que tenían la cola armada de vidrios filudos, o de manejar la honda de jebe. Decenas de hermosos papalotes rivales fueron a dar Dios sabe dónde una vez roto, mediante un mañoso y sorpresivo coletazo, el hilo de retención, y centenas de gorriones y palomas silvestres rodaron por el suelo, abatidas de una pedrada certera disparada con pulso seguro y vista de gavilán.
Todas estas mataperradas eran hasta cierto punto tradicionales en el pueblo y no descalificaban a nadie, pero él les daba siempre un matiz malévolo, que determinó su éxodo. Había capturado una paloma a la que sólo rompió un ala de un hondazo. En vez de matarla, como hacían los demás muchachos en tales casos para ahorrar sufrimientos a las pobres aves heridas, imaginó un bello espectáculo.
La llevó a la escuela y, mientras llegaba la hora de clase, amarró las patas de su víctima y enseguida le acercó el gato regalón de la maestra. Y era de ver cómo el ave prisionera trataba de huir, y dirigía la cabeza a un lado y otro, y agitaba inútilmente el ala válida, y aun quería saltar y sólo conseguía mover convulsivamente el cuerpecito palpitante… En eso llegó la maestra y cómo ya tenía experiencia de la inutilidad de sus reprensiones, lo despachó por ese día de la escuela, dándole a la vez un papel para su padre, del que debía recabar respuesta.
El padre era efectivamente un borracho que sólo pensaba en su hijo cuando recibía quejas de la maestra o los vecinos. Entonces le daba una tunda. Aquella vez Julio Contreras, que ya tenía doce años, no entregó el papel y se fue del pueblo.
Corrió mundo haciendo de todo. Hasta llegó a formar parte de una compañía de saltimbanquis y titiriteros de muy mala muerte y que efectivamente la tuvo, pues el artista principal se desnucó en Chilete y el resto de la comparsa se disolvió en Cajamarca, después de programar cuatro funciones que no se realizaron por falta de público.
Por ese tiempo, Contreras ya había crecido mucho, en edad y mañas. Con sus escasos ahorros compró una ruleta de feria y la arregló según todas las artes y malas artes conducentes al engaño de intonsos. Cayó con su máquina, justamente en mitad de la feria del distrito de San Marcos. En la ruleta hacía jugar botones, medias, carretes de hilo, estampas, almanaques —de unos gratuitos que consiguió en cierta botica—, espejos y un reloj barato que era el cebo y desde luego nunca salía. Veinte cobres costaba el tiro. Los fiesteros caían entusiasmados por el reloj, pagaban su peseta y echaban a girar el puntero. Vuelta y vuelta y de repente, ¡zas!, se paraba señalando un almanaque que lucía un frasco de específico en la cubierta o un cartón con media docena de botones de camisa. Ganaba plata el ruletero, pero no tanto como la que deseaba.
A todo eso, la fiesta iba quedando mal. No hubo sino unos cuantos enmascarados que bailaron en la plaza; el cura se negó a sacar la procesión de noche; los toros llevados para la corrida no embestían y entonces, viendo que le iban a soltar reses matreras por jugadas en otras ocasiones, el torero, como se dice, anocheció y no amaneció. Para acabar de perderlo todo, un teniente que había llegado de Cajamarca al mando de un piquete de gendarmes prohibió que entraran al ruedo —rústico palenque de troncos— los aficionados deseosos de lucirse. El pueblo gritaba contra el gobernador, que ese año era el mayordomo de la fiesta. «Tacaño…, malagracia…, miserable…, mezquino…». Se referían a que no había hecho los gastos necesarios. El teniente y su tropa repartían sablazos entre los más vocingleros.
Entonces Julio Contreras se presentó al gobernador provisto de una idea excelente.
—Señor —le dijo—, yo salvo la situación. Hágame desocupar la Plaza del Mercado y daré una función. Sé hacer pruebas: he trabajado en un circo.
—¿De veras? —respondió el gobernador entre entusiasmado y receloso.
