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Zenobio García y otros notables

El cadáver de Pascuala fue vestido con las mejores ropas y colocado, después de botar la yerbasanta, en un lecho de cobijas tendido en medio del corredor. En torno del lecho ardían renovadas ceras embonadas en trozos de arcilla húmeda. Junto a la cabecera estaban las ofrendas, es decir, las viandas que más gustaban a Pascuala: mazamorra de harina con chancaca, choclos y cancha, contenidas en calabazas amarillas. El ánima había de alimentarse de ellas para tener fuerzas y poder terminar su largo viaje.

Quien decía las alabanzas, recordaba los episodios gratos y lloraba, era Teresa, la mayor de las hijas, que estaba sentada a un lado del cadáver. Al otro lado se hallaba Rosendo, ocupando un pequeño banco y mascando su coca. Más allá, más acá, en el corredor y en la plaza, frente a la lumbre, se acuclillaban y sentaban los demás comuneros. Cerca del alcalde, Anselmo, el arpista tullido, miraba tristemente ora a Rosendo, ora al cadáver. Un momento antes había contado a su protector los últimos instantes de la anciana. Estaba sentada junto al fogón, preparando la comida y, de repente, gimió: «Me duele el corazón… Que el Rosendo perdone si hice mal… Mis hijos…». Y ya no dijo más porque rodó hacia un lado y murió. Rosendo no pudo contener una lágrima. ¿Qué le iba a perdonar? Él sí hubiera querido pedirle perdón y ahora se lo demandaba a su ánima.

El viejo tenía los ojos perdidos en la noche, vagando de estrella en estrella y a ratos los volvía hacia su mujer. Ya no era en la vida. Era en la muerte. El rostro rugoso y el cuerpo exangüe, rodeados por una roja constelación de velas, estaban llenos de una definitiva serenidad, de un silencio sin límites.

A este mutismo y esa paz trataban de llegar, rindiendo el debido homenaje al pasado, las voces y sollozos de Teresa, su clamor humano.

La hija mayor tenía las greñas dolorosamente caídas sobre la faz cetrina. El rebozo desprendido permitía ver el pecho. Los grandes senos palpitaban temblorosamente bajo la blanca blusa. Hablaba y gemía:

—Ay… ayayay… mi mamita. ¿Quién como ella? Tenía el corazón de oro y la palabra de plata. Que viera un enfermo, que viera un lisiado, que viera cualquier necesitao y lueguito se condolía y lo curaba y atendía… ayayay… Su boca decía no más que el bien y si mormuraba por una casualidá, porque la lengua suele dirse, ahí mesmo se contenía: «¡Tamos mormurando!», decía, «es malo, malo mormurar»… Ayayay, mi mamita… Jue muy güenamoza de muchacha y hasta mayor y con muchos hijos jue güenamoza… y de ancianita mesmo, no era sangre pesada pa la gente…

Una trigueña faz tranquila estaba allí barnizada de luz, atestiguándolo. Pese a su tez rugosa, perduraba en el rostro cierta gallardía. Los gruesos labios se plegaban naturalmente, sin deformaciones y, entre los ojos cerrados, la nariz de firme trazo daba a una frente severa y dulce, enmarcada por dos ondas de albo cabello. Esa anciana no tuvo, pues, sangre pesada, es decir, que no fue antipática. Teresa seguía contando y llorando:

—Hay mujeres que se güelven pretenciosas y mandonas si su marido es autoridá. Velay que cuando mi taita subió de alcalde la gente decía: «Aura la Pascuala se dañará». ¿Qué se iba a dañar? Tenía el pecho sano y sabía ser mujer de su casa y su trabajo sin meterse onde no le tocaba. Sabía hilar, sabía teñir, sabía tejer… Su marido tenía qué lucir y remudar y a sus hijos nada les faltó mientras jueron de su custodia. Pa el mesmo lisiadito Anselmo tejía. Lo quería mucho al lisiadito…

Anselmo, acurrucado junto al alcalde, escondiendo la fatalidad de sus piernas tullidas bajo los pliegues de su rojo poncho, doblaba la cabeza sobre el pecho. Una lágrima rodó por su flaca mejilla dejando un rastro brillante.

