Se desliza furtiva a lo largo del pasillo oscuro, de nuevo un latido sordo, duro, en los oídos y el corazón en la garganta, y el mismo miedo, o parecido, a su miedo de niña, porque hasta donde alcanza su memoria se recuerda Clara siempre temerosa y asustada —siempre triste también, de modo que su vida hasta ahora le parece un largo batallar fatigoso e inútil contra el miedo, contra la tristeza—, sólo que el miedo es hoy distinto, un miedo específico cuyas causas no logra sin embargo localizar ni descubrir, y que tiene poco que ver parece con sus miedos de niña y de adolescente, que se habían prolongado casi sin variantes hasta ayer, hasta los primeros días de su llegada al pueblo, miedo a quedarse sola en casa, a salir sola a la calle, a avanzar por el pasillo interminable hasta la alcoba oscura de los tíos, a donde la han mandado en busca de algo que no necesitaban para ayudarla así supuestamente a controlar el miedo, pavor a la oscuridad sin más, miedo a los muertos que están solos y fríos en el cementerio y que algunas veces le hablan o la miran extrañamente con sus cuencas sin ojos desde debajo de la tierra, miedo a enfermar y a morir ella misma, a que la entierren viva y caminen por encima de su cuerpo las cucarachas negras, las arañas peludas, y a gritar entonces y que no acuda nadie, miedo a que le pregunten en clase la lección y a ser incapaz de despegar los labios para responder y a quedarse allí muda ante todos como una idiota, miedo a la voz helada, a los ojos desalentados, de una maestra que confiesa no le han gustado nunca los niños, miedo a los otros niños a los que —no necesitan confesarlo— no les gusta ella para nada, miedo a sus burlas, a su deliberada y perversa incomprensión, a su incomprensible crueldad, al daño que le hacen a ella, que se hacen entre ellos, que infligen a los animales, terror a las fiestas infantiles donde todos parecen divertirse tanto y donde sufre la agonía sucesiva de mil muertes pequeñas, a las que su tía —y también a su tía le tiene miedo— la fuerza a asistir, con un horrible vestido de organdí lleno de lazos y una cajita de bombones, miedo a la violencia que parece rodearla —a ella y a los otros— por todas partes, miedo al pecado (mortal) y al infierno (una eternidad de eternidades), miedo a tener que confesarse, a no poder hacerlo, a confesarse mal (nunca es suficiente el arrepentimiento, nunca resulta convincente y sincero el propósito de enmienda), a las acciones impuras —que ni siquiera sabe con exactitud qué son, pero que presiente terribles—, miedo a todo y por todo, de modo que al preguntarle Eva impaciente hace unos días «¿pero a qué demonios tienes tú miedo, di?, ¿por qué andas siempre como asustada?», no supo qué responder, en parte por haber sido sus miedos tan múltiples y contradictorios, y en parte porque se dio cuenta entonces, en aquel preciso instante, de que habían sido dejados en algún punto del camino definitivamente atrás, anulados y sustituidos por un único miedo omnipresente, y no se atrevió a responder «tengo miedo de ti», miedo a disgustar a Eva, a aburrirla, a decepcionarla, miedo también a ser rechazada, despedida, golpeada, olvidada, y era en cierto modo un alivio poder centralizar sus tuerzas y unificar su espanto en este miedo total, que no dejaba lugar para ningún otro, pero ahora, y tampoco puede precisar exactamente desde cuándo, quizás desde la noche en que Eva se olvidó de darle un beso de buenas noches y estuvieron hablando ellos tres mucho rato en la sala y acudió luego la vieja ondina brumosa y reumática —seguramente porque Eva la había oído a ella llorar y se lo había pedido— con sus húmedas palabras de consuelo —«también esto, te lo aseguro, Clara, también esto pasará», sin que se supiera bien si estaba contándose una historia a sí misma, o hablando para Clara o discurseando para nadie—, desde entonces quizás este miedo se ha modificado, y por más que siga refiriéndose monótono a Eva —¿hay algo en su vida que no se refiera ya de un modo u otro a Eva?