Contreras le enseñó un programa de la compañía de saltimbanquis, donde aparecía su nombre, y ya no hubo lugar a dudas. La función quedó convenida para la noche del día siguiente. El gobernador quiso darle cien soles por todo, pero haciéndose cargo de la importancia excepcional del artista, aceptó que aumentara la suma cobrando algo a la entrada. Le volvió el alma al mayordomo en trance de desprestigio. Para contentar al pueblo, anunció la función de inmediato y en la mañana del día siguiente ayudó personalmente a colocar grandes carteles en la plaza. En gruesas letras borrachas se anunciaba para esa noche, en la Plaza del Mercado, a Julio Contreras, el artista mágico. A continuación, todos los números consignados eran mágicos: la cuerda mágica, el salto mágico, el vuelo mágico. Alguien se puso a decir, por darse importancia, que había visto el vuelo mágico y se trataba en realidad de algo escalofriante y misterioso. La noticia cundió por todo el pueblo. En las últimas horas de la tarde, Contreras se acercó al gobernador.
—Oiga, señor, el público está muy exigente y sabe Dios qué me hará si no queda todo a su gusto. Mejor deme los cien soles pa mandárselos antes a mi mamita.
El gobernador estaba borracho y, medio emocionado, le dio los cien soles, pero no se hallaba ni tan borracho ni tan emocionado como para que dejara de incitarlo a sospechar su malicia de poblano. Entonces, de acuerdo con el teniente, hizo vigilar a Contreras con un gendarme.
Todo lo había previsto el artista —inclusive buscó dos secuaces, uno para la boletería y otro para que le tuviera caballo ensillado en la puerta falsa de la plaza—, pero no pudo prever la vigilancia.
Llegó la noche y el improvisado local rebosaba de público. ¡Vaya con el cholerío entusiasta! Corría chicha y cerveza. Algunos sacaban sus revólveres y echaban tiros al aire. Lo malo era que el aire daba a un techo de zinc que a cada balazo retumbaba estruendosamente.
Los más ebrios creían que se trataba de una parte del programa y aplaudían. Otros gritaban: «¡El mágico, el mágico!», como si fueran a desgañitarse.
Contreras, entretanto, sudaba y resoplaba sin saber qué partido tomar. El gendarme que lo acompañaba parecía su sombra y no se apartó de él ni cuando entró al improvisado escenario, situado al fondo del edificio. Tras el tablado estaba la puerta falsa y al otro lado esperaría el caballo, pero quizás todo iba a resultar inútil. El ex artista sabía contorsionarse, también hacer equilibrios en la cuerda, inclusive dar un doble salto mortal. ¿Y el vuelo mágico? No había forma de parodiarlo siquiera. Y si no quedaba satisfecha, la poblada era capaz de matar o por lo menos aporrear al ya mohíno oficiante. El teniente y sus gendarmes, arracimados junto a la puerta de entrada, parecían una ridícula brizna azul entre el oleaje del gentío.
—¡El mágico!, ¡el mágico!
Los tiros seguían haciendo retumbar estruendosamente las calaminas. Un chusco hizo un chiste fácil:
—¡Se caen las puertas del cielo! —Y estalló una carcajada unánime.
Contreras seguía indeciso. Después de mucho hacer esperar al polizonte mediante subterfugios, llegó con el dinero el secuaz de la boletería. No quedaba, pues, otra cosa por hacer que presentarse. La suerte estaba echada. El artista vistió inclusive su ceñida y colorada indumentaria de payaso. Dio orden de correr la barata cortina que hacía de telón de boca. Iba a realizar de una vez, porque era la suerte que más esfuerzo le demandaba, el vuelo mágico. Así se lo explicó al guardia y añadió, echando su última carta:
—Es secreta la forma que uso para elevarme. Vaya más bien a ver cómo salto…
El guardia, creyendo y no creyendo en la prueba, pero picado por la curiosidad de ver el posible panzazo, fue a confundirse con el público. Llevaba un atado bajo el brazo. Eran las ropas de Contreras. Con su policiaca perspicacia pensó que, caso de irse el vigilado, sería fácil encontrarlo dada su llamativa indumentaria.
—¡El mágico! —reclamó alguien rompiendo el silencio que siguió a la apertura del telón.
—¡El mágico! —corearon otras voces.
El escenario continuaba vacío. El artista no tenía cuándo aparecer. Entonces el gendarme, recelando, fue a verlo y se encontró con que se había hecho humo. Ése sí era efectivamente un vuelo mágico.
