Era esto pues, se repite Eva sombría, Eva sarcástica, Eva desconsolada, mientras ve aparecer una y otra vez la luz en las rendijas de la persiana, dorarse en el alba, intensificarse en la mañana, remansarse con el mediodía, menguar luego hasta desaparecer en el crepúsculo, al otro lado de la ventana, resulta que era esto —hundida, siniestra, enconada—, mientras se da vuelta en la cama y se pone de cara a la pared, para ignorar que allí afuera siguen discurriendo los días como siempre y la vida se prolonga para todos más o menos igual (los chicos se asoman a veces a la puerta, cuando van a salir o cuando acaban de volver a la casa, y le preguntan si se encuentra mejor, si necesita algo, se adentran titubeantes en la oscuridad de la alcoba, le dan un beso a tientas en la mejilla y se van, y es posible que se sientan sorprendidos, perplejos incluso, porque nunca, hasta donde alcanza su memoria, recuerdan a la madre enferma, ni se ha quedado Eva jamás, en todos estos años, más de dos días seguidos en la cama, y aun entonces programándolo todo, dirigiéndolo todo, previéndolo todo desde allí, con esta estúpida idea suya —dios, qué grotesca le parece ahora— de que si ella falta o tiene un momento de descuido o de abandono, ha de hundirse el mundo, o por lo menos ese entorno privado y familiar que constituye para ella el mundo, y es posible por tanto que los niños se muestren desconcertados, pero ni siquiera a ellos se les ha movido de verdad el piso y su vida sigue, y es inútil que Elia le repita —en el fondo quizás sin convicción— «tienes que salir de esto, no puedes hundirte así, te necesitamos, los niños, Pablo, yo, tanta gente, todos te necesitamos», porque Eva sabe ahora que no la necesita nadie, ni siquiera los chicos, y mucho menos Pablo, que entra y sale de la habitación con aire grave, con ademán heroico, con gesto solícito, como si estuviera haciendo su buena acción de la semana o de la vida, como si concursara en las oposiciones al mejor marido del año, cuando es evidente que sólo piensa en la otra, que se muere de ganas de dejarlo todo y correr al lado de esa chica pelirroja que le espera, y ni se molesta en ocultarlo, y finge apaciguar a Eva, tranquilizar sus suspicacias y temores, «no seas tonta, es otra cosa, sabes, no tiene nada que ver contigo», y Eva cayendo en la trampa, «¿cómo es?, ¿qué es?», odiándose por preguntarlo pero sin poderse contener, «¿es guapa?, ¿es joven?», sabiéndose suicida, «¿pero tú la quieres?, ¿ella te quiere?», despreciándose, en el último grado del asco hacia sí misma, del total descontento de sí misma, «¿cómo es en la cama?, ¿cómo hacéis el amor?», y Pablo, con su voz de marido responsable que sabe cuál es su lugar y no abandona, con su voz de hombre cabal y bueno, se resiste un poco, «¿por qué me preguntas estas cosas?, luego va a ser peor», y Eva, con esta obstinación que sólo ponemos a veces en lo que puede destruirnos, «no, yo prefiero saberlo», y entonces Pablo explica que no hay nada de particular, es una aventura veraniega de lo más banal, salvo que la muchacha es, eso sí, muy muy hermosa, y tan increíblemente joven, no sólo por tener pocos años —y le interrumpe Eva: «¿cuántos tiene?»—, quizás dieciocho o diecinueve, no sabe, pero no se refería en cualquier caso a la edad cronológica, se refiere a que la chica es toda ella fresca y fragante, con una piel frutal, y unas piernas largas y finas de potranca, de gacela asustadiza y loca, y ese olor a cachorro y leche tibia, como a colonia y talco de bebé, todo mezclado, y ese cabello rojo, denso, pesado, que cae en amplios bucles lustrosos hasta la cintura o inunda la almohada de una cascada de fuego líquido —y aquí Eva se siente mal, y se arrepiente y se recrimina por haberle preguntado una vez más, por haberle apremiado e insistido, pero sabe en el fondo que si por cualquier motivo él se callara, porfiaría ella de nuevo hasta hacerle proseguir—, y es tan espontánea, en cierto modo inocente, con esos grandes ojos atónitos y húmedos, como si todo fuera nuevo para ella, y al serlo para ella también lo es en cierto modo para uno, entiendes, como si no hubiera en su pasado nada, como si no tuviera propiamente pasado, y acabara de nacer al conocerle y estuviera descubriendo a través de él su propio cuerpo al descubrir el amor, y Eva, con ganas de echársele al cuello, de retorcerle el pescuezo, pero manteniendo todavía la calma, «¿te quiere pues?, ¿tú la quieres?, ¿me estás diciendo que os queréis?», y Pablo tiene un gesto de duda, y luego un ademán de estupefacción e incredulidad, como si ni él mismo pudiera comprender o terminara de creérselo, «sí, parece que me quiere, que me quiere mucho», y cuando Eva insiste —«¿y tú, di, y tú?»