—Ayayay, mi mamita. Guardaba siempre una olla con comida y al que llegaba le servía. Comunero o forastero, le servía. Ella no se fijaba en quién y a todos les daba. Hay gentes que también dan y más toavía si la forastera es vieja, porque piensan que es la mesma tierra cuya ánima está de viaje pa ver cómo se portan los que han sembrao y cosechao, por ver si son güenos de corazón con lo que les ha dao la tierra. Saben que al no dale, la tierra se enojaría y ya no sería güena la cosecha. Mi mamita Pascuala les daba a todos, seyan viejos, seyan jóvenes, varones o chinas. Ella decía: «El que tiene hambre debe comer y hay que dale».

Rosendo pensaba que Pascuala le ayudó siempre a ser alcalde, a su manera, por medio de su sencilla bondad y natural buen sentido. Dejaba tranquilos a los hombres al no entrometerse en los asuntos de la comunidad y a las mujeres les moderaba la envidia absteniéndose de hacer pesar su condición de mujer del alcalde. Como practicaba el bien y probaba ser una ejemplar madre de familia, todos la respetaban. Por lo demás, tal vez sí alguna de las viejas a quienes dio de comer era el espíritu de la tierra.

—Ayayay, mi mamita. Una vez casi se muere, enfermaza se puso, y se sanó ofreciéndole rezale un año al taitito San Isidro. Y como ofreció cumplió, rezándole un año sin faltar un día… Ayayay, mi mamita… A naides hizo mal, a todos hizo bien. ¿Quién como ella? Ella decía que la mujer ha nacío pa ser güena.

¡Vaya! Rosendo no quería ponerse a llorar. Se yapó coca a la bola que le hinchaba el carrillo y carraspeó discretamente. De verdad fue buena su mujer. Ella estuvo, cuanto pudo, en la felicidad de Rosendo y en la de todos; ella hizo más hermosa la comunidad.

La exégesis continuaba. Entre los indios equivale a las notas necrológicas de los diarios o al panegírico que se acostumbra en las honras fúnebres citadinas. Sólo que en el caserío, a la luz del recuerdo de una convivencia íntima, había que decir la verdad. Las chinas eran las que más escuchaban, pues los hombres, sobre todo si estaban algo alejados, cuchicheaban sobre sus propios asuntos a la vez que mascaban su coca. A ellos no les incumbía directamente. Las mujeres maduras, cuya imperfección resaltaba ante la voceada virtud, perdonaban a la muerta su excelencia, quizá inclusive la alababan y, por su lado, las mocitas sentían el deseo de vivir como ella sus vidas. En general flotaba en el ambiente un sentimiento de veneración y de piedad. En cuanto a Eulalia, la holgazana y ardilosa mujer de Abram, que podía estar considerando la conveniencia de sujetar su lengua y laborar ahincadamente, ni siquiera oía. Se hallaba en una casa vecina preparando, en compañía de las otras mujeres de la parentela, diversos potajes para los veloriantes.

Teresa terminó sus gemidos y loanzas en el momento en que llegaron, arreando tres taimados jumentos, los comuneros que habían ido al cercano distrito de Muncha con el objeto de traer cañazo. Cada uno de los asnos portaba dos cántaros obesos.

Muncha era famoso por su falta de agua. Y ésta no es una alusión irónica. El pueblo apenas contaba con un insignificante ojo de agua para abastecerse, motivo por el cual sus vecinos eran conocidos en la región por los «chuqui-cuajo», que quiere decir vaso seco. Económicamente les decían sólo «chuquis». En tiempo de verano, cuando no se podía recoger el agua de la lluvia que en invierno chorreaba de las tejas, su carencia daba la nota típica del poblacho. El ojo de agua, que brotaba de una ladera, reunía sus lágrimas en una canaleta de penca de maguey ante la cual se estacionaban decenas de mujeres con sus cántaros. Mientras el menguado chorrito, gorgoteando dulcemente, llenaba la vasija de la que llegó con precedencia, las otras se ponían a conversar hasta que les tocaba el turno. Estaban sentadas horas y horas chismorreando a su entero gusto. Y toda laya de cuentos, embustes, enredos y líos salía de allí. A veces se armaban batallas campales en las que no solamente se rompían las cabezas sino, lo que era peor, los cántaros con el agua trabajosamente acopiada. Las peleas se extendían hasta el pueblo, donde ya se producían verdaderas conflagraciones entre maridos y parientes. Mas la necesidad de cierta armonía para mantener el turno ante el chorro, imponía el armisticio. El invierno hacía lo demás. En esta época, si ocurrían diferencias, las chinas solían amenazarse: «Ya verás, ya verás cuando llegue el tiempo de ir al chorrito». Podría pensarse que quizá de holgazanes los «chuquis» no construían una acequia para llevar agua desde alguna quebrada. Diremos en su honor que lo habían pensado, pero la quebrada más próxima, que era la de Rumi, estaba a tres leguas y había que hacer un gran corte en la roca con dinamita. No tenían plata para eso. Una vez llegó un candidato que les ofreció conseguir un subsidio para la obra si le daban sus votos en las elecciones de diputado. Así lo hicieron, pero salió otro que estaba en Lima, no ofreció nada y a quien ni siquiera conocían. Todos los diputados eran así. Posiblemente ignoraban la suerte de Muncha. En tiempo de verano, las tejas rojas resaltaban en medio de un paisaje yermo. En los campos secos, resecos, los arbustos achaparrados y los pastos amarillentos se deshojaban y desgreñaban ahogados por una parda tierra polvorienta. Sobre el ojo de agua crecían algunos verdes arbustos, pero prosperaban poco, pues los vecinos combatían esa clase de competidores.

