El portero está en su garita, tras el mostrador, leyendo un periódico, y Elia intenta una vez más abrir la puerta de la calle con soltura, y cruzar el vestíbulo —tan amplio, tan iluminado— con naturalidad, mientras hace fervientes invocaciones a sus dioses paganos, a sus demonios particulares, para que el tipo esté de veras enfrascado en su lectura y ni la vea, pero tiene que decirle forzosamente buenos días al pasar ante él, y le sale la voz vacilante y quebrada, una voz de idiota, y el portero —moreno, cejijunto, adusto— levanta los ojos del periódico (quizás la haya descubierto desde el momento en que abrió la puerta de la calle y ha fingido no verla para atraparla luego así, en el último segundo, a traición) y le dirige una mirada breve pero categórica, una mirada que no admite discusión, que echa por tierra sus aires de «soy amiga personal del doctor y de su familia desde siempre, sabe usted, y he venido mil veces antes de ahora a cenar a esta casa, conque haga el favor de no considerarme una chiflada más que visita a su loquero», y tropieza Elia torpe con el borde de la alfombra y se precipita de cabeza a la sombra protectora del ascensor, y siente de repente unas ganas intensas de reír a carcajadas (y sólo le faltaría esto al tipo que sigue la subida del ascensor desde abajo), porque es increíble que en este grado extremo de desolación y de ansiedad, a punto de tocar fondo o de trasponer límites, más allá —parecería— del bien y del mal, una siga preocupándose por lo que pueda decidir sobre ella el portero de una casa que ni siquiera es la suya, y que quizás tenga por otro lado, y esto debe de ser lo malo, su parte de razón, puesto que ella es en efecto sólo una más, una mujer cualquiera a la que golpeó la vida y que no lo aguantó, que se vino abajo y corrió a cuatro patas a la consulta del psiquiatra, en busca de pastillitas multicolores o de alguien en quien depositar una fe ya imposible, en busca en definitiva de un milagro, una de tantas mujeres de cuarenta años a las que un hombre abandonó («no vamos a seguir jugando el resto de nuestras vidas a Abelardo y Eloísa…») y que no pudo soportarlo, que no ha podido todavía acabar de tragar tanta amargura, reconstruir otro mundo sobre las ruinas, porque se vino abajo el castillo de naipes, la fortaleza de arena, que entre dos laboriosamente habían erigido, y no sabe por qué carta decidirse ni por dónde recomenzar, aunque quizás su preocupación por el aire insolente del portero, o el hecho de que haya resistido hasta el lunes —¿qué otra cosa podía hacer?— señalen en efecto el inicio de una mejoría, apunten hacia el camino de una remota pero acaso posible curación, porque es lo cierto que no vio al portero ni a la enfermera que debió de abrirle forzosamente la puerta —como la abre hoy— ni a nadie (puesto que no recuerda tan siquiera quién la trajo o cómo llegó ella sola hasta aquí) la primera vez que acudió arrastrándose a la consulta hace ya casi seis semanas, y ni siquiera sobre cuatro patas, arrastrándose, en busca de algo, cualquier cosa (igual hubiera podido recurrir a una hechicera, a la bruja del barrio —veranea a fin de cuentas en un pueblo de brujas—, a una echadora de cartas, a un traficante de heroína, a un monje budista consagrado a la meditación zen: el teléfono de Miguel estaba simplemente más a mano, y Miguel la había visto ya una vez, en cama, unos días atrás, a instancias seguramente de Jorge), cualquier cosa que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, porque existe un grado miserable y extremo del sufrimiento —ha descubierto— en que pierden sentido las ansiedades referidas a un futuro más o menos remoto (en cualquier caso inverosímil), la inquietud de no saber qué hacer con lo que nos queda de vida, y uno se interroga sólo desesperado sobre cómo demonios va a arreglárselas para resistir hasta el próximo amanecer, para superar el altísimo muro erizado de púas de la noche, qué rara habilidad o qué magia oscura y poderosa hará que siga fluyendo sensata la sangre por las venas, que siga latiendo aplicado el corazón, que se dobleguen los pulmones a la monótona fatiga de respirar, y Miguel le