—, concluye que no, que él no la quiere, si se entiende por quererse lo que hay entre los dos, entre Eva y Pablo —¿qué es lo que me queda, se pregunta Eva desolada, en qué puede consistir o qué valor puede tener ese sentimiento grave y respetable al lado de la piel frutal y los ojos húmedos de una muchacha enamorada de dieciocho años, cuál es el campo que me queda, y para qué demonios lo quiero?—, ya le ha dicho desde un principio que se trataba de algo diferente, la chica es un objeto perfecto, y Eva, ahogándose de amargura y de despecho, «¿perfecto para el amor, verdad?», después de años y años, casi toda una vida recriminándola entre bromas y veras por su simplicidad, por su falta de imaginación, por sus inhibiciones y su puritanismo, «¿quieres decirme que has encontrado por fin una pareja erótica a tu medida?», y Pablo calla y suspira apesadumbrado y no niega nada, y Eva se pregunta asustada de qué secretos agravios se puede él estar vengando, cómo ha podido ir acumulando su marido tanto rencor y tanto odio contra ella sin que nadie, ni él mismo acaso, se diera cuenta, mientras parecían quererse y constituir una pareja feliz y sin grandes problemas, porque hace falta mucho resentimiento acumulado para hablar así, para hacerla sentirse tan miserable, para ocasionar este daño inútil y terrible a alguien que como ella no está en situación de defenderse, y se le ocurre a Eva por primera vez que esta chica es una fuente de placer y de ilusión, un mágico reencuentro con la propia juventud agonizante, una recuperación del tiempo perdido, algo que halaga a Pablo y le devuelve la seguridad en sí mismo, las ganas de vivir y acometer nuevos proyectos, pero es también en cierto modo un ajuste de cuentas —sólo que ella no sabe cuál es la cuenta pendiente y por saldar—, y es inútil por tanto que insista Elia en que Pablo la quiere, en que Pablo la necesita, porque es seguro que él la quiere, pero con un amor que en estos momentos no le vale a Eva para nada, para qué va a desear ella ni nadie ese amor seguro, monótono, aburrido, respetable, cuando sabe que existe en otro lado un amor distinto, enloquecido, excesivo, fulgurante, y es posible que Pablo sí la necesite para algunas cosas, pero es todavía más seguro que ella constituye ahora para él un lastre, una rémora, un deber enojoso, cepo en la rueda, plomo en las alas, y le gustaría tanto poder echarlo de la habitación y de la casa y de su vida, poder decirle de verdad «vete con esa muchacha y no regreses ya jamás», pero no puede), se da vuelta en la cama y se pone de cara a la pared, y se repite «era eso pues», y se lo pregunta finalmente a Elia, que trastea torpe por la habitación, tratando de arreglarle las sábanas, poner orden en la cómoda, entreabrir la ventana, «¿era eso pues?», y Elia sorprendida, sin terminar de entender, «¿era eso qué?», y Eva se vuelve hacia ella y la mira, «lo que sentíais cuando estabais mal, cuando estáis mal, lo que os ponía a cuatro patas, como tú dices, y os hacía correr con el rabo entre piernas y la lengua fuera a la consulta del psiquiatra o del psicoanalista o del brujo de turno, y atiborraros de pastillas o de drogas o de alcohol, y hablar de muerte, y asomaros al hueco del ascensor y asegurar que no podíais más y meteros en la cama de cara a la pared, ¿era eso?», y Elia, ahora inmóvil junto a la cama, sosteniendo entre dos dedos el frasco de somníferos que acaba de encontrar sobre la mesilla de noche, dubitativa y un poco incómoda, «sí, supongo que sí, ¿qué imaginabas tú?, ¿una tristeza amable, una elegante melancolía, una angustia exquisita y literaria, algo parecido quizás a las nostalgias