Junto al chorrito, las mujeres —rebozos negros, faldas multicolores— se aglomeraban como una bandada de aves carniceras en torno a la presa. No era raro, pues, que a los «chuquis» les gustara el cañazo; tenían sed. También era muy necesario para pasar el mal rato de las pendencias o encorajinarse antes de ellas. Y si a todo esto se agrega que nunca faltan penas que aplacar y alegrías que celebrar, nos explicaremos que los vecinos de Muncha tenían sus buenas razones para dedicarse al trago. Iban por el cañazo hasta los valles del Marañón y en ocasiones lo traían en forma de guarapo, es decir, de jugo de caña fermentado para destilarlo ellos. Sus alambiques eran grandes y buenos, tanto como para abastecer las tiendas a donde acudían los consumidores locales y forasteros. Allí también mercaban los comuneros cuando un acontecimiento imprevisto les impedía preparar la roja y tradicional chicha de maíz. Sus relaciones con los «chuquis» eran buenas. Como éstos no cosechaban gran cosa debido a su falta de actividad agraria y tampoco tenían huertos, pues se habrían secado en verano, les solicitaban siempre trigo, maíz y hortalizas. Les pagaban o canjeaban con cañazo.

Así, esa noche, acompañando a los comuneros enviados, llegó una comisión de vecinos de Muncha presidida por el propio gobernador, un cholo gordo y rojizo como un cántaro. Él, que había donado parte del cañazo y proporcionado el tercer jumento para la conducción, era un hombre muy notable en Muncha e inmediaciones. Tenía un alambique de metal y otro de arcilla, una casa de altos y una hija muy buenamoza que disponía de sirvienta y macetas de claveles. Éstas se hallaban situadas en el corredor de la vivienda. La doméstica, para no entorpecer el recojo diurno de agua, tenía que regar las plantas durante la noche. Era hermoso encontrar, en ese páramo amarillo y oliente a cañazo, un lugar gratamente perfumado por los claveles florecidos en rojo y blanco. Tras la hilera de macetas, blandamente reclinada en una mecedora, estaba la dueña. Lucía grandes ojos profundos y una boca aprendida de los claveles. Sus senos redondos y sus caderas anchas parecían aguardar una maternidad jubilosa. No hacía nada y por supuesto que jamás acarreó agua. Ella vigilaba sus flores y sus padres vigilaban a la señorita Rosa Estela, que así se llamaba, como a otra flor.

El gobernador respondía al nombre de Zenobio García y avanzó entre los comuneros, seguido de los otros comisionados, hasta llegar donde Rosendo Maqui. Cambiaron saludos y algunas palabras.

García le dijo que el pueblo de Muncha lo acompañaba en su dolor y ahí estaban ellos representándolo en el velorio, después de lo cual se retiraron para sentarse a cierta distancia formando un grupo íntimo. Blanqueaban sus sombreros de paja y sus trajes de dril.

El cañazo fue repartido. Lentamente, sin romper la circunspección del momento, los comuneros iban a recibir su porción en botellas, vasijas de greda y calabazas de todas las formas y tamaños. Los hijos y allegados de Maqui trasvasaban el licor, que despedía un fuerte vaho picante. Los comuneros, de vuelta a su lugar, sentábanse formando pequeños grupos y el recipiente pasaba de boca en boca. La noche se iba enfriando y el cañazo entibiaba la sangre tanto como la coca, de la que hacían gran consumo, avivaba la pálida llama del insomnio.