Entretanto, Contreras emprendió el galope más original que vieran jamás las serranías norteñas. Vestido de payaso como se hallaba y jugándose el todo por el todo, guardose el dinero en el pecho, ganó la puerta falsa y, montando de un brinco, partió a escape. Cruzó las callejas como una exhalación, con toda vehemencia y audacia se metió en las rutas perdidas en la noche y galopó y no dejó de galopar ni cuando rayó el alba. Y los campesinos madrugadores que arreaban sus rebaños iniciando el pastoreo o los que iban con su jumento hacia el pueblo, huían despavoridos o se quedaban tiesos de estupefacción creyendo que el payaso era el mismo Diablo —así vestido de rojo, así galopante— correteando a algún alma o en viaje a esas cavernas que se hundían en la tierra comunicándose con el abismo lóbrego de los infiernos.
Por su lado, el gendarme no supo qué hacer ni qué explicación dar y cuando fue donde el teniente y le mostró la disculpa del atado de ropa, recibió una bofetada y una condena a dos días de arresto. El público, cansado de esperar la salida del mágico, registró primero el escenario y luego el local íntegro. Al darse cuenta del engaño, rompió todo lo rompible y hasta quiso incendiar el edificio, cosa que fue evitada a duras penas por los polizontes. El gobernador mayordomo, al ver la cosa fea, voló también y sólo regresó cuando habían pasado quince días.
El jinete, aquella vez, continuó su galope, siempre sembrando el pánico o la estupefacción, hasta llegar a la casa de un amigo que lo proveyó de algunas ropas adecuadas a la convivencia humana.
Y así fue como Julio Contreras ganó trescientos soles y un apodo. Nunca había visto tanta plata junta y con ella compró baratijas y dio comienzo a sus trajines de mercachifle. En ellos pasó toda su vida. Decíase que tenía dinero en un banco de Trujillo y que cada cierto tiempo iba a verificar nuevos depósitos. No lo negaba ni afirmaba y solamente acostumbraba anunciar, de año en año, que ya no volvería más. El caso era que siempre volvía…, jinete en tardo rocín que no sentía el peso del amo, pero sí el de las alforjas ahítas.
—Esta lampa es de puro acero y entra en la tierra como en manteca.
Uno de los cazadores de torcaces, que asaba cargando su escopeta, se acercó a curiosear.
—¡Ahora que me acuerdo! —exclamó el Mágico, rebosando satisfacción—, ¿vendes la escopeta? Yo necesito una buena escopeta… pago bien…
El comunero se la entregó y Contreras se puso a examinarla con actitud de quien entiende y sabe lo que maneja.
—No, no está buena pa eso… Me la ha encargao un cabrero de Uyumi. El puma le arrasa las cabras y él necesita una buena escopeta y también plomo… Hará bala pesada, bala pa león… Pero a lo mejor él quiere venir a verla en persona… ¿Cómo te llamas pa decile? No se puede conocer a todos.
—Jerónimo Cahua…
—Ah, güeno… güeno… ojalá pueda venir y te armes de soles… la quiere luego y paga bien. ¿Quién más tiene escopeta aquí, por si me conviniera?
Jerónimo y los otros comuneros fueron recordando y dando los nombres de los escasos poseedores. Algunos, más oficiosos, fueron a llamarlos y muchos acudieron desde sus casas o la quebrada, donde estaban cazando, con sus armas.
Eran viejas escopetas de chimenea, de las que se cargan por la boca del cañón. El Mágico las fue rechazando una por una. Que el cañón es muy angosto. Que la chimenea está magullada. Que no se ajusta bien a la culata. Que no. Todas tenían defectos, pero podría ser que el cabrero quisiera verlas personalmente. ¿Cómo te llamas?…
Luego siguió pregonando sus mercaderías y atendiendo a los compradores.
—No, ahora no fío porque me voy muy lejos y tardaré en volver… Presta plata a alguno de aquí mesmo. ¿Quién no te va a prestar? Que afiance el alcalde…
—¿Que no dijo enantes que luego volvía?
—Eso digo cuando no me fían…
No había sino que reírse con ese don Contreras.
Muchos hombres y mujeres hicieron realidad sus sueños coloreados de telas y baratijas. Y el Mágico estuvo vendiendo hasta que cayó la tarde y las caras se le confundían en la sombra.