inconcretas de la adolescencia?», sí, algo así imaginaba, nunca en cualquier caso esto, nunca pudo imaginar esto, estar atada ahí, a esta cama que odia, con una presión insoportable en el pecho, y la boca rezumante de amargura, y un malestar total, como si el organismo se negara en bloque a continuar —la ha asustado hace un rato su imagen en el espejo del baño: el pelo lacio y sin brillo, los labios agrietados, los ojos enrojecidos, las facciones desencajadas, como esa transformación espantosa que vemos en el cine cuando alguien clava por fin una astilla en el corazón de Drácula y en unos segundos su rostro pasa por todas las etapas de la vida y de la descomposición que sigue a la muerte, para quedar convertido en una calavera—, sin poder comer, ni dormir, ni apenas respirar, sin poder pensar en otra cosa que en esta obsesión fija que la mata: los dos la han traicionado, las dos personas a las que más quería, las únicas quizás en las que plenamente confiaba, los dos pilares en los que descansaba su mundo, se han compincheado para traicionarla, los dos van ahora a abandonarla, y ella no lo puede afrontar, no tiene ni remotamente fuerzas para soportarlo, para levantarse de esta cama, para irse lejos lejos, tan lejos que cuando vuelva todo haya terminado, y Elia, como si adivinara todavía sus pensamientos tal como los ha adivinado durante años y respondiera no a lo último que se ha dicho sino a lo que Eva piensa, «no pasa nada, te lo aseguro, te queremos como siempre los dos, nadie va a abandonarte», y Eva calla, pero sabe que no es verdad: si Pablo la quisiera, la habría tomado hace ya días en sus brazos, le habría levantado la barbilla para obligarla a sostener su mirada, y así, ella en sus brazos y los ojos en sus ojos, le habría dicho que esta chica pelirroja no es nada, que no le importa nada, que no ha de volver nunca más a verla, que no se repetirá jamás, que ha sido sólo una torpeza sin consecuencias, y si Elia la amara, no dejaría ahora el frasco de somníferos sobre la mesilla, con un suspiro, no se limitaría a darle un beso en la mejilla, a mirarla preocupada antes de salir de la habitación, si Elia fuera de verdad su amiga, tiraría el frasco de potingues a la basura, la levantaría aunque fuera a golpes de la cama, la metería en el baño para lavarle la nariz y vigilar que se limpiara bien los dientes, para hacerle unas trenzas apretadas y relucientes, la vestiría con su vestidito de los domingos, de los días de fiesta, y la sacaría de aquí —dios, alguien debería darse cuenta de que ella no puede soportarlo, de que no puede salir sola de esto, alguien debería apiadarse y sacarla de aquí—, se comprometería hasta el cuello, y se la llevaría lejos, lejísimos, a un sitio en el que nunca hubieran estado antes, donde Pablo no pudiera, aunque quisiera, encontrarlas, en lugar de mostrarse tan estúpidamente cauta y respetuosa, y mantenerse a distancia, y pretender ser objetiva, y plantear cuestiones de principio, y analizar cuidadosamente qué parte corresponde a cada cual de culpa y de razón, como si estuvieran estudiando un caso teórico en un libro de texto, y sentirse decepcionada porque Eva no está en esta ocasión a la altura de las circunstancias («perdona, Eva, quizás se deba a que no sé verte en este papel, tan acostumbrada estoy a que militemos las dos en el bando opuesto», ¡como si pudiera gustarle a Eva asumir el papel de esposa histriónica y celosa, defensora de la moral más tradicional, como si no hubiera preferido ella mil veces estar en el papel de la otra!), y sentirse incómoda porque Eva está cometiendo imperdonables faltas de estilo, cuando no se trata ahora de tener o no tener razón, ni hay objetividad que valga, se trata únicamente de subsistir, de que su mejor amiga se está hundiendo sin remedio, y si Elia la ama, si no quiere abandonarla, debe apoyarla pues de modo incondicional, más allá de toda justicia, y no digamos de toda estética, debe tomar partido, asumir toda responsabilidad —dado que Eva ha perdido capacidad para resolver o para actuar por sí misma—, hundirse en la mierda hasta el cuello si es preciso, y sacarla de esta cama, de esta casa, de este pueblo, de este infierno.