proporcionó un amplio repertorio de grageas y pastillitas y cápsulas de distintas formas y colores, que Elia puede alinear como los soldaditos de un ejército, disponer sobre el mantel como los ingredientes de una sacrílega comunión, y Miguel dijo, y Miguel le repite «hay personas que hacen del amor el centro de su mundo, y a mí ya me parece una locura, pero hay otras poquísimas personas, como tú, que reducís el mundo entero a ser el centro de vuestro amor, y al terminar el amor —y conste que eres tú la que dices que ha terminado, no yo, porque lo que me cuentas significa que Jorge está pasando por un momento difícil, que tiene acaso dudas, que cedió a un arranque de mal humor, que puede estar incluso un poco o un mucho fatigado de este amor romántico, obsesivo, agotador, que tú inventas, o que inventasteis entre los dos, pero no significa que vuestra relación haya concluido, ni que esté roto el matrimonio, ni siquiera que él haya dejado de quererte, porque hay otras formas de amor, Elia, por más que tú no lo creas, que tienen poco que ver con los amores de Abelardo y Eloísa y con todas estas bobadas de mi soledad empieza a dos pasos de ti—, al terminar el amor pues, o al creer tú que había terminado, perdiste conjuntamente con el amor el mundo», concluye Miguel, y Elia piensa que sí, Elia acepta que sí, que puede ser verdad, que seguramente ella adjudicó al amor y adjudicó al mundo —hace mucho mucho tiempo— papeles equivocados, lugares que no les corresponden, pero esto viene de demasiado lejos para modificarlo —¿por qué insistirá Miguel en que el pasado no es irreversible?—, de tan lejos que no logra recordarse a sí misma sintiéndolo distinto, viviéndolo de un modo diferente, y acaso se deba en efecto, como él sugiere, a un padre siempre ocupado y a menudo ausente, a su niñez sin padre, o a una madre prepotente, espléndida, invasora, en absoluto maternal, a esta carencia básica de afecto, o a que ella nació así, retrotrayendo las raíces de su mal todavía más lejos en el tiempo, tímida, asustadiza, poco segura, sin gustarse nada y sin creerse tampoco capaz de gustar, sin aceptarse nada ni conseguir por tanto ser aceptada por los demás, toda una infancia pues, toda una adolescencia y una primera juventud hundida en los pozos de su miedo, su tristeza, su soledad —«¿hasta que conociste a Jorge?», pregunta Miguel sin curiosidad, con la fatiga de quien ya conoce la respuesta—, sí, hasta que llegó Jorge, y Jorge la eligió a ella entre todas, porque el Jorge de hace quince años hubiera podido elegir a cualquier muchachita y conseguirla, y cómo no iba ella a empezar a aceptarse a partir de esta prodigiosa elección, Jorge la sacó del pozo y la llevó consigo y todo lo malo quedó atrás, Jorge le propuso mírate en mis ojos, y ella descubrió en sus ojos a una Elia distinta, de la que no tenía siquiera noticia, una Elia que podía gustar, que podía ser útil, que podía hacer cosas bellas y suscitar amor, y de repente —por primera vez— la maldad, la estupidez, la sórdida locura, la cobarde crueldad, la básica injusticia que rigen el mundo se le hicieron soportables —antes no lo habían sido nunca—, porque eran dos a enfrentarlos, dos a fortificarse contra ellos y a combatirlos, entiendes, hasta la muerte pudo ser en cierto modo aceptable, y seguramente por eso yo llegué a conocer el mundo, yo llegué a poder tener un mundo y asumirlo, cuando lo hice centro de mi amor, y no es, como tú dices, que yo me fije sólo, me obsesione, con aquello que me crea problemas o que no tengo o que me funciona mal, porque en realidad yo no llevo cuentas separadas, ni dispongo de diferentes apartados, uno para la profesión, otro para el disfrute de las cosas sensibles, otro para la vida social o para la amistad, otro para los problemas o satisfacciones del dinero, otro por último para el amor, cada cosa supuestamente en su cajón y yo negándome a valorar y utilizar los cajones repletos y obstinándome en llorar sobre el único cajón desordenado o vacío, no es así. Jorge no es un cajón más, un apartado más, Jorge es la llave que me permitió abrir una mañana todos los cajones, lo entiendes, todo llegó hasta mí y todo me sirvió y todo se me hizo posible a partir de su amor, y su desamor me sumerge en la más absoluta de las nadas, y no tendría sentido —¿es esto lo que me propones?