La mujer de la casa sirvió el yantar, Miguel Panta lo compartió con su viejo amigo y ambos se quedaron junto al fogón parla y parla, hasta muy tarde. El Mágico conocía a palmos la extensa zona donde negociaba y tenía mucho que contar de pueblos lejanos, de haciendas, de indios colonos, de comuneros, de fiestas. Sus propias peripecias eran pintorescas y las relataba dándoles carácter de extraordinarias.
—Una vez me encontraba por Piura en sitio onde había mucha víbora macanche. ¡Ah, eso que me pasó con una víbora, a nadie le ha pasao más que a mí! La víbora se había metido en mi alforja y estuvo ahí pa arriba y pa abajo, pa onde iba yo más claro, y yo no la notaba. ¿Cómo no murió aplastada? Es lo que me pregunto. Y yo me jui en eso pa Cajamarca y al pasar una cordillera muy alta, en mera puna, mi caballo se me cansó, y bajé la alforja pa que descansara y en eso se le ocurrió salir a la víbora. ¡Bah!, dije, ¿cómo no me ha picao cuando metía o sacaba las cosas? Y salió y avanzó un poco y se quedó tiesa, y después culebreó otra nadita y vuelta a quedarse tiesa. Le había dao el mal de la puna, que digo el soroche. Pero dije: hay que examinar. Y prendí paja cerca de ella y cuando se entibió comenzó a avanzar otra vez. No quise matala porque ya iría a morir. Y aura pregunto, ¿quién ha visto víbora asorochada? Sólo yo…
No en balde pasan los años, y más cuando se los camina, y el Mágico estaba muy acabado. Tenía los hombros caídos y dos arrugas profundas en las comisuras de los labios. De la historia del vuelo hacía ya mucho tiempo, varias décadas. En sus labios tomaba un sabor añejo y él la refería añorando la juventud…
¡Todavía más hermosas son las mañanas de verano, frescas, azules, doradas, cuando en el centro de ellas está una linda chinita como Marguicha! Dan ganas de madrugar. Augusto Maqui continuó madrugando, pues. La ordeñadora tenía ya cierta intimidad con él. Hasta le reclamaba ayuda en algún momento y en otro le ordenaba discretamente. Augusto sonreía. Con Inocencio, por el contrario, sus relaciones continuaban frías o mejor dicho no existían. Augusto ni siquiera lo saludaba y hacía todo lo posible por ignorar su presencia. A los dos o tres días de tal conducta, el paciente lo llamó a un lado y le dijo:
—Tas haciendo mal, Augusto… hay que respetar, po lo muy menos, a los mayores… Aunque parezca, no soy demasiao zonzo y sé comprender: eres muchacho, ella tamién es muchacha… yo los dejo… Pero haces mal en no respetar. ¿Y qué?, preguntarás de lisito que eres… Güeno, la verdá es que yo no mando nada… Pero mando en las vacas y en este corralón… Aquí mando… Y podía decirte: no te necesito y no güelvas po acá… Aura, vos comprende…
Augusto comprendió, trató de explicarse y, con el tiempo, inclusive quiso al rudo y sencillo vaquero. Se hicieron muy amigos y la ordeña fue completamente feliz.