En cierto momento el comunero Doroteo Quispe, indio de anchas espaldas, se arrodilló a los pies del cadáver, de cara a él, y quitose el sombrero descubriendo una cabeza hirsuta. Todos se arrodillaron y se descubrieron igualmente. Se iba a rezar. Hacia un lado, albeaba el grupo de los visitantes. Y Doroteo comenzó a rezar el Padrenuestro con voz ronca y monótona, poderosa y confusa a un tiempo: «Padre­nuestro­questas­en­los­cielos»… Se detuvo en mitad de la oración, según costumbre, para que los concurrentes dijeran el resto. Y ellos corearon: «El pannuestronn… nnnn… nnn…». El sordo murmullo semejaba un runruneo de insectos hasta que resonaba un largo «Aaménnn». Entonces volvían a comenzar. Así oraron mucho tiempo. Era un gran rezador el indio Doroteo Quispe y, además de las oraciones corrientes, sabía la de los Doce Redoblados, buena para librarse de espíritus y malos aires en la búsqueda de entierros y cateos de minas; la Magnífica, curadora de enfermos y hasta de agonizantes, «salvo que sea otra la voluntad de Dios»; la de la Virgen de Monserrat, guardada celosamente por los curas para que no la usen los criminales, y la del Justo Juez, especial para escapar de las persecuciones, conjurar peligros de muerte, triunfar en los combates y salvarse de condenas. Pero ahora se trataba del ánima buena de Pascuala y únicamente echó Padrenuestros, echó Avemarías, echó Credos y Salves.

La noche era avanzada cuando terminó el rezo y sirvieron la comida. Después, las horas se alargaron inacabablemente y muchos veloriantes se tendieron en el suelo. En torno al cadáver seguían brillando las velas y arriba el cielo había encendido todas sus estrellas.

Rosendo Maqui continuaba despierto, en una vigilia que alumbraba toda la vida de su mujer y que admitía su muerte con un sentimiento hondo y potente, cargado de una pesada tristeza, en el que participaban una vaga conciencia religiosa y una emoción de tierra y cielo. Permítasenos ser oscuros. El mismo Rosendo no habría precisado nada y nosotros, en buenas cuentas, logramos solamente sospechar secretas y profundas corrientes.

Y llegó el alba rosa y áurea y después creció el día desde las rocosas cumbres del Rumi. La luz cayó blanda y dulcemente sobre las faldas de los cerros, sobre los eucaliptos y los saúcos, sobre las tejas de la capilla y las casas, sobre las cercas y los veloriantes.

Y cuando el sol subió «dos cuartas» por el cielo, envolvieron el cadáver en las cobijas, lo colocaron en la quirma y lo llevaron al panteón. El cortejo era largo porque asistieron todos los comuneros, inclusive los que no fueron al velorio. Al lado del cadáver iban Rosendo Maqui, sus hijos e hijas, los regidores y la comisión de Muncha. Detrás, todo el pueblo de Rumi, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, tal vez quinientas almas. Solamente se quedaron los niños y Anselmo, el tullido. Al ver que se llevaban a su madre trató dolorosamente de erguirse, olvidado de su invalidez, y luego agitó los brazos, que cayeron, por fin, vencidos. Todo su cuerpo se abatió en una inmovilidad de tronco. Su corazón saltaba como un fiel animal encadenado.

En el panteón cavaron una honda fosa en la que metieron el cadáver. Muchos de los concurrentes dieron una mano piadosa y ritualmente, para empujar la tierra. Por último se colocó una cruz de ramas bastas. Las hijas volvieron llorando, los hijos sosteniendo con su compañía y sus brazos al viejo padre.

Y así fue velada y enterrada, con dignidad y solemnidad, la comunera Pascuala, mujer del alcalde Rosendo Maqui. La tierra cubrió su cuerpo noblemente rendido y un retazo del pasado y la tradición.

De vuelta, el gobernador Zenobio García se detuvo un momento en la plaza, rodeado de sus acompañantes. La cara rojiza había empalidecido un tanto debido a la mala noche. Echado hacia atrás, el sombrero de paja en la coronilla y los pulgares engarfiados en el cinturón de cuero, miraba a todos lados dándose un aire de persona de mucha importancia. A ratos, tamborileaba con los otros dedos sobre el abultado y tenso vientre. Sus miradas escrutaban todo el pueblo y las inmediaciones, a la vez que decía algo a sus gentes. Al fin, los visitantes pasaron a despedirse de Rosendo y se fueron.

Ninguno de los comuneros quiso ver nada especial en la actitud de los hombres de Muncha. Salvo que habían asistido como amigos al velorio y entierro y, ahora volvían a su pueblo por el camino de siempre, bañados por el buen sol de todos los días.