— que yo me sentara todas las mañanas un buen rato delante del espejo, a veces lo hacía de niña, sabes, cuando me sentía peor, porque cosas como esta sólo se intentan cuando uno es irremisiblemente desgraciado, y todavía hoy me doy pena a mí misma cuando me recuerdo allí, frente al espejo del baño o del armario grande, un dedo levantado como si me dispusiera a impartir una lección magistral, las lágrimas rodándome por la cara y mojándome el vestido, dispuesta a repetir una y otra vez la fórmula supuestamente mágica —y no dio nunca resultado, nunca—, que quizás alguien me había transmitido o era quizás de mi propia invención: «soy feliz, ¿quién lo duda?, negarlo sería idiotez», ¿es esto lo que pretendes, que reanude a mis casi cuarenta años la misma letanía y enumere todas las mañanas delante de mi espejo con voz pausada y convincente las múltiples razones de que dispongo para ser feliz y que sin embargo para nada me sirven? «has olvidado alguna», la interrumpe Miguel flemático, resignado, sin perder jamás la calma ante sus discursos, «por ejemplo que tienes un hijo magnífico, un chico excepcional», sí, es verdad, seguro que es Daniel un chico excepcional, y que debería bastarme acaso para sentirme colmada, pero no importa lo que deberían ser las cosas, importa sólo lo que son o la manera en que se viven, y yo soy así, y no voy a modificar nada repitiendo cien veces todas las mañanas delante del espejo la lección aprendida, porque resulta que Jorge no es en mi vida un elemento más, ni siquiera concediendo que fuera el más importante, no sé cómo explicártelo, es como si yo poseyera una maquinaria inmensa, nueva, reluciente, recién engrasada, y necesitara sólo mover una minúscula palanca para ponerla en movimiento, y no hubiera palanca, o como si tuviera un palacio enorme, y no pongas esa cara socarrona de que ya salen mis cuentos, un palacio enorme con mil estancias llenas de tesoros, una para la plata, otra para el oro, otra para los diamantes, otra para los rubíes, pero existiera una única llave irrepetible y se me hubiera perdido esta llave, es como (para poner un ejemplo que no proceda para nada de mis cuentos de hadas) poseer millones y millones en una moneda que carece de curso legal, o un librajo cubierto de fórmulas valiosísimas en una escritura de la que se ha olvidado la clave, todo muerto, todo inutilizable, «y eso mismo», sugiere ahora Miguel, «es lo que ocurre con tu sexualidad, otro cajón acaso rebosante del que se nos ha perdido la llave, y será en vano que ese pobre tipo del cafetín y de la playa se afane y se desespere encima de tu cuerpo, inútil que se afeite la barba y se deje bigote y se lo tiña tricolor, que se ponga gafas y haga chasquear los nudillos y fume un tabaco dulzón, y hasta que aprenda a andar con los andares de la pantera rosa, pues por mucho que haga no podrá convertirse nunca en Jorge, no será nunca Jorge», y ahora Elia ríe, mira a Miguel rectamente a los ojos, «sí, mucho temo que ha de ser inútil», y los dos se ríen, y por un instante, sólo unos segundos, como en la playa la otra mañana, cede el dolor y experimenta Elia cierto alivio, un brevísimo respiro, un atisbo de bienestar, y después, todavía sonriendo, le explica a su psiquiatra que no sólo tiene él muchísima razón, sino que la realidad es todavía peor, pues no se trata, como él propone, de que la sexualidad esté encerrada en un cajón, y la única llave posible sea el amor, y el único amor imaginable se llame siempre Jorge, lo cual haría que la situación fuera complicada y difícil pero no acaso desesperada: lo que ocurre es que para ella el sexo y el amor y Jorge constituyen una única realidad indivisible, y ni siquiera a nivel teórico es capaz ya de separarlos, y no sabría o no podría fantasear una sexualidad sin amor, o un amor que no sea el de Jorge, o tampoco un amor que no sea al mismo tiempo sexualidad, porque todo le llegó junto, lo descubrió junto, se le dio junto, lo ha vivido junto y junto lo ha perdido para siempre.