Y brotaron de la leche, del trigal que a lo lejos se mecía, de los ojos inmensos de las vacas, de las manos de Marguicha, de la boñiga soleada, de los trinos, del corazón unánime de la tierra, nuevas y hermosas canciones. Augusto aceptó enseñar al buen Inocencio un huaino que le había gustado mucho. Pero Inocencio era un desorejado y no conseguía aprender ciertas «vueltitas» que el huaino tenía…
Las torcaces, cansadas de revolotear y ver morir, se fueron como todos los años. Ya volverían el año próximo, también como todos los años, acaso porque olvidaran el mal trato, tal vez porque eran bandadas nuevas…
Demetrio Sumallacta, el flautista, estaba muy triste por la partida de las palomas y enojado con los cazadores, especialmente con el más empecinado de ellos: Jerónimo Cahua. Hubiera querido pegarle, pero tenía miedo de que se le pasara la mano y Cahua, que era tejero, necesitaba trabajar en su oficio para techar la escuela… Las paredes —amarillas y rectas— estaban listas ya. Además, el alcalde y los regidores le harían pagar la curación y le aplicarían una multa en beneficio de la comunidad. Hasta podrían expulsarlo si no encontraban motivo que justificara la tunda. Y quién sabe si el juez del pueblo, para sacarle plata, lo enjuiciaría también por lesiones… Si se enteraba el subprefecto era fijo que lo metía preso a fin de cobrarle carcelaje… ¡Bah, bah!, era un verdadero contratiempo el no poder aporrear a uno de esos condenados…
Se esperanzó todavía. Como cesaron los tiros, las torcaces podrían volver. Toda la mañana del día siguiente aguardó. Ninguna bandada aleteó sobré los uñicales y ni siquiera se presentó a lo lejos. Se habían ido. Ya no sonaría ese largo y melodioso y, dulce canto…
Entonces se acordó de su flauta y le dieron muchas ganas de tocar. Y buscó su flauta en la repisa de varas donde la guardaba y sólo encontró su antara. Sabía también tocarla, pero era la flauta lo que necesitaba ahora. Sucedía que uno de sus hermanos menores la había sacado. Todos temblaron, pues Demetrio no sólo tenía más años sino un corpachón muy recio y feas cóleras. De cara taciturna y talante desgarbado, provocaba especiales comentarios de las mocitas:
—¡Qué feyo es ese Demetrio!
—Pero toca muy bonito.
Demetrio buscó tesoneramente su flauta y, cuando ya había perdido toda esperanza de hallarla, la divisó junto a la acequia que pasaba frente a la casa. Estaba rajada y uno de sus extremos se había dilatado con la humedad. Ni la sopló para ahorrarse el disgusto de escuchar el gangoso gemido. Y ya iba a golpear a los hermanos cuando se encontró con los ojos de la madre. Entonces arrojó la flauta al techo y se fue de la casa. Oyó que los hermanos reían conteniéndose. Era que la flauta, al cruzar velozmente los aires, había aullado y eso les hizo gracia.
Verdeaban saúcos por un lado y otro, a la vera de las chacras. Ahí estaban con sus copas frondosas y sus negros racimos de pequeñas moras redondas. Los zorzales, endrinos y lustrosos, volaban entre los saúcos y comían las moras. Su canto no podía compararse con el de las torcaces, pero ahora que ellas se habían ido, cobraba importancia. Demetrio lo escuchó con gusto y sintió que se le iba componiendo el día. ¡Vaya, estaba con suerte! Mirando un saúco distinguió una rama seca y eso le ahorraría cortar verdes y esperar varios días a que se secaran. Además, las flautas hechas de rama que se ha secado en la misma planta, salen mejor.
Y cortó, pues, la rama con una cuchilla que había comprado al Mágico hacía algún tiempo. Ahí mismo la descortezó y la cortó según el tamaño de una buena flauta, labrando en forma especial el extremo de la embocadura. Con una varilla empujó luego el corazón de la rama, ancho y esponjoso, de tierna blandura que cedió fácilmente. Y no se daba cuenta de que ya había pasado mucho tiempo, pues operaba con sumo cuidado sobre la delicada rama y seguía trabajando. Labró entonces la lengüeta, que debía embonar tas con tas en la caña, dejando un pequeño espacio por donde pasara el aire. Y colocó al fin la lengüeta y quedó bien, dando a una pequeña muesca, de borde fino y suavemente pulido. En esa ranura debía partirse el aire produciendo la melodía. Y sopló, lleno de inquietud, y el sonido salió claro, dulce y alto. Era una buena flauta. Habría ido a su casa, porque allí tenía un fierrecillo adecuado, pero no quiso ver a esos truhanes de los hermanos menores y se dirigió a la de Evaristo. El herrero metió un punzón entre los chispeantes carbones de una fragua de fuelle jadeante. Cuando el punzón estuvo rojo hicieron los huecos: cuatro encima y uno debajo, para el pulgar. Demetrio pudo todavía pulir la caña con un retazo de lija que le proporcionó su amigo. Luego sopló para probar y sonó de la manera adecuada al destapar cada hueco. Daba gusto mirarla. Era larga, ligeramente curvada, como corresponde a una flauta de calidad. Demetrio estaba contento. Cuando preguntó al herrero por el precio de su trabajo, se negó a cobrarle y por toda explicación le dijo:
—Me gusta tu música…
Y Demetrio se puso más contento todavía.