—, no es acaso al daño que Eva pueda hacerle todavía, y que le hará sin duda inexorable, sino más bien al daño que alguien o que algo —una presencia difusa y amenazadora parece rondarlas a las dos por el pueblo y la casa, una presencia que no logra identificar y que asocia vagamente con la voz insólita de Pablo aquella noche en la sala, tan sin motivo eufórica y confiada, una voz que Clara no le conocía y que la atemorizó— pueda hacerle a Eva, y ahora se desliza furtiva a lo largo del pasillo oscuro, y siente el mismo miedo o parecido a su miedo de niña en el pasillo interminable donde la acechaban todos los peligros, desde el cuarto de plancha y de costura, con sus luces bajas, el brasero encendido, el rumor de la máquina de coser, el olor a almidón, las voces persistentes de las mujeres que sólo interrumpen su chismorreo o sus historias para oír en la radio el consultorio sentimental (algunas tardes cuentan, y Clara las escucha fascinada, espantosas historias de terror), hasta la alcoba de los tíos, que le parece inexistente e irreal de puro inalcanzable, tan infinitamente remota, separada de la guarida cálida y segura donde cosen y planchan y parlotean las mujeres por ese pasillo atroz, que Clara recorre de niña con un pavor nunca vencido, perennemente renovado, muy arrimada a la pared, conteniendo la respiración, despacio despacio, esforzándose por no hacer el menor ruido, para que no la oigan ni se den cuenta de su presencia o de su paso, y no la ataquen esos seres informes, demoníacos, de los que hablan las mujeres y que permanecen sin duda resguardados y al acecho en las sombras, con la espalda pegada a la pared pues y muy despacio, se desliza palmo a palmo por el pasillo una chiquilla cada vez más asustada, a medida que se aleja más y más de la guarida salvadora, y queda atrás la luz, el calor, el rumor de las charlas, la voz afectada del consultorio femenino, con la espalda arrimada a la pared, sin atreverse casi a respirar, sólo que la pared se interrumpe a cada trecho por los agujeros —todavía más oscuros— de las puertas siempre abiertas que dan a las distintas habitaciones de la casa, y no hay aquí defensa ni protección posible (no tendrá siquiera tiempo para chillar y que la oigan las mujeres allá lejos), y no le queda otro remedio que aguardar y reunir fuerzas y contener de veras el aliento, y cruzar luego presurosa y aterrada ante este hueco pavoroso por el que puede atraparla el hombre lobo enfebrecido por el hechizo de la luna llena (es el menor de siete hermanos varones, explican las mujeres, y las víctimas quedan tan desfiguradas que es imposible reconocerlas), el viejo que mete a los niños en un saco y les quita la sangre o las mantecas (un señor muy rico y poderoso, cuyo hijo enfermo sobrevive únicamente si se alimenta de carne y sangre humana, ha convertido el país en un pavoroso mercado de cadáveres), los muertos a los que ha visto algunas veces en la iglesia, y que la miran a través de los párpados cerrados, desde las cuencas vacías, y lloran porque les cubren cucarachas negras, arañas peludas, y tienen mucho frío y nadie acude a consolarlos (a algunos, cuentan las viejas en el cuarto de costura, bisbisean las mujeres mientras cosen y planchan, los han enterrado vivos, y al abrir años después la caja los encuentran con las manos medio comidas y en lo que queda de rostro una mueca indescriptible), y duraba eternidades ese tiempo brevísimo de cruzar ante el hueco de una puerta en el pasillo oscuro, y ahora a Clara también le late un pulso sordo y loco en los oídos, y tiene apretada y seca la garganta, y avanza muy despacio, pegada a la pared, cada vez más aprensiva y asustada a medida que se aleja de la seguridad de la propia alcoba —con miedo, aunque sea un miedo distinto— y avanza hacia la habitación donde duermen Eva y Pablo, porque Eva ha pasado todo el día en la ciudad, y ella no se atrevió a preguntarle «¿cuándo vuelves?», y al llegar la noche se ha acostado temprano, perdida la esperanza de que Eva regrese todavía hoy, confiando en que dormida le pase el tiempo más aprisa y acaso mañana al despertar Eva esté aquí, pero los ha oído más tarde moverse a los dos por el pasillo, y ahora sabe que Eva ha regresado, y no le es ya posible, sabiéndolo, esperar a mañana para verla, no se resigna a dormirse sin su beso de buenas noches, sin preguntarle cómo está y averiguar si le ha ido bien el viaje, y ha saltado de la cama, descalza y en camisón, y se ha lanzado al pasillo oscuro, y ha avanzado con la espalda pegada a la pared, como cuando era niña y la mandaban a buscar algo que no necesitaban al cuarto de los tíos, con el temor —peor que todos los temores— de que la otra se enfade, de que la mire con sorpresa y desagrado, de que la riña —¿se puede saber, Clara, qué haces aquí a estas horas?