Había llegado ya la noche, mientras tanto, y Evaristo lo invitó a comer. Comieron, pues, y luego se marchó el flautista sin decir si iba a tocar o no. Había estado muy silencioso durante la comida y Evaristo quiso invitarle un trago para que se animara, pero él no aceptó. El herrero tomó doble cantidad diciendo risueñamente que estaba en la obligación de beber la ración de ambos. Eran salidas de poblanos ésas.
Demetrio abandonó el caserío y anduvo al azar por el campo. Dio una vuelta por el maizal, escuchando la bronca y solemne música de las grandes hojas mustias abatidas por el viento y luego fue hacia el trigo y oyó que la punzante crepitación gemía dentro de la noche como en una caja donde resonaran finos cordajes. Trepó un tanto y vio la sombra densa y boscosa de la quebrada, oscuridad que contenía el lamento de las aves muertas. Y se puso después a mirar el pueblo y sus rojos fogones titilantes, que se iban apagando mientras en el cielo se encendían las estrellas. Después asomó la luna, incipiente, recién formada, línea blanca y curvada como una flauta nueva. Demetrio sentose en una eminencia preguntándose: «¿qué tocaré?». No sabía qué tocar ahora que ya tenía la flauta y estaba a punto de realizar sus deseos. Todos los yaravíes, tonadas, huainos y cashuas que había aprendido se le antojaban inútiles. Su corazón sabría, pues. Comenzó a sonar lenta, blanda, indecisamente primero y después fue levantándose la melodía, diríamos mejor la voz, y en el caserío los que estaban despiertos mantuvieron su vigilia y los que dormían tal vez se pusieron a soñar. Se decían unos a otros los oyentes en el recogimiento de sus habitaciones de sombra:
—¿Oyes? Ha de ser el Demetrio…
—Parece que cantara y llorara…
La madre, que velaba, despertó al marido y le dijo:
—Si no supiera que es él, diría siempre que es él, él mesmo…
Crecía la voz, se levantaba clara y alta, poderosa y triste a un tiempo, envolviendo en sus notas algo como un himno a la tierra fecunda y un lamento por las aves vencidas. Una rara torcaz nocturna se había puesto a cantar. Pero no, que temblaban lágrimas en esa melodía, que se alargaban humanos sollozos en las notas unidas, continuas, llevadas y traídas por el viento.
Mas ya volvían a los primeros ritmos, ya se calmaban con la placidez de la tierra fructificada, ya tomaban serenidad en la existencia permanente que va de la raíz a la semilla…
A ratos parecía que el flautista caminaba de un lado a otro y que dejaba de tocar, pero sucedía sólo que el viento cambiaba de dirección o se hacía más fuerte. La música tornaba, renacía, se ampliaba como el agua derramada, y todo adquiría una actitud de encontrarse escuchando, y la pequeña luna trataba de destacar al tocador, solitario en una loma, solitario y acompañado de todo en la inmensa noche.
Así hasta muy tarde. Cuando Demetrio Sumallacta llegó a su casa, estaba serenamente feliz. La madre había velado esperando su vuelta y derramó una lágrima al sentir que se acostaba. Nada le dijo y sobre el mundo cayó un hermoso silencio lleno de música.
El comunero Leandro Mayta, hermano del alarife, mejoró de unas fiebres palúdicas que había adquirido en un viaje que hizo al lejano río Mangos en pos de coca. Unos afirmaban que debía su salud a la quinina y otros que a los brebajes de Nasha Suro.
El comunero Rómulo Quinto y su mujer, Jacinta, tuvieron un hijo. Mientras llegaba la fiesta y con ella la oportunidad de que el señor cura Mestas lo bautizara, le pusieron el agua del socorro dándole por nombre Simón.
Días van, días vienen…
Así pasaba el tiempo para los comuneros de Rumi.
Así se sucedían los acontecimientos vegetales, animales y humanos que formaban la vida de esos hijos de la tierra. De no ser por el peligro de Umay, temido como esas tormentas que amenazan en pleno verano las ya logradas siembras, el amor confiado a la tierra y sus dones daría, como siempre, cabal sentido a su existencia.