—, y la puerta de la habitación está, qué extraño, abierta, y por ella se escapa la luz, y Clara se aproxima con sigilo, y allí, sobre la cama, están las dos piernas de Eva, flexionadas, la rodilla hacia arriba, y separadas, inmóviles como columnas, y entre ellas la cabeza canosa de Pablo, sólo le ve la cabeza, no la cara, como sólo ve de Eva las dos piernas marmóreas e inanimadas, y hay un sordo rumor de chupetones, lametazos, exclamaciones ahogadas que proceden de la cabeza cana, y Clara se agacha, y queda en cuclillas, la espalda apoyada contra la pared opuesta del pasillo, allí al acecho, atónita durante unos instantes, sin comprender, sin pensar ni sentir nada, atrapada allí como una bestezuela —por más que sea ella quien esté al acecho, quien ha seguido el rastro y los ha descubierto, es ella la atrapada—, incapaz de dejar de mirar, de arriesgarse a hacer el menor ruido, de marcharse «Clara, ¿por qué no te marchas y vuelves a tu casa, antes de que todo se complique demasiado, ahora que todavía estás a tiempo?», le ha propuesto esta misma mañana la vieja ondina adusta, la mohosa ondina reumática, la torva hermana mayor de la sirenita que abandonó por su príncipe los siete mares, y su voz ha sonado lejana, indiferente, como si le estuviera hablando desde lo más profundo del estanque, y hablara por hablar, porque cómo va a importarle lo más mínimo lo que pueda hacer o dejar de hacer Clara, y Clara rencorosa «¿qué estáis tramando entre vosotros dos, qué estáis tramando Pablo y tú contra Eva?», y la pálida figura insiste con su voz sin matices, amortiguada por las espesas capas de agua, «¿qué dices?, de verdad, Clara, márchate ahora, antes de que estés demasiado atrapada», y ha resultado grotesco y casi divertido que le dijeran esto, como si no llevara días ya y semanas sin remedio atrapada, como si pudiera decidir todavía entre el quedarse o el marcharse, y ahora esta petrificada aquí, acurrucada en el pasillo, con progresivo miedo a que la descubran, a que Pablo levante un momento la cabeza y la descubra, sin querer mirar ella y sin lograr no hacerlo, como no podía de pequeña dejar de escuchar las terribles historias que contaban las viejas en el cuarto de la plancha, fascinada y horrorizada, como no consigue tampoco en el cine dejar de seguir la película por entre los dedos por más que se haya tapado la cara con las manos, con miedo ahora a que la sorprendan y la riñan —¡dios, si fuera Eva quien se incorporara y la descubriera!—, pero también progresivamente indignada, porque ¿cómo han podido olvidar estos dos la puerta abierta?, las sienes latiéndole con furia, el corazón desbocado, sofocándose y ahogándose en el pasillo oscuro, y la mirada fija, inmovilizada en esta imagen tan extraña —parece en realidad la fabulosa criatura de un bestiario imaginario, una araña enorme con dos únicas pinzas doradas y entre ellas la cabeza peluda y gris—, y después las piernas se agitan, se crispan, se contraen, le rechazan, y surge del lugar donde queda la almohada una voz alterada, desfigurada por la emoción —«¡ven, oh ven, por favor, ven ahora, ven!»—, que es sin embargo imposible confundir con la voz de Eva, y no es tampoco, como sospecha por un instante, la voz mohosa de la ondina desangelada, es la voz de una mujer desconocida, que se ha incorporado y ha aferrado a Pablo por los hombros, lo ha agarrado por la espalda y lo ha forzado a levantarse, a darse vuelta, a cubrirla, a penetrarla, y los dos cuerpos se agitan crispados, torpes, feos —de nuevo piensa Clara que se trata de un animal fantástico, de un ser repulsivo pero imaginario, que manotea histérico con sus ocho patas y deja oír unos sonidos cada vez más inarticulados, menos humanos—, sólo que a Clara ha dejado de importarle lo que parezcan o lo que graznen o lo que hagan, son únicamente una muchacha desconocida, un hombre al que detesta, copulando asquerosos y violentos en la cama —ni se han acordado siquiera de cerrar la puerta, de asegurarse de que no los iban a ver los chicos—, y lo único que en este momento la turba y desconsuela es la evidencia de que Eva no está aquí, de que no puede haber vuelto a la casa, de que sigue lejos en la ciudad, de que tendrá que esperar para verla hasta mañana, lo único que la indigna y que la solivianta es que lo estén haciendo en la cama de Eva, que hagan el amor precisamente en su propia cama.